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jueves, 21 de marzo de 2013

Marta insondable - Micaela Álvarez


No, no es un muro. Es parte del Sol. Aquello que imagino y devoro con hambre repulsiva. Eso es. Terminé con nuestra relación, terminamos mejor dicho ¡en realidad nunca habíamos empezado algo! En el bar de Jorge todo parecía triste aunque mi alma era la única vestida de negro. La esperé dos horas, sin contar que el tiempo se hace eterno cuando uno espera. Llegó con su vestido rosa, ese de flores, su favorito.
—Hola —le dije, seco.
—¿Hace mucho esperas? —murmuró ella.
—No, toda la vida, nada más. No importa.
Tomamos café negro, negro de suspiros y le dije lo que sentía. Ella no dijo nada en palabras pero noté que su corazón se rompía, y no entendí por qué.
Hoy que escribo siento que a veces no sabemos por dónde vamos y si es seguro nuestro camino. Ese camino es en realidad de ceniza azul.
—Marta —la llamé una noche de oscuridad aplastante—, necesito decirte unas cosas, ¿cuándo nos podemos ver?
—Ya no, Esteban, ya no. Terminamos, ¿no te acordás?
Mientras me decía esas palabras finales escuché un rumor a su lado, quizás en su cuello, quizás cerca de sus labios. Un hombre ennegrecido por el sudor de amar a mi mujer, mi Marta insondable.
Un vodka, un perro a mis pies, la estufa como retrato del infierno “pero Marta, pensé, ¡¿ya me olvidaste, tan rápido en brazos de otro, cómo?! No, no era un muro, era la salida a mi dolor.
Dominado por el silencio y los gemidos que imaginé de Marta en esa noche, caminé, volé, susurré sobre las calles sin dejar siquiera un minuto a mi sombra. Una puerta de madera roída, ecos infames de mi llamada, una espera llorosa. Pero Marta no asomó sus ojos tercos. Fui hasta la parte de atrás (sabía que ella dejaba la puerta del patio abierta) y me introduje como una espina en la soledad. Unos ruidos bestiales venían a buscarme desde el primer piso, entonces dejé ver la luz a mi navaja y subí muy callado y rojo a su cuarto. Los ruidos cesaron pero no mi odio y rencor. Abrí la puerta y en la oscuridad una figura negra, era él, y la sangre quedó expuesta como las tripas y el corazón que ya no latía. Lo maté.
No, señor, no es un muro. Es parte del Sol que ya no florecerá más, porque en la queja de esa noche mi Marta resultó estar sola, solita, y de pronto conmigo. Nos amamos como pocas veces y a la luz del velador recientemente encendido vi su cuerpo mutilado, espeluznante en delirio.


Acerca de la autora: Micaela Sabrina Inés Álvarez Astudillo

domingo, 8 de julio de 2012

La espera inútil - Micaela Álvarez


A unos pasos del Cielo, lo vi.
Era él, sí, no había duda. Pasa que Rogelio no podía creer lo que había pasado y se atascó en pleno vuelo.
—¿Qué haces acá, che? —le dije con mi mejor sonrisa de amigos.
—No sé, pero decime vos, cómo andas y en dónde estamos, porque no entiendo bien y hace mucho que no te veo.
—Y sí, pasa que estuve con la gorda y los chicos, nos fuimos de vacaciones y yo nunca más volví, por eso estoy acá; sabes, tenemos que seguir hasta ese cartel, ese que está en amarillo ¿lo ves? Bueno dicen que ahí está San Pedro.
—Sí, eso ya me lo dijeron pero no entiendo.
—¿Qué no entendes Ro?
—¿Por qué estamos acá y todo eso?
—Bueno cada quien deja la vida como puede, después hay una ruta que se divide en un momento en tres grandes caminos, está el Cielo, el Purgatorio y el Infierno. Este lugar es el Descanso porque son muchas horas de viaje ¿viste?; mirá allá está ese café del que todo hablan, te invito a tomar algo, ¿dale?
—Bueno, pero no tengo un mango.
—Yo tampoco, acá no se paga, sólo se invita; siempre el mismo colgado vos, che.
Entramos al bar, yo me sentía contento de haberlo encontrado después de tantos años sin saber nada de él, pero me preocupaba mucho que no quisiera entrar al Cielo.
—Ya sé, ¿no me digas que tenés miedo?
—No miedo no, y entiendo todo lo que me decís, pero no sé si tengo que ir, sabés, mi familia no está acá todavía y no sé...
—Bueno ya les va a tocar, no te apures, esperálos adentro, si estás acá es porque vas directo al Cielo, si no unos ángeles te hubieran llevado a alguno de los otros caminos ¿viste?, acá no te dejan llegar a donde no debés; ¿y qué vas a hacer? ¿Te vas a quedar acá como un boludo vaya a saber cuántos años? No, viejo, no, esperálos adentro te digo. Hablando de esto ¿no te dieron el folleto?
—No, ¿qué folleto? ¡¿Ves, ves?! Por eso no me gusta morir, te tratan como si fueras un boludo y te lavan el cerebro
—No, pero ¿qué decís?
—Sí, es así, vos no te das cuenta, ya compraste el cuento ¡que vivo!
—Nada que ver, no jodas...
—Al final ¿qué Cielo ni qué Cielo?, es lo mismo que cuando vivíamos y teníamos ese laburo de porquería y esa existencia infame.
—Bueno mirá Ro, se ve que hay muchos indecisos como vos, ¡este café está que explota! Yo voy a pedir.
—Dale.
—Mozo, tráiganos dos cafés y cuatro medialunas, por favor, ¡ah! y sacarina porque no me gusta el azúcar.
Ro vos tenes que sentirte privilegiado, la mayoría no llega acá, hiciste las cosas bien se ve, entonces disfrutalo, allá adentro hay miles de cosas que valen la pena, y tu familia ya va a llegar, sólo tenes que aguantar unos años, no sé, lo que Dios diga.
—Sí ya se, pero si son unos años, ¿qué me cuesta esperarlos acá? No pierdo nada, es más, necesito ese tiempo para mí, porque nunca lo había valorado, ¿sabes?
—¿Pero de qué tiempo me hablas? ¿Qué joraca vas a hacer acá? ¡Te van a salir raíces en lo pies! ¡No jodas!
—En serio te digo Esteban, ya fue, yo me quedo acá y los espero.
—Bueno viejo, entonces cuando sea nos vemos adentro ¿eh?
—Sí y jugamos al ajedrez como antes
Memoricé la situación con tristeza. Ese día, tarde o noche, no lo sabría decir porque allí no existe verdaderamente el tiempo como lo conocemos, charlamos de todo, lo que habíamos soñado, aquellas cosas que nos perdimos por no arriesgarnos, las cosas lindas de la vida, la familia, la escuela, los momentos de descanso en el laburo, los viajes juntos en colectivo, las vacaciones compartidas, los perros que tuvimos y que esperábamos encontrar en el Cielo, la extrañeza de saber que de verdad existía Dios y todo eso que nos era desconocido nos lo explicarían a unos pasos del café. Rogelio se quedó, aunque le insistí mucho, no me dio bola; lo triste es lo que pasó después.
Habían transcurrido lo que en vida serían cincuenta años, y ni noticias de Amanda, su esposa. Yo lo podía ver desde una de las rejas, pero él a mí no, porque nunca salió del café y nunca en todo ese tiempo sacó sus ojos del camino que da al Cielo. La esperaba con locura, se tomaba café tras café, lo vi llorar, y ahí se me estrujó el corazón, ¿qué iba a hacer yo? ¡Nada, no podía hacer nada! Hasta que un día, ¡me costó reconocerlo! ¡Qué viejo estaba! Venía caminando muy lento, Jorge, sí Jorge, su hijo mayor. ¡Ni Rogelio ni yo pudimos creerlo y lloramos como locos en la distancia! Rogelito salió corriendo a recibirlo, vi que se abrazaron y entraron al café, charlaron largo  y tendido, pero después ¡sólo salió Jorge!, “no me jodas” pensé “el boludo se quedó en el café”.
Y cuando llegó Jorge al Cielo me acerqué, hablamos mucho y sobre todo esto que había pasado, y ahí me dijo:
—No. Él no viene porque espera a mi mamá, ¿sabes?
—¡Pero tu mamá se murió hace quince años me dijiste!
—Sí, por eso no entiendo
Cansado de esperar a Rogelio, fui a la Administración en busca de respuestas y ahí lo supe.
La muy turra, porque no encuentro otra palabra, le había metido los cuernos y por eso no iba a llegar nunca al Cielo, es más, ni siquiera estaba en el Purgatorio, porque por el largo tiempo que estuvo con el amante la mandaron directo al Infierno. Yo me quedé mudo, no lo podía creer de Amanda, pero así era. No le dije nada a Jorge porque no quería que se pusiera mal, además no me correspondía, pero no me aguanté más y ahí mismo en la administración rogué que le avisen a Ro, porque no soportaba más verlo sufrir.
Lloró muy triste apenas se enteró.
Cuando nos quisimos acordar, ya llevábamos tiempo acá, hasta jugamos ajedrez y todo.
Incluso Rogelito querido, encontró a su primer amor, y ahí esa historia no se las cuento yo, mejor lo dejo a él.

Acerca de la autora:
Micaela Álvarez

sábado, 30 de junio de 2012

Ella y su dulzura podrida - Micaela Álvarez


Afuera, la noche era un largo y distante eco de perros.
Entonces sucedió. El semáforo cambió del verde al amarillo y luego al rojo. Y pensé ¡qué terrible cuando el silencio forma parte de la obediencia! No supe qué hacer, allí, en la soledad de la noche con mis pensamientos azorados por el tiempo. Estaba solo, es verdad, pero acompañado por algo que no me es fácil describir; aún así lo intentaré. Una sombra, una irremediable extrañeza del aire, un suspiro amarillo expulsado de mis pulmones. Las calles susurraban junto al llanto descorazonado de los sauces, la luna espiaba a espaldas de la vieja casona de la esquina. Durante años y años en el barrio se hablaba sobre cosas muy extrañas que acontecían allí; pero esa noche en especial, entre el rumor hecho eco de los perros muertos, mientras el semáforo en rojo me impedía el paso, la vi. Ella me esperaba en la puerta de la casona, tenue, muy tenue y frágil. No caminaba, sino que danzaba en el aire y me miró, me hizo un gesto amigable con su mano derecha y lentamente comencé a bajar del auto. Lentamente, inexplicablemente, porque yo no la conocía pero sentía que la había esperado durante décadas, la había esperado toda mi vida y jamás pensé que la vería tan claramente a pesar de su transparencia y fragilidad. No imaginé que sería tan amigable con un hombre como yo, que nunca disfrutó nada, que nunca regaló una sonrisa a nadie si no era para pedir algo a cambio, un hombre soltero de amargura, refugiado en el recuerdo de su madre, en el olvido de su padre, un hombre sin lágrimas, sin miedos, sin sueños, con los sesos rotos por el dolor de vivir.
Y allí estaba ella, sonriéndome con dientes dulces, con manos etéreas, sin piernas que la aten al mundo deprimente en el cual he vivido. Me quedé inmóvil, no podía seguir caminando hacia ella porque la emoción que nunca tuve me apareció de golpe y fue demasiado para mí. Entonces ella comenzó a flotar acercándose, tan suave, tan bella, tan melancólica en su ser. Me tomó la mano, me miró a los ojos y pude ver el universo entero en los de ella. Acercó muy lentamente sus labios, me besó. Y ahí sentí que nací de nuevo. Ya no era ese desgraciado, era otro.
Será que el destino quiso que la viera, será que el semáforo quiso morir allí, para detener el tiempo quizás, así en el silencio yo podría apreciar la sombra más luminosa que haya visto la humanidad, al ser más hermoso y tenebroso que ojo alguno haya contemplado.
Un camión, tan sólo un camión se interpuso entre nosotros y dejó las palabras mudas y los ecos muertos en el olvido.
Nunca debí haber bajado del auto, nunca debí quedarme en medio de la calle, mucho menos dejar que Ella me besara con tanta dulzura podrida. Pero díganme si ustedes no lo hubieran hecho.

Acerca de la autora:
Micaela Álvarez