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domingo, 9 de noviembre de 2014

Desconexión – Carlos Enrique Saldivar


—¡Al fin! —dijo el científico—. ¡He logrado crear la madre de todas las computadoras! ¡Y con ella he podido atrapar la infinita telaraña de Internet, conectando cada una de sus redes a un lugar común! He triunfado, al fin lograré mi gran objetivo: poner fin a esta enorme pesadilla, liberar al mundo de esta cárcel tecnológica que nos mantiene como animales, presos, idiotizados.
El hombre permanecía deslumbrado ante su magnánima invención, no era un artefacto grande, pero sí una creación genial. Esta iba atrapando poco a poco la enorme maraña de Internet hasta convertirla en parte de sí, de esta manera podría desconectar todas las líneas del mundo de golpe, haciendo que la reconexión fuese imposible. Dentro de poco llegaría el gran final. El sujeto tenía sus motivos personales para realizar el violento experimento. Había perdido a su familia, amigos y prometida por culpa del mundo virtual. Estaba solo y sufría. Había tardado nueve años en crear su fabuloso aparato, y al fin conseguiría su venganza.
El proceso se había completado. La Red y la inquietante máquina ya eran una.
—Únicamente he de apretar un pequeño botón y todo llegará a su fin —susurró el espabilado personaje.
Recordó entonces lo fantástica que era Internet. Lo asombrosa, magnífica e incontenible que podía llegar a ser. El libro de arena de Borges. La dimensión de los sueños de Cornwell. Quizá esta inmensa maravilla era también indestructible. O tal vez no. Era cuestión de intentarlo, de presionar el interruptor para anular el sistema que mantenía al gran prodigio con vida. En cuanto apagara el armatoste todo llegaría a su fin. El científico estaba nervioso, su corazón latía con rapidez. No, no debía acobardarse a estas alturas. ¿Podía salir algo mal? Nunca un ser humano común había llegado tan lejos. Nunca.
Oprimió el botón...
Y ocurrieron dos cosas:
La Internet se mantuvo.
La mente del hombre se desconectó para siempre.

Lima, diciembre de 2007

Sobre el autor: Carlos Enrique Saldivar

martes, 26 de agosto de 2014

Inevitable – Carlos Enrique Saldivar


Y tuve una maravillosa impresión, como cuando el río en invierno aumenta su caudal y crece. Así son las niñas cuando se hacen mujeres. Así es ella, un espejismo real, un milagro de hermosura. Como miro el océano la veo a ella, lo he hecho desde hace años. Quisiera ingresar en sus entrañas, nadar hasta extasiarme, sentir sus formas acariciar mi espigado y fuerte cuerpo. Aunque sé que no debo, no he de abandonarme a sus encantos. Me resisto. Pero ella me atrae con una potencia bárbara. La amo, creo. Algo es cierto, la deseo. Inevitablemente caeré en sus redes muy pronto. Su nombre es Linda, es más que eso, se lo he dicho, me ha sonreído y me ha tomado de la mano, no obstante he huido de su lado.
Inquieto, en mi elemento, tengo emociones que me destruyen.
No puedo dejar de pensar en su persona.
Desobedezco una vez más a mis ancestros. Salgo del océano, desnudo, camino hacia a la playa. Me crecen piernas con lentitud. Ya no duele como antes. Mi ropa se encuentra enterrada bajo la arena. Me visto. ¿Habrá de ser este mi destino? Sí. Esta noche cederé a su voluptuosidad. Sé dónde encontrarla. Se alegrará de verme. Entraremos a un universo de frenesí y tempestades placenteras. Ya nunca podremos abandonarnos. Y, como muchos de mi especie, en poco tiempo moriré en sus brazos, satisfecho, agradecido, lejos de mi gente. Me disolveré en el aire impuro de un mundo que no es el mío.

Lima, agosto de 2012

Sobre el autor:  Carlos Enrique Saldivar

jueves, 13 de marzo de 2014

Es extraño – Carlos Enrique Saldivar



Te contemplo, te miro, te observo y tú no puedes hacer lo mismo.
Pero… ¿por qué no me ves?
Claro, no sería tan perturbador si no fuese porque mi imagen frente al espejo ha perdido el control y comienza a quebrar sus manos contra el vidrio, y a gritar insonoramente.
Yo, en tanto, me mantengo incólume, preguntándome qué le está ocurriendo.
Aquel enloquece, sus ojos y su boca se abren con desmesura, se mutila la lengua.
Tales visiones son chocantes, pero permanezco impasible.
Procede a destrozar su rostro contra el cristal. Coge un trozo de vidrio, se corta la yugular, se desangra, se ahoga, cae… sucede todo tan rápido.
No alcanzo a entenderlo aún, mi cerebro es un caos, intenta racionalizar los hechos.
Miro hacia atrás, hacia la puerta del baño, escruto en mi mente la habitación, el departamento, la ciudad, mi trabajo, mi vida, mi soledad.
Entonces comprendo por qué él no podía verme.
Toco la superficie fría del vidrio con la palma de mi mano…

Es tiempo de pasar al otro lado.

Lima, octubre de 2004

Sobre el autor:  Carlos Enrique Saldivar

sábado, 9 de noviembre de 2013

Manos temblorosas – Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Ladya miró con atención a Bustamante, intentando descifrar lo que pensaba y sentía, pero no logró averiguar nada en esos ojos vacuos, en esas facciones que parecían lijadas y pulidas. Los expertos que los rodeaban tampoco parecieron advertir ningún indicio de lo que estaba por venir. Ella sabe que no logrará salir viva de este lugar, pensé mirando el suelo; tendré que empezar de nuevo.
—Todos lo sabíamos —murmuró Ladya, desnudando mi mente—. Era natural que así fuera después de un comienzo tan desafortunado.
Decidí ocultarle mis pensamientos. De nuevo ella dirigió su vista hacia Bustamante. Era injusto, yo pensaba en Ladya, y esta se concentraba en aquel desquiciado. Él la veía como una apetitosa liebre, yo en cambio la amaba.
—No existe —resonó la voz del médico jefe—. Es una entidad que usted ha creado para mantener sus dos personalidades en balance. —Ladya y yo nos observamos—. Esta sesión es importante, no deseamos que usted elimine de su inconsciente a esa persona imaginaria. Necesitamos que la refuerce, para que usted ya no cometa más crímenes.
Con ello deduje que Bustamante era real. Él era el perpetrador de tales delitos, los cuales incluían el homicidio. Si este maldito veía a Ladya como un pedazo de carne que nunca podría devorar, entonces ella no era verdadera.
Por primera vez Bustamante giró la cabeza hacia mí, y me susurró:
—Pronto terminará todo. —Puso su mano sobre mi pierna.
Quise escapar de ahí, pero fui retenido por los enfermeros.
¿Bustamante soy yo?, grité. ¿Soy yo?
—No —dijo el médico—. Usted es Ladya.
Miré mis delgadas manos, mis uñas pintadas. Oí mi aguda y chillona voz.
Me condujeron a mi celda. El otro, el psicópata, se mostró complacido y me siguió durante todo el trayecto.
Nos encerraron juntos. Yo temblaba.

Acerca de los autores:
Carlos Enrique Saldivar
Sergio Gaut vel Hartman

martes, 5 de noviembre de 2013

Flores para Fedra – Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Esta adolescente nos tiene a su merced, pensó Loggart. Nuestras vidas están en sus manos.
—¿Quiere otra porción de pastel de frambuesa? —preguntó Noelia, ajena a todo lo que ocurría a nuestro alrededor.
—No, señora, gracias.
—¿No le gustó?
—Me gustó, pero no deseo seguir comiendo.
—Es bueno para drenar las arterias —insistió la mujer.
—¿Las arterias? —Loggart no lograba fijar la atención en lo que la anfitriona decía. Era como si la jovencita, convertida en una bomba de tiempo, fuera a estallar en cualquier instante.
—Así es, su sangre se tornará más cristalina.
—¿Qué? —Loggart temblaba, no quería admitir que él y los diecinueve soldados que le acompañaban se encontraban en una trampa para conejos. El teniente solamente quería retornar al campo de batalla junto con los suyos. No obstante, cuando la chiquilla le brindó esa mirada de ave rapaz, supo que nunca saldrían de ese pueblo.
—Su sangre sería más sabrosa —dijo Noelia sonriendo—. Si ya no desea alimentarse está bien. Ustedes quedaron a punto. Son mi ofrenda para Fedra.
Loggart no necesitó preguntar quién era Fedra. La leyenda de la Reina Oscura del Sur era bastante conocida. Se suponía que nada más era un mito. A llegar a la aldea, el teniente había notado que no había personas de sexo masculino.
—Sí —dijo la muchachita, adivinando sus pensamientos—. Ellas entregaron a sus hombres. De vez en cuando usan a los forasteros para procrear. Incluso me han dado a sus bebés varones.
El soldado se horrorizó, giró la vista, observó a su reducido ejército durmiendo en el salón. Noelia, satisfecha, se retiraba. El ambiente olía a cementerio.
Fedra acarició el rostro de Loggart y le pasó la lengua.
«Serás el primero, divina flor», dijo el monstruo. «Has tomado setenta y cuatro vidas, eres una dádiva exquisita».

Acerca de los autores:
Carlos Enrique Saldivar
Sergio Gaut vel Hartman

viernes, 1 de noviembre de 2013

Acampada – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


Cuando Murua despertó, se desperezó con lentitud y abrió el cierre de la carpa. Afuera no había nada. El bosque había desaparecido.
—¿Qué sucede? —preguntó Sabrina.
—¡Allá afuera… afuera… no hay nada! —tartamudeó Murua.
No solo era el bosque. La carpa parecía flotar en el vacío más absoluto. En un blanco sin matices, como un universo desconocido al que hubieran llegado de repente.
—¡Qué es esto! ¿Dónde están Alfredo y Raúl? —dijo Sabrina.
—¡No sé! ¡Vamos a morir! —Murua comenzó a llorar.
Sabrina se puso como loca, dijo que mejor se arrancaba los ojos antes de permanecer encerrada para siempre en aquella tienda de campaña, que prefería morir junto a su novio y su amigo en el blanco siniestro que las rodeaba; se apresuró hacia la salida. Murua intentó detenerla, pero su amiga saltó al vacío y desapareció.
Al otro lado Alfredo y Raúl le ayudaron a levantarse. Sabrina les preguntó qué había pasado.
—Nos despertamos y salimos de la carpa, nos vimos rodeados de una claridad extraña, no había cielo, ni piso, avanzamos y aparecimos en el suelo. Al parecer, se trata de un pequeño mundo alterno, situado a pocos metros de nosotros —dijo Alfredo.
—No lo entiendo; anoche, al dormirnos, esa cosa blanca no estaba cerca —dijo Sabrina.
—No te olvides de que el planeta no es estático, el movimiento de rotación debió colocarnos dentro de ese espacio. Se puede entrar y salir con facilidad —dijo Raúl.
—El problema es que dicho universo es muy difícil encontrar. Las hemos estado buscando durante una hora —dijo Alfredo.
—¡Tenemos que ubicar a Murua! Ella todavía está adentro —indicó Sabrina.
—Tratemos de hallarla, ¡pronto! Espero que pierda el miedo y decida salir —dijo Raúl.
Buscaron durante horas, durante días, durante años, y no pudieron encontrar aquel blanco extraordinario.
Murua nunca salió.

Acerca de los autores:
Carlos Enrique Saldivar
Alejandro Bentivoglio

viernes, 20 de septiembre de 2013

El valle de Firgana – Sergio Gaut Vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Habían escalado más de trescientos metros cuando el terreno se niveló. Ahora la pendiente era suave y estaba surcada por vetas oscuras, costurones claramente marcados, parecidos a canales en los que bullían sustancias semejantes a la miel. Al ver correr el agua, Hestor inició una breve búsqueda de la fuente, y al cabo de unos minutos llegaron a una hondonada lo suficientemente ancha y profunda.
—Esto es el lecho de un río —dijo Iuster y, saltando con agilidad, echó a caminar por el mismo—. Lo encontraremos a unos metros. —Hestor lo siguió, entusiasmado.
Caminaron durante una hora.
—¿Cuándo hallaremos la bendita fuente? ¡Estoy agotado! —dijo Hestor.
—Pronto. Sé paciente.
—¿Cuándo es «pronto»?
—Un rato más.
Sin embargo, avanzaron otra hora.
—¡Ya no puedo…! Pásame el agua —dijo Hestor.
—Toma. Tranquilo, ya falta poco.
—¡No me tomes el pelo! ¡Sé que estamos lejos aún!
—Entonces deja de parlotear y camina.
—¡No pienso andar un solo metro! ¡Me has engañado! ¡La dichosa fuente no existe!
—Sí que existe, llegaremos, eso te lo juro.
—Regreso, adiós, persigue tu sueño solo. —Hestor intentó volverse, pero sus pies no respondían. Esto lo aterró. Iuster forcejeó con él, le quitó sus provisiones y le dijo, riendo:
—Ya no necesitarás eso. Vamos.
Trajinaron dos horas más.
—No puedo, no puedo… —susurró Hestor y cayó, desmayado.
—¡Por fin! —dijo el hombre, satisfecho de haber cumplido el rito con precisión—. ¡Oh, magnánima Firgana, recibe este sacrificio y dame sus años de vida!
El valle se abrió ante sus ojos, del centro surgió una fuente de agua que formaba el rostro de un horripilante ser, el cual se tragó el cuerpo caído. Acto seguido ilumino el rostro del devoto, llenándolo de una extraordinaria vitalidad.
Al terminar, Iuster desanduvo sin dificultad la accidentada ruta, rumbo al pueblo.

Acerca de los autores:
Carlos Enrique Saldivar
Sergio Gaut vel Hartman

La gota – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


La gota empezó a caer en la noche. Muriel maldijo en voz alta y fue a buscar un balde. El techo no parecía estar rajado, pero el departamento no era muy nuevo y tenía sus desperfectos. Se fue a trabajar y durante el día se olvidó del asunto. Sin embargo, cuando llego a su casa, vio que la gota seguía cayendo. El cubo estaba lleno, aunque no se desbordaba. Por desgracia, no pudo hallar ese día al encargado del edificio. Tiró el agua del balde y colocó otro para recibir la gota. Se percató de que el líquido estaba limpio, es más le parecía puro, cristalino. Muriel imaginó que el problema también le competía al habitante del cuarto superior. Sabía que allí vivía una joven delgada, menuda y bonita. Se dirigió al piso de arriba y tocó la puerta. Insistió y golpeó con fuerza; la chapa era de mala calidad y la entrada se abrió. La anciana ingresó con cautela y encontró la cabeza de la chica tirada en mitad de la sala. Gritó, pero nadie la oyó, ¿Fue asesinada? Tal vez. Por alguna pareja que… había descubierto lo que ella era: el cráneo se deshacía poco a poco. Muriel había escuchado historias en su niñez acerca de estos seres. Se persignó. Permaneció un par de horas, triste, junto al resto, esperando que se hiciera agua por completo. Más tarde, cuando la última gota hubiera caído, vertería el líquido en el jardín del primer piso y colocaría una cruz blanca. Así lo indicaba la leyenda de las «gotas humanas».

Acerca de los autores:
Alejandro Bentivoglio
Carlos Enrique Saldivar

domingo, 9 de junio de 2013

Textos para matar – Sergio Gaut Vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar



Nargon había llegado a la madurez y creía poseer méritos suficientes como para formar parte del Consejo Asesor de Proveedores de Asuntos Relacionados con la Creación de Obras Literarias de Umela. Pero los anquilosados ancianos del CAPARCOLU no tenían la menor intención de promover a Nargón, por lo que este decidió que escribiría un libro con fuerza destructiva y que en él aparecerían tachados algunos de los nombres de los viejos fracasados y resentidos. Tachar, entre los umelitas, equivale a matar. Tituló su obra «Tipear un Mundo Nuevo» y la terminó en un mes. Ningún anciano falleció. Nargon no entendió qué había pasado; le hizo leer el volumen a un editor y este, riendo, le indicó cuál era la falla: había una errata en el título (cuando hay errores o erratas, el efecto de aniquilación no funciona). Según el Cuaderno Sagrado de la Real Escuela se dice «tipiar», no «tipear», explicó el editor. «Qué horrible», dijo Nargon. «No debería existir la palabra “tipiar”, es espantosa». De pronto el autor sintió un gran dolor en el pecho, trastabilló y, con los ojos desorbitados, cayó al suelo. Su corazón había estallado en pedazos.
—Qué sujeto tan parvo —dijo el Presidente del CAPARCOLU al enterarse del hecho—. No tomó en serio nuestra segunda y más delicada regla: Aquel que escriba un texto con fuerza destructiva y consigne allí un error o errata no solo perderá la facultad de aniquilar a otros, sino que morirá al día siguiente de finalizar el libro.
—Debió solicitar un corrector de estilo, de haberlo hecho su plan habría funcionado. Los revisores pueden detectar fallos en doce horas —dijo alguien.
—Por desgracia para él, y para fortuna nuestra, tenía el ego del tamaño de una estrella. La soberbia conduce a la obcecación y esta, al fracaso.

Acerca de los autores: 
Carlos Enrique Saldivar

sábado, 23 de febrero de 2013

¿Será el Final? – Ada Inés Lerner & Carlos Enrique Saldivar


Aún sigo yugando en «aquella casa de citas» de madama Luciana, por la que pasan hombres solos que necesitan compañía; a veces se repiten los amigos, conocidos y desconocidos, cada cual con su suerte y el poco de esperanza que les resta; casi todos me preguntan qué pienso que pasará el 21 de diciembre, todos tienen miedo al día del Juicio Final, que le dicen. Algunos preguntan y, sin esperar mi respuesta, se encogen de hombros y se van pronto. A otros les preocupan las cuentas pendientes y sus seres queridos. Yo no tengo asuntos sin resolver ni a nadie en el mundo. Sigo trabajando como burra pues no sé hacer otra cosa. Hago felices a los parroquianos de mil y una maneras y puedo asegurar sin una pizca de modestia que ellos quedan satisfechos siempre. Sin embargo, me pregunto: ¿y si hubiese un Final? ¿Si toda la vida en el mundo se extinguiera? Permanezco mucho tiempo, días, meditando en ello.
Llega la ¿esperada? fecha y yo me encuentro dándole de besos a un congresista. Él me pregunta, riendo, si creo que ocurrirá algo al dar la medianoche. Le digo que se relaje, y seguimos, continuamos hasta que él me pide realizar aquellas cosas que tanto detesto. Ni modo, las hacemos hasta que por fin nos desvanecemos de cansancio.
Sueño con fuego, océanos y llanto.
En cierto momento nos despertamos juntos, vemos el intenso resplandor y… ¿será el Final? No. Ha amanecido. Otro día más de dura labor, pienso. Ojalá el Final hubiese llegado. Pero no, las personas como yo no tenemos tanta suerte.


Acerca de los autores:  
Ana Inés Lerner 
Carlos Enrique Saldivar

viernes, 22 de febrero de 2013

Bienvenida, preciosa – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


Marie se despertó lentamente. El ambiente borroso iba a tono con su memoria. Le dolían las muñecas. Tardó un rato en darse cuenta de que estaba atada. Dentro de una pequeña jaula maloliente. Quiso gritar pero una venda le ocultaba el sonido. Un tipo vestido con un delantal de cuero se movía pensativo alrededor de una mesa donde una mujer yacía desnuda, apenas cubierta por su propia sangre. Aún vivía pues se notaba su respiración. El sujeto cogió un enorme cuchillo de carnicero y procedió a abrir el vientre de la muchacha. Marie cerró los ojos y chilló para sus adentros. Imagino lo peor, lamentó haberse peleado con Mariano, haber salido de aquella fiesta sola, en busca de un taxi.
Ahora ella recordaba, el taxista y aquel maniático eran la misma persona.
Cuando el hombre terminó de cortar en trozos a su víctima, se dirigió hacia Marie, abrió la jaula y la desmayó con cloroformo. La chica despertó atada, sentada a una mesa. En el plato había trozos de carne humana. Frente a ella se hallaba el asesino, al parecer repetía una oscura letanía en una lengua ininteligible. El reloj de la pared indicaba las dos y quince de la madrugada.
—Es Navidad, encanto. Esto es para ti. No me gusta cenar solo esta fecha. —El hombre le quitó la venda de la boca y le obligó a comer los restos hasta hacerla vomitar. Cuando intentaba gritar, la golpeaba, hasta que la desmayó. Horas después la chica, adolorida, escuchó aquella gélida voz:
—Gracias por cenar conmigo. Te quedarás aquí unos días. Tranquila, te alimentaré bien. —Marie se debatía, atada, dentro de la jaula—. Ya se viene Año Nuevo. No me importa comer a solas ese día. Alégrate, serás una cena estupenda. Ahora, dulzura, vuélvete a dormir.


Acerca de los autores:    Alejandro Bentivoglio
                                      Carlos Saldivar

martes, 22 de enero de 2013

Sumando mi autoestima – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


Dentro de los números, no tengo mucha gravitación. Al menos no yo solo. Necesito de otros números para tener un valor que haga que la gente se fije en mí. Sé que no soy un cero, los cuatros y los cincos me lo dicen para consolarme. Pero ser cero no es problemático, el cero tiene un misterio a su alrededor que lo hace especial. En cambio, a mí nadie me nombra, nadie recuerda quién me creó. Intento descubrir qué número soy, desearía ser un siete, el número de la suerte, pero este se presenta ante mí y me dice, riendo, que nunca alcanzaré su precioso lugar. ¿Qué dígito seré? Espero no ser el número uno, un solitario egocéntrico que, en realidad, es bastante simple y aburrido. Tampoco quiero ser el dos, la cifra más sucia de todas, sin embargo vive contento y es fiel en sus relaciones. Podría ser un tres, aunque suele tener mala suerte en el amor; eso sí, le va bien en otros asuntos. El ocho, el dígito más matemático de todos, se me acerca y me dice que puede ayudarme con mi problema, aunque va a costarme. Le entrego todo lo que poseo y en un plazo muy breve me indica que soy el seis. ¡El número del diablo!, pienso. Me abandono al miedo y a la decepción durante un tiempo, sin embargo las cosas dan un enorme giro cuando el nueve se me acerca y me dice que me adora. Ahora estamos juntos y la pasamos muy bien. Y las personas se fijan siempre en nosotros, sobre todo al momento de realizar aquel hermoso acto llamado «sexo».


Acerca de los autores:

lunes, 14 de enero de 2013

No me quiere, me quiere – Alejandro Bentivoglio y Carlos Enrique Saldivar


Alexandra no me quiere, pero en el fondo es porque me quiere. Lo puedo adivinar perfectamente. La orden de restricción, ¿no es acaso una muestra de lo mucho que le importa mi presencia? Incluso un móvil policial vigila su casa para asegurarse de que yo estoy por ahí, acechando con la pasión de quien sabe que el amor hay que mantenerlo a toda cosa para que no se consuma en el olvido. Sé que lo correcto es evadir a los guardianes de la ley, penetrar en su vivienda, en su habitación y hablar con ella. Pongo en marcha mi plan y lo consigo. Sin embargo, al llegar a su recámara lo último en lo que pienso es en charlar, le tapo la boca, le doy un puñete, le arranco el camisón y la fuerzo a hacer el amor. Ella, aunque demuestra que no quiere, lo quiere. Lo sé, rechaza con fiereza mis maltratos. Cuando termino, decido estrangularla. Así será mía por siempre, nunca me abandonará. Morirá por mí, porque me quiere. Sus ojos se abren con fuerza, se relaja, sonríe, me dice que he sido su mejor macho, que me adora, que desea amanecer a mi lado, que no la mate pues quiere pasar más noches conmigo. No sé qué decir, me siento en la cama y miro a la pared. Ella me abraza, me besa, sabe a azúcar, a sal, a agua. Su madre entra de improviso y nos ve, comienza a gritar y sale despavorida de la residencia. No reacciono. ¿Por qué, Alexandra? Dejo que me arresten, que me conduzcan a la comisaria, que me encierren. Lloro, grito, me desvanezco de dolor, ya no deseo vivir. Mi hermosa Alexandra. Me quieres. Sí, en verdad me quieres. Pero en el fondo es porque no me quieres.

Acerca de los autores:

martes, 8 de enero de 2013

El moho – Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Missy comenzó a percibir una extraña sensación. Le pareció comprender que había descendido demasiado a las entrañas de la Tierra porque sentía una sed abrasadora. Lo terrible era que no le quedaba ni una gota de líquido en la cantimplora y, además, tenía un hambre de loba. No era inteligente especular que el moho de la vida crecería sobre aquellas rocas, sumido en una luz tan pobre, pero esa era su única esperanza, ya que retroceder para ser cazada como un animal indefenso estaba fuera de consideración. Se maldijo a sí misma por ser tan tonta y no haberlo previsto; culpó de todo a la emoción desmedida de aquella expedición. Missy comenzó a buscar el moho con la linterna de alta tecnología, lo encontró rápidamente y procedió a alimentarse. Cuando hubo terminado, se sintió extasiada, pensó en llevar el hongo a la superficie, pero no pudo hacerlo. Fue el moho el que —entre carcajadas— la condujo a ella hacia las aterradoras profundidades de su reino.


Acerca de los autores: 
Carlos Enrique Saldivar

viernes, 4 de enero de 2013

La ley del monstruo — Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Terminó el espacio publicitario y todos corrieron a preparar empanadas, acatando sin discutir las directivas del líder gastronómico, Sri Chef Gourmet.
—A mí no me gustan las empanadas —dijo Daniel Asecas cortando la carrera de los obsecuentes.
—¿Cómo que te disgustan? —lo reprendió su madre—. Las empanadas son lo más rico que hay. Lo dijo el líder gastronómico.
—¿Y si el líder dice que te suicides te vas a suicidar? —insistió Daniel.
Ahora los obsecuentes no se limitaron a detener su marcha. Miles de miradas iracundas y estupefactas se clavaron en el adolescente.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Retráctate ahora mismo! —indagó su padre.
—¡No! No me gustan y punto. No las cocinaré. No me las comeré.
—¿Sabes lo que pasará, tonto? —preguntó su madre.
—Sí.
—Hijo, reflexiona, aún puedes desdecirte —señaló su padre.
El joven se alejó del grupo y caminó en dirección del horizonte. Las personas se miraron, sorprendidas. Luego siguieron con lo suyo.
A lo lejos se oyó la explosión.
Algunos voltearon para verla.
Todos tenían la bomba implantada en sus pechos. Esta estallaba cuando alguien mencionaba la palabra «No», minutos después, para no lastimar a quienes rodeaban al infractor.
Daniel sabía lo que le ocurriría, todos lo sabían.
En cierto momento, algunos dejaron de preparar empanadas y miraron hacia el lugar donde el quinceañero había fenecido; de inmediato continuaron con su labor; unos con lágrimas en los ojos, otros con el miedo corroyéndoles las entrañas. Otros diciendo «No» en sus mentes una y otra vez, reuniendo el valor necesario para mencionarlo a viva voz algún día.



Acerca de los autores: 
Carlos Enrique Saldivar

miércoles, 2 de enero de 2013

La puerta se cierra – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


La puerta del cuarto se cerró sola. Munro estaba escribiendo y solo escuchó el portazo. Extrañado, comprobó que no había corrientes de aire. Volvió a abrir la entrada y miró la casa que estaba envuelta en la oscuridad. Le gustaba encerrarse para escribir y tener tranquilidad. ¿Si no había viento, qué había cerrado la puerta con tanta violencia? El autor sintió que la vivienda comenzaba a enfriarse. Suspiró y un vaho helado salió de su boca. Regresó a la novela, se sentía animado porque ya iba a finalizarla, se titulaba «El día más frío», sobre una oleada de congelamiento que arrasaba con la humanidad en pocas horas. Munro se preguntó qué posibilidades había de que eso pasara en la realidad. Ninguna. Sin embargo, el frío se acrecentaba. El autor se puso nervioso pues comenzaba a helarse. Sintió dolor en la piel, en los huesos. Observó la ventana, todo lucía bien afuera, el fenómeno solo tenía lugar en aquel cuarto. De pronto la ventana fue tapada por una especie de placa metálica. Munro se aterró, debía escapar, quiso abrir la puerta para salir de la habitación, mas no pudo. La estancia alcanzaba la misma temperatura que la congeladora de un refrigerador. El novelista cayó al suelo, sentía que el estudio se desprendía de su base y se elevaba. Recordó un cuento de ciencia ficción que había escrito hacía una década, «Personas refrigeradas», acerca de habitaciones abandonadas en todo el planeta, las cuales eran en realidad neveras ideadas por extraterrestres y cada cierto tiempo atrapaban uno o más humanos, quienes, al llegar a su destino, eran descongelados y devorados.
¿Qué probabilidades había de que tal historia pudiera ser verdad?
Ninguna, maldita sea, se respondió Munro. Y falleció.
Pocos segundos después el frigorífico era colocado en la nave espacial.

Acerca de los autores:
Alejandro Bentivoglio
Carlos Enrique Saldivar

martes, 11 de diciembre de 2012

Búsqueda nocturna – Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Netland divisó la vaporosa luz amarilla que cubría las zonas bajas de la isla, una fosforescencia áspera que se alzaba a medio metro por encima de la hierba, flotando como un enjambre de moscas que sobrevuela un pedazo de carne putrefacta. Se distrajo cuando el motor de una lancha ronroneó cerca de los arrecifes, pero volvió a concentrarse en lo que más le importaba: hallar el cadáver de Velasco antes de que las sombras del crepúsculo cubrieran el inhóspito territorio. Descendió del bote y su perro comenzó a olfatear cerca de la orilla. No había nada por ahí. La extraña refulgencia se intensificaba. El can lo condujo tierra adentro, al fondo, entre unos matorrales. Olía horrible, Netland sentía que se desmayaba. Tropezó con algo alargado y de textura suave. Era una forma cabezona que se enroscaba. El marinero huyó de allí. El sabueso no pudo hacerlo pues fue cogido por las patas y engullido. Cuando Netland subió a su bote, tenía claras dos cosas: primero, nunca encontraría a Velasco, jamás podría llevarle sus restos a su familia para darle sepultura. Segundo, jamás volvería a ese infernal sitio ni permitiría que otros lo hiciesen.
Una antigua leyenda de los mares del sur hablaba de las «islas vivientes», gigantescas entidades que flotaban a la deriva, alimentándose de todo tipo de peces. Algunos marineros las confundían con ballenas azules o monstruos marinos, mas nadie sabía lo que en realidad eran estos siniestros especímenes. A veces, por falta de alimento o cuando se cumplía su ciclo, estos seres morían. El espectáculo era horrible. Monstruosos gusanos salían de su organismo y devoraban el cuerpo muerto, así como a toda criatura que tuviera la mala suerte de hallarse cerca. La vaporosa luminiscencia amarilla provenía de los gases internos.
Netland contaría su historia.
Nadie le creería.

Sobre los autores:
Sergio Gaut vel Hartman
Carlos Enrique Saldivar

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Costos – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


Se despierta a la misma hora, todas las madrugadas. Siente que una fuerza más poderosa que él lo invade, que lo lleva a querer matar a toda su familia. De hecho, no es la primera vez que intenta estrangular a su esposa. Incluso una noche ha descuartizado al perro. No es el único de la casa que experimenta los fenómenos. Pero todos aceptan que el alquiler de Amityville es una ganga. Les resultaría imposible marcharse en ese momento, por ello se someten a la cruel malignidad que invade la residencia. Padecen las perturbaciones, las alucinaciones, las sensaciones pútridas que les invitan a lastimarse entre ellos.
Se despierta. Esta vez lo va a hacer. Se dirige al cuarto de su mujer primero. La asesina de seis martillazos en la cabeza para no hacer ruido. De inmediato, se dirige el cuarto de sus dos pequeños hijos. Los cocerá a balazos. Pero sucede algo imprevisto: recibe un golpe en la cabeza, cae al suelo, sangrante. Acto seguido es bañado con gasolina, y le prenden fuego. Se le han adelantado. El poseído ha sido atrapado por alguien más listo que él y arde en vida.
Después de matar a su padre, los niños retornaron a su cuarto y se golpearon con ferocidad el uno al otro hasta que fueron consumidos por las llamas.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Un trato difícil – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


En la encrucijada, el músico hizo el ritual tal como le habían dicho. Un profundo olor a azufre le indicó la llegada del Maligno.
—Quieres un trato —dijo el Diablo.
—Sí, quiero ser el mejor músico del mundo.
El diablo parecía un hombre como cualquier otro. Aunque sus ojos eran insondables.
—¿Qué instrumento tocas?
—El ukelele —dijo el músico.
El Diablo frunció el ceño. De inmediato, mencionó:
—De acuerdo. Solo firma aquí.
—¿Qué es este conjunto de papeles?
—Es un contrato.
—¿Puedo leerlo, verdad?
—Por supuesto. Lo resumo, aceptarás darme tu alma y te entregaré el talento.
—Quisiera sacar mis propias conclusiones, por favor, démelo.
—Ten. Chequéalo todo lo que quieras.
—¿Es necesario que lo revise un abogado?
—Nada de eso. Este trato es entre tú y yo solamente.
—De acuerdo, pero son varias páginas… quisiera revisar el documento un rato.
—Claro, tómate tu tiempo, esperaré.
Después de dos horas, el Diablo comenzó a impacientarse. Iba a llamar al músico, pero este se acercó, fastidiado, y le dijo:
—¿Sabe qué? Hay muchos puntos que no entiendo, ¿me los podría explicar?
Será un trato de jodido, pensó el Maligno. Pero valdrá la pena.
Los idiotas hacían que el fuego infernal ardiera con especial intensidad.

Acerca de los autores:
Alejandro Bentivoglio
Carlos Enrique Saldivar

sábado, 10 de noviembre de 2012

Carrera – Alejandro Bentivolgio & Carlos Enrique Saldivar


Jorge empezó a correr antes de que el juez diera la orden de largada. Los otros maratonistas pensaron que alguien diría algo y anularía la salida. Pero nada pasó.
—¡Hizo trampa, vamos por él! —gritó uno.
Aunque ya les había sacado una distancia importante, todos salieron tras sus pasos. La idea ya no era la meta. O, más bien, la meta era otra. Atrapar al tramposo y darle su merecido. No podían alcanzarlo, parecía una gacela, además llevaba mucha ventaja. El representante de Sudáfrica se aproximaba a él, pero el tramposo le dio un codazo en la cara y lo dejó fuera de juego. Esto irritó a los otros veintiocho competidores, quienes solo deseaban darle alcance para hacerlo trizas. Jorge estuvo al frente durante toda la ruta y llegó a la meta primero, pero, cuando vio los rostros de sus rivales, se dio cuenta de que no debía dejar de correr. No recabó el trofeo ni los cinco mil dólares del premio. Huyó por toda la ciudad, por todo el país, por todo el mundo. E iban tras él.
Aún hoy sigue corriendo, acosado por sus contendientes, los cuales intentarán destruirlo en cuanto lo atrapen. Nunca mira atrás. No come, no duerme, solo espera llegar a una meta, una que está más allá del tiempo, de la muerte, de este universo. Cabe decir que nunca conseguirá su objetivo. Ni tampoco sus perseguidores.

Los autores:
Alejandro Bentivoglio
Carlos Enrique Saldivar