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miércoles, 12 de noviembre de 2008

Viaje a Japón - Miguel Sardegna


—¿Razones para ir a Japón? —me preguntó aquel día, sin siquiera levantar la vista.
Seguía sentada sobre sus propios talones, con el piyama de la noche anterior aunque nunca se había acostado por culpa de los papelitos. Lo recuerdo bien: parecía un nene con un juguete nuevo. ¿Cuánto tiempo llevaba en esa posición incómoda, plegando y plegando papelitos de colores?
Papel glacé metalizado, papel afiche, papel de regalo con diseños kitsch: el piso de parqué era un collage multicolor. 
Hizo un bollo con el papel que tenía en las manos y comenzó a rasgarlo en tiras.  
—¿Ves? —me dijo—. En Japón no pasa esto. Allá nunca se satura el papel—. Seguía desgarrándolo, con movimientos enérgicos—. Ellos tienen un papel especial, con fibras elásticas. Es mucho más resistente que el nuestro, permite infinidad de pliegues, infinitos detalles.
Dejó a un costado esas tiras inútiles que ya nunca alcanzarían su forma oriental, pensó en una nueva presa: pasó el brazo con indolencia y con la manga de su piyama desparramó algunos papeles. Debajo de grullas imperfectas, figuras amorfas y rollos de papel arrugados encontró el lápiz negro y la regla. —Además —continuó—, allá el papel ya viene del tamaño que corresponde. 
Sentí que consideraba inadecuado realizar mediciones y cortar el papel, como si hubiese algo de profanación en sus actos, como si hiciera trampa. 
¿Trampa? ¿Qué trampa puede haber en armar barquitos y sombreros de papel, como hacen los pintores con el diario?
—¿Razones para ir a Japón? —repitió, y luego la sentencia: —Comprar papel de origami.
Lo recuerdo bien: le prometí que le conseguiría el papel adecuado, pensando que pronto se olvidaría de ese vicio insensato y que volverían las mañanas compartidas, con tostadas y café de granos, la camisa con olor a lavanda, las tardes de rutina.
Y me creyó. Creyó que le conseguiría papel de plegar japonés: me habló de la exquisita fragilidad del papel de seda, de cómo se suele usar asociado, en dos o tres capas; del papel vegetal, que realza bordes y siluetas; del papel metalizado; de la cartulina de dos caras.
Lo único que conseguí fue profundizar su interés. 
El envío llegó a los pocos días, derechito sin escalas desde la tierra del sol naciente, gentileza de Federal Express y de Internet.
—¿Qué hacés ahora? —le pregunté.
—Un dragón. 
—¿Un dragón?
—Sí, un dragón. 
Apoyó la figura sobre la mesita ratona.
—Eso no es un dragón —me burlé. O intenté burlarme, en realidad. Esta vez no se trataba de alas sin simetría o patitas desaparejas, como me había acostumbrado a ver en las últimas semanas. En esta ocasión había escamas, una cola larga y filosa, fauces. ¡Hasta zarpas! La figura tenía unas horribles zarpas.
—¿Que no? —me dijo—. ¿Que no es un dragón? 
Y su dragón de papel se consumió en una bocanada de fuego.
No volvimos a comprar ese papel y aún guardo la corbata chamuscada.
Tenemos razones para no ir a Japón. 

martes, 2 de septiembre de 2008

Aviso fúnebre - Miguel Sardegna


El diario, desplegado sobre la mesa de la cocina, no conseguía eludir los restos de una merienda de tazas de café con leche y bizcochitos.
—Marta, Marta —llamó Carmen, sin levantar la vista—, mirá quién escribió. ¿Te acordás de la Beba?
Carmen agudizó la vista: leer cada vez le exigía más esfuerzo. Todas las mañanas le leía los titulares a su hermana, mientras ella preparaba el desayuno. Marta tenía apenas dos años más que ella, pero hacía ya mucho —cuando cumplió los setenta o los setenta y cinco— que había renunciado a leer la letra pequeña del diario. Comentaban las noticias y luego charlaban de la familia y de recuerdos, de amoríos viejos e inventados. La memoria se comportaba con ellas de manera caprichosa, obligándolas a menudo a inventar algún énfasis donde sólo había sucesos repetidos y olvidables. Ninguna de las dos se había casado, y tras cuarenta años de vivir juntas se habían acostumbrado a compartirlo todo, a pensar en voz alta, a esperar una respuesta, una conformidad.
Con el brazo, hizo a un lado algunas tazas. El día anterior había sido de visitas: las amigas del club de jubilados, con sus achaques de señoras grandes, y las primas de Adrogué con sus falsas compasiones, y las condolencias de los tíos, de los sobrinos nietos y del resto de la familia Arancibia: un montón de gente preocupada que la veía incapaz de manejarse sola. La noche tampoco había sido más tranquila: los preparativos generales la habían dejado agotada.
—¡Maaarta! —dijo una vez más, y leyó en voz alta:
ARANCIBIA, Marta, q.e.p.d. Su tía hermana Beba participa con dolor su fallecimiento a los ochenta y cuatro años de edad. Se ruega una oración en su memoria.
Una lágrima cayó sobre el diario. Recordó de pronto que no tenía sentido seguir llamando a su hermana.
Y que por primera vez debería acostumbrarse a leer el diario en silencio.