Mostrando las entradas con la etiqueta Santiago Eximeno. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Santiago Eximeno. Mostrar todas las entradas

sábado, 31 de enero de 2009

¿Quién? - Santiago Eximeno


Al principio fue un cosquilleo, una sensación extraña que recorrió suavemente mi cuerpo de pies a cabeza. Después sentí una descarga eléctrica, miles de voltios invadiendo mi organismo y estallando en mi cerebro como una feria de fuegos artificiales. Creo que justo en ese instante mis pulmones inspiraron una bocanada de aire rancio y corrompido en un acto reflejo incontrolado, como si aquello tuviera algún sentido en mi actual situación.
Abrí los ojos, pero una oscuridad absoluta me envolvía como una mortaja. A pesar de ello, no sentí miedo. Comencé arañando la tapa de madera, terminé golpeándola con mis puños. No tardó mucho en ceder, y la húmeda arena se apoderó de mi recinto privado en cuestión de segundos. Aterrado, excavé con mis manos en aquella masa que me aplastaba, jadeando por el esfuerzo. No era consciente de lo que estaba ocurriendo, simplemente sentía una imperiosa necesidad de salir de allí.
Cuando mis manos alcanzaron la hierba fresca y mis ojos vieron la brillante luz, supe que había alcanzado mi destino. Salí de aquella tumba en la que había descansado durante apenas tres días y me dejé caer en el suelo, junto a mi lápida. A mi alrededor multitud de personas caminaban sin rumbo, perdidos en el nuevo mundo prometido. Aunque quizá resultara algo pretencioso denominar personas a esqueletos vestidos con andrajosos trapos, cadáveres descompuestos y cuerpos mutilados, que se movían con torpeza entre mudos ángeles de piedra, observadores condescendientes.
Me incorporé y miré a mi alrededor. Un grupo cada vez más numeroso se agolpaba cerca de un mausoleo. Gemían, lloraban. Sus lamentos despertaron mi curiosidad y decidí acercarme hasta ellos. Mis movimientos eran torpes, imprecisos. Acaricié con la lengua mis labios cosidos y maldije en silencio la situación que me había tocado vivir.
—Está muerto —susurraban algunos.
—Allí tendido, como una marioneta sin hilos —gemían otros.
No mentían. Impecable, con su túnica blanca, su larga barba, sus pies desnudos y sus manos blancas de largos dedos. Con su rostro hermoso de una belleza más allá de toda descripción, resplandeciendo con amor y entrega.
Estaba muerto, muerto a nuestros pies.
—¿Quién ha podido hacer esto? —gritó un hombre, sosteniendo la mandíbula entre sus manos—. ¿Quién?
Le miré. ¿Quién habría podido matar al Padre? ¿Quién habría causado daño intencionadamente a nuestro resurrector? Miré mi cuerpo corrompido, mis manos sangrantes. Miré con ojos vacíos, sin vida. Y entonces un enorme lamento se apoderó de mí. Un lamento profundo que llenó mi alma. En ese momento comprendí los gemidos, los llantos.
¡Yo! ¡Yo mismo le hubiese matado! ¡Con mis propias manos! ¡Todos lo hubiésemos hecho!

domingo, 26 de octubre de 2008

Griegos - Santiago Eximeno


Avanzamos por el camino de tierra que partía del castillo en dirección a la villa, arrastrando a nuestras espaldas el carro de los muertos. El hedor que despedían los cuerpos amontonados sobre el carro impregnaba nuestras ropas, nuestras almas. Para cualquier otro hubiera resultado insoportable. Los hombres, las mujeres y los niños, agolpados a los lados del camino, se apartaban a nuestro paso, cubriendo sus rostros con manos temblorosas. Algunos nos increpaban; otros, los más valientes, los más cobardes, nos escupían. 
Tras lo que nos pareció una eternidad caminando bajo el sol, alcanzamos el primer árbol. De una de sus ramas, la más gruesa, pendía una gruesa soga que rodeaba el cuello del cadáver.
—¿Qué era? —preguntó el hombre que me acompañaba, señalando al cuerpo deshecho, devorado por los cuervos, que se mecía de un lado a otro como si flotara en el agua.
—Turcos —respondí.
—¿Y quiénes nos amenazan ahora? —preguntó el hombre, y pasó un dedo por sus dientes amarillos.
—Griegos.
Busqué entre mis ropas un cuchillo y, mientras el otro hombre descargaba uno de los cuerpos del carro entre jadeos y maldiciones, liberé la soga atada alrededor del tronco del árbol. El cadáver cayó al suelo como un títere desmadejado.
—¿No bastaría con cambiar los uniformes? —preguntó el hombre, arrastrando el cuerpo hacia el árbol.
Yo señalé al cuerpo que procedía del carro, después al ahorcado.
—Nadie creería que ese hombre es griego.
—Claro. Griego —dijo él.
Anudamos la soga alrededor del cuello del griego y, no sin esfuerzo, lo colgamos del árbol. El sudor empapaba nuestros rostros, nuestras espaldas. Miré hacia la villa, y vi que todavía nos quedaban al menos dos docenas de árboles.
Maldije en silencio.
—¿Y esto funciona? —preguntó mi acompañante, jadeando.
—Por supuesto —respondí yo, frotándome las manos-. ¿Acaso han sido nuestras tierras invadidas alguna vez por extranjeros?
El hombre asintió, sonriendo, satisfecho.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Bebé - Santiago Eximeno


Bebé era feliz. 
Siempre había sido así.
Para Mamá sólo existía Bebé, y así se lo demostraba día tras día. Le despertaba con un suave beso en la frente. Se sentaba a su lado y le daba de comer, cucharada a cucharada, los purés que con cariño había preparado durante la mañana. Siempre con una sonrisa en el rostro, sin impacientarse, aunque Bebé jugara con la comida, aunque se comportara mal. Cuando Bebé terminaba le limpiaba la boca con dulzura, recogía los platos y volvía con el chupete —el más bonito, de color marfil y con pequeños dibujos de animales en su base— y los juguetes, para que se entretuviera.
A veces Bebé ensuciaba los pañales. Mamá arrugaba la nariz, sonreía y, con celeridad, se agenciaba un barreño con agua y jabón para limpiarlo convenientemente y cambiarlo. La incomodidad que embargaba a Bebé la combatía Mamá con su perenne sonrisa, con su alegría, y lograba convertir aquel momento bochornoso en un juego para ambos. 
Por las noches Mamá acostaba a Bebé en su cama, en su cuarto de paredes azules y elefantes sonrientes y nubes blancas de algodón, le daba un beso en la frente y le deseaba buenas noches. Bebé sonreía, movía sus manos solicitando un abrazo que siempre llegaba y, cuando Mamá se lo daba, ambos reían y aplaudían y cantaban.
Una mañana Mamá no vino a despertar a Bebé.
Bebé, que había visto a Mamá cansada los últimos días, no se preocupó. Esperó y esperó, con el chupete en la boca, tumbado en su cama, a que Mamá viniera.
Pero Mamá no llegó. 
Llegaron unos hombres vestidos de azul, unos hombres que hablaban a gritos y miraban con recelo a Bebé, que se asustó y no pudo evitar hacer de vientre en los pañales. Bebé lloró y lloró y lloró porque Mamá no venía. Lloró porque no conocía a aquellos hombres que se acercaban a él con reparo. Aquellos hombres que, desconcertados, miraban con repugnancia mal disimulada a aquel anciano desnudo, vestido únicamente con unos pañales, que despedía un hedor insoportable y lloriqueaba como un recién nacido, sosteniendo entre sus dedos temblorosos, artríticos, un ridículo chupete de color marfil.