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sábado, 20 de septiembre de 2008

La mano - Ramón Gómez de la Serna


El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado.
Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino.
La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.
¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano?
Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia».

martes, 16 de septiembre de 2008

Yo vi matar a aquella mujer - Ramón Gómez de la Serna


En la habitación iluminada de aquel piso vi matar a aquella mujer. 
El que la mató, le dio veinte puñaladas, que la dejaron convertida en un palillero. 
Yo grité. Vinieron los guardias. 
Mandaron abrir la puerta en nombre de la ley, y nos abrió el mismo asesino, al que señalé a los guardias diciendo: 
—Este ha sido.
Los guardias lo esposaron, y entramos en la sala del crimen. La sala estaba vacía, sin una mancha de sangre siquiera. 
En la casa no había rastro de nada y, además, no había tenido tiempo de ninguna ocultación esmerada. 
Ya me iba, cuando miré por último a la habitación del crimen, y vi que en el pavimento del espejo del armario de luna estaba la muerta, tirada como en la fotografía de todos los sucesos, enseñando las ligas de recién casada con la muerte...
—Vean ustedes —dije a los guardias—. Vean... El asesino la ha tirado al espejo, al trasmundo.

viernes, 12 de septiembre de 2008

El domador de focas - Ramón Gómez de la Serna


Era un muchacho moreno de pelo muy abrillantado que sólo se dedicaba a domar sus focas, dándoles azotitos en las nalgas negras.
Había conseguido de las focas que tocasen la marimba, que fumasen en pipa, que escribiesen a máquina, que hiciesen punto de jersey, que tocasen la guitarra y hasta que cantasen flamenco.
Pero tanto esfuerzo hizo con sus focas, tanto se dedicó a ellas día y noche, que un día apareció arrastrándose por la alfombra convertido en foca.
Fueron a llamar al director del circo y a decirle que había salido una foca de más, pero que no se encontraba al domador por ninguna parte.
El domador de leones hizo de domador de focas aquella noche, y desde entonces el hombre convertido en foca fue la foca prodigio, la foca que dibujaba y que sabía matemáticas, la foca que recibía la primera corvina en el reparto de peces que se hacía entre número y número del largo trabajo.

domingo, 7 de septiembre de 2008

La ciudad de los cardiacos - Ramón Gómez de la Serna


Está demasiado alta esa ciudad de la cordillera supraandina.
Los cónsules y los embajadores extranjeros son elegidos entre los de mejor corazón, sometiéndolos a un examen previo. Allí no puede ir ningún extranjero desprevenido.

CUIDADO CON EL CORAZÓN

se lee en los avisos del camino.
Todos los indígenas tienen corazones fortalecidos, de formidable arboladura, de tenaz palpitación. "¡Quiero!, ¡quiero!, ¡quiero!", dice el corazón exaltándose.
En los silencios de las saletas se oyen los corazones, que no sólo hacen el tipi-tin tipi-tán corriente, sino que marcan el redoble tipi-tín rataplán.
Los débiles se apagan, se funden, se consumen, no pueden vivir. Sólo las grandes individualidades perduran en la ciudad altísima.
Tardan en morirse todos, y sólo fallecen súbitamente los que se defienden de la malsana curiosidad de bajar a ver el valle, de ver y mezclarse a las criaturas de corazón sencillo y débil, con dulzuras y suavidades inéditas para ellos. Su corazón se sale de su sitio, se estrella en su pecho, se queda fuera de su eje, y cuando los médicos les mueven para reconocerlos como se mueve un reloj, se oye que hay en su fondo una pieza suelta que suena a eso, a estar desprendida.

jueves, 4 de septiembre de 2008

El hombre que perdió su brocha de marta - Ramón Gómez de la Serna


Cuando llegó a Madrid de vuelta de Berlín, abrió la maleta y se encontró con que le faltaba su brocha de pelo de marta.
Inquieto, desolado, paseando de un lado a otro de la habitación, saltándose las butacas, comprendió que aquella brocha de marta era como una de esas esposas muy pequeñitas, con las que a veces suelen casarse los hombres.
Todas las brochas de las perfumerías se le ofrecían como las mujeres al viudo reciente. A todas las despreciaba porque sabía por experiencia de otros olvidos, que ninguna sustituiría a la brocha pequeñita y verdadera, la única que no despeluchaba, la única fiel en guardar su pelo para todas las afeitaciones, la única que le superviviría y le cuidaría hasta el final de su vida.
Rehizo la maleta y salió para Berlín en el tren de la noche dispuesto a encontrar su brocha de marta.

domingo, 17 de agosto de 2008

Traspaso de los sueños - Ramón Gómez de la Serna


De pronto, dejó de tener pesadillas y se sintió aliviado, pues habían llegado ya a ser una proyección obsedante en las paredes de su alcoba.
Descansado y tranquilo, en su sillón de lectura, el criado le anunció que quería verle el señor de arriba.
Como para la visita de un vecino no debe haber dilaciones que valgan, le hizo pasar, y escuchó su incumbencia:
—Vengo porque me ha traspasado usted sus sueños.
—¿Y en qué lo ha podido notar?
—Como vecinos antiguos que somos, sé sus costumbres, sus manías y sobre todo sé su nombre, el nombre titular de los sueños que me agobian a mí, que no solía soñar... Aparecen paisajes, señoras, niños con los que nunca tuve que ver...
—¿Pero cómo ha podido pasar eso?
—Indudablemente, como los sueños suben hacia arriba como el humo, han ascendido a mi alcoba, que está encima de la suya . . .
—¿Y qué cree usted que podemos hacer?
—Pues cambiar de piso durante unos días y ver si vuelven a usted sus sueños.
Le pareció justo, cambiaron, y a los pocos días, los sueños habían vuelto a su legítimo dueño.

Caprichos