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viernes, 27 de abril de 2012

Cien golpes en la espalda – Héctor Gomis


Ahora mismo está a mi lado. Dulce y sumisa como un animalillo, siempre cariñosa, siempre dispuesta y complaciente. Me mira con sus grandes ojos verdes, y por momentos consigue que me olvide de todo. Eso lo hace muy bien, siempre ha sido así. Está sentada en el suelo, enroscada entre mis piernas y frotando su nariz contra mi rodilla. Sólo lleva unas pequeñas braguitas blancas. Desde mi posición puedo ver su elástico cuerpo adolescente. Veo como encoge y estira sus largas piernas, despacio, muy despacio. Veo como su respiración hace elevar y descender sus pequeños pechos, Veo su nuca sobre mis muslos, entregada a mí, dócil y vencida. Huele a aire fresco, a pelo limpio y a sexo. Me excita, lo hace hasta nublar mi entendimiento. Ella lo sabe. Lo sabe y lo utiliza contra mí.

He intentado alejarme de ella. Lo he intentado por todos los medios, pero siempre vuelvo a su lado. Dominado por el deseo, vencido por el sabor de su cuerpo. Hoy ha vuelto a hacerlo. Se presentó en mi casa de noche, con la ropa sucia y el pelo revuelto. Sus enormes ojos suplicaron mi perdón. No me dijo nada, no hacía falta. Había vuelto a traer la oscuridad a mi vida. Cuando me vio coger el cinturón, sonrió, se desnudó despacio y se humilló ante mí. A cuatro patas en el suelo, aguantó su castigo sin quejarse. Fui brutal como siempre. Descargue cien golpes en su espalda mientras le dedicaba los insultos más crueles. Fue brutal, brutal e inútil. Al terminar la dejé en el suelo. Enroscada como un gato. Inerte. Después me desnudé e hicimos el amor. Mientras yo lamía sus heridas, ella me juraba no volverlo a hacer. Por un momento la creí, o tal vez creí que la creía, o seguramente sabía que me engañaba, pero ya no me importaba. Ya ha dejado de importarme lo que haga. Por monstruoso que me pueda parecer, por abominable que sea lo que hace, la amo, o tal vez sólo la deseo, pero si es así, la deseo de una forma terrible. De una forma absorbente, ilógica, inhumana. A ella le ocurre lo mismo. Por eso se presta a mis estúpidos castigos. Por eso deja que engañe a mi conciencia con la ilusión de que puedo corregirla. Como si se pudiera borrar los impulsos de un animal, como si pudiera curarla a fuerza de golpes.

Ahora estoy acariciando su espalda. Mis dedos recorren las señales de su castigo. Ella ronronea. Sabe que ha vencido otra vez. Sabe que mañana volveré a dejarla entrar en mi casa, y que volveré castigarla por sus pecados, y que volveremos a hacer el amor como dos animales, ajenos a todo, envilecidos y salvajes. Y yo se que antes de que todo eso ocurra, ella volverá a matar, y la muerte de otro inocente caerá sobre mi conciencia. Lo volverá a hacer porque su instinto se lo ordena, y yo no haré nada para impedirlo, tan solo rezaré para que alguien le pare los pies y acabe con esta oscuridad que me envuelve.

sábado, 17 de diciembre de 2011

El ratón - Héctor Gomis


Teodoro era un ratón. Pequeño e inofensivo. Era tan fácil de lastimar que a nadie se le ocurría hacerlo. Era como esos jarrones delicados que no te atreves ni a rozarlos por miedo a que se rompan. Su fragilidad hizo que lo acogiéramos como a un niño abandonado. Era así la mascota del grupo, nuestro pequeño Teodoro.

No había tenido suerte en la vida. Sus padres murieron cuando él era un niño y desde entonces vivía con su abuela. Los estudios nunca se le dieron bien, así que acabó trabajando en la pequeña librería de su familia. Eso lo convirtió, para escarnio suyo y regocijo del resto, en un auténtico ratón de biblioteca.
A pesar nuestros esfuerzos, la desgracia perseguía al pobre ratón por donde quiera que estuviera. Su cuerpo era menudo y frágil, pero le bastaba para caminar por la vida, en cambio su mente, su increíble y fallido cerebro, le hacía subir a lo más alto, a un lugar donde nadie podía seguirlo, para luego lanzarlo a los abismos. Los médicos pusieron nombre a lo que le ocurría. Un nombre largo e incomprensible para mí. Diseccionaron su cerebro, lo abrieron como un melón y sólo encontraron pepitas. Definieron lo que le ocurría con una simple ecuación matemática. Fue una pobre labor la que hicieron con alguien tan especial. Yo, al contrario que ellos, pude ver en él algo más que una simple enfermedad. El ratón tenía momentos. Momentos oscuros en los que todo le aterraba, y otros momentos, blancos y sublimes, en donde entraba en un estado de gracia que lo hacía inmenso. Más grande que todos los demás. En esos momentos, que a veces eran pequeños instantes y en otras ocasiones días maravillosos e intensos, el ratón se convertía ante nuestros ojos en un caballo. Un magnífico ejemplar al que admirar en silencio. Entonces se mostraba en todo su esplendor, como un hermoso animal, único y perfecto. Y eran esos lapsos en los que todos nos agrupábamos en torno a Teodoro y paladeábamos su presencia. Daba igual lo que hiciera entonces, no importaba lo que dijera. Sereno, borracho o atiborrado de drogas, resplandecía ante todos, y un estremecimiento recorría la espalda del que estuviera a su lado. Fueron años mágicos los que pasé con él. En los que todo era posible. Cualquier idea descabellada la hacíamos realidad, cualquier mujer era nuestra, toda causa era ganada. No existía ningún impedimento para nuestros planes cuando Teodoro tenía su momento. Pero, tal como se dice, el fuego más vivo se apaga antes que el resto, y Teodoro, después de refulgir tan brillante, cedía su luz y viajaba a las tinieblas en apenas segundos. Y ahí se quedaba, en silencio y a oscuras esperando su próxima aparición.

Un día, cuando Teodoro tenía veintidós años, su fuego se apagó para no volver a prenderse nunca. Ahora mismo estará sentado en la mecedora de su abuela, rodeado de oscuridad y silencio, esperando en vano otro momento de gloria. Ya no es un ratón. Hace tiempo que mi amigo se convirtió en piedra.

Tomado de Un cuento a la semana

sábado, 24 de septiembre de 2011

La fiesta – Héctor Gomis


Yo tenía un gato gris, un delgado y elegante gato gris. Lo quería con locura, probablemente más que a la mayoría de las personas de mi entorno. Nunca le puse nombre, simplemente lo llamaba “gato”. Era el único gato en mi vida, así que no tenía que distinguirlo de otros. Así era, simplemente “gato”, el único gato en mi vida, ¿para qué ponerle nombre?
También tenía una mujer. Se llamaba Lucia, pero yo la llamaba guapa. La llamaba así porque era guapa, porque era guapa y porque era mía, como el gato.
Ni mi guapa ni mi gato eran míos en propiedad. Los dos eran míos porque querían serlo, como yo de ellos. Y dejarían de serlo cuando ellos quisieran. Si mi guapa quisiera dejar de serlo, cogería las maletas y me abandonaría dando un portazo, y si mi gato quisiera ser el gato de otro, o quizá el gato de nadie, simplemente saldría por la ventana y se iría sin despedirse, ese era nuestro trato, esa era toda mi vida.
Por lo demás, nada considerable poseía, algunos objetos inútiles, una sólida reputación que no me sirvió para nada de provecho, bastante dinero ahorrado que jamás disfruté, y un puñado de conocidos que nunca fueron más que eso, conocidos.
He descubierto en estos días que estoy desapareciendo. Tener consciencia de un hecho así te hace replantearte toda tu vida. He comprobado que realmente no voy a echar de menos demasiadas cosas, quizá lo más triste de esta situación es darme cuenta de que el noventa por ciento de mi vida me la podría haber ahorrado, reuniones con gente que detestaba, conversaciones absurdas, personas intrascendentes, sexo maquinal y aburrido con desconocidas, trabajos rutinarios…, tiempo perdido, irremediablemente perdido, estúpidamente perdido.
Desde que empecé a desaparecer hablo en pasado sobre los seres que quiero, aunque sigan aquí, a mi lado, ya los siento muy lejos. Los veo todos los días por casa, pasando junto a mí, hablándome, pero al mirarlos tengo la sensación de estar observando una antigua película casera. Ahora entiendo a mi madre cuando, al poco de morir mi padre, pasaba las horas con sus viejas fotos, evocando lo feliz que un día fue. A mi me ocurre lo mismo, no puedo reprimir las ganas de observar a Lucia. Disfruto de su presencia y al tiempo sufro cada vez que la veo, como un bello recuerdo que ya nunca volveré a vivir. Con mi gato es distinto, creo que ha sido el primero en darse cuenta de que ya no estoy con ellos. Hace días que no se me acerca, ni me lo encuentro en la puerta esperando mi llegada, ya no busca mi regazo cuando hace frío, ni acude a mis llamadas. Su actitud me duele, pero la entiendo, desde luego la prefiero a la de mi mujer, ella sigue empeñada en mantener mi presencia. Siempre fue una mujer muy obstinada y no se resiste a perderme, aunque de sobra sabe que eso ya es imposible, hace mucho que empecé a difuminarme y ahora soy una pálida imagen de lo que fui, en pocos días ya no quedará nada de mí, solo el triste muñeco que es mi envoltorio.
Con la perspectiva que da mi situación, he comprendido que cualquier intento por evitar mi desaparición es inútil, inútil y doloroso. Solo espero que mi mujer lo entienda más pronto que tarde y sea capaz de sobrellevarlo lo mejor posible. Yo ya lo he aceptado, con tristeza pero serenidad, y, al fin y al cabo, puedo estar orgulloso de algo, mi mujer nunca se fue dando un portazo, ni mi gato quiso ser el gato de nadie más, al menos eso lo hice bien.
Ahora solamente me queda una cosa por hacer, seguir el consejo que un viejo amigo me dio e irme antes de que acabe la fiesta, porque no hay nada más triste que ser el último en marcharse de una fiesta y ver que ya no queda nadie a tu alrededor.

Tomado del blog: Un cuento a la semana

lunes, 1 de agosto de 2011

La puerta verde - Héctor Gomis


Al personaje no lo conocemos aún. Se irá definiendo poco a poco ante nosotros. Sólo sabemos de él que se encuentra solo, en una habitación con poca luz. De su aspecto no se puede decir mucho. A través de las tinieblas de la estancia se percibe un cuerpo grande, debe de ser hombre. Un hombre corpulento, de más de metro noventa. Está inquieto, se mueve sin cesar de un lado a otro y murmura frases ininteligibles. Él no sabe de nuestra presencia, pero se le nota muy precavido, como si intuyera que no está solo. El personaje saca de su bolsillo un mechero y lo enciende. Con él recorre la habitación revisando cada detalle. La estancia es pequeña, apenas quince o veinte metros cuadrados, y, salvo por él, está completamente vacía. Las paredes están desnudas, ni cuadros, ni ventanas, solo una pequeña puerta verde rompe la monotonía de la sala. Esta se encuentra a quince centímetros del suelo y debe tener treinta centímetros de ancha y un metro de alta aproximadamente. Aunque lleva mucho tiempo encerrado allí, aún no ha intentado abrirla. No conocemos su grado de inteligencia, pero, por muy idiota que sea, debe saber que, aunque estrecha, la puerta es suficientemente grande como para que quepa por ella. También debe estar seguro de que es la única salida posible.
Ha pasado una hora y el personaje se sienta en el suelo. Ya ha recorrido cada centímetro de la habitación y ha revisado todas y cada una de las juntas de los ladrillos, también ha mirado con mucha atención las losas del suelo y las ha golpeado con los nudillos, se supone que para localizar alguna oquedad. No ha encontrado nada inusual. La estancia es sólida y maciza. El personaje se frota la cabeza con las manos y dirige la mirada hacia la pequeña puerta verde. Ahora se levanta. Avanza con largos pasos hacia ella y se detiene a escasos centímetros. Vuelve a prender el mechero y lo acerca a una rendija. Aproxima su cara y cierra el ojo izquierdo. Recorre todo el rectángulo de la puerta con la mirada fija en la pequeña línea de separación. Luego apaga el mechero y lo lanza contra el suelo mientras un grito de frustración sale de su garganta. Parece agotado. El personaje deja caer su cuerpo al suelo y se tiende boca arriba. Después comienza a reír. Una risa inquietante, desesperada. Desde luego, él debe saber algo que nosotros desconocemos, si no sería incomprensible que no hubiera salido de la habitación, ya que estar en ella sin duda le angustia. Ahora se tiende de lado. Llora. Llora un largo rato y luego se duerme.
Al despertar, el personaje se encuentra la estancia iluminada. Ahora podemos distinguir bien su rostro. Es un hombre joven y atractivo, pero está pálido y desaliñado. Por su aspecto podemos imaginar que lleva varios días con la misma ropa, y sus ojeras nos dicen que sufre una grave falta de descanso. Canturrea algo mientras mira al suelo y con sus manos realiza una extraña coreografía, parece una especie de juego infantil. Quizá, ante su desesperación, se está refugiando en una época pasada. Ahora canta más alto y se levanta, y sus movimientos se van haciendo más exagerados. Está bailando por toda la sala. De repente, la luz se apaga. La oscuridad encierra al personaje, y este se detiene y calla.
Ha tardado un rato en volver a la actividad. Junto con la luz parece que se marcharon sus fuerzas, y nada más oscurecerse todo, el personaje volvió a sentarse en silencio. Pero ahora se mueve. Se dirige a una esquina de la estancia. Está orinando contra la pared. El suelo de esa zona, encharcado y cubierto de heces, nos indica que es algo que lleva haciendo largo tiempo, días quizá. Si es así, el personaje debe de tener un miedo atroz a lo que se encuentra detrás de la puerta. Algo tan temible que mantiene atrapado a un hombre grande y fuerte como él.
Al volver caminando hacia el centro de la habitación se ha escuchado un ruido diferente en uno de sus pasos. El personaje se ha girado enseguida y se ha agachado. Está golpeando el suelo de esa sección. Efectivamente, parece que una de las losas suena de una manera distinta que las de su alrededor. Debió de pasársele por alto cuando revisó el piso anteriormente. El hombre acaba de sacar algo de su bolsillo. Parecen unas llaves. Las pasa por los bordes de la losa e intenta rascar el material de las juntas. Su respiración ha comenzado a acelerarse. Se le nota entusiasmado. Ahora mueve con mayor rapidez las llaves. El ruido que produce es desagradable, como el arañar de uñas sobre una pizarra. Parece que la piedra cede. La agarra con cuidado, la levanta y la deja a un lado. Lanza un "Jaaa" triunfal y comienza a excavar con los dedos.
Han pasado dos horas y el personaje se da por vencido. Apenas ha logrado sacar dos puñados de tierra en todo este tiempo. Debe de haberse encontrado con roca u hormigón y no pudo avanzar más. Se frota las doloridas manos y se mantiene en silencio. Así, quieto y callado, se queda durante un tiempo.
Mientras lo observamos, no podemos más que intentar imaginar que puede haber detrás de la puerta y el por qué de su rechazo a cruzarla. Nos es imposible actuar, ni comunicarnos con él. Tan solo nos está permitido espiar su comportamiento y elucubrar sobre sus intenciones. Lo que tenga que ocurrir pasará y nosotros no tendremos nada que ver en ello.
El personaje se ha desnudado. Deja todas sus pertenencias en el suelo cuidadosamente alineadas. Las revisa una a una y se mantiene pensativo unos instantes. Coge su pantalón y ata una de las perneras a la manga de la chaqueta, luego añade la camisa. Parece que está preparando una improvisada cuerda. Ahora mira hacia arriba. Lanza un extremo hacia el techo. Quiere engancharlo en una especie de cañería que sobresale. Al décimo intento lo consigue. Hace un nudo del extremo y comprueba estirando que la cuerda aguanta su peso. Con la otra punta, mientras se mantiene de puntillas, rodea su cuello y se la anuda. Da un salto y encoge las piernas al caer.
No sabemos si hubiera sido capaz de aguantar esa postura mucho rato, o si el miedo a la muerte le hubiera impedido consumar su suicidio. El hecho es que la cañería no soportó su peso más que un par de minutos y se partió en dos. El personaje se encuentra ahora tendido en el suelo, desnudo y con la camisa atada a su cuello. No se mueve. Sólo se oye su respiración.
Vuelve la luz. Gracias a ella, podemos distinguir con claridad su rostro. Algo en él ha cambiado. Tiene la mirada de quien se sabe vencido. Debe pensar, al igual que nosotros, que tarde o temprano tendrá que olvidar sus miedos y cruzar la pequeña puerta verde. Y detrás de ella, quien sabe, quizá le espera el mundo real.


Tomado de Un cuento a la semana.

viernes, 29 de abril de 2011

Las termópilas – Héctor Gomis


Recuerdo bien cuando mi padre me habló por primera vez de la batalla de las Termópilas. En el paso de las Termópilas, un puñado de guerreros espartanos se enfrentaron a un ejercito cuarenta veces superior. Lo hicieron con la certeza de su fracaso, pero con la convicción de que debían hacerlo. Los espartanos conocían de antemano lo imposible de su misión y asumieron su destino con entereza. Fue una batalla perdida antes de comenzar, un grupo de hombres embistiendo de cabeza contra un muro sin ninguna esperanza de moverlo.

Aquel día escuché por primera vez la palabra héroe, y desde entonces cada vez que la escucho recuerdo a aquellos hombres.

Mi abuelo lleva dos años intentando escribir un libro con sus memorias. Mi abuelo no es una persona famosa, ni influyente, ni importante para el resto del mundo. Sólo es una persona más, un anciano que desea dejar una huella en los que le rodean antes de desaparecer.
Decidió escribir su historia el mismo día que el médico le anunció que estaba perdiendo la memoria. Desde entonces, luchando contra las lagunas de su mente y la escasa fuerza de sus manos, intenta llenar páginas con retazos de sus dispersos recuerdos.
Hemos intentado ayudarle de todas las maneras posibles, transcribiendo sus cuadernos, grabando su voz, ordenando sus notas, pero todo ha sido en vano.
Seguramente debió empezar antes, antes de que las fuerzas le fallaran y de que su memoria se perdiera entre brumas. Ahora los recuerdos van y vienen por su mente como las olas en el mar.
A veces me siento a su lado e intento seguir el hilo de sus historias, pero en su cabeza se entrelazan unas con otras, convirtiéndose en una maraña de fechas y nombres imposible de seguir. Soy consciente de que nunca podrá acabar sus memorias, es una tarea imposible. Él también lo sabe.

Mi abuelo intenta escribir sus memorias, lo hace con la certeza de su fracaso, pero con la convicción de que debe hacerlo. Conoce de antemano lo imposible de su misión y asume su destino con entereza. Es una batalla perdida antes de comenzar, un hombre embistiendo de cabeza contra un muro sin ninguna esperanza de moverlo.

Ahora, cada vez que escucho aquella vieja historia de espartanos y persas, no puedo evitar acordarme de mi abuelo.


Tomado de: http://uncuentoalasemana.blogspot.com

sábado, 29 de enero de 2011

Mamá quiero ser una estrella del rock - Héctor Gómis



Mamá quiero ser una estrella del rock. Quiero subirme a las barbas de la vida y estirar de ellas con fuerza. Quiero mostrarme ante masas enfervorecidas y provocar su locura. Deseo ser grande, más que la vida, aunque sea durante apenas un segundo. No pido ser un artista, no busco trascender, ni crear nada, ni conectar con nadie. Sólo quiero triunfar, lucir por un momento y saber qué se siente siendo un Dios, y ser entronizado, y gozar del sexo más salvaje con quiceañeras encocadas, y provocar desmayos, y destrozar hoteles. No te pido mucho, mamá, sólo dame eso. Concédemelo y seré feliz. Quiero que mi cuerpo se infle con drogas y alcohol, y me haga volar, y que el resto me mire desde abajo. Y que me adoren, y que me odien, y que me besen y que me escupan después de haberme besado, y que el mundo se rinda a mis pies, y que saquen la foto de mi culo en la portada de una revista. Sólo pido eso mamá. No te cuesta nada conseguirlo para mí. Quiero romper guitarras contra el suelo, y que griten a mi paso, y que me concedan todos los deseos, y volverme imbécil, y olvidarme de quien soy. Y poder maltratar a quien me rodee, y que aún así me sigan amando, o incluso me amen aún más. Quiero ser un enviado del diablo y lograr que miles me sigan, y que nos llamen legión. Quiero coleccionar virgos, y traficar con vidas ajenas, que todos mis caprichos se cumplan en el acto, y que al tiempo cualquier lujo me aburra. No tiene que ser tan difícil mamá. Tú puedes hacerlo para mí. Haz que sea una estrella del rock, y que todos me miren desde abajo y deseen estar en mi lugar. Haz que mi vida sea una montaña rusa. Busca un punto lo más alto posible y lánzame hacia allí. Tú haz sólo eso, dame el impulso, que yo me ocuparé del resto. Yo me encargaré de la caída y de dejarte un bonito cadáver.


Tomado de Un cuento a la semana

martes, 21 de septiembre de 2010

Mi hobby – Héctor Gomis


Siempre procuro empezar despacio, sutilmente. Lo más importante es que no se note el veneno, hay que introducirlo poco a poco, sin que la victima descubra su destino hasta que ya sea demasiado tarde. En ese momento es cuando me descubro, enseño mi verdadera cara y me deleito con el terror pintado en sus ojos. Normalmente no reaccionan, tardan demasiado en asimilar su situación, y cuando lo hacen ya es irremediable, Sus caras se contraen formando una mueca muy divertida, sus pupilas se dilatan, los labios tornan su color a un azul pálido, y luego, poco a poco, puedo observar como se les escapa la vida. Algunos se mean encima, eso no me gusta, rompe la magia del momento, pero ya he aprendido a ignorarlo. Lo importante es quedarse con esa última imagen, el momento justo en que se traspasa la puerta y se apaga la vida. Ese es el momento que no hay que perderse, si no todo lo demás pierde el sentido.
Hace tiempo que distraigo mi aburrida vida con esta ocupación, y me ha procurado grandes momentos de placer. No se que hubiera hecho sin mi pequeño divertimento, seguramente me habría vuelto loco. Y lo más extraño es que todavía no se por qué lo hago, al principio creía que tenía un significado, un fin, pero realmente sólo es algo que me distrae. Todavía no he encontrado nada que me proporcione más paz que ver como una vida se apaga, y claro, como a la gente no le da la gana morirse sola, no tengo más remedio que ayudarlos. Se que no se me comprende, y que se dirán muchas cosas feas de mí, pero no hay que darle más importancia que la que tiene. De pequeño hacía lo mismo y nadie me decía nada, cuando quemaba hormigas con la ayuda del sol y mi lupa, a mis padres les parecía algo divertido e ingenioso, ¿y acaso no son también criaturas del señor?
Se que tarde o temprano alguien me descubrirá y no podré continuar. Cometeré algún error estúpido, probablemente por la tensión del momento, y dejaré alguna pista que les lleve hasta mí. En ese momento me encerrarán y me impedirán volver a matar. Será un fastidio, me tocará buscarme otro hobby. Igual me pongo a estudiar solfeo, puede ser divertido, aunque desde luego, nunca será lo mismo.


Tomado de: http://uncuentoalasemana.blogspot.com

martes, 24 de agosto de 2010

Series inferiores – Héctor Gomis


Cuando los vi sentí aprensión. Estaban sucios, vestían unas ropas estrafalarias y raídas, y sus cuerpos, apenas huesos recubiertos de piel, estaban llenos de heridas y ronchas. Lo que antes debió ser una pareja atractiva, o así quizá quiero imaginarlo, se habían transformado en un par de muertos vivientes de ojos hendidos y mirada perdida.

Como cualquier otro ciudadano de bien, me cambié de acera en cuanto los vi. Con ese simple gesto les demostré mi superioridad, yo soy una persona de bien, con familia, casa, coche y cuenta corriente, y ellos solo eran chusma, suciedad, desperdicio social. Por eso hice con ellos lo mismo que hago cuando encuentro una caca de perro en la acera, los esquivé y me alejé rápido para que no me llegara el mal olor.

La casualidad quiso que horas después los encontrara sentados en un portal justo en frente de mi balcón. No tenía nada importante que hacer aquel día, así que dediqué un par de horas a observarlos. Eso me hizo sentir bien. Desde la seguridad de mi sacrosanta casa podía mirarlos como si lo hiciera con monos en el zoo, con la posibilidad de espiar su comportamiento y sin peligro de que se me acercaran demasiado.

No pude oír lo que se decían pero veía perfectamente todos sus movimientos. Uno de ellos, el chico creo que fue, sacó varias cosas de una bolsa de plástico y las dispuso a su alrededor. Pude distinguir una botella de cerveza medio vacía, una lata de olivas y un trozo de pan. La chica entonces colocó un pañuelo de papel en la acera a modo de mantel y así fue organizando un improvisado picnic. Una vez estuvo todo colocado en su sitio, se sentaron uno enfrente del otro y empezaron a comer. Parecían extrañamente felices y charlaban animadamente mientras comían y bebían muy despacio, como queriendo alargar todo lo posible aquella frugal merienda. Comieron, bebieron, hablaron y rieron durante un buen rato, nada les importaba el mundo a su alrededor. De repente, un señor gordo apareció por la esquina y, unos pasos después, tiró una colilla al suelo, cuando la vio, la chica se levantó y cruzó la calle, la cogió del suelo, limpió la boquilla con la manga de su jersey y se la puso a su chico en los labios. El chico sonrió, mostrando los pocos dientes que le quedaban, se abrazaron y la besó tiernamente en los labios. Creo recordar que nunca me he sentido mas mezquino que aquel día, mezquino y desdichado.


Tomado de: http://uncuentoalasemana.blogspot.com

miércoles, 21 de julio de 2010

La canción - Héctor Gomis


El hombre estaba en blanco. Llevaba mucho tiempo sin escribir una nota, y la falta de inspiración le comenzaba a preocupar, nunca había tenido un periodo de sequía tan largo. No era un compositor muy prolífico, pero era raro en él que le costara tanto concentrarse. Se levantó del piano y se dirigió vacilante a la ventana. Pensó que quizá un poco de aire helado de la noche serviría para despejar su aletargado cerebro. Abrió los postigos de la ventana y vio reflejado su rostro en el cristal. Se vio guapo. A pesar de los años y del duro castigo que había sufrido su cuerpo, seguía siendo atractivo, fuerte. Sus ojos ya no lucían con la intensidad de antaño, pero mantenían su extraña belleza.
El hombre abrió la ventana, se desabotonó la camisa y sacó medio cuerpo. Fuera, un grupo de niños martirizaban con piedras y palos a un perro vagabundo. El animal se defendía como podía de los ataques de aquellas bestias de apenas trece años, ladraba desaforado y lanzaba dentelladas al aire intentando intimidarlos. Pero los niños seguían con su acoso sin preocuparse del peligro.
Hubo un tiempo en el que el hombre hubiera gritado a los niños, o incluso hubiera bajado a detenerlos, y hasta puede que, apiadado del pobre animal, lo hubiera acogido en su casa. Pero ese tiempo ya pasó, la vida le había enseñado a quedarse encerrado dentro de su mundo y no mezclarse en los asuntos de los demás. Ahora, todo lo que traspasara el umbral de su puerta pertenecía al extranjero, a un país extraño y cruel que no quería visitar, a un lugar que no era el suyo.
Cerró la ventana y, en un ataque de ira e impotencia, cogió la partitura del piano y la lanzó al fuego de la chimenea. Se sentó en el suelo a ver como ardía, con su bonito baile de cenizas y llamas azules, y trató mientras de recordar la música que se estaba perdiendo entre el humo. Era una melodía pequeña y hermosa, un sonido que había acunado en su mente durante días hasta que nació en forma de notas garabateadas con tinta. Era una canción que no le hizo falta tocar nunca, porque le salió a borbotones de la cabeza al papel. Después de componerla, no había podido escribir una nota más. ¿Para qué?, pensaba, no voy a hacer nada mejor en mi vida. Era una canción que nadie más había oído, y que el hombre había decidido que nadie oiría jamás.
El hombre esperó a que se hubiera destruido hasta el último pedazo de partitura y luego apagó el fuego con un poco de agua.
Se volvió a asomar a la ventana y espero a que los niños se hubieran cansado de su cruel juego. Cuando estuvo seguro de que no volverían, bajó a la calle y encontró al perro tirado en el asfalto. El animal aún respiraba, pero el hombre casi podía ver como se le soltaban los últimos hilos que le ataban a la vida. Se agachó a su lado y le cubrió el cuerpo con su chaqueta. Mientras le acariciaba la cabeza, el hombre le tarareó bajito su canción, esta es sólo para ti pequeñín, pensó mientras lo hacía. Con la última parte de la melodía el perro cerró los ojos, y después de oír la última nota murió.
El hombre dejó su chaqueta sobre el cuerpo del animal y se alejó de allí. Dio un largo paseo, durante el cual pensó que su canción sonaba aún mejor de lo que había imaginado, y se alegró de que fuera lo último que escuchó la pobre bestia antes de irse. Sabía que era un pobre regalo en un momento inoportuno, pero aún así, deseó que cuando llegara su momento a alguien se le ocurriera hacerle un regalo igual.


Tomado de http://uncuentoalaseman.bogspot.com

jueves, 15 de julio de 2010

La proposición – Héctor Gomis


—Desde luego, es cierto que no soy lo que pensabas, pero eso no te derecho a tratarme así. He sido totalmente sincero contigo y creo que merezco una oportunidad para que me conozcas mejor.
—Si estoy de acuerdo contigo, pero es que lo que me propones me parece llevar este tema al límite, y no estoy dispuesta a eso.
—Siempre me ocurre lo mismo, creéis ser especiales y así os describís ante los demás, pero luego me encuentro medianías, aburridas y tristes mediocridades fingiendo ser lo que no sois.
—Oye, no me llames esas cosas que yo no te he insultado. Una cosa es querer jugar, experimentar cosas nuevas, liberarse de la monotonía y salir del sexo ortodoxo establecido por esta sociedad represiva, pero todo tiene un límite.
—Vamos a ver niña, ¿qué es lo que ponías en tu anuncio?
—Pues lo que leíste, busco a alguien especial para convertirme en su esclava y someterme a sus deseos, que me domine y que me haga descubrir un nuevo mundo de dolor y placer, y bla, bla, bla. Ya lo sabes de sobra.
—¿Y yo que te ofrecí?
—Eres un pesado, ¿quieres que te lo vuelva a repetir?
—Si, por favor, no creo que sea mucha molestia ya que vas a dejarme plantado a las primeras de cambio.
—Pues era algo así como…, a ver…, si, caballero muy experimentado busca ninfa (o algo así) para adentrarla en el oscuro mundo del dolor y placer eternos. Era algo así, ¿no?
—Más o menos, ¿Y acaso no te ofrezco lo mismo que ponía en el anuncio?, yo creo que es todavía algo mejor y más intenso, las experiencias que te puedo proporcionar poca gente en el mundo sería capaz de ofrecértelas.
—Si ya te he dicho que estoy de acuerdo contigo, pero no me puedo comprometer a tanto. Lo que tú necesitas no te lo puedo dar. Yo busco a alguien dispuesto a azotarme, anillarme los pezones y echarme polvos mientras me insulta, algo más normal, sin complicaciones. Pero chico, lo tuyo es muy fuerte.
—Pero si será solo un momento, te prometo que será rápido, casi no te darás cuenta.
—Que no, pesado. No estoy dispuesta y no creo que lo vaya a estar nunca. Además, me tengo que ir ya. Si quieres, ya hablamos por el chat. Nos vemos.
—Se ha ido, así sin más. ¡Que descaro!. Ya no hay respeto por nada en esta sociedad. Parece mentira como ha cambiado el mundo. ¡Mierda de Facebook y mierda de góticas!
El vampiro siguió maldiciendo mientras observaba como se alejaba la chica.


Tomado de: http://uncuentoalasemana.blogspot.com

martes, 13 de julio de 2010

La mancha – Héctor Gomis


Ese día yo me encontraba en la oficina, mirando absorto una mancha verde que había salido en el techo. Era una mancha alargada y serpenteante, y me pareció ver en ella la silueta de un viejo delgado y barbudo apuntándome con el dedo. Pasé horas mirando aquella mancha, intrigado con aquel señor de barbas que no dejaba de señalarme. Traté de imaginar por qué me miraba de aquella manera, ¿sabría quizá algún secreto sobre mí que ni yo conocía?, ¿me acusaba tal vez de algo imperdonable que hubiera hecho? No tenía idea de la causa, pero la mancha me intrigaba y me repelía a un tiempo.

Intentando sacar de mi cabeza aquella imagen, bajé la mirada, encendí el monitor de mi ordenador y me dispuse a continuar con mi trabajo. Estuve un buen rato repasando la contabilidad y realizando algunas gestiones al teléfono, era un trabajo tedioso, pero no me importaba, mientras mis dedos tecleaban mecánicamente, el recuerdo de mi mujer, tal como la había dejado al marcharme a trabajar, dormida y desnuda en la cama, me reconfortaba. Era la mejor imagen del día, el hermoso cuerpo de mi mujer bañado por el sol de la mañana. Seguí trabajando con aquella imagen flotando en mi mente, ya tranquilo y feliz, cuando mis ojos se desviaron un momento hacia el techo. El viejo de la pared me devolvió una mirada torva. Allí seguía, observándome y señalándome impasible, con una sonrisa burlona en su rostro que parecía mofarse de mí. Un escalofrío recorrió mi espalda al volverlo a ver.

Me levanté y moví una planta de sitio para tapar aquella visión, pero fue aún peor. Ya no veía la mancha, pero sabía que el viejo estaba ahí, esperando, vigilándome y apuntándome con su huesudo dedo. Volví a traer a mi cabeza la imagen de mi mujer, y traté de recodar el momento en el que me quedé apoyado en el quicio de la puerta, observándola mientras me tomaba un café. Ese fue un momento delicioso, y rememorándolo pude olvidar por unos segundos el miedo irracional que estaba sintiendo por culpa de aquella mancha. El café caliente en mis manos, el silencio de la mañana, mi cama, y durmiendo en ella todo lo que quería en este mundo, eso era más fuerte que cualquier temor estúpido.

El extraño hilo que enlaza los pensamientos me llevó a unos instantes antes de que me tomara aquel café, cuando lo estaba preparando, y luego saltó a unos minutos después, cuando salí de casa, y de repente me asaltó la duda de si apagué el fuego de la cocina después de hacer el café. Siempre he sido muy maniático con esas cosas, y jamás se me había olvidado hacerlo después de usar la cocina, como tampoco nunca salí de casa sin haber echado antes el cerrojo, pero en ese instante me era imposible recordar el haber cerrado la espita. Decidí llamar a casa y avisar a mi mujer para que lo revisara. Marqué el número de mi casa y esperé, pero nadie respondió. Nervioso, me levanté del sillón y paseé por la habitación con el teléfono al oído. Me sentía impotente y tenía miedo de que algo hubiera pasado por mi culpa, no me lo perdonaría nunca. Mientras esperaba una respuesta del otro lado de la línea, una mirada furtiva se me escapó hacia el techo. El viejo seguía allí. Su expresión parecía más cruel que antes y su sonrisa más siniestra. Su dedo se mantenía firme ante mí. Se estaba riendo de mí, se burlaba de mi angustia. Parecía conocer las dudas que me mortificaban y se regocijaba. Una cuarta llamada y seguía sin contestar nadie. El temor se había transformado en certeza, estaba seguro de que algo malo, horrible, había pasado en mi casa, y el viejo surgido de la mancha estaba ahí para recordármelo y disfrutar con mi sufrimiento. En un ataque de ira, me subí a una silla y arañé la mancha con mis dedos. Me arranqué dos uñas y dejé mis yemas en carne viva, pero logré arrancar la mancha de la pared. Cansado me dejé caer en el suelo y me puse a llorar

Minutos después, el teléfono sonó. Era la voz de mi mujer.


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miércoles, 9 de junio de 2010

Pues resulta que ayer perdí el abrigo – Héctor Gomis


Pues resulta que ayer perdí mi abrigo. Era un abrigo de piel precioso que me regaló mi madre hace dos años. Me sentaba como un guante y… No, perdona, no me interrumpas. Si me dejas que te lo cuente todo, entenderás la relación del abrigo con lo que te quiero decir. Ten un poco de paciencia por favor.
 Como te contaba, ese abrigo era algo más que simple ropa para mí. Fue lo último que me regalo mi madre antes de morir y le tenía mucho cariño, por eso me puse tan triste ayer al perderlo. Por un instante creí que me iba a derrumbar, sé que es una tontería, pero me eché a llorar en medio de la calle y no pude parar hasta llegar a casa. El abrigo me recordó a mi madre, y el sentimiento de pérdida se adueñó de mí. Recordé lo mal que lo pasé cuando ocurrió, y el miedo que sentía a volver a pasar por aquello, luego comencé a pensar en cómo me sentiría ante la muerte de otro ser querido y eso me hizo llorar aún más, ya sabes de mi capacidad de autosugestión. Imaginé que mi padre moría de repente, y me sumí en la más absoluta tristeza, luego fantaseé con la posible pérdida de alguno de mis hermanas y un escalofrío recorrió mi espalda, ya sabes que adoro a mis hermanas. Así estuve torturándome con esas enfermizas ideas durante toda la tarde, pensé en lo mal que me sentiría con la desaparición de mis mejores amigos, lloré amargamente la muerte de nuestro perro, y hasta imaginé la muerte de Javier, el tendero de la esquina, que ya sabes que me cae muy bien.

Pues cuando imaginé tu muerte, me ocurrió algo muy extraño. Al principio no sentí nada, una absoluta indiferencia, lo lamentaba por ti, claro está, pero no estaba triste. Esto me extrañó mucho, al fin y al cabo llevamos viviendo juntos tres años y nos queremos, ¿no?, ¿por qué íbamos a casarnos si no fuera así?, así que decidí imaginar como sería mi vida justo después de que murieras y descubrir cuales eran mis pensamientos acerca de ello. Cerré los ojos y fantaseé con un futuro en el que tu no estuvieras conmigo y…, bueno, el resto ya lo conoces, creo que deberíamos separarnos.

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miércoles, 12 de mayo de 2010

La esponja - Héctor Gomis


Damián era una esponja. Lo que le pasaba a Damián es muy fácil de explicar. Damián estaba vacío. Por dentro era hueco y por fuera poroso. No contenía nada que no pudiera absorber del exterior. Si tú eras dulce él rezumaba azúcar, si eras tibio él se calentaba, si negro se oscurecía. No tenía voluntad ni opinión, y sin tener nunca razón, él la iba repartiendo a diestro y siniestro. Si querías ir al cine, pagaba las entradas, si proponían robar un coche, él buscaba una ganzúa, si se decía de ir de putas, compraba los condones. No tenía un Dios sino miles, todos los que los demás adoráramos. Ni tenía gustos definidos, los cogía prestados. Por suerte para él, el dinero de su familia permitía que pudiera vivir en su mar de indefinición. Y así se compró el coche que me gustaba a mí, la casa que quería su madre, o el jersey que llevaba su hermano.

Por su forma de ser, Damián se llevaba elogios e insultos todos los días. Era el empleado perfecto, sumiso, fiel y sin ideas propias, el hijo perfecto, sumiso, fiel y sin ideas propias, y por supuesto, en cuanto le encontrara la adecuada, el marido perfecto, sumiso, fiel y sin ideas propias. En cambio sus amigos le despreciaban. Los que lo conocían y no deseaban sacar nada en metálico de él, volvían asqueados su cabeza para no verlo. La mayoría creían que era falso y calculador, y que cuando te daba la razón en todo, lo hacía para adularte y conseguir algo a cambio. Pero no era así, no había malicia en sus actos. La esponja sólo era eso, una esponja. Un absorbedor nato. Y buscaba continuamente gente de quien llenarse, ideas de las que nutrirse.

Supongo que todo habría sido distinto si los demás hubieran adivinado lo que yo sabía. Si hubieran encontrado la verdad sobre Damián. Pero no fue así, y fue cayendo en el desprecio general, hasta que llegó un día en el que nadie, salvo su jefe, su madre, su recién conocida futura esposa y yo, le dirigía la palabra. Ese día se sintió vacío como nunca lo había estado. Y ante el problema de no tener a nadie nuevo del que copiar sus ideas, no tuvo más remedio que tener una idea propia. La única y la más importante de su vida. Debía buscar su sitio, un lugar donde poder llenarse a gusto, donde le dijeran en todo momento lo que tenía que hacer, donde no tuviera nunca que tomar decisiones. Después de mucho cavilar, la esponja decidió alistarse en el ejército.


No supe de él en años, y un día me llegó una carta de su madre. No comentaré lo que ponía, pero si que dejaré mi impresión sobre lo que debió ocurrir. La esponja fue feliz mucho tiempo. Absorbió del cabo, y del sargento, y también absorbió del capitán, y también lo hacía del resto de los reclutas. Y tomó las decisiones, correctas o equivocadas que otros le prestaron. Y una de esas decisiones lo envió a un conflicto en un país extranjero. Y allí absorbió como nunca lo había hecho, y lo hizo de todo el mundo. Lo hizo con los militares y también con los civiles, y lo hizo con los vencedores y con los vencidos, y asimiló las ideas de los torturadores y los oprimidos, y se llenó de amor y odio, de deseos de venganza y de perdón, y asumió todo el dolor que encontró a su alrededor. Y al tiempo, la esponja se fue hinchando cada vez más. Día a día, mes a mes, año a año. Hasta que no pudo soportar más la presión y reventó por los cuatro costados.



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miércoles, 28 de abril de 2010

Victoria - Héctor Gomis


Hoy toqué fondo. Las pocas fuerzas que aguantaban mis huesos se diluyeron en la lluvia. Las entrañas me queman a cada metro que avanzo. La vida me pesa. Los triunfos del pasado se subieron a mis hombros y ahora me empujan contra el suelo. El castillo que construí con sudor y sangre se desmorona ante mis ojos, dejando ver entre los escombros la gloria que lo adornó en el pasado.

Estoy desnudo y perdido. La batalla terminó y sólo escucho derrota en el viento. Mis manos son cuchillas y se clavan en la roca para seguir avanzando, y mis pies, mis pies son piedras frías que frenan mi paso. Mi mente se llena de preguntas, preguntas sin respuesta, ¿qué pasó para que me encuentre solo?, ¿cómo desapareció todo?, ¿en qué momento el suelo cedió bajó mis pies?, ¿por qué los amigos se fueron?, ¿por qué los refuerzos no llegaron? Me quedé frente al león sin un mísero palo para defenderme.

Ahora lamo mis heridas frente al fuego, esperando que el viento vuelva a soplar, recogiendo las gotas del ánimo perdido y cosiéndome el alma al pecho para que no caiga. La noche es fría, el día largo, el final lejano.

Pero cada golpe lo recibo con una sonrisa, porque, aún cansado y dolorido, sigo en pie, porque, aunque roto y quebrantado, mi corazón late, el aire mueve mi pelo y el sol me calienta, porque aún dirijo mi barco, porque sigo siendo un hombre, y sé que tarde o temprano me alzaré y lograré de nuevo la victoria.


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viernes, 19 de marzo de 2010

El trato - Héctor Gomis


Sólo debes asentir con la cabeza. No hace falta que firmes ningún papel, ni siquiera que digas nada o nos estrechemos la mano. Así no habrá constancia de nuestro trato. Nadie descubrirá que aceptaste. Sólo mueve tu cabeza de arriba abajo y sabré que estamos de acuerdo. Supongo que ahora mismo te será inconcebible lo que te propongo. Pero quiero que sepas que nada malo te puede pasar. Si aceptas el trato, tu triste y tediosa vida dará un giro de ciento ochenta grados. Ya no tendrás que preocuparte por nada, todos tus problemas estarán automáticamente resueltos, como por arte de magia, y tus sueños, esos sueños que se fueron quedando por el camino, aquellos que dejaste escondidos dentro de una pequeña caja en tu cerebro, al fin podrás hacerlos realidad. Comprenderás que, con un pequeño esfuerzo por tu parte, puedes lograr todo aquello que alguna vez deseaste. ¿Acaso no merece la pena olvidar tus estúpidos escrúpulos por una vida mejor? Ya no mejor, la vida que siempre quisiste tener. ¿Es tan difícil lo que te pido? La respuesta es no. Otros lo hicieron antes que tú, y ahora son mucho más dichosos gracias a su pequeño sacrificio. Y si no quieres hacerlo por ti, hazlo al menos por los tuyos. Esto no tiene porque ser un acto egoísta. Piensa en tu gente, que te han seguido todos estos años, que te han apoyado, que te han dado su amor de manera incondicional. ¿Qué has hecho tu por ellos?, ¿has podido ofrecerles todo lo que merecen?, ¿has sido capaz de cumplir sus expectativas? No. A cambio de su fe en ti no han obtenido más que desilusión. Ya es hora de que les devuelvas todo lo que te han dado. Debes olvidar tus prejuicios. En este mundo no somos más que animales intentando sobrevivir, y para hacerlo a veces debemos dejar a un lado nuestras inútiles normas morales y comportarnos como lo que realmente somos. Hay momentos en los que tenemos que sacar nuestro lado salvaje. Porque en eso consiste esta vida, en luchar por lo que queremos, en matar o morir. Y ahora tienes la ocasión de luchar por lo tuyo. Hoy, en este instante, puedes darle un zarpazo a la vida y arrancarle todos sus tesoros de golpe, de una vez y para siempre. ¿Crees que es mucho lo que te pido? Puede que si, ¿pero acaso no es a su vez enorme la recompensa?
No te diré más. Ya sabes lo que hay en juego. He sido sincero contigo y te he expuesto todos los puntos del acuerdo. Si lo rechazas, no volveremos a vernos nunca. Tu vida seguirá como hasta ahora, y todas las noches te acostarás pensando en lo que hubiera ocurrido de haber dicho que si a aquel desconocido. Si por el contrario lo aceptas, será el comienzo de una nueva vida para ti y tu familia. Se que es complicado tomar una decisión tan transcendente, así que te dejaré unos minutos para pensar en ello.
Mientras reflexionas, me tomaré un brandy, si no te importa. ¿Y tú?, ¿quieres algo?, ¿más café?



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martes, 16 de febrero de 2010

Cinco sueños - Héctor Gomis


El primer sueño especial fue hace tres meses. Cesar tuvo un sueño lúcido, de esos en los que uno es consciente de estar soñando, y permiten realizar en ellos cualquier cosa que se desee.
En su sueño también apareció Sara, su mujer. Cesar, quizá movido por una curiosidad morbosa, aprovechó la situación para preguntarle a Sara las cosas que nunca se hubiera atrevido a preguntarle en la vida real. Así, Cesar indagó sobre el pasado de su mujer, interesándose particularmente en los primeros hombres con los que ella estuvo, y Sara fue clara y sincera en sus respuestas. Según el sueño, había estado con cuatro hombres, tres de ellos fueron inocentes escarceos juveniles, pero el cuarto fue algo más.

El segundo sueño lo tuvo dos semanas después. En él, Sara le recriminó que siguiera el interrogatorio, y lo invitó a hacer el amor y olvidarse de tanta pregunta. Cesar no aceptó, así que Sara pacientemente continuó respondiendo a sus cuestiones. En este sueño, Sara fue muy explícita, y le habló a Cesar de todos los encuentros íntimos que tuvo con el cuarto hombre. A pesar de los ruegos de Cesar, Sara se negó a decir el nombre de esa persona.

Entre el segundo y el tercer sueño, Cesar comenzó a obsesionarse con aquel hombre. Aunque el sentido común le advertía de lo estúpido de sus preocupaciones, no podía evitar sentir celos de alguien que solo existía en sus sueños. En su día a día disimulaba delante de Sara, pero la imagen de aquel hombre desnudando y acariciando a su mujer le quemaba el alma. Sara no notó nada extraño en Cesar esos días.

En el tercer sueño, Sara, ante la insistencia de su marido, le dijo el nombre de su antiguo amante. Se llamaba Bruno.

Un día, entre el tercer y el cuarto sueño, Cesar encontró una caja de cartón con antiguas fotos de su mujer. Las ojeó y separó todas las imágenes en las que su mujer aparecía en compañía de un hombre. Apartó veinte. De ellas, tras una segunda revisión, se quedó sólo con las más actuales, de hacía diez años aproximadamente, unos años antes de que él y Sara se casaran. Quedaron cinco. De esas cinco fotos, en tres estaba con el mismo tipo. Se quedó con esas y las demás las guardó.
Mientras observaba la cara del sujeto, la ira fue adueñándose de él. Seguro que este es Bruno, pensó, este es el malnacido que enamoró a mi mujer.
Cesar Rompió dos de las fotos, y una se la guardó en el bolsillo de su chaqueta.

En el cuarto sueño, Cesar pudo ver, por el agujero de una cerradura, cómo Bruno y Sara hacían el amor en su habitación. Cesar no pudo hacer nada para evitarlo. Su cuerpo se quedó pegado al suelo y su lengua cosida al paladar. Los gemidos de Sara se le clavaron en el corazón.

Entre el cuarto y el quinto sueño, Cesar se empezó a mostrar esquivo con Sara. Cuando su mujer intentaba averiguar el por qué de su extraño comportamiento, no recibía más que vagas excusas. Sara empezó a preocuparse.

Hace escasos segundos que Cesar se despertó del quinto sueño. Lo que vio y escuchó durante el sueño le provocó mucho dolor, dolor y repugnancia. Aunque sabe que todo es producto de su mente, para él todo ha sido tan real como cualquier otro capítulo de su vida. Cesar no puede más. Si no hace algo pronto se volverá loco. Ama demasiado a su mujer para soportar el suplicio de verla en los brazos de otro hombre, aunque sea en sueños.

Dentro de media hora, Sara se despertará y descubrirá que su marido ha hecho las maletas y se ha ido. Minutos después, encontrará una extraña nota de despedida.


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viernes, 15 de enero de 2010

El autobús - Héctor Gomis


El autobús estaba abarrotado y yo luchaba por mantener la verticalidad frente a un grupo de ancianas que aporreaban mis testículos con sus bolsas de la compra. El recorrido solía durar unos treinta y cinco minutos, pero el calor y la incomodidad me lo hicieron parecer mucho más largo. Casi podía notar como el tiempo se hacía viscoso por momentos y frenaba su ritmo hasta casi detenerse. Me concentré en recordar una canción que me cantaba mi padre de niño. Entrecerré los ojos y apliqué mi mente en la tarea de revivir su melodía. Eso me distrajo ligeramente del exterior, y olvidé por unos instantes el dolor de riñones y las gotas de sudor que bajaban por mi cuello. Luego pensé en mi padre. En mi padre y en sus extrañas teorías.
El tiempo es flexible. Eso me decía cuando me veía aburrido. Hay momentos en los que transcurre muy veloz y los minutos apenas se perciben, y en cambio en otros, los segundos se eternizan en su camino y nos desesperamos con su lentitud.
El autobús se detuvo y la pérfida banda de viejas destrozatestículos bajó en tropel. Aspiré hondo, y disfruté del pequeño intervalo de bienestar que tenía hasta que volvieran a acorralarme los nuevos viajeros. Duró poco, lo que dura un pestañeo. Enseguida se volvió a ocupar todo el espacio con otros cuerpos, y de nuevo el tiempo volvió a frenarse.
Durante el resto del trayecto escuché las conversaciones de mis vecinos, y así me enteré de que el señor calvo situado a mi espalda no estaba nada conforme con su sueldo y se planteaba dejar su trabajo, y que la niña apoyada en la ventana había suspendido tres asignaturas y no tendrá vacaciones este verano, y también que la mujer de mi derecha ya no quería a su marido, aunque, como le decía a su amiga, se casaron hasta que la muerte los separara y le tocaba aguantar con él toda la vida.
El tiempo seguía arrastrándose indolente, y yo notaba la tensión de todos mis músculos esforzándose por mantener la posición. Vi como el hombre que tenía enfrente mascaba chicle despacio, muy despacio, y como después de un rato se lo sacó de la boca y lo pegó en una barandilla. Una mujer que lo vio, se lo comentó a su compañera, y las dos le dedicaron unas miradas de desaprobación. Yo, mientras observaba a mis vecinos, me imaginaba que si existía un infierno debía de ser como aquel autobús lleno de gente. Un autobús abarrotado, con un ambiente pegajoso, que nunca llegara a su destino y diera vueltas y vueltas sin cesar.
Por fin llegué a mi parada. Avancé a codazos hasta la puerta y conseguí salir. Al bajar a la calle, crucé la mirada con una mujer. Era morena, de ojos grandes y negros, y su cara, sin ser una cara conocida, me recordaba momentos de mi infancia. Su imagen me transportó a kilómetros de allí, a un lugar feliz donde nunca había estado, y me provocó bienestar. La mujer estaba hablando con una amiga, y reía sin parar. Al verme, me dedicó una sonrisa amable y subió al autobús.
Vi partir al autobús, y escudriñé entre sus ventanas por si conseguía localizar a la mujer. Al final la vi. Estaba apoyada en el ventanal y me miraba. La despedí moviendo la mano, y ella me correspondió haciendo lo mismo.
El tiempo es flexible, lo difícil es controlarlo, eso pensé mientras la perdía de vista.

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miércoles, 30 de diciembre de 2009

Tribulación - Héctor Gomis



¿Que le voy a hacer si me siento sola?, a pesar de los que me rodean me siento sola, diluida entre una marea de semejantes, silenciada por las voces de mi entorno, por sus opiniones, por sus consejos.
Me encuentro a menudo buscando un lugar de partida, un punto de inflexión desde donde empujar y ganar terreno, terreno para caminar, sitio para respirar aire puro.
Mi entorno, amante, protector, comprensivo, asfixia mi alma.
Busco un resquicio por donde dejar que goteen las pocas fuerzas que me quedan, pero es difícil, me abruma la cordura de mi entorno, todo tan ordenado, tan perfecto, tan concreto y preconcebido.
Soy una pequeñísima parte de una ecuación, imprescindible para su resolución, pero minúscula, inservible fuera de ella. ¿Qué razón tiene todo?, ¿qué hago yo aquí?, ¿Qué objeto tienen mis tribulaciones?
A pesar de todo, la hormiga continuó arrastrando su grano de trigo hacia el hormiguero, igual que hizo ayer, y que hará mañana, y todos los días hasta que su vida se acabe.


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