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viernes, 4 de octubre de 2013

Observando a Estela - Mónica Ortelli


Podría decirles que a Estela la tenía vigilada, pero vigilada es una palabra fuerte. Una expresión más adecuada sería la seguía de cerca, aunque tampoco se puede tomar al pie de la letra porque Estela no iba a ningún lado. ¡Ojo! No soy un acechador ni un pervertido, ni nada parecido. Simplemente me gustaba mirarla, me entretenía. Además, ella estaba en un nivel inalcanzable a mis posibilidades y era lo único por hacer.
Soy un tipo de costumbres: el vermút con los amigos el sábado al mediodía, el fútbol los domingos, el mate al volver del trabajo, el vaso de agua y la novelita policial al acostarme. Por eso, a la tarde, sentado al lado de la ventana, entre mate y mate, también se hizo costumbre observar a Estela.
Nunca supe de dónde vino, un día llegué y ella ya estaba en el vecindario: ahí empezó lo nuestro; a la hora que regresaba y los fines de semana, siempre estaba accesible a mi propósito, casi como si supiera. Era un placer verla ocupada en alguna tarea que por ignorancia propia de sus menesteres y por la distancia, yo desconocía. Me intrigaba no encontrarla en otro lado, aunque no estaba seguro de reconocerla de cerca.
Muchas veces sospeché que ella hacía lo mismo conmigo. Digo: yo no estaba obsesionado, no la miraba fijo continuamente, porque me distraían otras cosas en la calle o mis propios pensamientos, entonces cuando volvía a mirarla, ella estaba quieta como observándome. Se quedaba, así, manteniendo una postura casi desafiante y luego continuaba sus quehaceres. Esas actitudes me hicieron pensar que lo nuestro era mutuo.
Recuerdo la noche cuando desapareció. Fue un sábado. Llovía y antes de acostarme me asomé por la ventana. Me entretuve con la lluvia unos minutos, le eché una mirada a Estela —incansable con sus cosas—, cerré la ventana y me acosté a leer.
Me desperté porque la patilla de los anteojos se me incrustó en la sien izquierda, desvelado y con sed. Mi boca parecía de papel. Eran las cuatro. Sin mirar agarre el vaso y estaba por tomar un trago cuando vi a Estela delante de mi cara. Quedé duro. Estoy soñando, pensé. Parpadeé: Estela seguía allí. No supe si fue la impresión, el vidrio o los anteojos, pero se veía enorme. Rápidamente se desplazó y sentí un leve roce por el bigote y el costado de la cara. En ese momento me agarró el ataque de locura. Me transformé en una máquina de dar manotazos. El vaso, los anteojos, el libro volaron por el aire. Salí disparado hacia el extremo del cuarto, miré y Estela no estaba. Una picazón me recorría todo el cuerpo. Preso de un nerviosismo incontrolable sacudí mis pelos, me saqué el pijama y después de revisarlos, me puse los zapatos. Así, casi desnudo empecé a buscar a Estela, seguro de encontrarla en algún lado. Sin embargo, no estaba.
Fue un domingo intranquilo y con culpa. Sé que tuve una reacción intempestiva, pero fue el instinto.
Por suerte, ella demostró no ser rencorosa, ya que el lunes cuando regresé del trabajo, Estela estaba en su lugar. Ninguno dijo nada. Todo siguió igual, excepto que desde aquella noche cuando me despierto sediento voy al baño, y en un rincón de la pieza puse un balde porque ahora sé que, como cualquier bicho, las arañas también toman agua.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
Sobre la autora:   Mónica Ortelli

viernes, 9 de agosto de 2013

El auditor y el hombre en mono blanco - Mónica Ortelli


El hombre en mono blanco barre la pinocha que le cae encima como si fueran goterones.
—Dígame, ¿usted sabe por qué le llueve esto, verdad? —pregunta el auditor.
—Por supuesto, señor. Y ha sido una condena justa.
— ¿Y sabe de dónde viene? —el auditor señala la llovizna.
—Me han dicho que de la Luna.
— ¿Le han dicho…? ¿Quién? Si usted no habla con nadie.
— Eso es lo que usted piensa.
— A ver dígame con quién, si está solo aquí. Debe estar solo… ¿Entiende que tengo que anotar todo lo suyo, no?
— Sí, sí, cuando me leyeron el acta se incluía su visita, es su trabajo. Le explico: hablo con gente que viene a mi cabeza, y lo hago en todo momento. O cuando lo necesito.
—Ah, entonces habla con usted mismo. O lo que es igual: habla solo.
—No, no. De ninguna manera. Hablaría solo si yo me preguntara y me respondiera. Pero no es el caso. Ya le he dicho que hay gente, otras personas en mi cabeza.
—Claro, gente imaginaria.
—Mire, si quiere verlo de ese modo, yo no puedo impedírselo. Pero sepa que fui una persona muy limitada, casi no estudié. Apenas si leía el misal. Usted comprenderá que me faltan muchas respuestas y, sin embargo,  cuando tengo que resolver algunas cosas, alguien de los que anda por allí, adentro mío, digo, sabe darme lo que busco; cosas que yo ignoraba completamente.
—Ajá. Como el asunto del origen de la pinocha, ¿no?
—Exactamente.
— ¿Y quién fue el que le dijo eso?
—¿Usted quiere saber el nombre?
—Cualquier cosa: el nombre, qué hace, de donde sacó que la lluvia suya viene de la luna.
—Bueno, el nombre no se lo pregunté nunca -no soy curioso-. Además, como no los llamo, no necesito conocer ningún nombre. Pero, los reconozco por la voz. Eso sí. El que me contó lo de la lluvia es un tipo joven, más o menos de su edad, pero con canas. Cómo supo él lo de la Luna -con mayúsculas-, le puedo decir.
—Le escucho.
—Estaba en la cabeza de otro justo cuando al tipo le leyeron el acta. Allí informaba la procedencia del regalo. Claro que a ése le llovía otra cosa.
— ¿Regalo?
—Así le dicen ellos, sí.
— ¿Regalo por qué? ¿Qué había hecho?
—Había matado a un angelito.
— ¿A un niño?
—No, no, a un ángel de verdad.
—Entiendo, pero, entonces, me parece poco regalo una lluvia.
—No vaya a creer. Hay lluvias y lluvias. Sobre todo si vienen de la Luna.
—Tiene razón, lo que llega de la luna, perdón, Luna, es bravo siempre. Es que allí son especialistas, no hay nada que hacer…¿Y cuál era lluvia del que mató al angelito?
—Le caía azúcar encima.
—No me parece tan terrible el azúcar...
—Usted no se imagina lo que es barrer azúcar. Además tener permanentemente una cortina blanca adelante es muy molesto. Porque la lluvia del tipo era torrencial, no como esta garuita que tengo yo. El azúcar se mete en todos lados, se disuelve en las secreciones, se pegotea; además, se acumula rápido y hay que barrer y juntar, barrer y juntar. En cambio, la pinocha no es tan complicada. Fíjese usted que hace un ratito que no barro y no se ha amontonado tanto… Lo único que tengo que evitar es mirar hacia arriba, por las dudas, y me pierdo los cielos ¿me comprende?
—Claro que sí. Yo estoy asombrado por lo que sabe. Se ve que le han informado bien –sea quien sea- porque me ha dado ciertas respuestas que no tendría que conocer.
—¿No le dije?
— ¿Le puedo hacer una última pregunta ? Y esto no va a constar en mi informe porque es pura curiosidad personal. Por eso no tiene obligación de contestarla.
—Pregunte, nomás.
— ¿Por qué le llueve pinocha a usted? Ese dato no figura en mi planilla. ¿Qué fue lo que hizo?
—Yo fui el primero en matar a un auditor en infiltrados. Pero, venga, no sienta temor: ya me vacunaron para que no vuelva a ocurrir.

Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
Sobre la autora: Mónica Ortelli

viernes, 2 de agosto de 2013

Elegía de las islas – Mónica Ortelli


Días de ocio en una eternidad de no hacer demasiado. A cadencia de remos, velas arriadas, surcas mi archipiélago de penas. No me ves y te observo: rondas cauteloso, te arriesgas dentro de mis aguas; tal vez te atrajo mi olor, pero no has oído mi canto. Patrón absoluto de tu barco, rezumas talento natural para el ritual que a mí me pierde; presiento de sólo mirarte poder amar para siempre.
En la orilla donde habita la razón, allá lejos, el humo azul me advierte, sin embargo: éste es sólo tiempo de festejos y vas a lastimarme. Pero estoy en otra orilla, aún hay rescoldos mi corazón, y la adivinación puede estar equivocada. Por eso cometo el desatino, reniego de mis promesas y, egoísta, oculto lo que te alejaría. Cuando el viento cálido levanta, desenredo las algas de mi pelo, del agua emerjo transformada. Con muslos vertiginosos, soy toda mujer ofrendada a tus ganas y estás tan obnubilado que no ves el rastro de escamas en la playa, el juego del cortejo como trampa.
Así, sucumbimos interés y deseo, la pasión recorriendo geografía de islas y de cuerpos. Frenesí contra frenesí dices quererme y como en las tempestades navegamos a la capa durante el largo tiempo en el que crece mi esperanza. Para ser la mujer del resto de tus días debes pedirme, sincero, partir contigo y se cumplirá mi anhelo: ser amada para permanecer dichosamente humana.
Hablas de irte, -ha llegado otra vez la hora de blandir espadas y tus hombres te reclaman-, pero no pronuncias las palabras, sólo prometes algún día regresar a buscarme.
Profunda herida con lamento silencioso restañada. El mar diluye mi llanto más salado, el presagio del humo fue certero; yo la equivocada. No eres quien me alejará de las islas, sino otro condenado.
Te despido y partes. La culpa quema mis entrañas mientras miro la niebla segadora que te alcanza. Pronto vuelvo a ser quien era y mi cauda me sumerge en lo profundo, donde duele el gesto azorado de tu cara, la certidumbre de saber qué hice. Triste paisaje te acompaña, barcos naufragados, túmulos de mis amantes. Y retorno a mi ocio de ninfa, mientras otro cuerpo en el abismo se deshila.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
Sobre la autora:  Mónica Ortelli

sábado, 1 de junio de 2013

Sequías – Mónica Ortelli


Durante años y años sobre la mesada del laboratorio escolar hubo sólo dos frascos traídos por alumnos: uno con un feto de ternero, otro con una araña rara. Desde hace dos semanas hay cinco frascos nuevos: todos con arañas grandes y peludas. Pollitos es su nombre vulgar, pero no porque sean blandas ni tibias: debajo de esos pelos hay una coraza rígida, dura, fría. Dicen que están invadiendo la ciudad; se las ve caminar a lo largo de autopistas, rutas y caminos vecinales, con diferente suerte. Muchas viajan entre los ejes de los autos y camiones o en sus cajas; otras se escurren subrepticiamente desde el equipaje de los migrantes que llegan en colectivos. Es que hombres y arácnidos corren la misma suerte: los campos son arenales, ahora.
Comentan, también, que algunas se encuentran instaladas ya en jardines y patios urbanos. Por eso, no creo que los alumnos traigan muchos más frascos con arañas. La gente se acostumbra a todo.

Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
Sobre la autora: Mónica Ortelli

sábado, 12 de enero de 2013

Volver - Mónica Ortelli




No la ve desde hace más de dos años. Este regreso es casi empezar de nuevo y le hubiera gustado presentarse de otra manera. No así, con el pelo largo, la barba rala sin afeitar y el pantalón sucio. Ella aprecia la pulcritud y la ropa limpia. Después de mirarlo de arriba a abajo cuando él lucía impecable, ella sonreía y asentía con la cabeza. Por eso, antes, él siempre se esmeraba con la ropa y también con los buenos modales. Esto último sigue igual (la buena educación dura para siempre, dice su mamá) pero no ocurre lo mismo con su aspecto. Desde hace unos meses lo ha ganado el desánimo y se le nota en la cara demacrada y en la postura. Junto con el optimismo se fueron también sus rasgos de niño, dejándole un rostro cambiante al que no termina de acostumbrarse.
Puntualmente hoy, además de la apariencia le molesta otra cosa. Él hubiera preferido verla en otras circunstancias. Encontrarla, por ejemplo, en la entrada de una tienda, él, con las bolsas llenas; se las hubiera arreglado para abrirle la puerta de vidrio mientras ella le agradece la gentileza. O si no, coincidir en la cola de la caja del supermercado y entonces le hubiera cedido el lugar porque él llevaría el carrito rebalsando de mercadería y ella, pocas cosas. Esos, sí, serían buenos encuentros.
En cambio, en este momento se siente culpable, como si de algún modo le hubiera fallado, a pesar de haber seguido su consejo y terminado la escuela vespertina. Según dicen eso le dará más posibilidades. Lástima que las posibilidades no se coman, que el novio de su mamá se haya ido hace tres meses y que a él, en el mercado lo hayan suspendido hace más de una semana.
Sí, en el fondo no le importa nada su apariencia, lo que no quiere es volver. Y sin embargo allí está, otra vez ante la puerta esperando que ella abra la ventanita, para decirle como antes: —Buenos días, señora ¿tendría algún alimento para ayudarme, por favor?


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
Sobre la autora: Mónica Ortelli.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Los cuadros - Mónica Ortelli


Carlos me recibe en su taller; quiere que vea sus últimas pinturas antes de embalarlas para una muestra en el extranjero. Miramos, comento, me explica y, de pronto, dice que tiene una tela de Felicia que no he visto. Felicia es amiga de él -también pintora y escultora-, un tanto excéntrica en mi opinión.
Sigo a mi amigo hasta su casa a continuación del taller y a la habitación de su hija Sara, la dueña del cuadro; Felicia se lo regaló porque la adolescente quedó impactada al verlo. Y no es para menos: la obra es dramática, técnica mixta en acrílico y madera, fondo negro. En el tercio superior, desde un lado una línea roja ondeante cruza y se vuelve plana al llegar al otro; en el tercio inferior: la mujer acostada, la cabeza a la izquierda, mira al observador con ojos desmesurados, un brazo extendido, la mano abierta como pidiendo ayuda. Está hecha con láminas de madera pintadas adheridas a la tela y sobresale en primer plano. El conjunto es brutal: yo no lo colgaría en mi cuarto como ha hecho Sara. Me deprimiría si cada día al despertar viera esa mirada pavorosa, comento y él menea la cabeza con resignada aprobación.
Es Felicia —dice—. Después que salió de terapia intensiva ha estado pintando su propia muerte. Yo recuerdo que pasó más de un año desde entonces, pero lo que Carlos manifiesta le da un cabal sentido a mi apreciación. Es el espanto y la sorpresa del que no quiere morir ante la inminencia del hecho, lo que ha puesto en esos ojos. Sobrecogedor.
Éste es el primero de una serie —añade—. Todos similares, la misma temática desesperada. Felicia los está regalando a gente muy joven, empezó con el que le dio a Sara.
Lástima no ser tan joven, ¿no será lo mismo que una se sienta así? —lo interrumpo jocosamente.
No creo —sonríe apenas—. Y esto tiene algo siniestro, sospecho —habla exaltado—. Porque con esta dádiva cree estar consiguiendo una suerte de salvaguarda: mientras conserven o cuiden su obra o algo más que no sé exactamente qué es, ella estará bien.
Pienso en una suerte de vampirismo, pero desconfío de esta loca asociación y no digo nada.
Está obsesionada —sigue—. Pinta a un ritmo desenfrenado y cada obra es como un fetiche; en esa calidad la entrega: fetiches y talismanes a la vez. Temo que está dañando a los chicos. Es como si hiciera un pacto con cada uno, endilgándoles la responsabilidad por su salud, su bienestar. Sara no contó nada, pero he escuchado cuando hablan. Felicia la llama con frecuencia. Realmente no la entiendo —se pasa los dedos nerviosamente por el pelo.
A mí no me extraña, ella siempre supo manipular a los demás; ahora, ha de haberse vuelto loca. Me reservo mi opinión porque Carlos no merece mi sarcasmo ni mi juicio apresurado; en cambio, digo que probablemente esté exagerando, que tal vez a Felicia esta etapa generosa le haga bien. ¿Qué puede estar obteniendo de los chicos más que apoyo o halagos? Si eso le ayuda, todo está en su cabeza.
Ojalá fuera como decís —habla sin convencimiento—. Vos viste este único cuadro. Yo vi los otros que tienen las amigas de Sara. Vinieron a dormir y cada una trajo su obra, no sé para qué porque no dieron ninguna explicación, pero te juro que no hay nada bueno en esos cuadros. Esa noche les eché un vistazo mientras ellas cenaban y me agarró un dolor de cabeza atroz: te lastiman, creéme —me mira fijamente como esperando una explicación que no puedo darle, y recién entonces me doy cuenta de cuál ha sido la verdadera razón por la que me invitó. Es un momento perturbador. Ante mi silencio, da por terminada la charla y vuelve a colocar la obra en el estante donde estaba. Pero cuando ya casi hemos salido del cuarto, la pintura cae al piso. Nos sorprende.
Uy, no le digas a Sara —pide. La tela ha quedado dada vuelta y mi temor es que la figura se haya desprendido. Pero no. Carlos suspira aliviado también y la regresa a su lugar con sumo cuidado. Te lo ruego, por favor —reitera—. Sara se lo ha tomado muy en serio. Demasiado. Ni siquiera menciones que la viste. Su tono me hace sentir más incómoda aún. Le aseguro que no lo haré y para disolver esa tensión, pregunto si la obra tiene un título. Por supuesto. Y uno muy obvio —dice con fastidio—. Adiviná.
Está alterado por la situación, lo tortura la idea de que Felicia pueda estar usando a Sara de un modo que no alcanza a entender; a pesar de que su agresividad hiere, lo comprendo. Preferiría irme, pero no puedo rechazar el café que me ofrece inmediatamente, como una disculpa.
Carlos termina de servir los pocillos cuando se nos une Erica, su segunda esposa, la madre de Sara. Se anima la charla; poco a poco me voy relajando, al igual que Carlos; hablamos de la muestra por la que viajarán a México, de filmes que debemos ver, de libros. Hasta que Erica contesta su celular. Es Sara que grita, tanto, que Carlos y yo la escuchamos claramente. Felicia acaba de morir. Estaba en su taller pintando y se desplomó. No pudieron ayudarla. Una amiga de Sara estaba con ella: fue quien le avisó. Llora y pide que la vayan a buscar. Los tres nos hemos levantado conmocionados. Erica sigue intentando calmarla. Carlos toma rápidamente las llaves del auto; no me mira a los ojos, ni siquiera cuando nos despedimos apresuradamente en la calle. Los veo irse. Permanezco un rato sentada en mi auto, me pregunto si Carlos estará pensando lo mismo que yo.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

sábado, 13 de octubre de 2012

Los ojos de buda - Mónica Ortelli


Falta poco para que amanezca y no durmió; ha estado leyendo lo que siempre lee en la víspera. Como agua de pozo en medio del follaje, la lectura lo sosiega. Valgan el temblor y la fiebre de días anteriores, el privilegio de este día.
Se prepara: lucirá un atavío principesco; por elección, irá descalzo. Escucha música afuera; oye también voces silenciadas que más tarde, cuando él termine, se llenarán de júbilo.
La claridad sin sol lo llama y sale. Contempla el caserío, más abajo el hilo de agua serpenteando el bosque, los cultivos y las montañas todavía oscuras. Los ve desvaídos por la bruma gris del alba y apresta sus ojos tan despiertos. Necesita embeberse del lugar para que sus manos se impregnen con la magia. Mira hasta embriagarse de paisaje como se ha embriagado tantas veces en desdicha. Mira para que al pintar los ojos, éstos deseen mirar porque ya conocen.
Cuando el sol asoma vibran címbalos y él camina con majestad hacia la estatua: feliz, casi como si la llevase a ella de la mano. Sube espejo, pigmentos y pinceles al andamio. Abajo, sólo los mantras acompañan: nadie osará mirar mientras se crea lo sagrado.
A la hora de la Iluminación, el pintor descansa su mano unos segundos en el pecho, donde guarda las cartas que relee, y luego, de espaldas con pinceles al hombro y enfrentando el espejo, despliega su arte. Pinta los ojos a la estatua. Pinta lo que ha conocido tanto, lo más bello: el valle natal, las montañas azules, la sonrisa en los ojos que un día dijeron hasta luego, sin saber que era adiós.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

Acerca de la autora:
Mónica Ortelli

jueves, 6 de septiembre de 2012

La siesta - Mónica Ortelli


¡Basta de vaguear! ¡Y esta vez, me hacés caso! Te acostás o te ponés a leer, a jugar, lo que quieras. Menos patear contra la pared de Betti ¿me oíste? Que después me la tengo que aguantar yo. ¡¿Está clarito, no?!

Los gritos le arrebataron la cara más que el calor de la una de la tarde. Piensa en sus amigos que lo esperan bajo los tamariscos de las vías del tren, y gimotea, y rezonga. Me aburro, repite mientras camina el patio de punta a punta refregándose las manos en el pantalón. Tigre con ganas de llorar. Se para en la hamaca de su hermana, el ruido de las cadenas le hace mal a los dientes; nadie las aceita hace tiempo. Salta, corre, trepa el olmo, se asoma a la casa de Luis. El encalado de las paredes lo encandila; tiembla el aire por encima de la huerta regada en la mañana. Las cortinas están corridas, la puerta de la cocina, cerrada: duermen; hasta el perro bajo la pileta del lavadero. La bici de Luis no está. Frunce la cara: él también se va, no le importa nada. Presuroso, arrima su bici al portón y va por la llave. Le cuesta la penumbra de la cocina, pero no hay ninguna llave ahí. De puntitas llega a la pieza de su madre; ahí están ella y su hermanita en la cama grande, y el llavero sobre la mesita de luz. Las mira dormir unos instantes y, finalmente, cabizbajo, regresa al patio, al sol a plomo en la tierra reseca y las baldosas amarillas. Mira por la ventanita de la entrada hacia la calle: el pavimento hierve. A lo largo del cordón, una línea brillante de brea le recuerda la cinta de la máquina de escribir de su padre. Le vienen a la cabeza los carretes saltando por el aire, su madre arrancándolos con furia y tirándolos a la basura. Pero los basureros no se los llevaron y la cinta flameó enredada en los yuyos hasta que hicieron el cordón cuneta.
Algo tiene que pasar, piensa y vigila la esquina. En el techo del garaje de enfrente aparece un gato: olfatea, levanta la cola y mea la pared; después, salta al pilar de la luz, baja, cruza sin apuro. Odia los gatos; elije una piedra del lugar en donde antes guardaban el auto. El cascote vuela por encima de la pared y rebota cerca del animal que se espanta.
Nadie en su calle ni en la esquina. Se sienta al lado del portón contra la pared de Betti y se abraza las piernas; la frente le humedece las rodillas. La cabeza le ha quedado al sol y levanta las manos, juega con la luz hasta que le duelen los ojos. Desde el lado del puerto vienen nubes gordas: una es una tortuga, el caparazón como un globo blanco y la panza gris; pierde las patas rápidamente y se convierte en caracol. Escucha el chirriar de una bicicleta. Cada vez más cerca. Tal vez sea Luis que regresa a buscarlo. Se levanta de un salto y mira por la abertura, pero se movió demasiado rápido y se marea. La esquina se le va llenando de motas brillantes: por segundos oye como si tuviera la cabeza metida dentro de un balde. Aprieta los párpados, los abre: no es Luis, sino un viejo que no conoce, y lo putea. También ha visto al camión grande que viene. El viejo pedalea lento, como cansado; le falta poco para terminar de cruzar la bocacalle cuando el camión comienza a doblar con una maniobra amplia, como si el chofer hubiese estado distraído y reaccionara tarde. Él queda hipnotizado porque adivina la trayectoria del acoplado, mientras la bicicleta desaparece de su vista. Entonces, pasa: el acoplado se desplaza por donde segundos antes iba el ciclista, las ruedas del costado suben y bajan el cordón de la esquina y la carga cubierta con lonas que se bambolea. Al crujido metálico lo oye cuando el acoplado ha desaparecido también; después, una frenada larga, demorada y un silencio que lo deja sin respiración hasta que empiezan los gritos. Corre a su pieza, se acurruca en la cama y se tapa los oídos. Respira rápido en la oscuridad -los ojos fijos-, recuerda a su padre, el único que decía que él no es un chico malo realmente.

Mónica Ortelli

Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

viernes, 8 de junio de 2012

Proveedor Gourmet - Mónica Ortelli


¡Miren! ¡Allá está! ¡El criadero natural más grande por estos lugares! Tiene razón Xlumi Tis; él sabe porque estudia los ciclos y la demanda del mercado. Por algo es de los mejores chefs de Xlovadi. Dice que nunca habrá problemas de abastecimiento si se respetan los tiempos de las especies. Y que no hay que temer, aunque los precios se encarezcan por el flete (si sabré yo lo que cuesta llegar hasta acá), porque la buena materia prima se paga bien.
Recuerden: el tour únicamente incluye el traslado y la degustación. Por el modo de recolección no pregunten; es secreto profesional. Sólo les digo que perfeccionarlo llevó mucho tiempo. Éstas son piezas muy pequeñas, frágiles, y deben llegar en perfectas condiciones. No trabajo a granel. Tomo la precaución de empacar por variedad y tamaño y eso facilita el trabajo en las cocinas.
La preparación correcta enaltece a un cocinero, eleva al restaurante a una categoría superior. Pero, el sabor, la consistencia de las fibras se alteran sin remedio si se desconocen los procedimientos correctos. ¡Si habré visto reputaciones arruinados por la elección de una variedad equivocada o un punto de cocción inadecuado! Ahora, ¡qué manjar de los dioses cuando están bien preparados!
Como sibarita prefiero lo sencillo, lo simple: a mí me gustan fritos. Los cocino yo mismo. Uso variedades mixtas —para este tipo de cocción importa sólo el tamaño—. Descarto las piezas pequeñas por desabridas y las muy grandes, por la grasa. Elijo las medianas —alcanzan el grado justo de crocantez y dulzor—. ¡Jamás usen grasa de samú! Sólo aceites neutros como calenis o tercure. Y no hay que vacilar; que los chilliditos y las contorsiones no los amilanen. Son simples movimientos reflejos. Tampoco se deben pinchar porque pierden jugo: hay que tomarlos firmemente con una pinza y cocinarlos apenas dos segundos. Es todo. Sí pongan especial atención a la temperatura del aceite. Nunca debe superar los 170 -175º Tun porque si no, los humanos se achicharran.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
La autora: Mónica Ortelli

viernes, 25 de noviembre de 2011

La gata - Mónica Ortelli


No sé por qué me puse a cortarle la carne a la gata. No lo había pensado antes, pero por ahí fue a propósito; o, quizá, porque como tenía el cuchillo en la mano, ella se había puesto a maullar y no me dejaba caminar. Alcira llegó justo cuando le daba a probar unos pedacitos. Me dio bronca que entrara sin llamar, aunque la vieja no tenía la culpa -Ernesto siempre deja la puerta abierta-.
— ¿Qué te pasó en la frente? —preguntó.
—Nada.
—Nada —repitió ella—. Algún día no contás más el cuento vos.
—Perdé cuidado —le dije, y volví a cortar. Todavía me temblaba un poco la mano y sentí que me tajaba un dedo. Justo en la coyuntura del pulgar. La misma sensación que cuando corté un tendón en la carne, sólo que me agarró como una electricidad fría. Pero no me sangró enseguida, debe haber sido porque tenía las manos heladas.
— ¿Comiste?
—Temprano— le mentí. Y le tiré a la gata más tiritas de carne.
—Así me gusta —movió la cabeza—. Pensá que ahora tenés que comer por dos.
Me empezó a sangrar el tajo. La sangre corrió por los pliegues del nudillo y manchó la carne. Yo siempre le corto finito a la gata para que coma rápido y se vaya porque Ernesto la saca a patadas cuando la ve adentro, pero entonces se los tiré como estaban, medio grandes, mezclados con mi sangre y todo.
— ¿Le encontraste la cría ya? —preguntó, mirando a la gata que lamía los últimos pedazos antes de masticarlos.
—Todavía no.
—Apuráte, si esperás más no te vas a animar a ahogarlos —aconsejó.
—No importa...
—Ja. No importa…, sí, tenés razón… Decile al Ernesto, a ver qué pasa —se burló—. Sabés… estás rara hoy… ¿Será la preñez, che?
La gata se había devorado todo y olisqueaba el aire.
—¿Necesitás que te traiga algo?—dijo la vieja, ya saliendo.
—Me arreglo con lo que tengo —negué con la cabeza.
Apenas se fue puse la tranca y limpié el cuchillo otra vez. El dedo me ardía por el detergente. Vi a la gata ir hacia la pieza.
— ¡Ahí adentro no! —grité, pero ya se había metido.
Cuando corrí la cortina, lamía el charco oscuro en el piso.

Tomado del blog http://nivaranicuchillo.blogspot.com/

domingo, 13 de noviembre de 2011

Pequeños cocodrilos - Mónica Ortelli


Un gatito maullaba lastimosamente en el patio trasero entre la casa y el arroyo. Como el maullido parecía provenir debajo tierra, pensamos que estaría atascado en algún lugar y lo empezamos a buscar. Desarmamos una pila de leña; movimos las chapas para contención en las crecidas; nos asomamos al viejo pozo seco; recorrimos la franja entre los tamariscos de la orilla y los álamos donde el pasto estaba alto. Nada. El gato no estaba en ningún lado. Para ese entonces había llegado la madre: la Nena, como la llamábamos. Estaba flaquísima –tantos hijos la iban consumiendo poco a poco- , le colgaban las mamas, y como había comido en abundancia -lo hacía cada vez que íbamos- , parecía preñada otra vez. La gata escuchaba el maullido ya que orientaba las orejas en el preciso momento, pero no se mostraba inquieta, al menos nos daba esa impresión. “Buscá al gatito, che”, ordenaste cariñosamente, pero La Nena siguió lavándose y relamiéndose satisfecha por el hígado de vaca que le habíamos dado un rato antes.
A pesar de su tranquilidad, a mí se me estrujaba el corazón. No tendríamos mucho tiempo más para buscarlo porque pronto se ocultaría el sol y deberíamos regresar a la ciudad.
“Me voy a meter en el arroyo antes de que se vaya la luz,”dijiste. “Tal vez esté atorado en alguna rama o pozo que no podemos ver desde acá”.Y fuiste hasta el muelle de madera, te sacaste zapatos y medias, arremangaste los pantalones a la rodilla y bajaste a inspeccionar la orilla desde el agua. Por arriba, entre tamariscos y álamos, yo te seguía con la esperanza de ver salir al gato desde esa espesura de troncos y ramas, para reunirse con los otros cuatro, el resto de la camada, que estaban escondidos bajo el nicho de la bomba de agua. Ya habíamos empezado a traerles leche con pan, pero ellos, ariscos, no comían sino hasta que nos íbamos. A mí me gustaba verlos todos juntos, apretados como la gran bola de pelos que eran, y con la madre cerca; creía que si los dejaba así al irme, nada les pasaría. Para eso trazaba un círculo imaginario alrededor de ellos, la línea mágica que los protegería durante mi ausencia. Aunque por entonces probablemente yo desconocía el significado de la palabra, se trataba de una cábala, o una especie de conjuro de protección para los gatitos, pero sobre todo, creo, era un reaseguro de tranquilidad para mí, ya que si alguna vez, en la noche, pensaba en ellos, recordaría que había hecho lo que debía y ellos estarían a salvo. Por eso, aquella tarde, la ausencia de uno de los gatitos desbarataba mi mundo.
— ¿Lo ves? —preguntaba ansiosa. Hacía ya un buen rato que el gato no maullaba. Tus respuestas –los no- resonaban entre las márgenes del arroyo como resonaban los crujidos de las ramas y yo estaba cada vez más angustiada. Vos ibas por la izquierda del cauce, -la menos profunda, pero de borde más elevado- y a mí me resultaba imposible verte por la vegetación; por eso sólo escuché dos suaves chapuzones, como si hubiesen caído dos piedras en la profundidad, y a continuación tus gritos.
— ¡Mi Dios! ¡¿Qué es esto?! —sonabas alarmado.
— ¿Qué pasa? ¿Lo viste? —pregunté convencida de algo malo que le había pasado al gato
—¡Esperá! ¡Esperá! —gritabas vos, y yo escuchaba como si estuvieras revolviendo el agua con una rama.
—¿Qué pasó? Más de una vez lo pregunté mientras corría hacia el muelle y vos regresabas chapoteando rápidamente por el lecho arenoso. Traías esa expresión entre risueña y azorada que con los años te volví a ver en especiales ocasiones.
—¡No te imaginás lo que vi! ¡Acá pasa algo raro! —.Te reías.
—¿Qué? ¿Qué había? —repetí yo.
—¡Dos cocodrilos chiquitos! —tus manos grandes separadas unos veinte centímetros— ¡Así de largos!
—¡Ja! ¡Estás loco! Solté la risa.
—¡Te lo juro! —te pusiste serio y me miraste fijamente— ¡Por lo que más quieras!
—¿Me estás haciendo un chiste, no? ¿Cómo va a haber cocodrilos acá? ¡Andá a saber qué viste…!
—¡Eran cocodrilos! ¡Creéme!
—¿De ese tamaño?
—Deben ser crías…, o podría tratarse de una especie desconocida…
—¿Y adónde estaban? ¿Qué hacían?
—En la arena, sobre esta orilla. Cuando me vieron –deben haberme visto- se lanzaron al agua y desaparecieron. Rapidísimos ¿No oíste el ruido? —resultaban tan convincentes tus palabras.
—¿No serían lagartijas? —yo me resistía.
—¿Desde cuando las lagartijas tienen la boca alargada como una espátula y con muchos dientes afilados? ¿Alguna vez viste lagartijas así? ¿Con un enorme ojo amarillo en cada lado? —me increpabas como enojado—. Además, las lagartijas son verdes y éstos eran moteados: la panza blanca y el dorso oscuro y moteado hasta la cola. Una cola gruesa, no delgada como un piolín.
No supe qué decir, pero entre creer y no creer que hubiera cocodrilos al sur de la provincia de Buenos Aires –y en la quinta y en un arroyito como el Napostá-, me dio por preguntar ciertamente compungida:
—¿Vos creés que se comieron al gatito? Yo todavía no había cumplido doce, y si bien hacía rato me tratabas como adulta, mi pregunta debió poner las cosas en perspectiva, porque se te enterneció la cara y me abrazaste.
—¡Ah, no! ¡Eso no es posible! —hablabas con seguridad— ¡Son demasiado chiquitos para comerse un gato! Al menos por ahora…
Supongo que la firmeza de tus palabras debió tranquilarme, y entonces seguí interrogándote acerca de los nuevos habitantes del arroyo.
¿Los viste caminar? ¿Eran rápidos? ¿Y los ojos? ¿De dónde habrán salido? ¿Habría una madre grande dando vueltas por allí? ¿Cómo habría llegado? ¿El quintero Nicolás habrá visto algo? ¿Nunca te dijo nada? ¿Le habrá comido alguna oveja a Federico?
Algunas preguntas, a tu modo, las respondiste mientras guardábamos las herramientas y cerrábamos la casa; otras, durante el viaje de regreso. Porque cuando el sol ya se había puesto y con la última luz nos subíamos al jeep, vimos a la gata trepar al olmo hasta la bifurcación del tronco y llamar al gatito. Él respondió desde una de las ramas más altas, donde aún llegaba el reflejo rojizo del atardecer, y comenzó a descender.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

martes, 18 de octubre de 2011

Insomne – Mónica Ortelli


De tanto en tanto sucede que, involuntariamente, despierto a la gárgola de Saint Gervais: varios pestañeos y suspiros coordinados, y ya está ella abriendo los ojitos y desplegando alas. Se anima en la noche y emprende vuelo sobre la Rue des Barres hacia mi tejado. Para ese entonces, y aún ignorante de su osadía, yazgo en mi cama intentando dormir.
Torpe, desprolija -entumecida quizá-, la delatan sus pezuñas en las tejas cuando llega. Irremediablemente insomne, oigo sus pasos arriba, mientras elige el lugar donde sentarse; pretenciosa en más de un sentido (se horroriza de las canaletas simples), escoge sólo las molduras que dibujan encajes en la piedra.
Yo, que hace tiempo me prometí mudarme a un barrio sin iglesias, de improviso, recuerdo que son mis juramentos vanos los que la convocan. Y la percibo paciente, con las orejas ansiosas por escuchar culpas. Entonces sonrío bajo la sábana y comienzo a recitar mis faltas. Invento pecados y pesares, prometo comenzar a cumplir mis promesas so pena de suplicio. Sé que eso la contenta porque al rato se ha marchado.
Finalmente vuelvo a intentar dormirme, sin saber qué hacer con el rosario que me dio por penitencia, y decidida a salir a buscar nueva habitación por la mañana.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

domingo, 10 de julio de 2011

Un fuerte olor a podrido - Mónica Ortelli & Sergio Gaut vel Hartman


Es terrible no sentirse limpio, se dijo. Lo obsesionaban todas las cosas que podían convertirlo en un ser inmundo: las bacterias, las liendres, los nanoseres microscópicos que las compañías de alimentos siembran en las viandas para controlar a las personas desde el comienzo de la liberalización productiva. Soy un descuidado montón de piezas indebidamente esterilizadas, casi cien kilos de materia contaminada; una criatura febril y sucia al mismo tiempo, repitió en voz alta, como si el escucharse fuera a calmar esa desmedida angustia que le oprimía el pecho. Pero era inútil. Era un fóbico. La banda azul que tenía tatuada en la muñeca lo dictaminaba y todos lo consideraban peligroso. Su metabolismo segregaba una finísima aspersión que contagiaba al resto en los momentos críticos. Nadie quería un fóbico cerca, sobre todo cuando estaban en medio del proceso de destazamiento -era una tarea minuciosa-; él lo sabía y trataba de controlarse, aunque a veces le resultaba difícil cuando algún cadáver se movía por efecto de los gases o de las contracciones musculares. Que el hombre se alimente del hombre es una comunión, se consolaba en esos momentos.

martes, 17 de mayo de 2011

El niño en la vereda - Mónica Ortelli


Cuando llegó mi marido le dije que había un niño en la sala y que debíamos llevarlo hasta su casa; él miró hacia donde estaba el nene y con gesto resignado tomó las llaves del auto otra vez. Cubrí al niño con mi chal negro porque el viento estaba helado y lo senté adelante sobre mi falda.
—¿Adónde vamos? —preguntó mi marido.
—Almafuerte nueve ocho nueve —indiqué—. Es asombroso que siendo tan chiquito sepa su dirección, ¿no te parece?
—Cada vez son más avispados los chicos…—asintió, y me echó una mirada mientras yo le acariciaba la cabecita al nene, cuidando de no tocar la sutura en el cuero cabelludo.
Fuimos por la avenida que ya comenzaba a encenderse a esa hora de la tarde. El niño iba erguido pegado a la ventanilla y parecía disfrutar de las luminarias.
—¿Dónde estaba? —preguntó mi marido.
Como si el niño fuera sordo susurré estúpidamente:
—En la vereda de la guardia del hospital: la madre me pidió que lo cuidara mientras hacía los trámites del seguro por el accidente en el colectivo.
El niño me miró y señaló con su dedito el enorme cartel de la Coca con el oso polar. Le sonreí; siguió observándolo hasta que no pudo más y, al volver la cabeza, la gasita yodada que sujetaba los puntos se bamboleó y desprendió ese olor metálico que aborrezco.
En 9 de Julio, el alumbrado aún no se había encendido; el nene fue señalando con el dedo y contó: uno verde, dos verde, tres verde. Le hice un galope con las piernas para animarlo, entonces se reclinó sobre mi pecho y se llevó el dedito a la boca, avergonzado.
Mientras esperábamos el semáforo en Roca, se apagó la luz en la calle y el nene no volvió a moverse.
A la altura del mil cien mi marido dobló, condujo una cuadra más y volvió a doblar. Había corte de luz en el barrio.
—Es acá —indicó, y estacionó frente a unos departamentos en planta baja—. Andá, te espero.
Abrí la puerta del coche y, mientras lo arropaba, le dije al nene que saludara a mi marido y le hizo adiós con la mano, la misma manita que le tomé cuando entramos al pasillo ancho y largo que separaba las hileras de viviendas.
—¿Cuál es tu casa? —le pregunté. Y el nene señaló hacia el fondo donde había una luz de emergencia encendida.
Empezamos a caminar por la vereda a lo largo de un cantero aún sin plantas; íbamos con cuidado porque ya había oscurecido, muchas persianas estaban bajas y en las pocas ventanas abiertas la luz era muy débil. Casi a la mitad del recorrido, el niño comenzó a llorisquear.
—Ya llegamos, querido —le dije, e intenté apretarle la manita para consolarlo, pero se soltó y sorpresivamente salió disparado.
— ¡Cuidado que te caés! —grité, mas no hizo caso: corrió unos cuantos metros antes de tropezar. El chal que se había ido desprendiendo durante la carrera, ondeó de manera extraña por el viento y le cayó encima: lo cubrió completamente. Por unos segundos me causó gracia que quedara así, pero enseguida me apuré porque debía estar asustado. Fue extraño que no se moviera; había visto que apoyaba las manos, estaba casi segura de que no se había hecho daño. Pero entonces me acordé de su herida en la cabeza, y corrí. Me incliné y cuando extendía los brazos para alzarlo, con pavor, me di cuenta de que no había niño debajo, sólo mi chal tirado en la vereda.
Subí al auto jadeante, alelada, pero mi marido no preguntó.
Antes de regresar, dimos muchas vueltas por el parque. El viento soplaba aún más fuerte, pero allí había luz; igual que en el hospital, cuando llegamos.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

sábado, 7 de mayo de 2011

El llamador de vientos – Mónica Ortelli


Juega con la valva como si fuera una moneda. Es una de esas chata, lisa y dura de color gris nacarado. Le hizo un agujero perfecto cerca de la charnela, en el punto que no resiste el golpe de clavo y martillo; así podrá engarzarla junto a las otras.
La valva se desliza lentamente hacia delante y atrás por el dorso de sus dedos y ella se asombra por conservar, todavía, la flexibilidad. No sabe por qué se ha puesto a jugar precisamente en aquel momento. Será porque no ha hecho un llamador en mucho tiempo y necesita el prólogo: una aproximación a los elementos, al diseño.
El lugar donde lo colgará es muy ventoso: sonará día y noche. Extraña esa música.
Recuerda la vez que su madre le enseñó a hacer un nuevo cordel.
“Hagamos una trenza con dos hilos”.
“No es posible. Las trenzas se hacen con tres, se va a desarmar”
No sólo existía una trenza de dos hilos, sino que no se desarmaba. Un cordel prieto, retorcido, ideal para las tapas pesadas, cóncavas y rugosas de las ostras. Siete trenzas largas para cinco líneas de valvas, hicieron. Una escultura de sonido grave y movimiento aletargado.
El que tiene en mente ahora es uno pequeño, liviano. Valvas silíceas redondas, como la que tiene en la mano. De las que tintinean como campanitas y abundan en esa playa. Hilos: sólo tres, simples. Que dure lo que dure. Las trenzas de dos hebras se hacen de a dos, igual que los llamadores grandes.



Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

lunes, 25 de abril de 2011

Pueblo chico - Mónica Ortelli



En este lugar nos conocemos todos y eso, en cierto modo, facilita las cosas. De ahí que no me importara declarar ante la fiscal del distrito (una muchacha preciosa): en la sala, ella era la única extraña. Durante la indagatoria imaginaba su vientre nacarado ondulando bajo mi peso; me cambió el ánimo... Estaba interesada en cuando fui monaguillo y le dije que a mí el cura nunca me había tocado, que jamás había escuchado que le hubiera pasado a otros. Lo mismo aseguraron Sper, el comisario inspector; Toño, el de la Marítima y el editor del ‘Pregón del mar,’ entre los de aquella época.Más tarde, algunos de nosotros estábamos en “The Avengers” tomando unas copas cuando aparecieron el abogado Ferroni y la fiscal y se sentaron a nuestra mesa (sentí que tocaba el cielo). Resultó que habían estudiado juntos y Ferroni y su mujer la hospedaban en su casa. El tema fue inevitable. Después de lo de la mañana, supusimos que la investigación del crimen iría al frío. Ferroni coincidió con nosotros. Ella, con elegante discreción sólo confirmó lo que decía el periódico: sin móvil claro ni sospechosos. Agregó que no estaban seguros de cuál fue el objeto punzante, dicho de un modo que me alteró la respiración.Después, hablamos de otras cosas y la balanza se inclinó para mi lado. Es una muchacha sencilla. Nació en un pueblo como este, en la sierra; los estudios los pagó trabajando y, por ahora, está casada sólo con su trabajo. ¡Vaya suerte!La invité a navegar y aceptó. En este momento de mi vida siento que puedo lograr lo que me proponga: sólo deseo hacer las cosas bien. Ferroni y su mujer nos acompañarán. Le mostraremos los mejores lugares de la bahía. Quiero que salga perfecto. Ya tengo casi todo listo abordo, sólo me falta reponer el pica-hielos para preparar los tragos.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

martes, 19 de abril de 2011

El Escandinavo y la Panacea - Mónica Ortelli


I
Al hombre que soñaba no le veía la cara, pero sabía que era yo mismo. Sólo que a él le decían el escandinavo. Tal vez fuese de allí, donde sea esté ese lugar. Él tapaba cajas muy grandes. Le costaba su esfuerzo y un cansancio extremo que cuando le acometía lo dormía ahí mismo. En esos momentos, el escandinavo hablaba. Preguntaba si hacía un buen trabajo. Yo no me había fijado, como él insistía miré. Algunas tapas estaban mal calzadas. Óptimo no, dije. Pero él seguía preguntando una y otra vez. No escuchaba. Al final me callé y él hizo lo mismo. Después pasaron cosas. No recuerdo qué. Así son los sueños.
II
Al escandinavo le deshacían el trabajo mientras dormía. Al despertar volvía a lo suyo. Luego dormía de nuevo. En su trance preguntaba quién era el culpable. Me aposté para averiguarlo. Fui el único entre los del sueño.
Dos tapas se movieron y sendos nubios altos salieron de las cajas. Ellos destaparon otras dos; aparecieron una mujer y otro hombre en trajes de jade. Nunca pensé que hubiera alguien adentro de las cajas. Después pasaron cosas. No le conté al escandinavo porque no escuchaba.
III
Cuando llegué, él, dormido, repetía hasta cuándo. Supe a qué se refería porque las cajas estaban tapadas. Me dio pena. Pregunté a otro de los del sueño qué hacer.
—Saquemos el jade de la boca de los nubios —dijo. Sabía lo que hablaba. Después quitamos los trajes al hombre y la mujer. Tapamos todas las cajas.
Va tiempo que nadie las destapa. El escandinavo duerme solamente. Puse jade en su boca aunque él no esté dentro de una caja. Ya no pasan cosas. Sólo los del sueño andamos por acá.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

domingo, 17 de abril de 2011

Entretenerse – Mónica Ortelli


Temprano, el Duque avisó que había autorización y quién sería el candidato. Eso levantó un poco el ánimo. De tanto en tanto venía bien un poco de acción, si no las guardias se hacían muy largas. No hizo falta coordinar las tareas.
Después de cenar cuando se juntaron en el predio, el encapuchado ya estaba de espaldas contra el paredón. En calzoncillo y camiseta, así se veía mejor. Con un tono acorde a las circunstancias, el Gaucho le informó que debido a una disposición interna debían mantenerle la venda sobre los ojos, aunque si él quería podían desatarle las manos. El tipo, temblando, estuvo de acuerdo.
Jiménez dio las órdenes y los otros prepararon, apuntaron y dispararon al unísono un proyectil cada uno. El condenado se sacudió al tiempo que llevaba los puños al pecho y caía de costado.
A algunos, las carcajadas los doblaron en dos al verlo boquear y patalear todavía, en el piso. No fallaba: cómo se la creían, cuando en realidad las balas se clavaban en la pared, a un metro por encima de la cabeza.
El que había levantado las apuestas fue el encargado de corroborar si el prisionero se había cagado encima. Lo inspeccionó, lo pateó, lo auscultó.
¡No ganó nadie! —gritó— ¡Que se muera no vale! ¿Qué hacemos? ¿Tenemos tiempo para otro o dejamos la guita en el pozo?


Tomado del blog  Ni vara ni cuchillo

sábado, 9 de abril de 2011

Por las dudas – Mónica Ortelli


En varias ocasiones, camino al trabajo, saludé a una viejita achacosa en una casa del barrio. Coincidí con la dueña –una mujer algo afectada- en la cola del súper.
—Vi a su mamá —le dije.
—Qué raro…, si nunca sale de Montevideo —comentó extrañada.
—¡Ah…perdón! —exclamé, sintiéndome una entrometida—. Como la señora estaba en su jardín…
—No sé —murmuró intrigante— ¿En mi jardín? ¿Y qué hacía?
—Se entretenía con las plantas.
—¡Con razón aparecen las flores descabezadas! ¡Una pena, mire! Supuse que era un ácaro. Pero, oiga —se llevó una mano al pecho— ¿era muy vieja, la mujer?
—Sí, y flaquita también. A veces está sentada.
—¿Cómo? ¿La vio más de una vez?
—Sí, sí…
Puso los ojos en blanco y los cerró por segundos.
—Hágame un favor ¿quiere? —un hilito, su voz— La próxima, pregúntele su nombre. Si se llama Cata ¡es ella!
—¿Quién?
—¡Mi suegra!
—¿Por qué no se lo pregunta usted?
—Si la viera, lo haría.
—¿No la ve?
—Sólo en la foto de la lápida, querida.
Eventualmente, la vieja me sigue saludando. Pero yo no pregunto.

sábado, 20 de noviembre de 2010

El niño en la vereda - Mónica Ortelli


Cuando llegó mi marido le dije que había un niño en la sala y que debíamos llevarlo hasta su casa; él miró hacia donde estaba el nene y con gesto resignado tomó las llaves del auto otra vez. Cubrí al niño con mi chal negro porque el viento estaba helado y lo senté adelante sobre mi falda.
—¿Adónde vamos? —preguntó mi marido.
—Almafuerte nueve ocho nueve —indiqué—. Es asombroso que siendo tan chiquito sepa su dirección, ¿no te parece?
—Cada vez son más avispados los chicos… —asintió, y me echó una mirada mientras yo le acariciaba la cabecita al nene, cuidando de no tocar la sutura en el cuero cabelludo.
Fuimos por la avenida que ya comenzaba a encenderse a esa hora de la tarde. El niño iba erguido pegado a la ventanilla y parecía disfrutar de las luminarias.
—¿Dónde estaba? —preguntó mi marido.
Como si el niño fuera sordo susurré estúpidamente:
—En la vereda de la guardia del hospital: la madre me pidió que lo cuidara mientras hacía los trámites del seguro por el accidente en el colectivo.
El niño me miró y señaló con su dedito el enorme cartel de la Coca con el oso polar. Le sonreí; siguió observándolo hasta que no pudo más y, al volver la cabeza, la gasita yodada que sujetaba los puntos se bamboleó y desprendió ese olor metálico que aborrezco.
En 9 de Julio, el alumbrado aún no se había encendido; el nene fue señalando con el dedo y contó: uno verde, dos verde, tres verde. Le hice un galope con las piernas para animarlo, entonces se reclinó sobre mi pecho y se llevó el dedito a la boca, avergonzado.
Mientras esperábamos el semáforo en Roca, se apagó la luz en la calle y el nene no volvió a moverse.
A la altura del mil cien mi marido dobló, condujo una cuadra más y volvió a doblar. Había corte de luz en el barrio.
—Es acá —indicó, y estacionó frente a unos departamentos en planta baja—. Andá, te espero.
Abrí la puerta del coche y, mientras lo arropaba, le dije al nene que saludara a mi marido y le hizo adiós con la mano, la misma manita que le tomé cuando entramos al pasillo ancho y largo que separaba las hileras de viviendas.
—¿Cuál es tu casa? —le pregunté. Y el nene señaló hacia el fondo donde había una luz de emergencia encendida.
Empezamos a caminar por la vereda a lo largo de un cantero aún sin plantas; íbamos con cuidado porque ya había oscurecido, muchas persianas estaban bajas y en las pocas ventanas abiertas la luz era muy débil. Casi a la mitad del recorrido, el niño comenzó a llorisquear.
—Ya llegamos, querido —le dije, e intenté apretarle la manita para consolarlo, pero se soltó y sorpresivamente salió disparado.
—¡Cuidado que te caés! —grité, mas no hizo caso: corrió unos cuantos metros antes de tropezar. El chal que se había ido desprendiendo durante la carrera, ondeó de manera extraña por el viento y le cayó encima: lo cubrió completamente. Por unos segundos me causó gracia que quedara así, pero enseguida me apuré porque debía estar asustado. Fue extraño que no se moviera; había visto que apoyaba las manos, estaba casi segura de que no se había hecho daño. Pero entonces me acordé de su herida en la cabeza, y corrí. Me incliné y cuando extendía los brazos para alzarlo, con pavor, me di cuenta de que no había niño debajo, sólo mi chal tirado en la vereda.
Subí al auto jadeante, alelada, pero mi marido no preguntó.
Antes de regresar, dimos muchas vueltas por el parque. El viento soplaba aún más fuerte, pero allí había luz; igual que en el hospital, cuando llegamos.


Tomado de: http://nivaranicuchillo.blogspot.com/