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jueves, 7 de noviembre de 2013

Yo nunca, nunca… - Georgina Montelongo


“Yo nunca nunca he besado a una marmota. Ni tampoco he entrado a un castillo encantado. “¡Encantado de conocerla!” , me dijeron alguna vez, pero no presté atención y huí. Yo nunca nunca he dicho “¡Encantado de conocerle!” a nadie, ni tampoco he abrazado un árbol, porque me dan miedo los bichitos. Supongo que si se acercan a mí con la intención de picarme, no les bastará un “¡Encantado de conocerle!” para evitar que me devoren. Yo nunca nunca besaría a un bichito, ni siquiera a uno que viviera en un castillo encantado. Tampoco nadie me ha devorado que yo recuerde; no con mi permiso al menos. No sé si me gustaría ser devorada con mi permiso o sin él, pero creo que no sería grato. No al menos si en ese momento estoy contenta, aunque eso sería poco probable. Pero si estoy triste, cosa que sí es muy probable, tal vez no fuera tan malo. Quizá con un piquete de bichito todo acabara y yo dejaría de preocuparme tanto por no conocer un castillo encantado, uno real. Y dejaría de tenerle tanto miedo a las picaduras de los bichitos. No podrían devorarme dos veces –bueno eso creo– y más si la mordedura es letal. Y la gran pena y culpa que siento a diario por no haber besado nunca a una marmota, desaparecería también. Pero entonces tendría un problema mayor, mejor dicho, varios. Si ya no tuviera curiosidad por conocer un castillo encantado real y dejara de tenerles miedo a las mordeduras letales de algunos bichitos. Y si tampoco tuviera la duda de saber lo que habría pasado si yo hubiese prestado atención a ese “¡Encantado de conocerla!” en vez de huir; entonces… ¿Qué me quedaría?
Cierto, yo nunca nunca, he besado a una marmota…”.


Acerca de la autora:
Georgina Montelongo

martes, 29 de octubre de 2013

De gatos, lasagna y otras cosas… - Georgina Montelongo


Las cinco de la tarde, hora en la que esa desalmada enciende la televisión para que yo vea alguno de los nuevos capítulos del National Geographic. Hoy fue el turno de la salamandra; anfibio de vulgares pecas amarillas y lentos movimientos, que solo acelera el paso cuando llega el momento del “brunch” y sale en busca de algún bocadillo. ¡Bah! ¿A quién le importa la ociosa vida de las salamandras? Los capítulos de la semana pasada estuvieron mucho mejor, hablaron sobre la telequinesis. Por cierto, ardo en deseos de poner en práctica algunos ejercicios que llamaron poderosamente mi atención. Al menos eso resulta más atractivo que el estar observando por largos y tedioso minutos la respiración de una lagartija gorda y pecosa.
Que no se diga que la melosa y senil mujer que me robó la libertad y el placer de las caminatas vespertinas gozando del ronroneo del mar, no se preocupa por elevar el nivel cultural de “sus criaturas”. ¡Descastada!, me pregunto en qué momento se sintió con el derecho de traerme a su prisión; a este lugar que tiene impregnado su olor a viejo y a soledad.
Lo que no sabe la muy estúpida, es que por más prisionero que quiera tenerme, soportando sus detestables arrumacos, puedo escaparme en el momento que se me de la gana. Ignora totalmente el por qué sigo aquí.
Desde que llegaron los nuevos vecinos a instalarse en la casa de enfrente, solo una idea ocupa mi mente: colarme hasta la cocina de los Salvatore y degustar un pedazo de esa deliciosa lasagna que madame Salvatore prepara con frecuencia; según lo indica mi sensible olfato.
¡Humm! ¡Sueño con el instante en que mi boca le de el primer beso de amor a semejante manjar! Esa si es una comida digna de mi linaje y no la bazofia orgánica en lata que esta ignorante me ofrece a diario.
En vez de andarse robando libertades ajenas y mal alimentarme, debería seguir cosiendo como castigo de infierno; sin parar, hasta que ella misma quedara cosida con sus propios alfileres. Ya la veo, con su cara mustia del color del agua bajo la tenue luz de los candelabros de plata que limpia hasta tres veces en un solo día.
¡Oh, creo que estoy llegando al límite de mi resistencia! Sueño con el momento de cruzar esa puerta para seguir siendo dueño de mi destino. Yo, el gran Neko Sashi, descendiente legítimo del reino de Siam, debo darle fin a esta tortura que me tiene los nervios deshechos.

¡Ah, estoy feliz! Hoy cumplo un año de vivir en la residencia Salvatore. Además de agasajarme con las más ricas viandas de la región de Trieste de la cual son originarios, me permiten salir todas las tardes a mis largas caminatas por el mar para intensificar el azul de mis ojos con solo mirarlo. Debo aclarar que para ellos nunca he sido su prisionero, sino su huésped.
Hoy a mi regreso, eché un vistazo a la casa de enfrente; sigue abandonada y cada día se deteriora más; deberían derruirla. Hasta donde sé, la policía nunca logró esclarecer la muerte de la vieja robalibertades. ¿Cómo pudieron clavarse en sus ojos esos alfileres que le provocaron la caída enviándola ipso facto al más allá?
No lo sé, lo único cierto es que desde hace algún tiempo, estoy plenamente convencido del poder de la telequinesis. Convencido también de que soy un digno descendiente del reino de Siam y de que por algo a la Diosa Bastet de los egipcios, la representaban siempre con una cabeza de gato...

Acerca de la autora:
Georgina Montelongo