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miércoles, 2 de diciembre de 2009

Acerca de la "extraña locura" de un tal Josesito- Dagoberto Friguglietti



Josesito gritó con todas las fuerzas que pudo - ¡Anoche unos astros cruzaron mi sueño y me dijeron que estaba listo para cambiar el mundo!- Tras un suspiro agregó -¡Vamos, vamos que podemos hacerlo. Acompáñenme, yo les diré cómo!- Luego esperó la respuesta. La gente en los asientos enseguida silbó y gritó burlándose de él -¿Qué raro bicho te picó?¡Fuera! ¡Fuera! otra vez vos con esas locuras delirantes, ese tonto desvarío. ¡Bajate de ahí pedazo de alcornoque!- En un rapto de excitación Josesito se había apoderado del escenario y del micrófono ante el descuido de los organizadores. Exultante dijo lo que dijo dándose el gusto y desafiando a los que conducían el espectáculo. Su arenga disparatada y “subversiva” se difundió por los altoparlantes elevándose como globos recién escapados de las manos, arenga que llegó hasta unos cuantos oídos repletos de convencionalismos ancestrales. Josesito sentía que un aura benefactora lo protegía y era cómplice de sus sueños. Él estaba inusualmente feliz.
El gentío que lo había escuchado en la plaza festejaba el trigésimo aniversario en que el pueblo fue declarado ciudad, por eso la fiesta era todo un jolgorio con plena participación popular. Y una vez que pudieron dominar al exaltado los actos continuaron sin más sobresaltos hasta el final tal cual lo programado.
Josesito era conocido por todos. Vivía en la intemperie de las calles, en el atrio de la iglesia, en las plazas, soportando frío, calor, tierra y abandono. No tenía familia y solo unos pocos de vez en cuando se compadecían de él, arrimándole un plato de comida, cigarrillos, o algún abrigo que casi nunca usaba. Se decía que había enloquecido a causa de dos hechos que lo marcaron para siempre y que estaban relacionados con el padecimiento del amor. El primero fue la muerte de su mejor amigo a raíz de una brutal encefalitis cuando tenía solo nueve años. El segundo hecho tuvo que ver con el abandono de su novia cuando acababa de cumplir los diecisiete, estando en aquellos días muy enamorado. A partir de aquellas pérdidas pareció que todo en la vida le dolía.
Desde entonces su deterioro fue progresivo, sin remisiones, a lo sumo se benefició con breves estancamientos. A pesar de que lograron internarlo varias veces en un hospital de La Plata siempre se escapó ganándoles por abandono. Tampoco quiso ingerir más medicamentos.
En su accionar de vagabundo cierto día encontró junto a un tacho de basura una pila de libros. Entre ellos hubo uno que al leerlo lo marcó a fuego. Se trataba de una novela corta titulada “La posibilidad del amor”. A Josesito le gustaba leer, había recibo instrucción escolar básica, pero también le hubiese gustado ser escritor. Tenía gran facilidad para contar historias disparatadas surgidas de sus propios sueños, sin embargo hubo dos razones por la que jamás nadie le prestó atención: primero porque lo consideraban simplemente un loco, y segundo, porque nunca le fueron reconocidas condiciones naturales para dichos menesteres.
“La posibilidad del amor” en realidad lo había deslumbrado. En el texto se hacía referencia a las aventuras de dos que se amaban locamente y las vicisitudes que debieron sortear hasta lograr la ansiada felicidad. Más de una vez Josesito sintió que la ficción expresada en el texto le había permitido recrear lo que le estuvo siempre vedado en la vida. El solía repetir frases como esta -” la felicidad, el amor y la locura se necesitan siempre. Se esperan, se transitan, y a veces se juntan” - Decía además que la locura, para que sirviese de algo, debía ser encerrada en una habitación del cuerpo, de esa forma se haría más dócil y prudente, pudiendo entonces ayudar a cambiar el mundo. Para la mayoría estos dichos reflejaban ante todo un sueño irrealizable. Cuando le preguntaban porqué decía tales cosas él respondía más o menos lo mismo - “hablar así sirve para mi salvación”-.
Josesito lamentablemente murió poco tiempo después a causa de un accidente. Un automóvil lo atropelló en plena calle, la misma por la que hoy muchos enamorados pasean y se encuentran para el disfrute. Alguien de la ciudad comentó al poco tiempo de su desaparición que “por suerte la extraña locura de ese tal Josesito había muerto con él”. Todos debían permanecer tranquilos y a salvo porque de ningún otro se tenían noticias de un contagio. Al parecer el mundo seguiría igual no habiendo por qué preocuparse, y mucho menos temer que más personas padezcan ese disparatado y raro extravío que provoca a veces el amor.

miércoles, 15 de julio de 2009

A los espejos - Dagoberto Friguglietti


Me enteré que durante un tiempo Pablo no anduvo bien emocionalmente, que solía tener ideas y comportamientos extraños. Supe que una mañana se paró frente a un espejo bien grande y con gestos ampulosos denotó toda su bronca, mirándose de frente y de perfil hasta encontrar la pose que mejor lo reflejara. Enseguida ensayó el habla con una voz tan gruesa y áspera que parecía arrastrada desde el fondo de la garganta; sus medias palabras, apretadas y trabajosas, eran evidencia de problemas. Tuvo entonces la extravagante idea de grabar en un viejo Geloso lo que iba a decir: “voy a interpelar a los espejos que nos miran sin reflejar pieles y rostros con mudanzas en un monótono interlunio, y callan. ¿Por qué no delatan a los que fingen si con la mirada del que posa les alcanza? Si la figura reflejada adquiere fuerza gracias a la autenticidad de las formas que vienen desde adentro es justamente en soledad cuando uno mejor logra desnudarse. ¿Por qué los espejos no tienen el coraje de mostrarnos de verdad cómo somos? Quiero interpelar a esos espejos…y decirles desde el alma que se animen a denunciarnos tal cual somos en un viaje de ida y vuelta sin distracciones ni ropajes. Voy a denunciarlos por falsía porque no creo lo que dicen”. No había dudas que a Pablo lo atormentaba algo.
Días después tuve un encuentro con él. Su comportamiento resultaba tan extraño como inusual y nada sabía yo acerca del motivo. Recién comencé a saberlo cuando me hizo escuchar esa grabación, y a sospechar que su raro estado tenía relación con su acostumbrada manera de fingir. Incluso comprobé más tarde que no era capaz de reconocer el gran desasosiego que le producía vivir así. Cuando al final me confesó su angustiosa situación me conmoví. Me dijo que llegó a pensar cosas tan desmesuradas como que la cicatriz en su rostro era fiel reflejo de cuánto lo embargaba la pesadumbre, y que preso del pasado sentía que esa marca indeleble era una amarga secuela, un resabio de viejos engaños y fracasos. Llegó a decir que la cicatriz le reprochaba desde lo profundo de su espesura: “estoy en tu mismísima cara porque lo quiere la memoria. Te miro, te siento, y no me acostumbro aún a tus lacerados gestos que intimidan, ni a la desnudes de las palabras que pones en tu boca, siempre hirientes por su filo; ni a tu elocuencia muchas veces sanguinaria, por demás egoísta. Estoy aquí por dolor y a tiempo te prevengo que un día cualquiera esto terminará peor. Soy la que avisa malos presagios. ¿Recuerdas…o acaso olvidaste tus engaños? Una y otra vez te atreviste a marchitar nada menos que la confianza, haciendo perder su belleza. Y estoy a pasos de hacerte doler para que se te escape un sollozo. ¡Quiero prevenirte a vos, que mataste al amor y continúas descaradamente vivo, como si no te bastara la interrupción hacia ese paraíso que es la confianza, que no te sigas engañando, y por favor no culpes más a los espejos!
Enterado yo que Pablo tenía percepciones como esas no pude evitar preocuparme aún más recomendándole una consulta profesional.
Pablo finalmente pasó esa mañana sin otros sobresaltos y recuperado de su pesadumbre no dudó en tomar una decisión. Por la tarde, a la hora que acostumbraba caminar por el parque, llamó a Cecilia, una ex novia, concertando una cita con ella. En ese momento Pablo habló en forma temblorosa y entrecortada, sin embargo Cecilia no le hizo comentarios y pareció finalmente aceptarle la invitación. Se reunirían esa misma noche en un viejo bar donde circulaba poca gente. El hizo preparar una mesa con candelabros y velas encendidas, gesto demasiado ampuloso para la sencillez del lugar. El horario del encuentro fue fijado de común acuerdo a las nueve. Pablo llegó minutos antes y mientras esperaba reflexionó acerca de lo que quería decir, cuánta pasión ponerle a su súplica para que ella lo perdonase. Pasaron quince minutos, luego treinta y Cecilia finalmente no apareció. Pablo pasó de estar confuso, luego preocupado, a mostrarse por fin bien irritado. Le costó entender la ausencia de Cecilia pero se prometió llamarla hasta conseguir el perdón por aquello que él había cometido. De mala gana asumió su evidente pero“a la postre pasajera derrota” y quiso emprender la retirada.
Antes de abandonar el lugar cruzó su mirada con una joven que acababa de ingresar tiritando de frío y suplicando “un café bien caliente por favor”. Pablo entonces decidió quedarse, habiéndose olvidado aquello que hacía minutos nomás lo tenía preocupado. Desde que la vio supo que la mujer le había gustado y que había reciprocidad. En segundos pergeño una estrategia de seducción y plenamente decidido intentó conquistarla. Inventó una historia cualquiera con tal de entrar en conversación. Ella respondió siempre con una sonrisa rápida, transparente, jovial. Él dijo que era un estudiante avanzado de arqueología y otras cosas más, todo producto de su jugosa imaginación. Al rato su prédica dio frutos y ambos se fueron juntos para comenzar una historia que no se bien cuánto duró. En aquel momento Cecilia se le borró de la cabeza así como del corazón la pesadumbre. Pablo no tuvo lugar donde acomodar remordimientos sino más bien le nació un resquicio para otra cuota de cinismo: un sutil pensamiento le recordó casualmente a los espejos. Convencido que tenía sus razones repitió aquello de…“los espejos no nos muestran en realidad cómo somos. De nuevo los maldigo, denuncio, y sentencio por falsía porque no creo fielmente lo que dicen”, mofándose porque la cicatriz debería esperar la concreción de su presagio.
Por lo poco que pude saber, Pablo hoy continúa yendo solo por la vida.

sábado, 27 de junio de 2009

Soledad, triste compañía - Dagoberto Friguglietti


Tengo desdibujada aquella jornada en Balvanera, pero puedo decir que fue muy penosa. Aquel hombre solo, atrapado en sus pensamientos, quizás luchando por recuperar algo esquivo, me tentó a fijar la atención. Después de observarlo unos minutos supe que me había conmovido. Él hombre estaba sentado junto a una mesa en uno de esos barsuchos de paso con la única compañía de su soledad. Yo me había detenido por un café. Recuerdo que lo miraba con disimulo desde un lugar apartado. En ese momento sonaba suave la música de un tango y al escuchar la voz de Julio Sosa la piel se me erizó.
Aquel sujeto parecía no poder estarse quieto, por momentos solo tenía apoyada una mano en su amplia sien, en otros sus dedos latían al ritmo de una música que no era la que se escuchaba. Quizás esa intranquilidad se debiese al intento por recordar algo que desentrañara algún embrollo personal, o que la angustia lo tuviera dominado. ¡Cómo saberlo! Mientras tanto yo no le sacaba la vista de encima.
Luego, con otra mano sacó una pipa de una madera parecida al cerezo, que confieso me gustó, y al encenderla humeó un olor difícil de olvidar. Las pitadas eran suaves y un poco alejadas, pero lo curioso era sentir que el humo al elevarse producía en mí una mezcla rara de libertad y maleficio, que entre los arabescos se dibujaban imagines grotescas, figuras casi diabólicas, como si presagiaran algo malo. Entonces me detuve a pensar en la mirada de ese hombre. Parecía penetrar el espacio con la sola intención de escudriñar momentos de su vida alejándolo incómodamente del presente. Sus piernas no vi que las moviera, su cuerpo sí, aunque muy poco, pero reitero que igual me impresionaba ansioso. Enseguida hizo un gesto más vital: pidió una bebida. Yo sentí algo de alivio porque lo vi recuperado. Así estuvo un rato, pensativo, mirando la copa hasta que sacó de un bolsillo de su saco una foto que elevó hasta la altura de sus ojos. Sospeché que la guardaba como resabio de algo muy querido, imaginando incluso que bien podía ser el motivo de su cerrada nostalgia. Se sumó sobre él un halo de intriga que ayudó a que el tiempo y el lugar se apoderaran de lo que sí era notorio: la triste soledad en la que finalmente parecía debatirse. Sin saber por qué imaginé que en la mente de ese hombre se apilaban espectros de miedo y mucha pena, y que cada vez que los removía retornaba al mismo y doloroso punto de partida. Me interrogué acerca de cuáles habrían sido sus sueños, y para ser honesto, si alguna vez le hubiese nacido la osadía de tenerlos.
Minutos después un reflejo de luz sobre su cara me hizo verle una mirada que destellaba brillo, incluso como si demorara lágrimas. Un fino temblor apareció en sus manos que progresivamente fue en aumento. De súbito se tapó los ojos, agachó la cabeza durante unos segundos, hasta que no pudo más y comenzó a llorar amargamente. La foto se le soltó o la tiró porque ahora yacía en el piso. Ese hombre, abatido como estaba, reclinó toda su anatomía sobre la mesa tomándose el pecho con una sola mano y así se quedó un rato. Yo me sentí tentado a tocarlo. Dudé sobre su situación. Cuando el mozo del bar, alertado de que algo raro pasaba, quiso llamarle la atención a ese cuerpo que parecía dormido, no pudo. Antes el hombre se desplomó de la silla donde estaba acomodado, entonces ya no hubo lugar a confusión. Esa pose, esa palidez, y esa frialdad eran las de la agonía o la misma muerte. ¡Qué otra cosa podía ser! La parca había hecho su trabajo.
Al rato no más una ambulancia vino a retirar el cadáver. Sobre el pecho yo le puse la foto que había permanecido a su lado, en el piso, y me persigné como Dios manda. A los pocos segundos se lo llevaron. El mozo, cabeza gacha y disimulando la conmoción, solo atinó a decir avergonzado que ese hombre, sencillamente, había muerto de tristeza.