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miércoles, 21 de agosto de 2013

La ciudad muerta – Alberto Sánchez Arguello


Quince minutos después del terremoto, Managua yace destruida por tercera vez en su historia. Desparramadas están sus casas y edificios, heridos de muerte por un 9.5 que echó por tierra la caótica ciudad. Un sol rojo sangre, contempla la masiva destrucción y el cielo está parchado de densas estelas de humo que suben dispersas desde los escombros de cemento y metal. Filas de carros abandonados, se agolpan en los semáforos y rotondas. Esperas el retorno de los dueños que no alcanzaron a escapar más que unos pocos metros, en medio del vaivén cataclísmico.
En el que fuera el nuevo centro de Managua, entre comercio, bancos y hoteles, rajaduras como ríos, recorren sus vías de norte a sur y de este a oeste, evidencias de nuevas fallas surgidas del impactante sismo.
La sucursal de Alke muestra sus puertas y vitrinas destruidas, con toda su vajilla congelada en una ola que se esparce hacia la calle. El resto de edificios no son más que un conjunto de metal retorcido. Sus techos parecen cartones apiñados en desorden. Solo el Hilton sobrevive, parcialmente derrumbado, mostrando sus interiores como si se desnudara a los ojos del Alexis, que inclinado, aún se sostiene lo suficiente para contemplar el desastre.
Solo un hombre camina entre el asfalto y los cadáveres aplastados. Es alto y robusto, de tez morena quemada. Tiene el pelo grasoso, negrísimo como plumas de cuervo, una quijada prominente y cuadrada y entre su frente ancha y unos ojos profundos, las cejas son gruesas y voluminosas. Usa una camiseta rota y sucia con la cara de Obama y un jeans lleno de parches que le queda como pescador. Sus pies descalzos son testigos mudos de las caminatas infernales de su trabajo como limpiavidrios y una que otra carrera para robar lo que le permita comprar pega
Chepe Bolas es como le conocen los habitantes de la plaza de las victorias, aunque ya nadie recuerda a ciencia cierta el origen de su apodo.
Por primera vez, desde su venida desde el Caribe, unos quince años atrás, se permite una sonrisa, que deja pronto al descubierto sus dientes irregulares y sus muelas podridas. El vidrio roto, que raya sus pies llenos de costras, no le incomoda. Chepe está más interesado en revisar los cuerpos, en busca de alguna prenda de valor, dinero inclusive, este es su día de suerte, nadie le negará un peso.
Desde los escombros de lo que fue el Hiper Unión, le contemplan unos pocos vende lentes y accesorios telefónicos. Aún están recuperando lentamente la conciencia en sus cuerpos golpeados y confunden a Chepe con un espectro, cuando le miran inmerso en su macabra labor de voltear y registrar los cuerpos aplastados.
Chepe se conoce bien la zona. Sus buenos años de dormir en los campos de catedral, en el terreno de los circos y en todo recoveco y callejuela de los alrededores le ha dejado un entendimiento del terreno como nadie más posee. Pero ahora todo ha cambiado, parece un sueño dentro de un sueño. Se mira que sigue atontado por los vapores del pegamento y sin saber bien como logró sobrevivir, obliga a sus ojos a aceptar que lo que mira no es el alucín del último tarrito. El olor metálico de la sangre de sus pies y de las vísceras de los muertos le permite conectarse con la realidad del momento.
Chepe Bolas se carga los bolsillos rotos de relojes, celulares y billeteras, hasta que levanta la mirada y se detiene absorto ante la contemplación del estómago abierto del Hilton. En su centro desbaratado se yergue aún, en tenue equilibrio, una habitación con su cama en perfecto estado. Después de un tiempo en silencio, se abalanza raudo hacia el que fuera un suntuoso hotel, dejando atrás todo interés por el botín funerario que venía de recolectar.
Los vendedores, ya más repuestos, intentan gritar para advertirle el peligro, pero de sus gargantas solo surgen graznidos rotos y roncos estertores que no comunican más que el dolor de costillas rotas y espaldas lastimadas. Chepe de todas maneras parece estar más allá de sonidos o advertencias. Con una agilidad renovada, se encarama en columnas y pisos desnivelados hasta alcanzar el cuarto, milagrosamente intocado. Se sienta despacio en la cama, con una expresión de gozo que distiende su rostro hasta hacerlo ver casi en paz.
Por un momento los vendedores olvidan sus dolores ante la visión irreal que les llega desde lejos. El hombre tosco y brutal que han conocido en los semáforos, acostado como un bebé y arropándose a sí mismo para un descanso que posiblemente nunca había experimentado.
Luego sobrevino lo inevitable…
La caída de los pisos del Hilton, se anunció con un zumbido corto seguido de una serie de pequeños estruendos que asemejaban explosiones, y los vendedores tuvieron el tiempo de contemplar a Chepe que seguía acostado, sin inmutarse ni un poco por la caída de aquellas masas descomunales sobre su cuerpo. Nunca se despertó.
Luego, todo fue quietud. Solo una columna de polvo evidenciaba que el último gran edificio del centro, había sucumbido finalmente. Los vendedores, ya en pie, se ayudaron entre sí para buscar un refugio. Empezaron a andar sin rumbo cierto, bajando hacia la rotonda. En su caminar lastimero y silencioso, les acompañaba la imagen de Chepe, dormido en medio de la caída del coloso. Más de alguno diría después, que pensó si no sería mejor dormir así, para siempre, antes que enfrentar el rostro de la ciudad muerta, pero igual siguieron caminando, el impulso del instinto pudo más.



Sobre el autor: Alberto Sánchez Arguello.

domingo, 11 de agosto de 2013

El extraño caso de Benjamín Ramírez – Alberto Sánchez Arguello

Antes que Benjamín Ramírez estremeciera al país por sus actos aberrados, no era más que un chavalo moreno y larguirucho, de rostro fino y ojos tristes, uno más entre tantos otros que se ganaba sus realitos pescando descalzo en las orillas del lago de Managua.
Se mantenía cerca del asentamiento convertido en barrio de Los Martínez, sitio donde había vivido quince años en compañía de su madre María Arguello, una mujer flaca y encorvada, tuerta del ojo izquierdo. La señora tenía problemas para hablar y un reumatismo que cada día agotaba más sus posibilidades de subsistir, a base de elaborar las tortillas, que Benjamín vendía en Las Brisas, Linda Vista y Los Arcos.
El papá de Benjamín había sido un campesino venido de Jinotega, que entre borrachera y borrachera, apareció muerto un día por el parque Las Piedrecitas, cuando Benjamín comenzaba a gatear. Doña María era nacida en León. Se había venido a Managua, con la idea de montar una costurería, pero el destino le había dado muchos tumbos y terminó dedicando las horas en recuperarse del dolor de los reumas, para coser alguna camisa que le habían dado a reparar, antes de amasar las tortillas.
Dicen los vecinos que los dos vivían solos en una choza de plástico negro y latón oxidado. Adentro, solo contaban con una hamaca vieja de tela en la que dormían los dos, una mesita de plástico, un televisor cubano y algunos trastes de aluminio, para el fogón hecho de barro. De Benjamín nadie tenía quejas, aunque dicen que era arisco como gato de monte, no había forma de meterle plática. Cuando pescaba no hablaba con nadie y si era a la hora de vender las tortillas, solo las entregaba y extendía la mano mientras decía el precio, nada más.
La gente hasta había llegado a pensar que era sordo, pero luego lo miraban con su mamá y se daban cuenta que alrededor de ella, el muchacho era otro. Solo hablaba con ella, aunque en una voz tan bajita que nadie más podía escuchar.
Los investigadores de los diarios reportan, que unos meses antes del asesinato de doña María, ella se tuvo que ausentar una semana para ayudar a una hermana que estaba muy enferma en Chichigalpa. Benjamín quedó solo por primera vez.
Parece ser que en esos días el muchacho anduvo desolado por las calles de tierra de los Martínez y que un grupo de chavalos mayores que él, le dieron a probar piedra y aprovecharon para violarlo en el sueño de la droga. Benjamín no volvió a ser el mismo. Se volvió aún más huraño y agresivo. Se manejaba por las esquinas mordiendo a quien se le acercara y fue el retorno de Doña María lo que evitó que se lo llevaran preso.
Raquel Huerta, la vende nacatamales de los Martínez, narra que los dos se desaparecieron de las calles por una semana, nadie los miraba y la gente se empezó a preocupar. Un día, el pastor del culto local entró en la mañana a la choza y se encontró con el cuadro grotesco de doña María, muerta de días, en el piso, desnuda de la cintura para abajo y encima de ella, Benjamín, penetrándola con rapidez.
El caso estalló en todos los medios, la comisaría de la mujer, a partir de la insistencia de la gente, hizo pública la única declaración del parricida: “Mi mamá no quería darme un hermanito para que me acompañara, así que la maté para tener uno”
Nicaragua tuvo un nuevo monstruo al que examinar. Corrieron todo tipo de opiniones científicas y moralistas. Al final, en medio de complicaciones legales por el código de la niñez y la adolescencia, Benjamín fue trasladado al hospital psiquiátrico con un peregrino diagnóstico de esquizofrenia.
En aquella cárcel para enfermos mentales, Benjamín pasó las peores noches. De acuerdo a los enfermeros, no podía dormir pensando obsesivamente en el cuerpo de su madre, descomponiéndose lentamente en un féretro de madera, aprisionado entre tierra infecta de gusanos y cucarachas. Tuvieron que amarrarle a la cama para que dejara de salirse al patio a lanzarse contra las mallas, en su desesperado intento de marchar hacia el cementerio, con intenciones no del todo expresadas.
Fue sometido a punta de duchas heladas y psicofármacos y poco a poco, su delirio fue mermando. Meses después solo presentaba un afán inofensivo de respirar en exceso cada dos horas, con la idea fija de aspirar las partículas de polvo de su madre, que irían subiendo desde las profundidades de su tumba.
Algunos años después, el país se olvidó de él, ya no era noticia. En algún punto entre el bajo presupuesto y el aspecto anodino de Benjamín, no se dieron cuenta de que un día no estaba ya, se había escapado, como tantos otros.
Pocos días después, lo encontraron en el cementerio. Al momento del hallazgo, estaba hundido en la tierra con el féretro de su madre abierto y el celador nocturno en la superficie, muerto de una pedrada en el cráneo. Para ese momento, ya había terminado de comerse los restos óseos de su progenitora.
No opuso resistencia alguna a la policía y se le miraba plácido y tranquilo durante el juicio que finalmente le condujo por treinta años a la cárcel modelo en Tipitapa. Ahora ya era mayor de edad y los argumentos de locura de parte de la defensa no estuvieron a la altura del asco y repugnancia popular que los medios habían fomentado.
Cuando alguien le preguntó en su celda porque lo hizo, Benjamín Ramírez con una sonrisa se limitó a responder: “para no estar solo”

Sobre el autor: Alberto Sánchez Arguello

lunes, 25 de febrero de 2013

La memoria - Alberto Sánchez Arguello



La memoria es un asunto curioso. La mayoría la damos por sentada, guardamos unas cosas, perdemos otras, pero contamos siempre con saber quiénes somos y más o menos desde donde venimos. Yo no.
Mi primer recuerdo es de hace un año atrás. Abrí los ojos y estaba tirado en una montaña de periódicos en el fondo de un cauce. Me dolía todo el cuerpo y vestía ropas harapientas. Por el olor de mi aliento y demás, daba la impresión de estar alcoholizado y con varias semanas sin bañarme.
Intenté incorporarme, pero una de mis piernas estaba rota sin duda y cuando me tantié la cabeza, sentí algo pegajoso, era mi sangre. Parece que unos chavalos avisaron a un canal de televisión y al poco tiempo llegaron las noticias, los bomberos y una ambulancia. En la tarde aparecí en los medios. Entre un macheteado de Malpaisillo y dos abusos en Ocotal, estaba la noticia del viejito caído en un cauce cerca del puente el Edén, con la memoria perdida y sin señales de familia o conocidos.
Nadie supo cómo me caí. Gente de los barrios afirmaron que yo era conocido en la zona, que desde hacía algunos meses había aparecido por ahí, pero que nadie sabía mi nombre ni origen. Decían que sobrevivía a base de limosnas y caridad pública. Yo sentí algo así como pena ajena, porque era como si hablasen de otra persona, “ese no soy yo” me repetía. No me sentía ni limosnero ni viejo. Pero los testimonios públicos y la imagen de los espejos me mostraban lo contrario.
Pérdida brusca de la memoria a largo plazo de manera permanente, fue el diagnóstico que extendió el sistema de salud. Después de una larga estancia en varios hospitales, comprobaron que podía hablar normalmente y conducirme sin problemas, así que me mandaron a uno de los pocos ancianatos sostenidos por el sistema de seguridad social. Los años dorados se llama acá. Tres enfermeras y un médico achacoso son nuestros carceleros, pero en realidad nadie tiene a donde ir, así que no hay para que escapar.
Vivir sin memoria tiene sus ventajas. En este año no he sentido culpa por nada ni he extrañado a nadie. He comido todos los días mis tres tiempos, he contado con una hora de ejercicio y varias siestas. Pero cuando llegaba la noche y estaba solo en mi catre, sudando en la noche sofocante de Managua, sentía un vacío en el estómago que se convertía en un punzón agudo en el corazón.
Hace dos semanas ya tenía un plan para matarme. La enfermera Sánchez siempre dejaba las Sinogan y otros tranquilizantes en el vestíbulo, mientras estábamos haciendo la siesta de la tarde. Era solo cosa de tomar unos cuantos frascos y tragarme a la medianoche todas las cápsulas que pudiera, para pasar de viaje.
Ya era el día fijado para mi plan cuando llegó Alfredo.
Era un hombre como de unos setenta años, de complexión fuerte y grandes entradas en un cabello plateado que contrastaba con su piel morena. Yo me le acerqué como hacía con todos los nuevos, tal vez con un deseo no expresado de que alguien me reconociera. Pero igual nunca pasaba, ya me había hecho a la idea que de mi lápida estaría en blanco, igual que mi memoria.
Pero ese día pasó lo más improbable: Alfredo me reconoció…
—¡Sos vos hijodelagranputa! —Me dijo apenas me vio y las enfermeras se sobresaltaron. —¡Yo te conozco cabrón! Hace veinte años que no te veo, pero seguís teniendo la misma jeta de hijueputa, la misma que me miró a los ojos mientras torturabas a mi mujer en el hormiguero- siguió gritando Alfredo y ya lo estaban agarrando porque se me quería abalanzar para darme de bastonazos. Yo no supe que responder, me quedé mudo de la impresión. Una mezcla de alegría de saber algo de mí mismo, junto con un rechazo total a lo que estaba diciendo de mí.
—Me está confundiendo,-—alcancé a decir, pero Alfredo ya no estaba ahí, se lo habían llevado a la sala de enfermería, para sedarlo. Me fui a sentar a una mecedora de mimbre que estaba en el salón de descanso, más convencido que nunca que esa misma noche terminaría con todo.
Estaba tan concentrado en un recuento de los pocos recuerdos que tenía de mi mismo en un año entre ancianos, que no me percaté cuando Alfredo se sentó a mi lado. —Alzheimer,—me dijo con una voz serena y antes que yo le pudiera responder siguió. —Y algo de demencia senil también. Pero no te preocupés hermano, esos diagnósticos son pendejadas que inventan para sacarle plata a uno. Vos y yo sabemos que estoy bien y que en menos de tres días vamos a irnos a recorrer senderos por las montañas de Jinotega. ¿Y mis sobrinos como van? La Teresita y Domingo, ya deben estar grandes- el me quedó viendo con un cariño que me dejó aún más confundido y una enfermera ya venía para llevárselo, pero yo le hice un gesto de que no pasaba nada.
—Están bien, ambos, siempre creciendo,—le respondí después de dudar un poco. Él se sonrió con gusto, y respiró profundamente antes de volver a hablar. —Siempre tuviste madera para papá, desde pequeño mi mama decía que eras el más responsable de todos nosotros y nunca nos dejaste de cuidar,—yo lo escuchaba mientras sentía en el cuerpo un calor que me hizo temer un derrame, y luego sentí mojado el rostro. Eran lágrimas.
Desde entonces Alfredo es mi hermano, mi cuñado, mi hijo, mi padre, mi enemigo, mi alumno y profesor. Dependiendo del día y el recuerdo que caprichosamente haya encontrado lugar en su mente. Yo dejé mi plan. Ya no siento el vacío en las noches, nos hemos adoptado mutuamente en nuestros olvidos y nuestras memorias.

De: El santuario de las ideas
Sobre el autor: Alberto Sánchez Arguello.