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jueves, 18 de septiembre de 2014

La manicurista - Jaime Arturo Martínez






Un corazón es tal vez algo sucio.
Pertenece a las tablas de la anatomía
 y al mostrador del carnicero.
Yo prefiero tu cuerpo.
Margarite Yourcenar

Ayer cumplí cuarenta años. Antes de dirigirme al trabajo, me senté frente a la playa y me vi como cuando era niña. Quería ser bacterióloga como la señora vecina y amiga de mamá. También quise ser cantante. Mejor dicho, quise ser muchas cosas…Desde los diecisiete años me desempeño como manicurista y hoy trabajo para los huéspedes de un hotel de lujo que está frente al malecón. Vivo con mi madre, que se ocupa de la casa. Ella empieza a preocuparme, porque ahora lo olvida todo y anda desgreñada. Ella antes no era así. No conocí a mi padre y mamá nunca lo menciona. Cuando niña le inquiría por él y siempre me respondía lo mismo: que debía de estar en el infierno.
Me gusta mi trabajo. Allí, conozco gente nueva todos los días. Mientras les presto mis servicios, les escucho sus historias o les hablo de la ciudad. Disfruto este ambiente, limpio, adornado y elegante.
Me gustan los hombres. Son la razón de mi vida, tanto como lo es mamá. No prefiero un tipo especial. Me impresionan los alemanes y los gringos por sus cuerpos enormes y sus cabellos rubios, como también el talante de los italianos, los franceses y los argentinos, que se hospedan aquí. A cientos de ellos me los he llevado a la cama. Los elijo entre los clientes más hermosos. Los elijo por sus manos nervudas, fuertes y grandes. Mientras les arreglo las uñas, percibo el olor de sus cuerpos, el brillo de sus ojos, los dejos de sus voces y entonces, llegado el momento de la elección, toco sus pies con mis pies, levanto un poco mi falda y entreabro mis piernas. Me emociona ver su turbación y el temblor de sus labios.

Cuando concluye mi labor los llevo hasta mi casa, a mi cuarto, allí les inundo de besos el rostro, los desvisto, lamo sus mieles y me rindo plena a sus armas desenfundadas. Ya satisfecha les doy un sitio en la memoria y me duermo feliz.


Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez

jueves, 18 de abril de 2013

Entonces, yo le dije: madame - Jaime Arturo Martínez


Durante noviembre y diciembre el ambiente es muy agitado en “La niña de oro “. Aquí hay más de cien mujeres de todos los colores, altura, peso y edades. Los fines de semana es un torbellino que crece y crece con la noche. La música nunca cesa, pues hay dos escenarios en que se alternan dos orquestas: “Los ángeles del ritmo “y “La casino del mar”. Como esta enorme casona está cerca del puerto, todo el tiempo se escucha el mugido del mar y la brisa inunda de arena las pistas de baile. La niña Chepa Machado es la propietaria y siempre anda pendiente de que todo permanezca limpio y que sus niñas se mantengan arregladas y complacientes.
A las muchachas las cambian cada cierto tiempo, algunas vienen del Sinú, del Magdalena, del Cauca o de las Sabanas. Como ocurrió hace cuatro días cuando la Niña Chepa me mandó al puerto de los Vaporinos para que recogiera a cuatro de ellas que venían de Riohacha. Cuando llegué, ya el barco había atracado y las vi sentadas encima de unos bultos. Me acerqué y me identifiqué. Todas se pusieron de pie y me saludaron de mano, la última me produjo una impresión que nunca había experimentado frente a una mujer, era más que hermosa y su piel se parecía al color de la vajilla china, que la niña Chepa tiene para su uso personal. Al verle sus ojos, me dije que me gustaría vivir en ellos por el resto de mi vida. Enseguida pronunció su nombre: Simone.
Mi oficio es el comprar todo lo necesario para el negocio y estar al tanto de las necesidades de ellas. A Simone le asigné el mejor cuarto, el que tiene tres claraboyas por donde se recibe el viento del mar. Por las otras me enteré que era francesa y que había viajado desde Marsella. La niña Chepa apenas la detalló, tomó el teléfono y llamó al capitán Robledo para ofrecérsela. Por lo que escuché de esa conversación, ella debería quedarse encerrada en su habitación desde ese viernes hasta el martes, ya que al capitán no le gustaban los barullos de los fines de semana y apreciaba mejor la discreción de los martes, cuando acuden pocos clientes.
Durante esos días estuve atento a sus requerimientos y como hablaba poco español, yo hacía lo imposible para saber que deseaba comer o que deseaba tomar. El martes a las siete y quince llegó el capitán. Entró como siempre, por la puerta lateral y lo conduje al cuarto de Simone, donde además de la cama se le había dispuesto un par de mecedoras y una mesita de mimbre, en la que estaba una cubeta con una botella de vino y dos copas. El capitán entró y cerró la puerta. Yo me quedé sentado en una banca del pasillo. Al rato escuché al capitán que vociferaba. Éste abrió la puerta y salió al pasillo en paños menores y me increpó porque el vino estaba agrio. Le di disculpas y enseguida le llevé otra botella que agarró de un tirón y se encerró de nuevo. A los pocos minutos se fue la luz y entonces el capitán montó en cólera, abrió la puerta del cuarto y salió abotonándose la camisa hacia la puerta lateral. Cuando sentí que su auto se alejaba, me levanté, fui hasta la ventana y me asomé. En eso vino la luz y procedía entrar al cuarto de Simone. Estaba en ropa interior y con los ojos llorosos. Yo procedí a consolarla, la atraje y empecé a acariciarle el cabello, el rostro, los brazos, la espalda. La desnudé y ahí sí que su belleza se multiplicó. Me tendí sobre ella y empecé a penetrarla al tiempo que ella iniciaba un contonear de caderas, como en una danza y lanzaba los gemidos más tiernos, mientras musitaba: oui, oui, oui…
Al salir de la habitación, cerré la puerta con cuidado y de la nada surgió la figura de Asdrúbal, uno de los ayudantes de la cantina, quien me dijo al oído: - Eres un suertudo, te montaste a la francesita! Yo no le respondí, pero me dije a mi mismo que a la suerte hay que ayudarla…con un vasito de vinagre en el vino y con un pequeño corto en el apagador de la ventana.

Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez Salgado

jueves, 4 de abril de 2013

Segismundo - Jaime Arturo Martínez


Iba en el autobús hacia el colegio cuando tomó la decisión: sería médico. Llovía y veía el agua correr por el vidrio. En adelante, los seis años en la facultad no fueron nada fácil. Las largas noches de estudio en su habitación, las extensas sesiones de disección en el anfiteatro, el pormenorizado aprendizaje de la farmacopea, nada fue obstáculo para alcanzar el esperado día de la graduación en el paraninfo. Después, llegó la especialización: cirugía plástica. Antes, debió aprender portugués e inglés para recoger toda la minuciosa información que le dió la suficiente destreza para codearse con los mejores. Después de dos años de práctica vino la instalación de su propia clínica, donde su prodigioso escalpelo logró prodigios en los cuerpos de las candidatas a los reinados de belleza. Compró el pent-hause a donde instaló a sus padres y a su espectacular esposa, a quien moldeó a su gusto. Entre tantos congresos a los que fue invitado pudo conocer el mundo, visitar playas de ensueño… ¡Abajo todos!, gritó el chofer.

Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez Salgado

jueves, 7 de marzo de 2013

Las dos caras de la moneda - Jaime Arturo Martínez


El poeta Ariel David Signoret (1772–1805) estuvo a escaso medio año de embarcar en su ciudad natal —el puerto de Cherbourg— hacia América. Un accidente casero se lo impidió: una mañana cayó escaleras abajo y murió al instante. La razón de su viaje era casarse con una dama de origen francés, nacida en 1781 en la ciudad de Cartagena de Indias y que respondía al nombre de Doña Marie De La Basse. Su afición era la lectura de poesía y a sus manos llegó un ejemplar del poemario “Les deux côtes de la pièce de monnaie “, celebrado por la crítica francesa por su atildado y exquisito estilo clásico, de la autoría de Signoret. Ella se entusiasmó tanto con su lectura que le hizo llegar al poeta una carta por intermedio del editor. De allí en adelante, la correspondencia se intensificó hasta el enamoramiento y posterior acuerdo de matrimonio, que se cumpliría en la navidad de 1805, en la iglesia de Santo Toribio en Cartagena de Indias.
El poeta vivió siempre con su hermano Maurice, éste se dedicaba al pastoreo de ganado ajeno en Normandía. La noche —después del entierro— se dedicó a revisar los documentos del poeta, guardados en su escritorio: leyó las últimas cartas de Doña Marie, leyó su diario, revisó los pasajes del barco y contó el dinero que éste había atesorado para el viaje a América.
El 5 de diciembre de 1805, Maurice arribó al puerto de Cartagena, a su paso por la aduana se identificó con los documentos de su hermano y luego caminó hacia una plaza, donde lo esperaba un coche que lo llevaría hasta la calle De la Amargura, donde ella vivía en un enorme caserón.
Esa noche, después de cenar con las personas más allegadas a la señora y luego de que éstas se hubieran retirado, Maurice fue conducido a una de las habitaciones del segundo piso por un sirviente. Ya dentro se despojó del saco y de los zapatos con hebillas, se recostó en la cama de olorosas sábanas y sonrió. Pensó en los rostros amables de los invitados, en la figura imponente de su futura esposa. Volvió a sonreír cuando se enteró que era inmensamente rica y poderosa, hasta el punto que su nombre había servido para bautizar la región donde estaban sus propiedades: María La Baja.
Unos golpes discretos lo hicieron sonreír de nuevo. Se levantó, arregló su vestido y abrió la puerta. Envuelta en un pañolón oscuro, ella estaba frente a él, con un candelabro en la mano. Él se apartó, ella entró mientras él le señalaba una silla que, rechazó.
—Lo que vengo a decirle, se lo diré de pie: usted es un impostor, pero no me interesa conocer la identidad de alguien que no puede distinguir entre un soneto y una elegía. Nos casaremos en navidad, pero usted jamás me tocará. Su ocupación será, pastorear ganado, que intuyo es lo que sabe hacer.
Se dio la vuelta, salió y cerró la puerta. Maurice, dejó de sonreír.


Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez

martes, 19 de febrero de 2013

Borrador de nata - Jaime Arturo Martínez


Entre todas las estudiantes de Bellas Artes, Katia sobresalía. Sus maestros coincidían en que sus dibujos eran espléndidos. Sus ojos escrutaban los objetos y los rostros y los pasaba al papel con lujo de detalles. En una ocasión en que comía en un burger con su mejor amiga, ésta se quejó de una imperceptible caída de su párpado izquierdo y le comentó que había sido a consecuencia de una encolerizada disputa que tuvo en la niñez, con una de sus hermanas. Katia reconoció extrañada, que no había caído en cuenta en esa imperfección, con lo acuciosa que era a la hora de observar los rostros. En la tranquilidad de su aparta estudio, recordó el detalle y evocó su rostro. Casi sin querer, empezó a dibujarla, tal como era y, evidentemente allí aparecía esa ligera caída del párpado izquierdo. Tomó, entonces el borrador de nata, borró y corrigió la imperfección. Guardó el dibujo en su carpeta para mostrárselo después a su amiga. A primera hora, recibió una llamada, del otro la escuchó:
—¡Es increíble lo que ha pasado, Katia, esta mañana me miré al espejo y ya no tengo el párpado caído!


Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez

viernes, 15 de febrero de 2013

Basta con uno - Jaime Arturo Martínez


Cuando la comisión de la Contraloría llegó a este pueblo, lo primero que visitó fue el economato del Colegio Nacional, que para la época tenía treinta y tres estudiantes internos. Luego de revisar durante tres horas el libro de entradas y salidas, junto al saldo de tesorería, el Dr. Padrón —jefe de la comisión— dijo en voz alta: —Hay un faltante de cincuenta y tres pesos con sesenta y dos centavos. El ecónomo, Don Carmelo Moreno saltó a defender su gestión, de modo que pidió una revisión y señaló que en veinte y ocho años años como funcionario nunca había tenido un faltante, ni una glosa que pusiera en duda su trasparencia. El Dr. Padrón accedió a la solicitud y procedió a sumar y a restar las cuentas para terminar reafirmándose en lo dicho.
—¡No puede ser! —repetía y repetía Don Carmelo.
Al final y luego de sumar y volver a restar, Don Carmelo le propuso a la comisión que el faltante se le dedujera de sus mesadas, pero el Dr. Padrón fue enfático en que la ley no lo permitía y le dio una hora para que saliera a prestar el dinero, lo trajera y lo restituyera. Don Carmelo, tembloroso y empapado en sudor tomó su sombrero y salió a la calle. A los pocos minutos regresó con una bolsa, entró a la oficina y siguió de largo hacia los patios del colegio. Solo dijo: —Ya vuelvo.
Luego de esperar por más de media hora, el mismo Dr. Padrón fue a buscarlo. No le fue difícil dar con él. Estaba colgado en un árbol de campano. La conmoción fue enorme. La noticia se regó y el pueblo entero se volcó a ver al ahorcado.

Tres días después, la comisión volvió a reunirse en la oficina del economato. En silencio, el Dr. Padrón empezó a ojear los papeles y documentos. De pronto lanzó una imprecación y alzó frente a sus ojos una factura. En ella estaba consignada la compra de dos quintales de yuca y tres docenas de huevos, por la suma de cincuenta y tres pesos con sesenta y dos centavos. Yo, que era el otro miembro de la comisión, al leer el documento, dije —después de un largo silencio—: Por lo menos esto permitirá lavar la honra del Sr. Carmelo Moreno. El Dr. Padrón me respondió, mientras se guardaba el papel: —Tú no has visto nada. Con un ahorcado es más que suficiente.


Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez

jueves, 12 de enero de 2012

De visita - Jaime Arturo Martínez Salgado


A las 8:10 a.m., Tzukiko caminó por el tanami y salió al jardín. Estaba vestida con un kimono rojo con estampados blancos. Su peinado, arduamente preparado indicada una fecha muy especial. Durante el día anterior, ella y sus hermanas habían aseado y aderezado la casa, desde el guardazapatos hasta la terraza interior, frente al jardín. Esa mañana su familia recibiría a Kentaro, el joven que había conocido el fin de año pasado y con quien se desposaría el próximo once de noviembre, número de suerte para los recién casados. Kentaro vendría a la ciudad en el primer vuelo de esa mañana, de modo que cuando ella escuchó el sonido del avión, sonrió y su corazón latió acelerado, eran las 8:12 a.m. Dos minutos más tarde sintió como si el sol se hubiera estrellado contra la ciudad. Ella y su quimono se esfumaron. El “ Enola Gay”, acababa de visitar el cielo de Hiroshima


El autor: Jaime Arturo Martínez Salgado

viernes, 6 de enero de 2012

El acoso - Jaime Arturo Martínez


La relación era muy tensa desde antes de casarse. Le era intolerable que su marido dedicara todo su tiempo libre en leer cuento, tras cuento. Ella lo vigilaba y entonces encendía cuanto artefacto había para desconcentrarlo. Un día, él no aguantó más. Aprovechó un descuido de ella y se subió a un barco, donde unos jugadores apostaban sobre la legitimidad de un collar de perlas, luego recorrería Samoa, el río Paraná, en compañía de un moribundo picado por una culebra, y hasta a París fue a dar, al apartamento de una señorita amiga. Ella no se quedó con los brazos cruzados. Y visitó, día tras día todas las bibliotecas de la ciudad. Una vez, casi se da de frente con él, cuando andaba con Funes, otras veces lo siguió de cerca por la campiña toscana, por Canterbury y por Rusia, cuando él acompañaba a una dama con un perrito. Pero un día lo encontró de cuerpo entero, mientras estaba totalmente distraído. Veía asombrado como el pintor Wang Fo terminaba un cuadro y cómo para escapar del emperador, éste se embarcaba junto a su discípulo Ling en un bote que había pintado dentro del cuadro. El alcanzó a ver el visaje de ella y se lanzó tras el bote. Impotente, ella lo vio alejarse agarrado de la borda, flotando entre las aguas de ese mar de jade.

El autor: Jaime Arturo Martínez Salgado