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lunes, 9 de febrero de 2009

Mi abuelo - Ricardo Bernal


Mi abuelo tenía cuatro cabezas. Mi abuelo podía mirar a la vez hacia los cuatro puntos cardinales. Mi abuelo era cazador y había peleado en varias guerras. Mi abuelo era mi mejor amigo. Mi abuelo tenía cuatro cabezas.
Estoy en la casa de mi abuelo, es tan grande que todavía no conozco todas sus habitaciones. La de mi abuelo es muy oscura, hay retratos grises en las paredes; hay un ropero negro repleto de trajes viejos y una cama destartalada. Encima de la cabecera hay una cruz de fierro donde un cristo decapitado se desangra.
Mi abuelo tenía los pies enormes, sus zapatos nunca cupieron debajo de la cama. Mi abuelo tenía cuatro bigotes y estaba muy enamorado de mi abuela. Por las tardes, mi abuelo tomaba café negro y me contaba cuatro cuentos diferentes.
Dicen que de joven mi abuela era muy hermosa. Dicen que mi abuela sólo amaba a tres de las cuatro cabezas de mi abuelo. Una mañana de verano, cuando mi abuelo se había ido de cacería, mi abuela se fugó con un trailero y nunca más volvió a saberse de ella. Ese mediodía mi abuelo regresó arrastrando reptiles, liebres y presagios; sus ocho ojos leyeron incrédulos las pocas líneas que mi abuela había clavado en la chimenea... Dicen que desde entonces mi abuelo perdió sus cuatro sonrisas.
Recuerdo a mi abuelo recorriendo los pasillos con sus enormes zapatos. Recuerdo portazos, golpes y gruesas maldiciones atoradas en cuatro gargantas. Recuerdo que los objetos arrojados se hacían añicos en los rincones y quedaban en el suelo sin que nadie los barriera.
Anoche vientos malignos arrancaron las palmeras del jardín. Anoche mi abuelo sacó la pistola que siempre lo esperó en el cajón de su escritorio. Anoche mi abuelo gastó cuatro de sus balas.
Estoy en la casa de mi abuelo, es tan grande que todavía no conozco todas sus habitaciones. Hace mucho calor y un silencio de metal se derrite encima de las cosas... Tengo las manos sucias, y si miro por la ventana puedo ver como los pollos picotean la tierra suelta, en el oscuro rincón del jardín donde esta mañana enterré a mi abuelo.

sábado, 17 de enero de 2009

En mi alcoba hay ruido - Ricardo Bernal


En mi alcoba hay ruido: cuatro perros verdes pelean por mis huesos desde el principio de los tiempos; sus movimientos no son caóticos, más bien danzan, sus fauces trazan elegantes trayectorias fractales. Los techos de mi alcoba se pierden entre nubes que son pulpos retorciéndose, amenaza de un diluvio que nunca logra concretarse. El abuelo Zu dice que el nombre de las nubes es Miedo. Mi cama es de hielo. Mis pies siempre están húmedos y en espera de una mano sublime que los acaricie. Junto a la cama, y sus veinte cobijas, hay un buró donde una lámpara traza una circunferencia retorcida. En el buró descansan los libros negros de oración que heredé de mi abuelo el hierofante, y el reloj despertador marca westlock que gota a gota le resta segundos a mi vida. La ventana de la alcoba siempre está cerrada y cubierta por espesos cortinajes de telas traídas del oriente en un barco pirata. Sin embargo, si la ventana estuviera abierta y yo no estuviera ciego, podría apreciar en el exterior a los ejércitos de monos y androides que esperan en orden la voz del coronel que los invite a matarnos; podría mirar la luna como una lupa de maldad cuajada en un cielo sin renglones; podría sentir el aire en la cara como un bálsamo inventado por ángeles. A mi derecha está el closet saturado de monstruos y pesadillas. No sé que hagan: tal vez se prueban los viejos y roídos trajes que pertenecieron a mis antepasados; tal vez recortan, con sus tijeras de carne y hueso, los rostros del álbum fotográfico; tal vez arman los rompecabezas incompletos que nunca me trajeron los Reyes Magos. Frente a mí hay una mesita de cristal. En la superficie descansan los frascos azules llenos de pájaros líquidos y un termómetro. También hay un teléfono negro de tiempos de Philip Marlowe que nunca ha sonado pero que algún día sonará. Debajo de la mesa hay un directorio telefónico de 1983: no lo hemos tirado a la basura porque todavía no terminamos de llamar a todos los números que en él aparecen. En las paredes de la alcoba hay varios retratos de viejas decrépitas que miran fijamente hacia la cámara disimulando el ardor de sus entrañas. No sabemos si son nuestras bisabuelas, o las bisabuelas del antiguo habitante de la casa (un enano millonario que torturaba a la sirvienta en sus horas libres). En una de las paredes hay un paisaje: un mar de toros sublimes que ruge en olas deformes y sanguinolentas. En otra pared hay un calendario de la carnicería "La Ideal" con una foto de una niña rubia jugando con tres pollitos; varias generaciones de moscas han llenado de microlunares la cara sonriente de la niña. Sospechamos que debajo de la cama hay una momia, pero nadie se ha atrevido a asomarse. Tal vez sea nuestra imaginación alterada por el opio pues es la momia más silenciosa del mundo. A la izquierda de la cama hay un librero repleto de cuadernos "nevado" donde un niño que ya murió dibujaba peces con sus lápices de colores. Junto al librero hay una caja fuerte donde se guardan los cuchillos y los guantes que usamos para ya saben qué. En la parte alta del librero hay un televisor que a veces capta señales antiquísimas: en él he visto escenas de la Segunda Guerra Mundial, los capítulos prohibidos de la Pantera Rosa y una entrevista que le hizo Agustín Barrios Gómez a Herman Melville. Entre las dos antenas del televisor hay una hermosa telaraña en cuyo centro vive una auténtica descendiente de Ella-La-Araña. Por último está la puerta. Lo más lejos posible de mis pasos. Siempre está cerrada. Es una puerta oscura. No sé si alguna vez alguien la ha abierto. Cuando trato de acercarme a la puerta, los cuatro perros verdes me lo impiden con el convincente argumento de sus enormes colmillos. He oído decir que del otro lado de la puerta está el resto de la Casa de Usher. Pero no sé. A veces sospecho que tal vez del otro lado de la puerta no hay nada. Absolutamente nada.

martes, 6 de enero de 2009

Ritual - Ricardo Bernal


I)
La noche es de plástico. El suelo es un disco cuadriculado con muy pocos objetos en la superficie: lápices, alfiles, mandarinas azules, ramas secas.

II)
La cosa sin ojos aparece volando en círculos concéntricos, aterriza en  el disco y de inmediato se pone a danzar entre vapores y burbujas. Trescientos sesenta y cinco dedos meñiques plantados en el suelo la observan en silencio.

III)
Después de media hora de baile ritual, la cosa sin ojos abre la boca y escupe cuatro cubos: el verde, el amarillo, el negro, el gris. Arriba el cielo palidece, las estrellas son botones rojos y la luna es una dentadura postiza craqueteando y echando chispas. 

IV)
Una nube se traga a la luna. En la penumbra, los dedos meñiques comienzan a silbar y los cuatro cubos se vuelven transparentes: en su interior se distinguen bocas, lenguas, uñas afiladas. La cosa sin ojos eructa, extiende sus enormes alas y se aleja volando.

V)
Ahora el silencio es perturbador. Los dedos meñiques sacan sus patas de pollo y se alejan trotando rumbo a una selva cercana que no existe.  Arriba se escucha la agudísima voz del sargento: un dos tres cuatro un dos tres cuatro un dos tres… De fondo, una voz maternal murmura avemarías azules, padrenuestros rojos.

VI)
Entonces los cuatro cubos se rompen, de cada uno sale una pequeña cosa sin ojos que resplandece en pegajosas fosforescencias multicolores. Son larvas, moscas sin patas, gajos de semivida que se arrastran, husmeando y zumbando, gimoteando, dibujando estelas de baba verde. De sus cuatro esqueléticos lomos brotan alas tontas con las que ensayan torpes y ridículos revoloteos. 

VII) 
No. No pueden volar, no saben cómo hacerlo: intuyen que su madre se ha ido y jamás volverá. Frustradas, chillan con voces de libélula y se revuelcan en los jugos de su propio desamparo.

VIII)
Arriba, entre nubes gordas, aparece una colosal puerta de mármol; un ojo encerrado en un triángulo y trece signos zodiacales la rodean. La puerta se abre lentamente, de su interior desciende la escalera de luz por donde la Virgen María baja, azul y divina, modulando un canto etéreo, conmovedor. 

IX)
Las pequeñas cosas sin ojos dejan de chillar al mismo tiempo, se quedan quietas, como meditando… ahora comprenden: La Virgen María les enseñará a volar, las convertirá en ángeles. La noche de plástico se derrite: detrás resplandece el platino inmaculado del nuevo día.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Las hormigas - Ricardo Bernal


Para el Aldán
 
1)
Para esconderse del señor Miedo, Edilberto enciende las luces, pone discos de Elvis Presley a todo volumen, cierra ventanas puertas persianas, mientras veinte televisores salpican su grisáceo arco iris en las paredes. Edilberto no halla sosiego. A veces le da por abrir algún libro: algo ligero, sin dramas ni sangre ni descripciones barrocas de callejuelas oscuras héroes atormentados o mares plagados de monstruos. Pero a los pocos minutos cierra el libro, saca otro, otro, otro más pues tiene miles. El señor Miedo aguarda afuera: ocioso y en pijama, sonriente, tenaz y reflexivo. Tal vez demasiado sonriente. 

2)
El señor Miedo nació el mismo día que Edilberto; sol en Libra, luna en Cáncer. Los arrullaron en la misma cuna, jugó con él en la escuela: le desataba las agujetas, le encajaba colmillos de arroz en el sueño o le hacía bromas pesadas que tenían que ver con sombras, gatos o pianos huyendo. Años después el señor Miedo se disfrazaba de rostros y se camuflajeaba en los retratos, en los reflejos verdes de cristos y cristales, o en el caer de aguaceros eternos que invitaban al sopor. Una vez el señor Miedo se duplicó para enredarse, serpientes gemelas recién nacidas, en las cadenas kundalini del columpio donde Edilberto divagaba.

3)
Edilberto duerme, da volteretas, es un gigantesco pollo rostizándose en su propio sueño. Afuera, el señor Miedo juega a aventarse desde lo alto del cielo en un paracaídas una y otra vez. Las nubes gruñen y la luna, aburrida, se rasca los sobacos en un rincón. Lejos de este cuento, un poeta malísimo dice: la noche es el terciopelo en el ataúd de Dios. Pero como siempre: el tiempo pasa. La luna se aleja en su silla de ruedas y el sol viene desde lejos pisoteando ciudades y campos con pasos de mastodonte. Tras el sol: las hormigas. Son cientos de miles de millones de hormigas como puntos suspensivos salpicando todas las páginas de la realidad. Oscuro.

4)
El señor Miedo se ha ido. 

5)
Martes 9:00 am: el inspector Bernal abre la puerta de la casa, las bisagras rechinan. Adentro hay un verdadero desorden, aunque Bernal sospecha que es falso. Todos los libros están abiertos en la página 57. Contemos: dos rebanadas de pizza en la mesa, veinte televisores apagados, cuarenta soldaditos de plomo en una repisa, tres discos de Elvis Presley en la alfombra, siete amuletos, un solo Dios, cero hormigas... En medio de la escena: el cadáver de Edilberto, grande como ballena. En el sueño de Edilberto: hormigas. El inspector Bernal se sienta en un sillón saca su libreta, cruza la pierna y anota. Los telespectadores creen que hace apuntes para resolver el caso. En realidad escribe un cuento.

martes, 9 de diciembre de 2008

Sortilegio - Ricardo Bernal


Qué chistoso, creíste que las moscas habían sido invitadas por papá para ver el fut, pero luego del fut siguieron los anuncios de podadoras de césped, los anuncios de cañas de pescar y remedios infalibles para el insomnio; y después la tele sólo fue rayitas y un zumbido que se confundía con el canto de las moscas. Entonces viste que algunas se paseaban despacio por la cara de papá y papá no se movía, ojos fijos en rayitas inmóviles, las moscas volaban y dos de ellas entraron por su boca abierta que ya no te gritaba para pedirte otra cerveza y notaste un olor fantasma, dulce y extraño; un olor que tal vez habían inventado las moscas. Papá, ¿me oyes?, pero él estaba serio, muy concentrado en las rayitas, y temiste que enfureciera si lo interrumpías y fuiste a acostarte pues ya eran más de las doce. Al día siguiente te despertaste cuando el sol te clavó sus largas uñas en los párpados, juro que no soñé nada, diez de la mañana y no hiciste el desayuno y corriste con el corazón mandarina desgajándosete dentro del pecho, y eso que escaleras arriba seguían zumbando las moscas y tu papá era un enorme barco verde camaleón morado viendo en la tele azul el noticiero de los accidentes automovilísticos, y las moscas entraban por su boca, cada vez más numerosas y relamiendo sus trompitas labios fauces minúsculas de moscas hambrientas que en realidad, entonces lo supiste, eran un disfraz negro que se teje a sí mismo. Papá, ya me voy a la escuela, dijiste con voz de pollo, pero él no contestó y pudiste ver que había agua violeta encharcando sus terribles pantalones de militar, adiós papá, pensaste, y viste tu imagen en el espejo del vestíbulo, el pelo revuelto y lleno de cenizas, los ojos hinchados de tanto sumergirte en el tanque de las pesadillas, los grises labios grietas floreciendo, y saliste de puntitas para que papá no dijera esas palabras glaciales que dice cuando no eres como él se imagina que eres: una niña buena y dulce, ya tengo cuarenta años, papá, y en la escuela el hombre de la bata ya no me dice nada, ya no me sabe agria la leche, ya no lloro cuando me acuerdo de mamá que se fue a otra casa donde vive con un papá distinto que dice palabras distintas, palabras que la han hecho olvidarse de ti, olvidarse de este otro papá quien seguía viendo la tele cuando regresaste después de andar quién sabe dónde, y el olor había crecido, furioso, dispuesto a hurgarte con ganchos invisibles la memoria. Papá, ¿quieres comer algo? Silencio. Pero papá, no es posible que estés viendo la tele todavía, además a ti nunca te han gustado las caricaturas, y sus ojos han perdido ese brillo mercurial que tienen siempre que él se mueve feroz, y te persigue, y te arrincona, no papá, no, y con su navaja te arranca los velos, no papito, y ahora sus ojos ya no te pueden ver con esos párpados de alas móviles, nunca más vas a saber dónde me escondo, nunca más me vas a espiar cuando me bañe. Te acercas despacio, el olor golpea tu rostro como un pedazo de infierno, desconectas la tele y las moscas cantan óperas nerviosas alrededor del silencio de tu padre tan quieto, y tú por fin te atreves a tocarle el hombro y le hundes los dedos en la carne como si fuera plastilina, y cierras los ojos, y en tus adentros ves un triciclo oxidándose en el patio bajo la lluvia; ves muñecas sin cabeza debajo de la cama. Retiras la mano y ves a un par de gusanillos que trepan lentos por tu dedo índice, papá ya no tienes lengua, sólo gusanos brotando apenas de tu boca, gusanos paseándose por los pliegues, explorando las articulaciones para buscar debajo de la carne al niño que fuiste hace mucho tiempo, al niño que jugará conmigo a la casita y me llevará a un reino de charcos donde yo seré princesa para siempre, y para siempre quedarán en esta casa las moscas, tristes de tanto ver nuestros retratos en las paredes de polvo, y después de jugar yo dormiré contigo, papá, sin miedo, sin rencores, dormiré entre tus brazos amorosos hasta que la muerte nos separe. 

sábado, 6 de diciembre de 2008

Tropos - Ricardo Bernal


Siempre es más tarde de lo que parece: el cosmos se apresura a terminar sus asuntos. Soy arcano sin número. Danzo en el vientre acuático del aire y mis manos se transforman en estrellas, en peces trágicos o en palomas picoteando la superficie de las apariencias. Si cierro los ojos soy un punto en el centro exacto del mapa. La esfera crece en todas direcciones y sus límites tocan otras esferas que no me atrevo a imaginar. Mi vida es un ancla y mi corazón un puño de tierra que me jala hacia la tierra. Por eso vuelo: recorro las situaciones y los días, conozco las escaleras y los atajos. En el agua, hay frente a mí una puerta de cielo invisible; en el cielo, hay frente a mí una puerta de agua donde la muerte es siempre un vuelo interrumpido, un acontecer de silencios y palabras deshojadas.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Éxodo - Ricardo Bernal



Mientras tú duermes, ellos entran por debajo de la puerta de tu habitación. Salen de los cajones desvencijados del guardarropa, o de las grietas dibujadas en los muros y desfilan por los senderos invisibles de las cucarachas. No hacen ruido. Son muchos: más de cien. Trepan por el buró. Algunos se hamacan en las telarañas de la lámpara. Otros se esconden detrás del despertador a besarse impunemente, o se meten a nadar en el vaso de agua. Los que pasan por detrás de los cristales de tus anteojos, se verían distorsionados si alguien los viera. Algunos se creen cultos y se meten a las páginas del libro que ahí yace para leerlo, pero sólo leen lo que tú llevas leído: tal vez quieren comprenderte. Es la hora del éter. La hora infalible en que se abre el telón de tus sueños y comienza el espectáculo.

II 
Después de hacer el amor, dos de ellos saltan a la almohada y luego se deslizan al interior de tus sueños. Tienen miedo. A los pocos minutos salen. Son de otro color, ligeramente verde, ligeramente amarillo. Saltan de nuevo al buró y convocan a los demás. Hablan largamente. Casi en silencio, como saben hablar. Su lenguaje no tiene vocablos, sólo gestos, aromas, uno que otro suspiro quejumbroso. Si sus palabras existieran serían larvas, pestañas, láminas delgadas y transparentes. Pasan los minutos. Tú roncas, metidote en tus sueños. Ellos están tranquilos: por el rombo de la ventana ven pasar a un avión que camina de puntitas, a las estrellas, a la luna lenta y frutal. A estas horas, la noche es un rumor de promesas secretas, un pliego de realidad prendido con alfileres para tapar el verdadero rostro del firmamento.

III
Faltan diez minutos para que suene el despertador. Ellos se forman en hileras geométricas, y de siete en siete van saltando a la almohada y entrando a tus sueños. Deslizándose, jugando serios y felices. Si tuvieran boca, sonreirían… Suena el despertador. Tú saltas como un hombre de resortes. Tienes dos ojos y dos orejas. Tienes párpados, pestañas, lengua y un sabor de huesos en el paladar. Luego te tranquilizas. Apagas la alarma, te sientas, tus pies ciegos buscan a tientas las pantuflas. Caminas hacia el baño. Al llegar frente al espejo y mirar tus ojos por fin bostezas perezosamente: lo que ellos ya sabían, lo que ellos esperaban. De tu boca salen más de cien cadáveres invisibles que se convierten en polvo antes de llegar al suelo. Pero también de tu boca salen más de cien almas que se funden con la realidad del nuevo día, que son el nuevo día. Un jueves más que te espera radiante afuera, como un esponjoso felino naranja de luz pura. 

lunes, 1 de diciembre de 2008

Film - Ricardo Bernal


Los tres negros, lentes oscuros y dientes de oro, entran al restaurante chino cantando gospel. Cuando todos los comensales los miran, muestran sus revólveres y dicen las palabras mágicas: éste es un asalto, que nadie se mueva. Entonces, cuatro mafiosos rusos que comían tranquilamente sus sopas de cebolla, sacan las metralletas de sus estuches y encañonan a los negros. En la cocina, el chef busca la granada que tiene escondida en una de las alacenas. Afuera se oyen gritos, órdenes bruscas, el ejército alemán hace sus últimas maniobras: los toscos tanques entran como orugas por las principales arterias provocando el caos y el horror en las multitudes. De las tumbas de los cementerios cercanos y lejanos, comienzan a brotar zombis enloquecidos; huelen mal y no descansarán hasta comerse la última partícula de carne de la última vértebra del último esqueleto humano. De pronto los cielos se oscurecen: decenas de miles de platillos voladores han llegado a la Tierra; sus tripulantes, pegajosos y azules, mueven sus tentáculos y preparan sus sofisticadas armas de rayos láser para la guerra de conquista. En su hipogeo secreto, el lóbrego sacerdote lee en voz alta un libro de conjuros: Yog-Sothoth y Cthulhu despiertan de su letargo de eones y se filtran lentamente desde otro plano dimensional… Arriba, en su sala de controles, Dios se pone un guante blanco, abre una puertita transparente y se dispone a apretar, de una vez por todas, el botón rojo que destruirá para siempre este mundo tan aburrido.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Juguetes - Ricardo Bernal


Había un muerto. En el callejón donde todas las tardes jugaban Beto, Miguel y Luis, había un muerto. Era un muerto gordo, triste y pensativo con dos medallitas rojas agujerándole el traje gris y luego la carne y luego el corazón congelado para siempre, y para siempre quedarían en la memoria sus ojos muertos, como si al jugar encantados alguien lo hubiera tocado, dejándolo quieto y triste y absurdo, sosteniéndose con manos moradas la enorme barriga llena de pedos gruñones que ya jamás saldrían con su escándalo de patos ridículos. Ni Beto ni Miguel ni Luis se atrevieron a esculcarle los bolsillos. Tampoco se atrevieron a robarle el sombrero de gángster o los zapatos puntiagudos y largos como los dedos de un cocodrilo gigante haciendo la señal de Venceremos. Lo que si se llevaron fue la pistola. Una pistola negra y pesada que parecía haber enmudecido después de la muerte de su dueño, quien no tuvo tiempo de usarla, y nadie supo nunca si fue Luis o Miguel o Beto el que llamó por teléfono a la policía, cero seis: señorita, fingiendo voz de grande; se ha cometido un asesinato en el Callejón de Santa Bárbara, por favor mande una patrulla, ya cuelga, quién sabe si me creyeron. Tampoco se supo dónde escondieron la pistola. Y esa noche ni los papás de Beto, ni los papás de  Luis, ni la mamá de Miguel se dieron cuenta del silencio tan espeso cuando los tres niños, cada uno en su respectiva casa, bebían leche, cenaban despacio su cereal o las insípidas burritas recién sacadas del horno de microondas. Los siguientes días en ningún noticiero se dijo nada del muerto que desapareció por la noche como un fantasma, asunto olvidado, y nadie reclamó esa pistola que en nada se parecía a la pistola de plástico azul de la guerra de las galaxias que Miguel le pidió a los reyes magos hace dos navidades, ni a la pistola de fulminantes de Beto, ni a la pistola de Luis que lanzaba gruesos chorros de agua a varios metros de distancia, mojando a sus furiosas primas que tanto se habían tardado en secarse el cabello con una pistola de aire caliente. No. Ésta era una pistola de fierro negro que recordaba tiempos milenarios: como si fuera un feto de ese monstruoso ferrocarril de sueños que viaja sin regreso al infierno todas las noches. Una pistola sólo para adultos, las manos diminutas de Beto y Miguel y Luis apenas pueden sostenerla, se cansan los brazos si la cargas más de diez segundos, y Luis se lastimó los dedos al tratar inútilmente de sacarle las balas. Porque ese era otro acertijo: las balas. No es lo mismo las inocentes balas con las que a veces imaginaban cohetes espaciales para las hormigas, que estas balas metidas misteriosamente en la pistola como juguetes prohibidos. Seis juguetes que desgarrarán músculos y quebrarán huesos y atravesarán arterias. La primer bala será para la maestra mil veces maldita que los obliga a memorizar lecciones absurdas bajo la feroz amenaza de un futuro sin futuro. Otras dos balas para la cabeza del papá de Beto que promete cosas y nunca las cumple, que promete llorando no volver a hacerlo y siempre olvida sus promesas. Y las tres balas restantes para no tener miedo nunca más, para que mañana reine la justicia divina de los ángeles como en tantas caricaturas, tantos cómics y en la vida real de los juegos de nintendo. La pistola brilla en lo oscuro, ahora Beto y Miguel y Luis saben que no hay nada más sagrado que una promesa secreta. Sólo queda esperar a que sus manos crezcan. Esperar a que el tiempo pase, lento como un dinosaurio, mientras los otros juguetes: mecanos, soldados, tanquecitos, agonizan de aburrimiento porque ya nadie quiere jugar con ellos.

jueves, 30 de octubre de 2008

La muerte de Margarito - Ricardo Bernal


Arriba un millón de estrellas. En medio de las estrellas, la luna roja del futuro y la luna amarilla del pasado. Abajo, un millón de árboles: en medio de los árboles una choza decrépita, ondulante, cerrada con cadenas y légamo. Dentro de la choza, la poderosa bruja mira al hombre atado con serpientes al lecho en forma de estrella. El hombre tiembla, setecientos años de horror en sus ojos de siete años. La bruja toma una espada larga y delgada, la clava en el muslo del hombre: el fémur cruje, el grito se enreda en la mordaza que anida en la boca desdentada. La bruja sonríe y da vueltas alrededor del lecho, toma una segunda espada y la clava en el ojo del hombre: el chisguete de sangre salpica la cara verde del espejo. Dos espadas más en los brazos, otra en el estómago y el hombre se retuerce. La bruja dice conjuros arcaicos, los minutos pasan como orugas. La última espada parte en dos al corazón que deja de latir para siempre… la bruja ha cumplido su venganza. Lejos, en Ciudad Luz, un millón de edificios ocultan la mansión de trapo. Dentro de ella, un diminuto lecho donde Margarito, el brujo de trapo, muere entre contracciones terribles.

sábado, 30 de agosto de 2008

El baúl - Ricardo Bernal


Pasé casi toda mi infancia metido en tu baúl. Un baúl de gruesas paredes, cerrado siempre con el candado parlante que ahuyentaba a los intrusos.
A veces la lluvia entraba por las ventanas y sus pies de humedad pisoteaban todos mis huesos. Adentro del baúl, la oscuridad y el silencio formaban una extraña alianza de actores verdugos, interpretando cada noche el Juicio Final.
Recuerdo al laborioso pueblo de polillas que compartía conmigo esas residencias: sus innumerables alas y hocicos recorrían mi cara y los dedos de mis pies; incluso algunas, las más osadas, se arrastraban despacio por el pozo seco de mi garganta, dejándome completamente mudo y haciendo que los engranajes de la memoria se fueran oxidando poco a poco.
Recuerdo que cada jueves, muy temprano, abrías el candado y me sacabas del baúl. Me arrullabas entre tus tentáculos diciendo: "Ya, mi dulce niñito; ya, mi pequeño bebé". Yo miraba incrédulo la lepra de tu rostro, y bajo el brillo hipnótico de tu mirada se despertaba en mis adentros ese amor que sólo conocen los perros y las víctimas.
"Bebito, bebito de azúcar y miel... aliméntame pequeñito", decías, y tus negros colmillos se clavaban en mi cráneo para absorber lo poco que ahí quedaba. Luego me llevabas arrastrando hasta el ropero, abrías sus pesadas puertas y sacabas un frasco azul lleno de pájaros líquidos. Me dabas a beber de esa sustancia y a los pocos minutos mi alma caía en un letargo de sueños crípticos y descabellados.
Soñaba, por ejemplo, que iba a la escuela y jugaba con los otros niños; soñaba con un zoológico de jirafas alargadas y viejitos vendiendo globos; soñaba con una fiesta de cumpleaños y un pastel de fresas en medio de la mesa.
Pero siempre despertaba, y entonces eras para mí la misma mosca pegajosa amamantando a sus criaturas, o un gran sapo crucificado, todo cubierto de llagas.
El día que cumplí siete años cayó en jueves. Estuve esperándote desde la madrugada, trataba de no respirar para oír el eco de tus pasos en alguna de las galerías. Conté las horas, los días, las semanas... pero tú nunca llegaste. Volví a quedarme dormido, aunque esta vez no soñé nada. Cuando desperté, el baúl estaba abierto y un olor nauseabundo revoloteaba en el aire. Te busqué de habitación en habitación hasta toparme con la última puerta, la que da a los jardines y a tu cementerio de muñecas; la abrí despacio: entre bracitos, cabecitas y piernitas de plástico, tu cuerpo se descomponía.
Desde entonces soy el único habitante de esta casa. Aunque sé que muy pronto, cualquier jueves, un nuevo bebé nacerá en tu viejo baúl, y sus sueños serán mi alimento durante toda la vida.

domingo, 17 de agosto de 2008

Psiquiatramán contra los duendes del desorden - Ricardo Bernal


Los duendes del desorden aparecen de repente: salen del clóset o del interior de un zapato y comienzan a tirar todas las cosas que encuentran en tu habitación. Rompen el retrato de tu ex novio y se tragan los pedazos, con un lápiz labial dibujan falos en el espejo, o revuelven las fragancias de tus frascos en un solo perfume alucinante. Tú, sorprendida, tratas de cubrirte los senos y el pubis, y buscas tu ropa nerviosamente mientras los duendes ruedan y ruedan carcajeándose en el piso. Suena el teléfono: los duendes abren los ojos y se quedan mudos. Al segundo timbrazo comienzan a temblar. Al tercero huyen despavoridos. ¿Bueno?, contestas con jadeos de dragón. Hola niñita, soy Psiquiatramán y hablaba para ver cómo va todo. ¡Psiquiatramán!, exclamas; los duendes del desorden trataron de violarme, pero ya se fueron. ¿Cómo lo hiciste? Soy muy poderoso, responde Psiquiatramán disfrutando cada sílaba en su boca. Dices buenas noches, cuelgas, suspiras y te ves en el espejo. Tus ojos están llenos de polen cristalino y claves de sol azucaradas. En la punta de tu nariz se adivinan mil y un amaneceres con distintos colores en el cielo. Luego te asomas por la ventana: arriba la luna llena es un bondadoso gato derrumbado encima de las nubes, y las constelaciones son enormes malvaviscos. Estás tranquila. No hay ni rastro de los duendes del desorden, tal vez han desaparecido de tu vida para siempre. Sonríes.
Lo que tú no sabes, pobre idiota, es que del otro lado de la línea telefónica un duende del desorden con dedos de cuchara devora los ojos y la lengua, lame lentamente la sangre seca de Psiquiatramán, asesinado hace más de una semana.