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jueves, 24 de diciembre de 2009

Amores - Rogelio Ramos Signes


Él (Rahamín Jinnáh) era pakistaní, de Karachi; ella (Nieves Mamaní), de acá nomás, de donde la ruta que viene desde Monteros se abre a la izquierda camino a Tafí del Valle. Se conocieron un sábado en la feria de Simoca. Ella vendía empanadas de matambre; y él, elefantitos de madera cubiertos por espejos diminutos. Él, ansioso por mimetizarse, se hizo devoto de la Virgen del Valle; mientras que ella, por el mismo motivo, abrazó la fe hindú. Así fue que juntaron sus dos puestitos en la feria y lo convirtieron en uno. Himalaya y Amalaya fue el nombre que eligieron.
Desde entonces es muy común encontrar espejitos dentro de las empanadas; lo que viene muy bien para mirarse por dentro, según lo que ella piensa ahora. Sin embargo, no sabemos si los elefantitos se acostumbraron al matambre con cebolla de verdeo. Lo que sí pudimos comprobar es que, antes de abrir el puesto, nuestra tucumana se pega una lentejuela en la frente, entre ceja y ceja; y el pakistaní, sin mayores vueltas, coquea todo el día.

martes, 22 de diciembre de 2009

Al pan, pan - Rogelio Ramos Signes


Hubo una época en la que todos los panaderos quisieron ser originales. Ya no bastaba con los panes tradicionales, con mucha o con poca levadura, aplastados o esponjosos, en diminutos miñones o en alargadas baguetas, en marrasqueta o en cacho. Los consumidores estaban satisfechos, pero los jefes de cuadra iban por más. Así fue como nacieron el pan acéa, con propiedades curativas; y el pan dora, con sorpresas dentro, como un huevo de Pascua resuelto en harinas; y el pan fleto, que se convirtió en el favorito de los más exaltados agitadores políticos; y el cilíndrico pan orama, que ayudaba a ver la vida de forma más amplia; e incluso el pan tera, de gusto salvaje, agresivo y áspero. Pero alguien (siempre hay alguien que se empeña en complicar la vida) inventó el pan demónium, exquisito, adictivo, irrepetible. Y así fue como, con un pie en el cadalso, muchos inocentes aguardaron que la Santa Inquisición les ayudara a borrar sus vicios gastronómicos. ¡Cuánto dolor por un gusto tan mundano!

domingo, 15 de marzo de 2009

A rey muerto, rey puesto - Rogelio Ramos Signes


No sé jugar al ajedrez. Nunca supe y, tal vez, ya nunca aprenda. Un mal maestro me enseñó sólo a comer las piezas del contrario, y mi propio desinterés hizo el resto. Ninguna jugada preparada adorna mi ingesta de sacrificados peones y de incautos alfiles. Ningún destello de mi imaginación inventa movidas arriesgadas. No obstante eso, yo sé que siempre hay alguien peor.
Hoy me sucedió algo que da peso a esta afirmación. Yo estaba sentado a mi mesa de siempre en el Bar y Billares “El Ocioso” cuando se presentó un joven de aspecto inquietante; no porque atemorizara, sino porque parecía estar a minutos del suicidio. Me estiró su mano pálida y sin fuerzas, como si me extendiera una empanada fría sobre una servilleta de papel, se presentó como “Lucio Negador, flogger”, se acomodó el mechón de pelo que le tapaba el ojo izquierdo, para que se lo cubriera todavía más y, sin mayores preámbulos, me dijo “Yo juego con las negras”. Se sentó frente a mí y empezamos. Alguien le habría dicho que yo era presa fácil, porque creí ver en el brillo de la múltiple ferretería que perforaba y adornaba sus labios y sus cejas cierto festejo prematuro.
Apenas iniciado el juego, sin ningún motivo que lo justificara, tomó su rey y lo tiró al cesto de la basura. Mientras lo sustituía por un sacacorchos, de esos que parecen un hombrecito con los brazos a los costados, gritó con una voz finita “A rey muerto, rey puesto”.
Como no entendí que pretendía y como tampoco quería entablar una conversación con él, seguí en lo mío y en pocos segundos le comí dos peones y un caballo. Con gesto heroico (supongo) tomó el sacacorchos que ocupaba el lugar del rey, lo tiró al cesto y lo cambió por un paquete de galletitas Duquesa, mientras gritaba otra vez “A rey muerto, rey puesto”. Otros dos peones, un alfil y una torre fueron mi botín de guerra, al tiempo en que Lucio Negador, el flogger, gritaba “A rey muerto, rey puesto” por tercera vez, y tiraba a la basura el paquete de galletitas Duquesa sustituyéndolo por un embudo de plástico.
No sé si tiene sentido seguir relatando esa partida de ajedrez que le gané con la técnica del tenedor libre (le comí todas las piezas), pero quisiera aclarar algo. Yo reconozco jugar mal, por falta de interés y por haber tenido un mal maestro; pero ¿quién le enseñó a jugar a este sujeto que cambiaba su rey por un miserable embudo de plástico?
Creo que corresponde precisar que cuando le dije “Jaque mate”, su rey ya no era un embudo, sino una manzana verde, luego de haber sido un ridículo osito de peluche. También corresponde que aclare que en cuanto le di el jaque, me levanté y me fui, dejándolo allí con su manzana, no fuera cosa que él considerara que había llegado el momento de suicidarse y mañana saliéramos en los diarios.

lunes, 23 de febrero de 2009

La primera vez - Rogelio Ramos Signes


Cuando salí a la vereda ya estaba anocheciendo, me abroché el abrigo y saludé a la vecina que dejaba su bolsita con residuos al pie del naranjo, corroboré la hora (con dificultad) forzando la vista en la escasísima luz de la tarde, y subí al auto. Algo corriente, trivial si se quiere. Todo eso, unido a mi cóctel de fastidio y depresión, auguraba una noche terrible, una de esas noches que nunca terminan de pasar, que no logran acelerarse con alcohol ni con pastillas ni apelando a la ficción de lo imposible. Fue entonces que escuché el crac, el crac crac de algo que cambia de lugar, el crac (es un decir, por supuesto) de la máquina que pone en funcionamiento la pequeñísima utopía de alegrarse con lo poco que hay. Y me dije: ¡Fantástico! Esto es verdaderamente fantástico. Pensar que hoy (o sea ayer, 16 de julio) es la primera vez en mi ya larga vida que salgo a la vereda cuando está anocheciendo (siempre lo hice de día, o de noche, o al amanecer) y también es la primera vez que me abrocho el abrigo (caluroso como soy) mientras saludo a una vecina (suelo hacerme el que no ve a las vecinas, por pura timidez) justo cuando ella saca su bolsa de basura. Esto de las bolsitas de residuos siempre fue un enigma para mí. Sabía que alguien debía sacarlas, pero ¿quién?, depositarlas en el suelo, pero ¿cómo? ¿subrepticiamente? ¿mirando hacia todos lados como quien está por cometer un delito? Esto es maravilloso, me dije. Cuatro experiencias nuevas al mismo tiempo. Y más todavía porque, que yo recuerde, esa era la primera vez que trataba de mirar la hora con la escasa luz del atardecer, mientras abrochaba un abrigo e intentaba un saludo de pura cortesía. Cinco primicias. ¿Y el naranjo? Hasta entonces nunca había reparado en que el árbol que siempre desviaba mi paso fuese un naranjo. Seis primicias. Seis fantásticas primicias para un hombre desganado. Seis sucesos totalmente nuevos en un pequeño y fugaz momento. Sin poder salir todavía de mi asombro, encendí el auto y la radio comenzó a andar (como siempre sucede cuando subo al auto) al momento en que un locutor decía “un laboratorio medicinal con experiencia en el campo de la salud femenina”. Y, por Dios ¿pueden creerme si les digo que era la primera vez que escuchaba a un locutor decir “un laboratorio medicinal con experiencia en el campo de la salud femenina” justo cuando se encendía la radio? Sí escuché, en otras circunstancias, a alguien que decía “recibimos tarjetas de crédito” o bien “usted paga la primera cuota y se lo lleva puesto” o “la vitamina E fortifica el sistema nervioso” e incluso “ingrese a un mundo de colores para decorar con imaginación”, pero nunca nunca esa frase inolvidable. Tuve que parar el auto nuevamente y bajarme. Estaba emocionado y no me encontraba en condiciones de manejar casi de noche. A escasos 50 metros la gente se agolpaba para ver dos vehículos que acababan de destrozarse en un violento choque. Decidí entrar en mi casa nuevamente. Crucé la calle, la vereda, el pequeño porche, busqué la llave de la puerta y, mientras estaba introduciéndola en la cerradura, el señor Tuen Shong (el dueño de la tienda más próspera de la cuadra) me preguntó si no me interesaba ir a ver el choque; sin esperar mi respuesta, por supuesto. Mientras cerraba la puerta tras de mí y subía la escalera, me dije que aquello también era algo decididamente fantástico; era la primera vez en toda mi vida que el señor Tuen Shong me decía otra cosa que no fuese “compla compla compla”. Incrédulo me preparé una taza de café, que bebí fascinado; tomé un libro cualquiera, que leí automáticamente y, con el fondo de llantos, gritos y el ulular de las ambulancias, me fui quedando dormido.

sábado, 18 de octubre de 2008

El sueño de la historia - Rogelio Ramos Signes


Tendido en su cómoda litera vio a Luis Felipe cambiarse de nombre y huir hacia Inglaterra, atacado por la masa proletaria y desamparado por la burguesía. Vio a los 16 hermanos de Mendeliev ir y venir por el patio de la vieja escuela. Vio a la robusta musa de Balzac, sin corpiño, perfumarse el vello de las axilas.
Algo lo despertó ¿Un ladrido? ¿Un rebuzno? ¿Una tiza quebrándose contra la superficie del pizarrón? ¿El crepitar de la leña en el fuego?
Reconcentrado y escéptico vio las intenciones de Sarmiento, imposibles de aplicar en un país de terratenientes. Vio la muerte de Dorrego, la llegada de Rosas al poder, las desdichas de un abogado harto valiente puesto a general, los aires patrios recordados por el niño Esnaola. Vio a doña Encarnación Ezcurra. Vio a Benjamín Virasoro.
Volvió a despertar con la sensación de haber perdido los límites de la habitación, pero el ruido de las olas golpeando contra las rocas terminó por adormecerlo de nuevo.
Entorpecido por el cansancio y derramando su cerveza sobre el piso, vio como Pompeyo reintegraba el cargo de sumo sacerdote a Ircano II. Vio la furia de Marat pidiendo la cabeza de Lavoisier, la emoción de Joyce escribiéndole a su esposa, el registro fósil de Darwin, la carne de Juana chamuscándose en la hoguera.
Conmovido por la intranquilidad con que su hijo dormía, Dios (que por entonces trabajaba en un hospital) lo despertó nuevamente y le ofreció una taza de té aromado con deliciosa canela.
Dicen que fue de esa manera como inculcó a los hombres un pasado ilusorio, que ellos creyeron recordar o al menos haber leído, y le llamaron Historia.
Por lo demás, y a esta altura de los acontecimientos indiscutibles, el viejísimo y despreciado Caín es lo mismo que el prodigio de Mozart, que la cruz de Cristo y que el módulo de Gagarín girando en el vacío, que Peter Pan eternamente niño buscando su sombra, que Lumumba, que Lennon, que Courbet con todos sus pinceles, que la falsa castidad de Yocasta, que Magallanes, que el señor Vargas vendiendo querosén en la carbonería del barrio, que los cuadrados mágicos de Paul Klee, y que las manos del filósofo Althusser estrangulando a su esposa.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

El hijo ausente - Rogelio Ramos Signes


Érase un hombre que coleccionaba libros con la palabra contumaz. Novelas, ensayos, biografías, compilación de cuentos, acopio de poemas, diarios de viaje, encendidos libelos, empalagosos ditirambos. Cualquier cosa impresa y en forma de libro que incluyese la palabra contumaz, enriquecía y engrosaba su biblioteca.
La tarea de Bautarazo Embista (hombre parco y extremadamente solitario) no era sencilla, pero su perseverancia lo había llevado a fichar su libro número 7.004 para una colección que, según él, aún debía crecer algo más. El sólo hecho de convivir con más de 7.000 rebeldes, porfiados y tercos contumaces ya merecía todo nuestro respeto.
Pero una noche de despiadada lluvia, y de las imaginables inundaciones en una ciudad (como ésta) no preparada para esos desbordes del cielo, encontró a nuestro héroe un poco lejos, buscando nuevos volúmenes en tierras ignotas. Fuera de su alcance, a varios cientos de kilómetros, uno de los tantos libros de su biblioteca (sólo uno de los 7.004) naufragó en un río que, partiendo de un albañal vencido por el peso de los años, desembocó en un costado del depósito y lo arrastró calle abajo hacia una catarata sin retorno. Era un incunable; una figurita difícil, como se suele decir.
Cuando el coleccionista, con un nuevo volumen bajo el brazo, más el peor de los augurios, regresó a la ciudad, la catástrofe ya había acontecido; el excedente de agua se había secado sobre un suelo siempre sediento y nadie supo responderle por el hijo perdido.
Ése fue el comienzo de su imparable caída. Dejó de comer, acentuó su consumo de alcohol, ingirió morrales de pastillas sedantes, dejó de frecuentar a los pocos amigos que tenía e inclusive se negó a recibirlos cuando, con nuevos y extraños libros portadores de la palabra contumaz, golpearon a su puerta.
—Está loco —decía Euberto Alnuco, el más superficial de todos ellos—. Tiene más de 7.000 libros y se deja abatir por la pérdida de uno.
Euberto Alnuco no tiene hijos y, como van las cosas, nunca los tendrá. Su comentario, entonces, de nada sirve.
¿Puede acaso la presencia de más de 7.000 hijos hacer olvidar al que se fue, arrastrado por las aguas sin que nadie moviese un dedo para salvar su vida? Un padre sabe que no.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Fahrenheit 1976 - Rogelio Ramos Signes


No era el fútbol que a mí me gustaba. De hecho tampoco era fútbol, pero así le llamaban y era el único deporte que se practicaba. La pelota, de cristal transparente y alargada como un chorizo, era trasladada de campo a campo en el bolsillo del delantal; no podía ser tocada con los pies (lo que automáticamente suponía la cárcel para el involuntario pateador); los penales se decidían según cómo cayeran los dados dentro de una pileta de natación; y a los goles los anotaban los arqueros, cabeceando la pelota colgados de un helicóptero, y sólo si llovía.
No era el fútbol que a mí me gustaba, insisto, pero le llamaban fútbol y era lo único que se practicaba allí por entonces. Así y todo llegué a ser el goleador del torneo, lo que unánimemente se consideraba una afrenta al país. Por ello es que fui condenado aescribir un árbol ("Graciela y Antonio se aman" fue mi frase), a plantar un hijo (en el patio de atrás del conservatorio de corte y confiscación, como es bien sabido) y a tener un libro. Eso desencadenó mi tragedia, porque los militares (otra vez) habían derrocado al gobierno. Así fue como cortaron el árbol (porque entorpecía la luz de un semáforo), se llevaron a mi hijo con incierto destino, y quemaron el único libro que tenía en mi biblioteca.