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lunes, 19 de octubre de 2009

El inicio de la tormenta - Libia Brenda Castro


Otoño 1
A ella le gusta el otoño; le gustan, de noche, sus calles corriendo por las pupilas, sus faroles encendidos, sus árboles perdidos en la sombra de un cielo en la cabeza, las tapias del pecho, sus semáforos en los brazos y sus luces derramándose sobre los senos amarillos y pálidos de pezones dulces, que no soportan la saliva del destierro de una cama que no sea la suya.
Le gusta, de hecho, el otoño, por sí mismo, para sí mismo. Le gusta que sea triste y sonámbulo en las nubes con un reflejo anaranjado gracias a la civilización electrizada. Y lo que más le gusta del otoño en la noche es la soledad.
Pero hay algo que no, que no, que le deja un sabor amargo de semen violentando una garganta vuelta de pronto inhóspita por el alarido.
Otoño (2)
Sí, le gusta caminar, respirando los orines de las puertas viejas de madera, los gatos raudos que huyen de repente adivinándola, escuchando algún acelerador que funde el ruido de los pocos grillos que se han perdido en el asfalto; caminar, siempre, sola.
La sombra surge de pronto, entre un cristal roto y un poste de teléfono, y rompe con el encanto de la soledad, de los gatos y de todo, le sonríe con ojos de complicidad, le exige, se carcajea y le promete "un momento inolvidable".
Otoño (3)
Es cierto que a veces, en esos otoños nocturnos que la caminan, algo le interrumpe en medio de un parque y una fuente, la intercepta, la fulmina, pero eso no importa demasiado, es parte del encanto, dos pasos más y ya está de nuevo instalada en esa observación de un cielo atravesado por la respiración suave de los guardianes,
Una voz ronca se introduce en su paladar, un olor de animal, macho en celo, la recorre debajo de la blusa y se burla de ella cuando la tira y le separa las rodillas, que instintivamente había apretado una contra la otra y siente como una saliva espesa y reseca se abre paso entre sus pliegues, más resecos aún por el miedo y la vergüenza.
Quizá en los atrios, en alguna vecindad, o en la azotea, se detiene para levantar alguna pluma olvidada, y la guarda, para sentirse, también ella, un poco ave, o simplemente nada, pero igual levanta las plumas perdidas y prueba el viento con ellas, cortando suave la corriente otoñal que en las noches es más fresca, más espesa, más obscura.
Otoño (4)
Y entonces allí, tirada sobre una banqueta, la cabeza contra un escalón siente frío y humedad sobre su rostro, quizá por el cemento bajo su mejilla, quizá porque sus ojos han empezado a adivinar que todas esas nubes están confabulando uno de los últimos aguaceros del año y el inicio de la tormenta la saluda a ella antes que a nadie; y en algún lugar entre las nubes, el cielo y su cuerpo, flotan esas criaturas etéreas, sabe que miran, y están llorando, mientras ella va sintiendo como aquel aliento forastero jadea sobre sí y rasguña sus caderas desnudas, y ella no se siente, o no se adivina bajo ese peso que la asfixia y la rompe, partiéndola en dos, tres, diez, cien trozos y dejándola en el suelo, con una mano estrujando un puñado de plumas grises y la otra encajada en la madera de una puerta vieja, más sola que antes porque ahora que ha terminado la voz desconocida se va, tambaleante, habiendo cumplido su promesa.
Sí, le gusta el otoño, caminar por él en las noches, pero ya no, jamás volverá a contar las pocas estrellas que se ven a las tres de la madrugada en medio de un boulevard. Es posible que nunca más levante la vista hacia el cielo, hacia aquello que es nada. Es posible que haya dejado de creer, que haya cedido al golpe del desencanto y la magia se haya terminado, se marchó con el viento húmedo.
Y aunque sigue persiguiendo nubes de tormenta sin saberlo, a veces, en la noche, despierta gritando, con una mano encajada en el hule espuma y otra mano estrujando un puñado de plumas suaves, recordando la promesa de un desconocido...
Y entonces, el Vuelo.
Nadie puede ver nada, nadie puede verla ahora, sin más deseo que la muerte, sin un intento de retorno, sin conciencia del dolor, llevando el olvido de los que ya no esperan nada en este mundo.
Pero sabe que hay otros, los ha adivinado siempre y justo entonces, cuando ella siente que sólo queda ese mismo vacío algo cambia, se ha roto y una brisa tibia viene a levantar ese algo, suavemente. Así, puede al fin palpar lo que siempre ha ido a su lado, sólo un poco más arriba pero allí.
“Es hora de viajar a los otros mundos”. La voz parece venir desde adentro, sin embargo sabe que está ahí y sonríe, la noche del último otoño se abre para dejarla ir, para que pueda volar, desplegando sus alas a la Luna...

martes, 12 de mayo de 2009

Historia rosa, inservible - Libia Brenda Castro


Ella pintó un enorme girasol: un hermoso girasol muy patético, con un gran par de ojos que se clavaban en el espectador y no dejaban de mirarlo. Estaba muy orgullosa de su obra y de los resultados. La vasta y melancólica flor vislumbraba el fondo del alma de cada uno y lo decía a su creadora; gracias a esto ella llegó a conocer las entrañas de quienes, ignorantes de que eran observados, se plantaban frente a la pintura con inocencia absoluta, para ser expuestos a la mirada de aquel dúo.
Y un día sucedió que un hermoso joven enamoróse de la pintora por tan magnífica creación; ella lo supo gracias al girasol, lo miró a los ojos y vio que era cierto, por lo que su propio interior se inflamó de amor y deseo hacia ese desconocido entregado a la observación de los dos pares de ojos, los de la joven y los de la flor, arrobado de ternura y adoración.
Como acostumbraba con las almas de otros, el vegetal desgajó como una cebolla la del muchacho, ante la mirada atenta e inquisitiva de la pintora, quien la examinó como se examina un objeto que se va a comprar y de cuya virtud uno desea estar absolutamente seguro. La joven había visto tantos ánimos ennegrecidos, grises, chamuscados y mediocres, que desconfiaba casi absolutamente de todo el género humano; por tanto, a pesar de estar enamorada del efebo, no quería entregarse a él hasta estar segura de su sinceridad y candidez. Entonces el girasol, iluminado de lleno por un rayo de luz que en ese momento entraba por el ventanal de la sala de exposiciones, cometió el primer y único acto consciente e independiente de su vida de flor y de pintura —que sólo existe mientras es mirada por algún espectador y muere en el momento en que el último asistente a la exposición lo olvida—, y este acto fue malvado y cruel: el girasol mintió. Mintió a la joven acerca del corazón de su contemplador enamorado, mintió acerca de su alma, de la pureza de su espíritu y de sus intenciones, mintió porque creyó, con ese único chispazo de conciencia conferido por la energía solar, que estaba bien heredar algo a su creadora, con la que había logrado establecer un vínculo de dios-creatura, un lazo de padre-hijo, de pintor-obra; mintió porque creyó que hacía bien mintiendo y salvando así a la bella joven de un futuro terrible. Mintió e hizo creer a la pintora que el joven era inmaculado, que su corazón era cristalino, que sus intenciones eran absolutamente platónicas, elevadas y espirituales. La hizo ver, por medio de sus ojos, un alma límpida y única en el mundo, capaz de amar como nadie sobre la tierra, capaz de una entrega total y absoluta y de un amor sin precedentes; y ella, creyéndole, entregó también en ese momento, y de una sola mirada, su alma al hermoso joven idólatra, que no tenía idea de nada, aparte de que los ojos de la doncella le decían que lo amaban tanto como él, quien era capaz sólo de un amor frívolo y común, aunque fuera hermoso.
Concluido el hecho y agotada toda su energía, el girasol se marchitó en una secuencia de tres cuadros colgados más adelante y luego murió entregándose, ya seco, a los brazos de la tierra, que no tuvo más remedio que recibirlo en su seno, como a cualquier otro fruto salido de sus entrañas.
Los amorosos, que no habían parado de mirarse el uno al otro, se fueron a confesarse su devoción a algún lugar más adecuado para estos menesteres. Él le pidió a ella una cita a solas en el cuarto de un hotel, para poder pintarle la piel ardiente con saliva y semen, a lo que ella aceptó ilusionada, con la idea de servir de lienzo.
Pasó el tiempo y ambos olvidaron su cariño y se fueron llenando con reproches y observaciones que poco o nada tenían que ver con ese amor inicial.
Un día ella pensó que se había equivocado terriblemente al juzgar a aquel hermoso mancebo, quien tenía un interior igual de gris y anodino que el de los demás habitantes del mundo. Él llegó a la conclusión de que esa hermosa mujer era, en realidad, bastante ordinaria, carente de imaginación y creatividad.
A ella le entraron ganas de pintar una casa con los postigos de las ventanas hechos de plumas, para dar paso a los ángeles. A él le llegó la noticia de una hermosa chica, creadora de una melodía capaz de lograr que quien la escuchara, con el corazón puesto en la mano derecha, se elevara diez centímetros del suelo.
Ambos partieron hacia su nuevo destino y olvidaron completamente al girasol, inquisitivo y revelador: en parte por haber sido efímero y en parte por haber causado su unión pasajera.


Ilustración: Fragmento de Butantã. Héctor Ranea

sábado, 3 de enero de 2009

El amor de la tía Berta - Libia Brenda Castro


La tía Berta está enamorada de Cecile, aunque eso no es ninguna novedad; desde que la trajo de Europa no hace más que hablar de ella, llevarla a todas partes y mirarla durante largas horas, embelesada. La limpia con esmero y le platica de todas las cosas que le pasan por la cabeza. En la familia esto no estuvo muy bien visto al principio, pero después acabamos por acostumbrarnos, “una excentricidad más”, decían los abuelos. Y así ha sido desde hace años.
Cecile vino de Holanda, cuando la tía hizo uno de sus últimos viajes; llegó de blanco, casi siempre permanece así y a veces es engalanada con un diminuto moño. Por las mañanas la tía Berta ingiere sus jarabes con Cecile, luego toma un largo baño de tina y las sales aromáticas son espolvoreadas con ayuda de Cecile; después de peinarse frente al espejo, se pone talco y Cecile es la encargada de dosificarlo. Luego la tía baja a desayunar, pausadamente, y Cecile es, por supuesto, la encargada de proporcionarle pequeñas dosis de café con leche, azúcar para éste último y un poco de yogurt. Cuando van al cine se divierten de lo lindo, el helado es consumido por la una gracias a la paciencia de la otra, a veces un café y otras un té, son aderezados por ambas al unísono. A la gente debe parecerle extraño, pero la tía Berta nunca ha sido mujer de apariencias, de modo que le importa poco que la miren fijamente o hagan algún gesto desaprobador en dirección suya.
Una vez Cecile se perdió, aunque sería más justo decir que yo la rapté, la llevé a mi cuarto y la tuve allí unas cuantas horas. La tía se puso frenética, luego se puso pálida y triste, y se sentó en su mecedora durante toda la tarde, con la cara más larga que le he visto nunca.
—¡Qué haré sin mi Cecile! —decía llevándose las manos a la cabeza, con gesto de desaliento.
La abuela propuso Locatel, pero la idea fue de inmediato desechada por ser un poco absurda, además, la mitad de la familia estaba convencida de que no podía andar demasiado lejos. La tía sólo atinaba a decir que la pobre no conocía realmente la ciudad, ya que siempre que salían iba bien envuelta, y en esas condiciones no se puede hacer de turista.
Finalmente decidí que era suficiente crueldad de mi parte y volvió a la habitación de mi tía, como si nada. Tengo la impresión de que la tía adivinó qué había pasado, por el brillo diferente que adivinó en ella, pero no dijo nada. Después de todo, la tía no es especialmente celosa y yo soy una de sus sobrinas favoritas. Pensé que me reprendería, pero luego entendí que me consideraba un poco su cómplice, y me tomó más cariño por el hecho de que yo mostrara deferencia por Cecile.
Al menos sé que ella, aunque extrañaba a la tía, no me guarda rencor, jugamos y nos divertimos mucho, sobre todo tomando en cuenta que era algo desacostumbrado.
Hace un tiempo alguien llevó un estuche de madera, arguyendo que la vidriera le quedaría de maravilla, pero mi tía Berta se indignó tanto con la idea que le retiró el habla a su pariente.
Actualmente Cecile es una de las posesiones más preciadas de la familia, y todos nos preguntamos qué será de ella cuando la tía Berta muera. Después de todo, Cecile es de las mejores, nunca he sabido si de plata auténtica o sólo de alpaca, aunque la tía la pule cada mes, con un líquido especial, confiriéndole un brillo realmente conmovedor.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Visitante - Libia Brenda Castro


Para Ricardo

Alguien llama a la puerta. Me apresuro a abrir y, al encender la luz, la veo. La sombra se mueve suavemente sobre el dintel. Me digo que no pasa nada: es una mariposa. Negra, pero una mariposa. Parece que me mira, algo brillante me hace un guiño desde el centro de dos pupilas que son pozos esperando tragarse mi alma. Es una mariposa. Tomo aire, repito palabras como ‘inofensivo’, ‘frágil’, ‘animalito’. Avanzo hacia la puerta, el sonido del timbre me sobresalta. Es una mariposa. Junta las alas y veo el perfil ciego de una pequeña bestia con intenciones ocultas. Es una mariposa. Es enorme. Abro la boca y la voz se me atora en las encías. Es sólo una mariposa…
El sonido del timbre insiste. La mariposa ya no parece tan grande, pero no puedo cruzar la entrada bajo ese signo oscuro; mi invitado se va, no sabe que estoy de pie en el pasillo. Acabo de darme cuenta, la mariposa no se moverá nunca: yo tampoco. Dos ojos que no lo son, algo que brilla en el centro, las alas como sábanas que se extienden por la casa, que me cubren despacio quitándome el aire. Alguien llama a la puerta. 

viernes, 14 de noviembre de 2008

Sin retorno - Libia Brenda Castro


Cada vez que me iba era para asistir a eventos fascinantes: pude inclinar la frente ante la reina Nefertiti; estuve sentada a dos metros de Oscar Wilde, mirándolo almorzar; incluso asistí a la primera proyección de los hermanos Lumiere, después de pasar un mes navegando en un barco vikingo. Mi vida era fabulosa, podía llegar a cualquier sitio, en cualquier momento. Lo tenía todo cubierto, nunca intervine en ningún hecho: me limitaba a observar, durante lapsos breves, y luego volvía. Mis viajes se hicieron cada vez más largos, mis amigos sabían que yo estaba fuera por mi trabajo y nunca le dije nada a nadie, porque hubiera sido un error. La cosa es que de repente todos empezaron a decirme “te ves un poco abatida”, “no trabajes tanto”; luego el novio que tenía me miró preocupado “amor, te ves ajada”; y finalmente, después de una estancia muy larga en la segunda década del Siglo I, regresé y me di cuenta de que la gente se sorprendía al verme, hubo quien incluso se asustó: era mucho mayor que todos.

martes, 9 de septiembre de 2008

All the decisions are fake. All loves are true, you just have to believe in them - Libia Brenda Castro


No podré bajar del avión una vez que haya despegado. Este viaje, lo sé, es la puerta que se cierra detrás y sólo deja la opción de un pasillo largo, en penumbra. Lo último que recuerdo es que ella tenía el pelo sobre la cara y los ojos brillantes. No lloró, nunca lloraba. Yo apretaba con tanta fuerza el asa de mi maleta que tenía la mano blanca. Ella sólo me miraba, como se mira a alguien que ya está muerto, pero todavía conserva las facciones acomodadas a lo que era en vida. Estuve a punto de tenderle la mano, pero me repugnó la idea. Ella se alzó sobre la punta de los pies, con gracia, y me besó en la mejilla, apenas un roce.
Luego hizo un gesto con la mano: adelante. Yo tosí, sentí un poco de náusea y abrí la maleta. Acomodé todo sobre la mesa, cuando tomé el primer cincel ella ya se había empezado a quitar el suéter. Después de acomodar los instrumentos y de verla desnuda, como a través de humo, comencé el trabajo: pulcro, pausado, con un infinito dolor.
Sé que estaría orgullosa: cada pieza fue desmontada con cuidado y paciencia. El dolor, por fortuna, quedó fuera de la ecuación cuando la convencí de que sería más conveniente un sedante fuerte, una droga poderosa. La carne fue consumida, con todo el ritual convenido.
Ahora llevo cada articulación envuelta en paño rojo, según sus deseos, marcaré cada lugar que visite dejando, con mucho cuidado, de nuevo con mucho dolor, una pequeña parte de su cuerpo. No quiero recordarla desnuda ni en pedazos, prefiero quedarme con su última imagen, mientras todavía respiraba, mientras aún existía la posibilidad, aun lejana, aun pequeña, de que hubiera marcha atrás en este viaje sin retorno.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Tabula rasa - Libia Brenda Castro


El despojo, la sensación de horror, el vacío. Quién nos salva de la corrosión una vez que hemos dejado todo atrás y sólo se abre ante nosotros un pasillo largo, en penumbra. La quietud, el desconcierto, la última palabra.
Quién se lleva, como lavándolo, el imperioso asombro que produce el primer encuentro verdadero con la melancolía. Entre hoy y mañana, amor, sólo tendré una voz gastada. Y la ausencia de todo lo que una vez me llenó me produce ahora una sensación de extrañeza: eso no era yo, era sólo un traje a la medida.
Quiero creer que avanzo, camino despacio mientras tanteo con la palma de la mano una pared que alguien pintó de rojo. La única certeza de este día es la permanencia de la duda. El mayor sarcasmo fue alguna vez la ausencia de rencor, la falta de cualquier objeto interpuesto delante, para hacerme tropezar.
Es posible que mañana, cuando despierte, pueda tragar un poco mejor esta arena sobre la lengua, la rabia que rechinan mis dientes. Es posible que mañana, a través del cristal, mire hacia afuera y haya un mundo. Es posible, quiero creerlo, que mañana pueda respirar mejor tanto silencio.

viernes, 15 de agosto de 2008

Sonrisa ausente - Libia Brenda Castro


Su dentadura no era perfecta, pero como ella se lavaba los dientes con aplicación, no tenía mayores quejas. Sin embargo, el mal aliento persistía. A pesar del enjuague azul eléctrico, del cepillado matutino, después de comer y por la noche, no podía librarse de la sensación de halitosis, de la realidad de la halitosis. Evitó durante mucho tiempo besar a nadie.
Un miércoles soñó que se le caían los dientes, no todos, sólo algunos, y los que se desprendían estaban negros, como si se hubieran chamuscado. Se asustó. Recordaba haber paseado la lengua por la boca, en el sueño, y haber sentido primero los dientes flojos, luego, las encías sensibles, rosas y blandas. Le escribió a su astrólogo de cabecera “dicen que soñar que se te caen los dientes significa que alguien va a morir”. Él contestó tranquilizadoramente: “en realidad, según los astros, el cosmos y los arcanos, significa que viene un periodo de renovación en tu vida”. Casi se emocionó ante la perspectiva de un cambio.
Pero el astrólogo era ignorante de todo lo relativo a la odontología y la estomatología, por lo que impuso a sus palabras un dejo de misticismo y creyó, él mismo, que hablaba de cosas trascendentes: un viaje, una mudanza, quizás un nuevo amor. Se equivocaba, desde luego. A ella se le aposentó un virus maligno, se le cayeron varios dientes, el dentista le arrancó el resto y le puso una nueva, reluciente, durísima dentadura postiza.
Ella siguió lavándose la dentadura con aplicación, pero cada mañana y cada noche, al esparcir o eliminar el adhesivo con cuidado, maldecía meticulosamente al astrólogo de cabecera, a los arcanos, el cosmos y los astros, por haberle deparado semejante cambio en su vida. Su mal aliento desapareció, pero ahora sentía un perenne dejo a resistol, que le impedía besar a nadie.