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martes, 7 de octubre de 2014

Madame y yo – Raquel Barbieri


Salgo a caminar en busca de un poco de aire oxigenado porque deduzco que mi malestar físico y anímico se debe a una mala combustión de la estufa de mi dormitorio que hace que mi cerebro produzca pensamientos tristes y mi cabeza estalle de dolor. Tengo una sobredosis de monóxido de carbono que ha logrado que mi manera de pensar de hasta hace poco, haya cambiado casi totalmente. La química tiene un gran efecto en los seres vivos y yo estoy sometiéndome voluntariamente a ella, por pasividad, por dejadez o tal vez por falta de temor a una contaminación paulatina de mi sistema.
Entonces, como todo tiene un límite, tengo que salir; agarro la calle sin rumbo y pienso en cosas, en las grandes decisiones, en las pequeñas e insignificantes, en mi mundo interior plagado de contradicciones. Tomo envión y camino cada vez a paso más veloz, y me alejo. Siempre me han dicho que es difícil seguirme el ritmo de la caminata, pero es así la manera en que funciona para mí, respirando profundamente y soltando el aire en siete, diez veces, cantando para adentro como cuando nado en la pileta, o hablando bajito conmigo misma cuando veo que nadie está cerca. Mi barrio da para eso porque es posible caminar tres cuadras sin cruzarse con nadie. 
La estufa era mi gran amiga, luego pasó a ser una amiga a secas, después una desconocida antipática y ahora se ha convertido en una acechanza que me espera cada día, que hace arder mis ojos y estallar mi cerebro; también calienta mi cuarto, lo cual no es poco, aunque su calor está saliéndome caro. Esta amistad se ha convertido en una relación forzada por las circunstancias, por su ensañamiento combinado con mi negligencia; mala junta. No sé cómo abordarla, cómo decirle que nuestro vínculo es tóxico, como se usa ahora describir ese tipo de relaciones enfermas. Así somos nosotras, y cuando ella-- llamémosla Madame La Chaleur—me ofende con sus emanaciones, me voy, huyo lo más lejos posible y respiro un aire frío y purificador, seco o húmedo, lejano a las malas intenciones de Madame L. C.
Me siento amenazada por su presencia y no me atrevo a entrar tanto a mi dormitorio, sólo lo justo e indispensable; la miro de soslayo para que ella piense que no la percibo, para que ella sola intente morirse y me obligue con dicha muerte a encontrar a una nueva amiga que sólo me dé calor sin envenenarme y sin exigir tanto de mí. La muy puta no se da por aludida. Entonces, para ofenderla solapadamente, abro la ventana de par en par y anulo su efecto nocivo. Al parecer, ella hace lo mismo que yo, me mira de reojo y sigue con su objetivo en mente, que no es otro que matarme. Y es vehemente.
El otro día decidí ir a dormir a mi estudio. Tiré el colchón de las visitas al piso y me arropé; sin embargo, ella parecía llamarme a la distancia. No pude pegar un ojo. Me levanté con un cansancio extremo y añorando la comodidad de mi cama.
Ya está. Tomé una decisión sabia. Dejaré a Madame La Chaleur sola y me iré con mi perro. Viviremos en la calle, aquí cerca nomás; ya tengo visto un pequeño terreno baldío discretamente ubicado, un sitio ideal para esconderse. Cualquier cosa haré, menos darle el gusto a la maldita. Se quedará más sola que cualquier otra estufa en este mundo, y lo que es más importante, no tendrá a quien asesinar. Tendrá toda la casa a su disposición, si quiere. Yo me llevaré unas frazadas y el carrito de las compras con mis pertenencias más básicas. Tejeré un pullover para mi perro y estaremos bien en el baldío. 
Sí, creo que tomé la decisión más sensata y lógica.

Acerca de la autora: Raquel Barbieri

martes, 8 de octubre de 2013

Edna - Raquel Barbieri


Edna planeaba todas las noches lo que haría al día siguiente, pero al despertar, sentía un dolor en el estómago, que más que dolor era una molestia, un nervio vivo, como un ser moviéndose desde el abdomen superior hacia el pecho, provocando espasmos y la necesidad de cerrar los puños, hasta sin darse cuenta clavarse las uñas y lastimar sus preciosas manos que alguna vez tocaron el violín.
Qué lindas manos, suaves, delgadas y sin irregularidades en los nudillos... las manos de Edna.

Se dormía tarde y casi sin sueño, con resignación y pastillas que la ayudaban a pasar de un estado de vigilia algo tormentoso, a una vida onírica aún peor, en donde siempre deambulaba desnuda, con ganas de hacer pis, sentada en un excusado con paredes transparentes alrededor, situado siempre en medio de la calle o de una plaza, generalmente sobre la Avenida Luis María Campos, y otras veces en Rivadavia y José María Moreno. Así nunca le salía el pis y su vejiga ardía intensamente.
En esos momentos quería gritar que dejaran de mirarla, que de esa forma no se podía vaciar el líquido sobrante, que se fueran ya… y nadie se iba porque la voz no le salía, no podía emitir más que una jerigonza casi inaudible, un grito neanderthal y no una palabra de homo sapiens.

Edna se miraba al espejo cada mañana recordando los propósitos que se había hecho la víspera, y al comprobar que sería incapaz de salir de su casa, ya se entregaba a su ostracismo y decía: Mañana será otro día.
Ella no había sido siempre así. Se volvió misántropa por algo triste que le pasó y no contó a nadie, ni siquiera a mí. Se fue muriendo de a poco hasta que su única actividad fuera de la casa pasó a ser tomar el ciento diez para visitar a su abuela en el geriátrico. Por lo demás, se olvidó de su juventud, de su belleza y del contacto con varones. Primero en forma inconsciente y luego conscientemente, fue cerrando su universo de a poco, hasta que el colectivo archiconocido y rutinario terminó pareciéndole una amenaza y dejó de salir del todo.

Edna tenía ataques de pánico y nadie supo ayudarla, en parte por ignorancia, otro poco por indiferencia, y tristemente también porque ella no se dejó ayudar por quien le tendió la mano sin segundas intenciones.

Sobre la autora:  Raquel Barbieri

sábado, 2 de febrero de 2013

Rossana - Raquel Barbieri


Los vientos de la aventura y la creatividad soplaban.
Rossana, aprovechando su capacidad sobrenatural, decidió pasar un día caminando sobre las letras del diario íntimo de Marcos para saber qué se sentía a través de su tinta.
Se hizo chiquita, minúscula, casi microscópica y con un pensamiento se transportó por el espacio recorriendo la distancia que separaba su casa de la de él.
Ella sabía todo lo que él le contaba al diario, pero quería sentirlo en su cuerpo, lamer un poco de esa tinta, nadar en la que estaba aún húmeda y hacer la plancha entre renglones.
La letra de Marcos no tenía demasiadas curvas; era abrupta y masculina, sus trazos algo violentos y ciertas palabras, no demasiado legibles… como él. Uno es su propia letra. Uno es su propia tinta, prolongación de la sangre que al tomar contacto con el exterior cambia de color y se vuelve azul o negra, verde o sigue siendo roja pero menos densa que la sangre, menos densa que la saliva y que el semen.
La tinta es menos densa porque los pensamientos se alivianan al ser escritos.

Rossana, empequeñecida para no ser descubierta, se deslizó por una letra g que casi no tenía pancita. Le costó pasar por ese intersticio que la apretaba. Salió finalmente y el recorrido continuó hacia una letra a. Allí se quedó dormida un rato y soñó que se hamacaba, que llegaba cada vez más arriba y que nada podía detenerla. El asiento de la hamaca era la letra.
Marcos hablaba por teléfono, leía sus e-mails y ni siquiera imaginaba que su diario íntimo había sido invadido por Rossana y sus ocurrencias de ángel de la guarda a go-go.
Ella se ruborizó un poco al leer ciertas cosas… claro, una cosa era saber que esas palabras estaban ahí y otra cosa era verlas, más que verlas, tocarlas y beberlas. Se puso roja y luego, azul; roja por la vergüenza y azul por lamer una palabra que le gustó. Era una palabra sabrosa y ella no quiso privarse; después de todo, solamente aparecería un borroncito en la hoja, la tinta un poco más clara… Marcos no se daría cuenta de nada.
Él volvió a su diario porque tuvo una ocurrencia que no era para compartir con el afuera. Hay ciertas cosas que son para uno, y esto era de él. Abrió el cuaderno, y del movimiento que hizo, la pobre Rossana sintió que el samba del Italpark había empezado la vuelta y que todos estaban sentados y ella en el medio tratando de mantenerse parada. Gritó pero Marcos no la oyó porque al achicarse, había perdido proporcionalmente el volumen de su voz.
Él sintió como si hubiera entrado un airecito en la habitación, pero no… era la empequeñecida azulada y semi aplastada que lograba a duras penas sostenerse del borde de la hoja.
Rossana se acordó de Tosca a punto de arrojarse del Castell Sant’Angelo, aunque en lugar de “- Oh, Scarpia… avanti a Dio”… no pudo ser tan fina y dijo: “- La puta… me caigo”… “- ¡Qué boquita!”, le gritó alguien de Arriba, pero ella se hizo la distraída.
Con esfuerzo, se agarró de un dedo de Marcos y trepó hasta su pecho, en donde decidió quedarse toda la tarde. Estaba lindo y calentito ahí.

Extraído del blog Despertar de la Crisálida
Sobre la autora: Raquel Barbieri

viernes, 28 de septiembre de 2012

Serena - Raquel Barbieri


Serena vive sola en una casa que según la opinión ajena, le queda grande, pero que según el punto de vista de ella, está justa.
Esta mujer necesita inmensidad, amplitud, libertad de movimiento; no soporta sentirse limitada, cercada por paredes próximas una de la otra, aplastada por un techo bajo como de esos departamentos que parecen cajas de zapatos con un agujero llamado ventana.
Serena pinta, escribe, teje, lee, vive su vida sin ser perturbada por el mundo exterior. Su casa expele un aroma entremezclado de óleo para lienzos, perfume de jazmín, sándalo, y cera en pasta para lustrar los pisos de roble de Eslavonia. Es un sitio precioso, personal, logrado, en donde el estereotipo no tiene lugar.
Su casa es ella.
En su jardín de invierno cultiva orquídeas, todo está ordenado, impecable como ella, incólume como su espíritu. Nada la perturba, nada la conmueve ni la quita de su estado permanente de serenidad, de una serenidad más indiferente que proveniente de un dominio de su temperamento.
Serena escribe en su escritorio, usa una computadora de última generación, hace las compras a través de ella, alquila películas, paga sus cuentas, realiza toda transacción comercial y personal a través de este medio. Cualquiera pensaría que es un fenómeno de circo y que se esconde tras los muros, sordo ruido, para no ser vista, pero no. Es bonita y aparentemente normal. El caso es que no tolera la bajeza del mundo,  y no logra acercarse en forma física a aquellas personas que se parecen a ella, que bien podrían ser sus amigas, tal vez un amor. Entonces, sólo van quedando dos personas que visitan su casa y a las que no les resulta fácil penetrar en ella; una es su madre y la otra, una amiga paciente. Serena tiene siempre excusas para no recibir. Todo contacto personal la incomoda, la hace sentir que está perdiendo el tiempo, que mejor cada cual se quede en su casa y que no salga a desparramar sus miserias por el mundo. Quizás tenga una fobia; de hecho, ha estado investigándolo por Internet. Algo la convenció y ahora hará terapia on line con una psicóloga que cobra un ojo de la cara por treinta miserables minutos, pero con tal de no salir a la calle, Serena aceptará dicha terapia, pagará con el plástico pertinente y cuando se canse de escuchar, podrá apagar la máquina, dejando a quien sea del otro lado, sumido en la mayor de las oscuridades.


Tomado de Despertar de la Crisálida

Acerca de la autora: Raquel Barbieri

martes, 21 de agosto de 2012

Marlene - Raquel Barbieri


Tras estas puertas vive Marlene, lamentablemente pronunciado su nombre así como se lee en castellano, sin quitarle la e final, lo que hace que todo quede cursi, como cuando a la calle Molière se la pronuncia como se escribe y pierde la dulzura natural. Y Marlene, pronúnciese como se pronuncie, espía por detrás de las cortinas de voile de la puerta de doble hoja, a ver quién pasa, no sea cuestión que algún día le diera por volver a Santiago y ella no esté preparada.
Desde que él dijo que se tomaría un tiempo para pensar, ella lo tomó al pie de la letra y se dedicó a esperar que ese lapso de tiempo pasara, sin saber exactamente en dónde poner el límite.
Si Santiago no pensara en regresar, le habría avisado de algún modo, así que mientras no avise, él puede llegar de un momento a otro y para eso, Marlene sale lo mínimo indispensable, no vaya a ocurrir que a Santiago le dé por aparecer y ella no estar.
Todas las mañanas, sin excepción, Marlene se levanta a las siete y después de regar las plantas, lavar los pisos, bañarse y abrir las ventanas, coloca el taburete del piano detrás de la cortina de voile de la puerta y mira hacia la vereda, se concentra en la imagen de Santiago llegando, Santiago decidido a retornar al amor verdadero; a veces se concentra tanto, que hasta le parece verlo.
Llega el mediodía, Marlene prepara su almuerzo, no ocupa el teléfono por si Santiago llamara y come mirando una novela centroamericana absolutamente inverosímil y artificial que a ella la hipnotiza y le alimenta su obsesión.
Si hay que salir a hacer una compra, se sale; si hay que visitar a alguien, Marlene sufre pensando en que en el mismísimo momento en que ella esté en casa del tal alguien, Santiago tocará el timbre y al ver que no hay nadie, se irá, esta vez para siempre.
Por la noche, antes de dormir, Marlene tacha con marcador rojo el día que ya ha terminado en el calendario, como una presidiaria, y vive esperando el mañana deseando que el hoy se vaya lo más rápidamente posible.
Toma la pila de calendarios que tiene sobre la cómoda y los mira.
Hace once años que Santiago dijo que se tomaría un tiempo...


Tomado de Despertar de la Crisálida

Acerca de la autora:
Raquel Barbieri

martes, 3 de julio de 2012

Umbria - Raquel Barbieri


Umbria está sola, triste y sin ganas. Los años han ido pasando sin que se diera real cuenta de que la última década se consumió como cigarrillo fumado al viento, así de veloz, casi violentamente. Y ahora que se ha dado cuenta de que el tiempo no vuelve atrás, que ningún día perdido se recupera, Umbria ha decidido morir porque no hay quien la quiera profunda y verdaderamente.
Hasta ayer sintió que alguien la amaba, y hoy sabe que no es así, que ella es prescindible, no digo descartable pero sí cambiable, olvidable, innecesaria, y con esos atributos por demás deprimentes, no tiene voluntad de seguir viviendo. Ella se siente como esos regalos que no gustan tanto, que no parecen merecer que el agasajado los estreche contra su pecho y sonría, esos presentes que la gente guarda envueltos en el fondo de un ropero y olvida, hasta que se muda y encuentra el objeto sin recordar quién se lo había dado con ilusión.
Umbria sabe que el día menos pensado, cuando nadie lo presienta, quizás el día en que la vean contenta y radiante, se quitará la vida, porque hay vidas que valen la pena ser vividas, por amor, por méritos, talento, por lo brindado a los demás, por lo que sea que a ella no le pasa y querría que le pasase.
Su vida es una imitación de lo que podría ser una vida con todas las letras, un boceto, un borrador, tal vez, el equivalente al prefacio de un libro, pero sin el contenido del libro.
Umbria sufre, y nadie se da cuenta porque acostumbrados a que ella sea siempre quien levantó el ánimo de los demás, no la conciben triste, no preguntan, se alejan, y así entonces, cuando ella muera, seguramente se preguntarán si Umbria tenía un problema, si se sentía sola, triste, descorazonada, desgarrada, abandonada, infeliz. Y no faltará quien exclame que debió haber hecho algo más por ella, como tampoco faltará quien pregunte si le ha dejado algo en herencia.
Es un ave a la que le falta un ala, aunque no le falta de nacimiento.
Fue mutilada.


Tomado de Despertar de la Crisálida

Acerca de la autora: Raquel Barbieri

Imagen de Sarah Klockars-Clauser for openphoto.net CC:Attribution-ShareAlike

jueves, 19 de abril de 2012

Vocación religiosa – Raquel Barbieri


El hermano Pepe había entrado a la orden cuando era aún un adolescente, casi un púber que espantado de lo que eran sus padres, vio un salvoconducto hacia la libertad dentro del claustro. No tuvo mucho que pensar; no tenía tiempo para seguir pensando dentro de la pocilga en donde transcurría imaginando cómo sería tener unos padres cariñosos y una comida preparada con esmero.
Lo peor de todo es que nadie en su casa objetó su elección. Su padre, en la embriaguez acostumbrada, se arrastraba babeando hacia la botella de turno. La veía turbia, y entonces olfateaba haciendo el mismo ruido del perro anhelante antes de hincar las fauces en la presa. Creo que ni se enteró qué pretendía el hijo. Y la madre, harta de soportar al borracho perdido que vomitaba una vida de fracasos, se iba cada tarde, previo acicalamiento precario, a encontrarse con algún tipo que no emanara alcohol. Mientras no fuera alcohólico, el estómago le daba para cualquiera que le hiciera olvidar su vida. Y en esa casa sucia, llena de hedores rancios y sin música; en ese agujero parecido a una caja de zapatos berreta, nacía la idea de Pepe… del hermano Pepe que se unió a los benedictinos por desesperación y terminó siendo el abad principal cincuenta años más tarde.

La autora: Raquel Barbieri

miércoles, 28 de marzo de 2012

Zoila - Raquel Barbieri


Zoila se levanta a las cinco, entra al baño y parada sobre una palangana enlozada,
se hace sus abluciones matutinas con una toallita áspera empapada en agua tibia tirando a calentita, previo enjabonamiento cuidadoso y metódico de su cuerpo entero, como en un ritual. A su lado tiene dos jarras de agua para enjuagarse y una toalla blanca prístina. Así, la sirvienta se dispone a comenzar su día estando limpia y lozana; son para esto las cinco y media, y a esa hora ya está vestida con su uniforme azul lavanda, delantal gris y zapatillas blancas inmaculadas. Se ha peinado con un rodete prolijo y tirante que oculta su hermosa cabellera rojiza que ya deja ver alguna cana o dos, quizás tres pero no más. De su piel y su pelo irradia el aroma a limpio del jabón de lavanda. Ella tiene el olor de la ropa recién planchada y parece recortada de un catálogo.

Zoila cumple. Habla y come poco, lee, no roba, ni piensa siquiera en tomar lo ajeno. Sólo vive para cumplir con su destino de empleada doméstica y sí sueña que es diseñadora de ropa y que las modelos más finas llevan su obra puesta, mientras en algún desfile distinguido, se la menciona y no al pasar, como una diosa de la alta costura: Zoila Leguizamón, nada de prêt-à-porter, no, por favor; la señora dijo que eso es cosa de gente cache sin clase, entonces Zoila diseñará vestidos, faldas, blusas y tapados únicos, a pedido, obras de arte… aunque si además tuviera una sección de prêt-à-porter, su público aumentaría y ella podría vestir con gusto a las clases menos pudientes.

Zoila se levanta todas las santas mañanas a las cinco en punto, y todavía tiene ganas de soñar con un futuro incierto en donde existe una casa de modas que lleva su nombre. Ella sabe que tal vez no lo logre, pero el mero hecho de pensar que es posible, la obliga a dibujar, a pensar y a leer, a tener sus dibujos guardados en el roperito de su cuarto, envueltos en papel de seda azul para que no se pongan amarillentos con el correr de los años. Esto es lo que hace que Zoila tenga ganas de levantarse cada mañana y sus ganas de vivir aumenten.

Mi mamá me mima, mi mamá me ama, el bebé duerme en la cuna, Odila amasa, Isolda alisa, ese oso me mira, mis amigos me dan la mano, el osito come miel y Zoila lava, friega, cose, pule, encera, cocina, plancha, ordena, seca, sueña despierta y se levanta temprano...

Raquel Barbieri

Extraído de Despertar de la Crisálida

martes, 13 de diciembre de 2011

Buena - Raquel Barbieri


Buena como Lassie, más buena que el pan, buenaza la buena moza, buenísima a la hora de enamorar y hacerse desear, buena amante, buena mandarina, buena pieza… nadie tiene la total certeza de cómo pueda ser ella; sólo sospechas, alguna corazonada, una impresión teñida de la personalidad de quien la perciba malamente, o la idealice al extremo. Buena mina, no jode, no grita, no contesta, no mató a nadie… como si la bondad se limitara a no matar, como si la bonhomía se tratara de tan poco. Buena para nada… así la llamaba su madre, una mujer por completo ajena al lenguaje de los sentimientos.

Buena porta un nombre raro que no la acompleja tanto estéticamente, como el hecho de que la hace sentirse en extremo responsable y comprometida a llevar una vida santa que no le va del todo, que no le sale naturalmente. Ha confesado sentir como un palo incrustado en su columna que la obliga a estar siempre derecha y erguida, aún cuando querría tirarse en el suelo a descansar, a rodar, a ensuciarse y despeinarse, y reír a las carcajadas casi obscenamente.
Ella cree que nadie llamada así tiene derecho a quejarse, gritar, maldecir, arrepintiéndose o no, a golpear con el puño una mesa o la pared, y llorar de bronca, impotencia, capricho o simplemente, llorar por el síndrome premenstrual, por no tener ganas de decir siempre que sí a todo. Y en su interior, ella es una persona distinta que muchas veces habría respondido con un no rotundo y en volumen bien audible.

Buena suele tener malos pensamientos, algunas veces, no tan a menudo en comparación con otras personas, pero ella no lo sabe y se siente la peor de todas… Se cree una malpensada criatura. Demasiado exigente consigo misma, prefiere autoexigirse para no dañar a los demás, para dejar a todos contentos y que nada sea su culpa. Se castiga para no castigar, y no se da cuenta de que si dejara fluir su ser más auténtico, no estaría castigando a nadie y ella se sentiría liberada de esa vara rígida en la espalda. Hasta sería más agradable y también feliz, pero no se da cuenta y actúa en base a su pobre interpretación de un nombre incoherente que le pusieron bajo los efectos de un porro compartido por sus padres el día que la anotaron.

Buena chica, good girl, te mereces una galleta por ser obediente, aunque tu madre te descalifique. Toma tu galleta y vete al rincón a chuparla un rato, quizás más tarde le hinques el diente. Good girl… sí, ella vive la vida como si tuviera un guión escrito con apuntes detallados de la puesta en escena, y va revisando a ver cómo se desarrolla la trama para ser agradable y no molestar. Va marcando con un lápiz grueso las partes ya cumplidas, y sigue escribiendo los siguientes capítulos para que encajen perfectamente dentro de su esquema prefabricado, en donde para ser buena, hay que sufrir.
Acerca de la autora

miércoles, 22 de junio de 2011

Loca - Raquel Barbieri


La loca es tan sucia como hermosa, y vive escondida bajo su fachada maloliente de mujer extraviada y alejada del mundo de los hombres buenos.
Algunos la llaman "la loca de la vuelta", como si viviera a la vuelta de la casa de alguien. Otros dicen que es "la loca de la plaza", porque ella pasa muchas horas en ese lugar que parece regalarle una cuota de felicidad que nadie más puede comprender, a menos que transite una dimensión compatible con la de la desventurada.

Casi todos se creen con más derecho que ella a estar en la plaza, planean formas de sacarla de ahí, piden que la vengan a buscar del Moyano, así la dopan y vive como una planta que no jode. Intentan espantarla como si fuera una mosca que merodea la zona del asado, una cucaracha en la sopa de un bar berreta, un bicho que se metió en el oído, una piedrita en el zapato.
Y la tipa no se le acerca a nadie, no grita, no conversa, no pide y no brama.

En algún momento de su día, la loca transita por el cuadrado de pasto y árboles llamado plaza, sitio sagrado que los vecinos veneran, en donde hay bancos habilitados para sentarnos (supuestamente) todos, seamos locos o del bando de la cordura, porque... que yo sepa, para sentarse a tomar aire no hay que presentar certificado alguno.
Un banco en una plaza es un reposo, un sosiego, un lugar para mi loca. Y mi loca tiene tanto derecho a descansar, a tomar sol y perderse en su malambo de ideas provenientes de dendritas malamente conectadas a unas neuronas bastante apagadas, quemadas por la mala alimentación, la falta de instrucción y la carencia de amor humano.
La loca no tiene vuelta y a esta altura, mejor que no la tenga, porque sabría que se burlan de ella y hoy lo ignora.

La loca molesta, los inquieta... les recuerda que la cordura puede perderse en menos tiempo del imaginado, y tienen temor de estar observando el espejo de un futuro cercano.
La loca... ni se sabe el nombre.
Por allí anda vagando, musitando alguna palabreja en gerigonza, exhibiendo su pobre cuerpo maltratado por la calle y el destino.
Y los chicos le huyen, las madres la esquivan, los hombres no la consideran hembra, salvo un par de mendigos que andan por la estación y se sirven de ella y ella, de ellos. A ellos les muestra sus bellas y redondas tetas sucias.
Y los otros, los normales, no ven el Maná que brota debajo de la mugre de mi loca, el Maná que sabe a rancio por falta de higiene.

Sólo los animales la buscan sin segundas intenciones. Los gatos se le aproximan de a poquito, sinuosamente, ronronean en su idioma gatuno unas lindas frases de empatía hacia la mujer solitaria que los acaricia sin temor, ya que ella será despreciable para los humanos, pero para los felinos es una amiga constante. Y los perros le saltan encima moviendo la cola y chupeteándola torpemente, así como son ellos, que no calculan su peso y se avalanzan llenos de un amor descontrolado de colas en movimientos circulares y sonidos cómicos que encienden la sonrisa de esta mujer que subsiste de milagro.
Y entre gatos y perros que comparten su sol, ella come lo que encuentra, lo que alguien le da esporádicamente y lo que en algún tacho se ve como un manjar.

Ella, que no está cuerda pero es buena... que de cuerda sólo tiene la que sostiene sus harapos cochambrosos, se ríe de todo, no sabe leer, ni contar, ni ganarse la vida... ni coser, ni bordar, pero sabe abrir la puerta para ir a jugar.

Raquel Barbieri

Extraído de Despertar de la Crisálida

jueves, 2 de junio de 2011

Sor Constance - Raquel Barbieri


Nacida dentro de un hogar sin religión profesada, y ni siquiera confesada o meramente mencionada, Constance terminó siendo religiosa de clausura.
Sus padres no la educaron en la fe, aunque tampoco en contra de ella. La niña de diez años, volviendo una tarde de la escuela, se paró frente a la Catedral Basílica de Saint Louis en Missouri y sintió que quería estar allí dentro. Maravillada ante el trabajo de mayólica en donde prepondera el verde veronés, se sentó en el tercer banco del lado izquierdo, en el sitio pegado al pasillo. Respiró primero algo arrítmicamente, quizás debido al impacto de encontrarse sola en un lugar desconocido y de dimensiones que la excedían. Cuando se acostumbró al entorno y al sordo ruido de un templo solamente habitado por las imágenes santas, se acostó en el banco, zambulléndose en la simbología para ella incomprensible representada en el domo.
Cambió luego de lugar, pasó al grupo de bancos del lado derecho y eligió la séptima fila. Sus ojos chocaron con una inscripción en bronce aludiendo a una familia benefactora de la Catedral Basílica. Ella pensó que serían los dueños de la iglesia; el apellido archiconocido de estas personas tan ricas de Saint Louis no era ignorado por nadie. Dejó el bronce labrado en el olvido y pensó en qué cosa sería orar y por qué sus padres no le habían enseñado. Descubrió que en los bancos había himnarios y un librito con las partes de la misa. Leyó hasta que le picaron los ojos, y en ese momento decidió que iría allí todos los días un rato a estar sola y tranquila, lejos de sus padres que parecían vivir una dimensión paralela a la suya, una dimensión en donde la esencia de la pequeña Constance no era advertida ni tenida en cuenta.
Sus padres y amigos no le alcanzaban para vivir.
Creció y se cultivó. Fue una mujer bonita y sonriente que un día después de su cumpleaños número dieciocho, marchó con su valija hacia el claustro que se encuentra en las afueras de Maplewood, no muy lejos de la capital: un muro imponente de ladrillo tras el cual, luego de un parque fantástico, esmeradamente cuidado, se yergue un castillo de la época en que los franceses eran los pobladores de esa parte del medio oeste americano, antes de que los ingleses los quitaran del medio.
Tras los muros y dentro de esa santa fortaleza rodeada de la naturaleza más vasta, Constance se convirtió en Sor y vivió, no sin tener algunas dudas a veces, desde sus dieciocho años hasta que murió a los ochenta y cuatro.
No existe una sola forma de felicidad.


Extraído del blog Despertar de la Crisálida

viernes, 27 de mayo de 2011

Mala - Raquel Barbieri


Ella era mala en el sentido más literal de la palabra, en ese sentido sórdido y profundo en el que podemos llegar a sentir desde una atracción animal hasta incomodidad física estando a su lado, porque la maldad le brotaba por los poros de todo el cuerpo y se sentía como una corriente de energía eléctrica a la vez helada sin siquiera rozarla.
Sus ojos de mala taladraban al otro haciéndole doler la cabeza sólo con mirarlo fijo, y ese otro no sabía que era ella con sus pensamientos sucios quien contaminaba el ambiente. Sí, mala como la peste, bella como una rosa, pero sin aroma a flor, con un hedor entre azufre y metal corroído, una mezcla fría y áspera como su carácter, así era la desgraciada.
Mala desde la cuna, la mala de la película... ella, hija de perra, la hija deseada de dos pobres seres que festejaron la llegada de la maldita a este mundo, en medio de una carcajada de felicidad explosiva, bombones de chocolate y ramitos de jazmín, pensando que traían un ángel a este mundo.

Y la mala moró entre los mortales y enredó sus rulos de pelo grueso oscuro, en el cuello de un infeliz al que le absorbió el seso y el alma, pero a él no le mostró la maldad sino hasta que lo tuvo dominado como a un pájaro en su jaula, impotente de tomar decisiones y de pensar por sí mismo. Lo trató como quien tiene un ave cuya jaula se cubre de noche con un trapo opaco y de día permiten que cante, coma y se lave el culo a la vista, en un espacio diminuto y hediondo. Así fue que ella, malparida bajo el disfraz de buena chica sólo ante él y los anteriores con los que se enredó, mostraba una cara encantadora cuando le convenía, y su verdadera personalidad cuando a solas, tramaba la absorción de las ideas de los demás, los sentimientos de quienes la querían, la energía vital ajena... y la venta de su propia alma al diablo, quien le había dado a cambio, entre otras cosas, el castillo de Villa del Parque para que morara eternamente.


Extraído de Despertar de la Crisálida

domingo, 17 de abril de 2011

Timotea - Raquel Barbieri


Timotea, morena y fría; madre de un asesino, cerebro del asesinato perpetrado por su vástago. Timotea gimotea, ahora que el nido le ha quedado vacío, ahora que el títere colgado de su ombligo envió a su mujer al otro mundo, vaya uno a saber qué mundo.
No fue abusada por su padre ni golpeada por la madre, explotada por su abuelo ni humillada en el colegio.
Los únicos recuerdos que nos llegan de ella son de mezquindad para con sus hermanos, de exacerbación del placer en causar discusiones entre sus padres para ser ella la ganadora: Dividir para reinar.
Si no existía motivo para que sus padres pelearan, ella inventaba un rumor, que papito querido, te vi con la Rosalba el otro día acá a la vuelta... ¿Qué hacías? Yo no, m'hija, quién es Rosalba? Me pareció que estaban como novios, papito. M'hija, que sería otro. Mamita querida, me pareció escuchar al papi decir qué tetas que tiene la Rosalba... y que usted estaba un poco dejada... pero no estoy muy segura.

Ni el padre había cruzado caminos con la tal Rosalba, ni eran las tetas de Rosalba algo más que un corpiño relleno para exagerar protuberancias naturalmente menos protuberantes, dentro de un vestido grotesco que en la mente de la madre de la malvada se convertía segundo a segundo en un traje del Lido de París.
Entonces, la madre se cegaba y empezaba la escena que terminaba con el hombre pegando un portazo para no reventar, y con la pequeña malvada dueña del papi y de la mami, absolutamente dueña de sus destinos y sistemas nerviosos.
Su hermana mayor había captado la estrategia y le temía... le temía y la odiaba por ser la creadora del caos familiar que de no haber existido la mentira, las mentiras casi diarias, jamás habría ocurrido. Cirila habló por fin con sus padres, en conjunto y por separado; su intención era desenmascarar a la hiena que había parido la pobre de Matilde en mala hora.
Pobre Matilde, y pobre Cirila. Timotea le quemó la cara con la plancha a la primogénita a quien le quedó la cicatriz para siempre en la mitad del otrora bello rostro.
Los años pasaron y la bestia reinó entre los hombres y las mujeres que a su vida entraban, hasta que con un Eugenio mal aspectado engendró al homicida.
Timotea creó un monstruo a su imagen y semejanza, lo entrenó para burlarse de las mujeres, para no honrar la vida sino para jugar con la misma.

Timotea urdió la trama de un asesinato y el que fue preso, fue el vástago imbécil. Ella tenía más de setenta años y le correspondía arresto domiciliario, pero como no pudo comprobarse fehacientemente la autoría intelectual del homicidio... quedó libre.
Su engendro ingresó al penal y allí quedó, donde nunca fue visitado; ella compró un paquete de chipá y gimoteando se hizo un mate, mientras le ponía una flor a la Virgen Desatanudos...


Extraído del blog Despertar de la Crisálida

miércoles, 5 de enero de 2011

Las disertaciones de Bonita - Raquel Barbieri


A nadie se le ocurrió jamás, ni a uno solo de los que la conocieron, darse cuenta de que Bonita era su nombre real, el que aparecía en el documento de identidad.

Y ella, que andaba por la vida prestando atención a todo lo que la rodeaba y era una gran observadora de causas sin remedio, siempre pensaba en que la gente necesita transformarle el nombre al otro de un modo u otro, salvo excepciones. A las Florencias se les dice Flor, Florcita, Floppy, pero Florencia, muy pocas veces. Pareciera que emitir el nombre completo es una afrenta, algo demasiado formal, o la demostración de un enojo o antipatía hacia la susodicha. ¿Por qué? Bonita era curiosa de los mecanismos de la mente humana. Ahora le había dado por los nombres, quizás porque el de ella era tan poco frecuente como su personalidad divertida, cálida y en momentos, desconcertante.
¿No puede ser que a uno sencillamente le guste el nombre de la persona? No.
No son así las reglas de la sociedad. Si queremos a alguien, lo tenemos que llamar con un apodo, y si nos cae pesado, ahí sí le decimos por su nombre real:

- ¿Cómo estás Julieta?
- Bien, Roxana.
-¿Estás segura? Porque se te ve tan demacrada...

- ¿Qué es lo que querés, Horacio?
- ¡Nada, María Pía!

Y Bonita seguía pensando en las Alejandras, que son Ale, Ali, Alita, nunca Jandra; las Lauras se transforman en Lau o Lauri, las Claudias devienen Clau o Claudi, las Micaelas son casi seguro Mica, las Silvias, Silvinas y Silvanas son Sil o Silvi... las Susanas son Susi o Su, y Giselle es Gisi o Gi, Beatriz es Bea, Marcela es Marce, Belén es Belu o Bel, las Raqueles pasan casi automáticamente a ser Rachel, Raquelita o Raqui y así podría continuar hasta quedar extenuada… Clara es Clari, Gabriela es Gaby, Catalina es Cata o Cati, Carolina es Caro, Mariana y Marina son Mari y entonces María es Maru, porque Mary con y griega, ya está demodé.

Si a Josefina le dicen Jose, entonces a Fina se la llevó el sátiro porque le quitaron su parte femenina. Decirle Jose a una fémina es sacrílego… es como decirle Roberto o Jorge. ¿Y si a José María le dijeran María? También podría decírsele Wendy o Karina, ¿Por qué no? No habría diferencia alguna. Ya lo convirtieron en mujer como a Josefina que terminó siendo José y tal vez hasta le digan Cacho en algún momento.
¿Cómo habría que llamarse para que a una persona le dijeran su nombre sin abalorios?
Posiblemente... Bonita.

Entonces, cuando Bonita surgió en la vida de Donato, él pensó algo instantáneo: que el apodo vendría puesto de parte de los padres o de alguna tía soltera o una abuela subjetiva y miope, ya que su novia no era tan bonita como para que la llamaran así al unísono. Y curiosamente, a ella nadie le acortaba el nombre, sino que la llamaban degustando con deleite la pronunciación de la bella palabra que enmarcaba a esta mujer inteligente y rara.

Que Bonita no fuera bonita no evitó que Donato se enamorara de ella y caminaran juntos el resto de sus días. Y ella se dio cuenta al corto tiempo de estar con Donato, que él la llamaba Mi Amor y ella a él, Tesoro.

Ellos dos también pertenecían al mundo...

Extraído de El Despertar de la Crisálida