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domingo, 9 de agosto de 2009

Variación sobre una sombra - Nedda González Núñez


"Las dos de la madrugada.
La hora en que los cristales se enfrían,
en que mueren los enfermos,
en que Dios nos olvida...”

Aunque estaba en una discoteca, al echar una ojeada a su reloj Sebastián pensó en los versos de Apollinaire. Después de un par de tragos, no estaba muy seguro de que hubieran sido exactamente así, o escritos en ese orden.
Pero todo estaba bien; su compañera era agradable a pesar de ser amiga de su hermana. Estaban sentados en unos sillones de terciopelo de un deslucido color malva, tratando de conversar a pesar del volumen de la música y de la agitación que había a su alrededor.
Inesperadamente, unas manos suaves taparon sus ojos. Pero cuando intentó tomarlas para ver de quién eran, se llevó una gran sorpresa: no había nada ni nadie detrás de él. Inmediatamente observó el rostro de Lucía. No había indicios de que hubiera visto nada. En ese momento cambió el ritmo de la música, y alguien rió en voz demasiado alta; fue suficiente para distraer su atención, y olvidar el incidente.
Un par de horas más tarde, mientras se refrescaba la cara en el toilet, las manos suaves volvieron. Llegaron por su espalda, envolviéndolo en un abrazo cálido y profundo, exhalando un suave perfume. Sin embargo, lo único que pudo ver a través del espejo y de sus ojos húmedos, fue una sombra tenue que se diluyó contra los azulejos amarillos.
Pero aquel abrazo, no había sido cualquier cosa.. De pronto se burló de sí mismo. ¿En qué estaba pensando?... ¡No pudo haber existido tal abrazo!. Sería mejor salir un rato, cruzar al bar de enfrente, y tomar un café bien cargado para despejarse.
Fue a buscar su abrigo, se excusó con Lucía y caminó hacia la salida. Se abrió paso entre la gente que llenaba el lugar. Al cerrar la puerta, ingresó en la quietud de la noche que se envolvía en un fino manto de bruma. Más allá de las altas siluetas de los edificios, estrellas temblorosas continuaban su interminable huida hacia el oeste.
Sebastián respiró profundamente con todos sus sentidos en estado de alerta; caminó unos metros a lo largo de la acera, y se dispuso a cruzar para entrar al bar. Allí fue donde su persistente e incorpórea amiga volvió a acercarse. Esta vez la tibieza mórbida, su fragancia y su dulzura, se espesaron y se hicieron casi palpables. Nada deseó más que entregarse a ese abrazo, y así lo hizo. La sombra desplegó a su alrededor unas alas suaves como la seda, y lo envolvió por completo, exaltando su deseo y anulando su voluntad.
Entonces, cuando estuvo indefenso compartiendo aliento y latidos, la traidora soltó la trampa tan perfectamente urdida: un frío repentino, un ahogo angustioso, un ¡Dios mío!... que apenas llegó a murmurar, se mezclaron en el último instante. Y quedó allí solo, tirado en medio de la acera, con los ojos claros muy abiertos.
De las alas de sombra emergió la Muerte, poderosa y burlona. Rió impúdicamente con sus mandíbulas descarnadas, haciendo sonar los huesos puntiagudos en una percusión macabra. Luego, satisfecha con su propia astucia, se confundió con la oscuridad nocturna bajo los árboles de la calle, y desapareció.

jueves, 11 de junio de 2009

Casa de la colina - Nedda González Núñez


La casa de la colina parece frágil para soportar los embates de este viento; sin embargo es muy antigua. Está de cara al mar, rodeada por hierbas ondulantes que se atreven a llegar hasta el borde mismo de los acantilados. Detrás, un horizonte liso y curvo; nada más.
Este lugar no tiene nombre. En mi soledad, un temor indefinido se agita deliciosamente bajo la manta con que me cubro hasta la cabeza, mientras me acurruco en un sillón destartalado. Ahora no hay nada más importante que su textura, y el calor que me mantiene viva.
Cierro los ojos con fuerza. En mi ceguera voluntaria, presiento la última luz del atardecer.
Las sombras que llegan arrastrándose sobre el suelo irán transformándose en dedos oscuros que trepan por las paredes, para luego deshacerse y desaparecer, ya que son fugitivas por naturaleza.
En la habitación, un espejo vacío refleja el infinito. En su centro, sólo está la casa de la colina, que tanto temo y tanto deseo.

viernes, 27 de febrero de 2009

Una noche particular - Nedda González Núñez


El hombre sintió una opresión en el pecho. “Nada importante”, se dijo para conjurar el miedo, mientras repasaba la monotonía de su vida solitaria.
Hacía tiempo que sus padres habían muerto y no tenía pareja ni hermanos; ni siquiera una mascota. Conversaba lo imprescindible con sus compañeros de trabajo, y apenas se saludaba con sus vecinos más próximos.
Aunque mañana fuera domingo, tendría que presentarse a trabajar. La mujer del franquero había dado a luz, y no había quien pudiera reemplazarlo. Intentaría dormir más temprano que de costumbre.
Decidió buscar el sueño esquivo, leyendo alguno de los viejos libros que habían quedado arrumbados en el baúl del tío Enrique, el que desapareció misteriosamente años atrás. Había sido el único viajero de la familia y también la oveja negra, según decían sus padres persignándose cada vez que lo nombraban.
Sin demasiado entusiasmo, tomó uno al azar. Su tapa estaba tan desgastada y carcomida, que apenas podía adivinarse sobre ella la imagen de una criatura monstruosa, una especie de insecto oscuro y repugnante. 
Enseguida presintió que esta no sería una noche como todas. Sabía que era difícil tener dominio sobre las potestades nocturnas, y que actos que eran comunes y sencillos a la luz del día, podían transformarse en rebeldías de la conciencia, en sueños descabellados al mando de los deseos, o hasta en ritos inconfesables.
Tal vez por eso no se extrañó cuando el mismo viento que agitaba las cortinas con aparente inocencia, trajo jirones de sombra que llenaron la habitación de mariposas negras, de filosas filigranas, de nítidos perfiles de ángeles oscuros.
Entonces cambió de idea y, dejando el libro al lado de la cama, apagó la luz del velador. Durante un rato se dejó perder perezosamente entre algunas imágenes cotidianas, hasta que fue sobresaltado por un murmullo ininteligible, por una voz sin dueño. No había nadie más que él en la habitación y, aunque no alcanzaba a entender el lenguaje, pudo percibir claramente una amenaza. Se le erizó la piel; un sudor frío se condensó sobre su frente, y el corazón comenzó a desbocársele.
La amenaza crecía sin nombre ni forma, hasta invadirlo por completo. Quiso gritar, pero un tentáculo de oscuridad le apretó el cuello. Estiró la mano hacia el velador pensando que la luz podría salvarlo, y un aguijón inesperado le hirió el dorso de la mano. Un veneno frío comenzó a extenderse por su brazo, hasta llegar al corazón indefenso que se contrajo dolorosamente, y dejó de latir.
Lo encontraron muerto el lunes por la mañana, en su habitación cerrada por dentro. Al lado de la cama había un viejo libro con una tapa repulsiva, que fue guardado junto a los otros dentro del baúl.
Con el tiempo, el portero del edificio lo envió a una biblioteca de huérfanos, junto con algunos muebles y adornos que habían pertenecido al difunto. Pero la celadora, una mujer práctica y nada curiosa, decidió quemarlo con todo su contenido. Le pareció que los libros eran demasiado viejos y extraños, como para prestar alguna utilidad a la institución.
Después de las pericias los expertos convinieron en que la muerte había ocurrido a causa de un paro cardiorrespiratorio. Pero la marca oscura alrededor del cuello, y un diminuto orificio negro en el dorso de la mano, dejaron en el aire un signo de interrogación, que nunca pudo ser despejado.