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martes, 30 de octubre de 2012

Nuevos tiempos - Laura Ramírez Vides


Siglo XX, cambalache; siglo XXI, frenesí.
Me siento rara, mal. Me estoy mareando. Empiezo a temblar. Un cosquilleo extraño se apodera de mis manos; se me duerme el brazo izquierdo. El corazón se desboca, respiro agitada. Definitivamente estoy mareada. ¿Me bajó la presión como de costumbre? Soy de presión baja. No, por primera vez en mi vida me subió. Al menos eso me dice la enfermera que tiembla tanto como yo mientras insiste en estrangular mi brazo; no sé si lo hace para reconfirmar los valores o para ver si reacciono ante el dolor. Trato de levantarme de la silla, quiero escapar pero no puedo a la vez que me aferro a los apoya brazos buscando seguridad y, al hacerlo, las manos adormecidas empiezan a doler. Al menos volví a sentirlas, hace instantes estaban totalmente entumecidas. Me ahogo. Quiero llorar o gritar pero ni siquiera puedo hablar. Sólo temblar. Los que están a mi alrededor me miran, fijo. Sus caras reflejan miedo. Siento que todo mi cuerpo está acelerado; sin embargo el tiempo pasa… ele-e-ene-te-o. ¿O será que todos corren? Traen agua, gaseosa, sal, azúcar. No se deciden, y a mí que me ofrezcan todo junto me está revolviendo el estómago. Llaman a la ambulancia, no logro escuchar; o tal vez sería acertado decir que no logro entender qué le dicen al servicio de emergencias.
Y bueno, hasta acá llegué; pienso. Me infarté.
Ataque… pero no de corazón; de pánico.

Tomado de: http://elpatiodelamorocha.blogspot.com/

Sobre la autora: Laura Ramírez Vides

jueves, 11 de agosto de 2011

Instantes - Laura Ramírez Vides


Barrancas de Belgrano. Salgo a la calle en pleno diluvio, abro mi paraguas y me pregunto por qué me habré puesto tacos en un día con alerta meteorológico. Empiezo a caminar despacio hacia Cabildo, barranca arriba, algo definitivamente no fácil con estos zapatos. La gente corre mientras yo juego con el viento y mi paraguas: “que no me lo rompés, que sí, que no, que sí”. Prolijamente piso todas las baldosas flojas disponibles. Está empezando a hacer frío; el viento lo está trayendo. Llego a la esquina de La Redonda, una iglesia increíble sobre la que pesan tantas leyendas… y sucedió; fue solo un instante. Parada en la esquina mientras espero el cambio de luz del semáforo pongo mi paraguas de costado para ver la cortina de agua reflejada en la farola de la calle; un padre se empapa con su hijo chiquito a upa, me da pena, el frío, el futuro resfrío; escucho el ruido de cascos contra el asfalto (¿todavía queda algo de empedrado en Belgrano?). Ruido de cascos, sí, en Barrancas de Belgrano. Bajo el diluvio, con La Redonda de fondo, veo venir a cuatro caballos con sus correspondientes jinetes con sus correspondientes capotas. Instante mágico. El ruido de cascos se aleja mientras con total felicidad recupero la sensación de vivir en una ciudad fascinante. Así, con una sonrisa leve y serena, llego a Cabildo. Enseguida viene el colectivo y al subirme me doy cuenta que estoy de buen humor. Saludo al colectivero, quien al devolverme el saludo también parece contento; le pido el boleto y me siento en el primer asiento de la puerta del medio. El colectivo está casi vacío y algo raro empieza a suceder; a la mayoría de la gente que sube le encuentro cara conocida. ¿De dónde los conozco? No me acuerdo, pero es agradable viajar con supuestos conocidos. Hasta que sube ella: una señora totalmente común, con ropa común, voz común, pero con una mirada… sí, cuando me mira también pienso “a esta mujer la conozco” pero la sensación es por demás desagradable, sombría. Se sienta en el primer asiento y comienza a hablar con el chofer. El diluvio afuera continúa, las calles tienen más y más agua acumulada, el colectivo a veces patina al frenar y esta mujer que no para de hablar... Por suerte el chofer es cuidadoso, pienso. La lluvia torrencial impide ver el afuera con claridad. Entramos al túnel y, de repente, no sé si estamos patinando o flotando pero siento que el colectivo de a poco se convierte en uno de juguete y rebotamos contra el paredón, sin que nadie emita sonido alguno, volvemos al medio del túnel a rebotar contra las columnas, de nuevo vamos hacia la pared cuando finalmente el silencio se rompe, el chofer grita “¡No!” y todo se oscurece.

Me dicen que ya me revisaron, son desconocidos que no paran de hacer preguntas y aseguran que el golpe en la cabeza fue muy fuerte pero que estoy bien, que ya volví. ¿De dónde?
Pido ir al baño, necesito escapar de tantas voces y manos. Me acompañan a la puerta y aquí estoy, sentada en el baño de un hospital, sin saber quién soy.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Madrugada - Laura Ramírez Vides


Escucho a una mujer gritar. El grito es largo y desgarrador, de esos que salen bien de adentro, de las entrañas; profundo.
Siento una presencia a mi lado. Me despiertan tocándome el pecho. Un dedo toca la base de mi esternón.
Giro mi cabeza al mismo tiempo que abro los ojos. Ahí está parada, mirándome; la veo al amparo de la media luz de la madrugada que entra por las rendijas de la persiana. Me muestra un brazo todo manchado, lo toco, está pegajoso. Me incorporo en un movimiento lento. La miro mejor y su cara parece mal maquillada, con pinceladas burdas que le rodean la boca, impregnan sus mejillas, invaden su nariz. Le pregunto si está bien. Asiente. Sus ojos denotan una sabia serenidad. La tomo de la mano y con calma nos vamos juntas al baño. Empiezo a lavarla, en silencio. La sangre corre despintando ese cuerpo que amo tanto. La ceremonia se interrumpe por mi voz.
—¿Te sangró la nariz?
—Sí, mamá.

Laura Ramírez Vides
Tomado de El patio de la morocha

sábado, 17 de julio de 2010

Distorsión - Laura Ramírez Vides


Es tan ridículo y a la vez gracioso. Nos imaginan (¿o nos ven?) verdes, altos, delgados, cabezones; a nuestro planeta lo “pintan” de rojo. Los venusinos tienen mejor imagen, a ellos los dibujan con alas y los llaman ángeles.
Los humanos son realmente unos personajes, aunque en realidad creo que simplemente son burdos. Piensan que avanzan tecnológicamente. En medicina tienen aparatos que consideran de alta sofisticación y siguen sin descubrir el implante.
Ver para creer, dicen. Si supieran que lo que creen ver simplemente no es.
El propósito de la Confederación es claro: los humanos son especimenes para estudio de toda la galaxia y delicatessen para los habitantes de Saturno (nos costó pero logramos frenar su insaciable apetito y tosquedad en la abducción; ¡maldita costumbre tenían de hacerlo siempre en el mismo triángulo!).
Pero hay unos pocos humanos que nos preocupan, son fuertes, determinados, y cuando al nacer les implantamos el distorsionador de imagen, lo rechazan.
Éstos sí son peligrosos.
Varios ya me han descubierto; lo sé, algunos me hablaron pero yo no contesté, sabían que estaba ahí y ayer a la noche… un espécimen femenino caminó directo hacia mí y me tocó.
Algo vamos a tener que hacer con ellos. Los humanos los llaman ciegos. Yo considero que son nuestra perdición.

Laura Ramírez Vides
Tomado de El patio de la morocha

miércoles, 28 de abril de 2010

Omnipresencia - Laura Ramírez Vides


Estoy soñando. Sé que estoy soñando y me veo en el sueño. No es una sensación agradable porque no logro entregarme al sueño. Lo veo, a la vez que lo vivo y lo analizo.
Hace tiempo que no soñaba o no recordaba el haberlo hecho. Este parece un compilado de pesadillas clásicas. Me corren, trato de correr pero estoy siempre en el mismo lugar, están por atraparme… en un sueño normal me despertaría por el miedo pero como lo estoy viendo… nadie llega; simplemente empiezo a caer, siento el vacío, grito tan largo como es imposible que lo haga en realidad (no tengo tanto aire) debería despertarme antes de impactar pero vuelvo a cambiar la escenografía. Estoy en una casa conocida que en realidad no es ninguna que haya tenido o visitado pero la sensación es de familiaridad. La disposición de las habitaciones es un sinsentido laberíntico donde me cruzo con gente; reconozco a algunas personas, a otros no, aunque a todos los siento cercanos.
La que sueña, siente; yo, la miro y pienso. Es agotador, casi aburrido.
Sigo caminando. Llego a una habitación vacía donde está mi papá vestido de blanco (jamás lo vi vestido de blanco al Negro), está sentado con la silla al revés, apoyando sus antebrazos en el respaldo (esa sí era su forma típica de estar), me sonríe, me saluda. ¡Qué sensación maravillosa! Quiero hablarle y no puedo (sigo con todos los clichés oníricos). Desaparece y quedo sola. Es momento de despertar, pienso, no estoy descansando y mañana me espera un día muy activo.
Nada pasa.
Se me corta la respiración en medio de un suspiro. Siento que mi corazón se para. Él la está mirando fijo. Me está mirando fijo. Su cara es en realidad amorfa pero tan conocida. Es él. ¿Quién? Mi corazón retoma sus latidos a un ritmo frenético. Estoy agitada. Tengo miedo. Tiemblo, transpiro frío.
La toma del cuello. Me mira, feo.
La ahorca. Me ahogo.
No logro despertar.
Veo que la está matando. Siento que me estoy muriendo.
Lo que más bronca me da es saber que a mi marido lo consolarán diciendo: “Se fue tranquila; se fue durmiendo”.
¡Mierda!

Laura Ramírez Vid
es
Tomado de El patio de la morocha

viernes, 19 de marzo de 2010

El tren - Laura Ramírez Vides


Letargo.
Tren, tres mundos que se chocan, se cruzan, conviven.
Sentada en el tren, veo tres mundos, siento tres dimensiones. Me rodean tres realidades. ¿Realidades?

El afuera. Pasa lento, corre, se queda quieto. Debería conocerlo pero siempre es distinto. Mis ojos lo miran pero nunca ven lo mismo. Él me llega, me toca aunque un vidrio nos separe. Luces brillantes que lastiman; una pared que al mirarla fijo me marea; los árboles que con sus hojas me acarician, la nada que me recuerda que estoy viva.

El adentro. Gente, voces, murmullo, perfumes, olores. Vaivén. Risas, llantos, gritos, susurros. Vaivén. Una nena me da una estampita. Un teléfono celular suena. Vaivén ¿Crueldad? ¿Ironía? ¿Realidad? Duele ¿La vida?

El tren. Él me contiene. Me lleva. De a ratos me sacude, molesto. De a ratos me mece, juguetón. Yo poco a poco voy entregándome y lo escucho hablarme. Chillidos. Susurros.

Imagen. Sonido. Vibración. Movimiento.
Mi tren. El que todas las mañanas me aliena, me masifica.
Mi tren. El que cada noche arrullándome me devuelve a mi misma.

Laura Ramírez Vides
Tomado de El patio de la morocha

viernes, 29 de enero de 2010

Órganos - Laura Ramírez Vides


No sé cómo empezó, simplemente sucedió.
Mi hígado comenzó a fallar y me transplantaron. Claro, ya no es como antes que había que esperar a que apareciera el órgano a través de un donante. Ahora se utilizan órganos artificiales. Este nuevo sistema es manejado por una ONG en forma gratuita y es definitivamente experimental (aunque jamás lo reconocerán).
En principio parece fantástico (por eso ingresé al programa) pero como tenés un órgano “de ellos” el seguimiento que hacen es tan exhaustivo que terminás convirtiéndote en su conejillo de indias.
A ver, después del hígado fallaron los riñones, luego el páncreas, el corazón… y ellos simplemente fueron cambiándomelos “a necesidad”.
Yo estoy convencida que mi cuerpo ya no da más, cumplió su ciclo. Pero, como el financiamiento de esta organización se basa en estadísticas… es muy importante probar y documentar la sobrevida… (sobrevida, justamente lo que yo pienso, estoy viviendo de más) así que te mantienen vivo con este método siniestro de seguir transplantando, implantándo órganos que ni siquiera son humanos.
Convencida que debía haber un límite y después de pasar horas rogando para que lo hubiera finalmente ocurrió; mi cerebro empezó a fallar.
Si bien la ciencia ha avanzado a tal punto de derribar todas las barreras, pensé: “ya está, no pueden cambiármelo”. Porque si me “cambian” el cerebro ¿qué pasa con la memoria?, ¿cómo hacen para traspasarla?, ¿o empezás a vivir con la memoria de otro?, y, en ese caso, ¿de quién, si sería artificial? ¿Sería acaso un cerebro nuevo, limpio, sin memoria alguna?
No, definitivamente, no pueden cambiarme el cerebro. Lo logré. Se terminaron los transplantes.
Ilusa yo. Pueden.
Vienen a buscarme pero esta vez será distinto. Lo decidí; no sigo.
Les sonrío con calma. Abandono este cuerpo. Me voy.

Laura Ramírez Vides

Tomado de El patio de la morocha

sábado, 23 de enero de 2010

Distorsión - Laura Ramírez Vides


Es tan ridículo y a la vez gracioso. Nos imaginan (¿o nos ven?) verdes, altos, delgados, cabezones; a nuestro planeta lo “pintan” de rojo. Los venusinos tienen mejor imagen, a ellos los dibujan con alas y los llaman ángeles.
Los humanos son realmente unos personajes, aunque en realidad creo que simplemente son burdos. Piensan que avanzan tecnológicamente. En medicina tienen aparatos que consideran de alta sofisticación y siguen sin descubrir el implante.
Ver para creer, dicen. Si supieran que lo que creen ver simplemente no es.
El propósito de la Confederación es claro: los humanos son especimenes para estudio de toda la galaxia y delicatessen para los habitantes de Saturno (nos costó pero logramos frenar su insaciable apetito y tosquedad en la abducción; ¡maldita costumbre tenían de hacerlo siempre en el mismo triángulo!).
Pero hay unos pocos humanos que nos preocupan, son fuertes, determinados, y cuando al nacer les implantamos el distorsionador de imagen, lo rechazan.
Éstos sí son peligrosos.
Varios ya me han descubierto; lo sé, algunos me hablaron pero yo no contesté, sabían que estaba ahí y ayer a la noche… un espécimen femenino caminó directo hacia mí y me tocó.
Algo vamos a tener que hacer con ellos. Los humanos los llaman ciegos. Yo considero que son nuestra perdición.

Laura Ramírez Vides

domingo, 27 de diciembre de 2009

Presagio cobarde - Laura Ramírez Vides



Estoy en la oficina. Suena el teléfono. Del otro lado está mi hija que balbucea, lloriquea, solloza, grita. No entiendo nada. Mi hija tiene solo 3 años pero le he enseñado qué tecla tiene que apretar en el teléfono para llamarme al trabajo (las maravillas de las memorias rápidas de estos aparatos modernos). Trato que se calme, logra decirme que papá está en el piso, que papá se ahoga. Mi corazón se sobresalta de tal manera que parece salirse del pecho. Intuyo que ella se acerca a él porque lo siento respirar atragantado, luchando por cada bocanada de aire. No sé qué hacer. Le digo que se quede tranquila, que le acerque el celular a papá para que llame al servicio de emergencias (eso no se lo enseñe, ¡mierda!). Me dice que papá no puede, que no ve los números. Le dicto yo qué números marcar. Sí, 3 años y ya sabe los números. Escucho el ahogado pedido de auxilio de mi marido. ¿Será un infarto? ¿Presión alta? Le digo a mi hija que tengo que cortar para poder ir para casa. Que apriete el botón que ella ya sabe y que yo la llamo enseguida desde el taxi. Miro a mi jefe y supongo que mi cara desencajada dijo todo porque se ofreció a llevarme él mismo. Mientras estoy subiendo al auto a la vez que marco el teléfono de casa me pregunto si llegaré a tiempo, si la gorda va a poder abrir la puerta (dar vuelta la llave; algo que tiene terminantemente prohibido). ¡El portero! (perdón, el encargado) ¡Tengo que avisarle a él para que ayude! Trato de comunicarme con él desde el teléfono de mi jefe. No lo encuentro. El tráfico es un horror. Enmarañado como siempre en nuestra querida ciudad. Me empiezo a desesperar a la vez que trato de calmar a mi hija que ya me atendió y sigue llorando y repitiendo: ¿cuándo venís mamá? ¿ya llegás?.
No hay forma que llegue rápido. No hay forma que llegue a tiempo. No hay nada que pueda hacer.
O tal vez sí.
Despertarme.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Un milagrito de Navidad, aunque sea chiquito - Laura Ramírez Vides



Es lo que Juan pedía todas las noches, asomado a la ventana de su cuarto mirando al cielo. Le encanta mirar al cielo; se puede quedar horas y horas mirándolo. El dice que si mirás un rato largo a una estrella ella se da cuenta y te saluda con un guiño; todavía no logró que la luna lo salude pero está convencido que es sólo una cuestión de tiempo y paciencia.
Todas las noches desde ese 8 de diciembre en que su mamá le contó la historia de la Navidad mientras armaban el arbolito, él elevaba su pedido sin estar muy seguro de a quién lo estaba haciendo. Si a las estrellas -sus amigas- para que se lo transmitieran a la luna que según dicen es muy poderosa, ¡mueve el mar! Si a Papá Noel, que es como llamamos por estos lares a Santa Claus que, si bien puede hacer un volar un trineo y recorrer el planeta en una sola noche (que parece ser más larga que las otras, o debería serlo), que se supone sólo reparte juguetes, ¿o regala algo más? Si a Jesús, a María; ¿sería, tal vez, a Dios?

Había escuchado tanto en todos lados del espíritu navideño y del milagro de la Navidad que así, sin saber muy bien cómo, ni exactamente a quién, sólo confiando, Juan, noche a noche, miraba al cielo y pedía soñando recibir.

En su familia todos están al tanto de su pedido pero cuando le preguntan cuál es exactamente: Juan simplemente sonríe y repite bajito "un milagrito, aunque sea chiquito". Y si insisten, él se encoge de hombros, pone cara de "no puedo" y acota "si les cuento no se va a cumplir".

Llegó la nochebuena y la intriga sobre el milagrito de Juan, que hasta ese momento había embargado a su familia, fue poco a poco transformándose en ternura hacia esa personita que creía en los sueños, en la magia, en los milagros.

"Claro, todavía es chico" decían, como si los años fueran matando poco a poco la capacidad de confiar, de creer.

Finalmente esa noche, no se sabe bien si invadidos por la ternura que les causaba el esperanzado pedido de Juan o por el espíritu navideño, todos -grandes y chicos- al principio tímidamente, después con soltura fueron compartiendo sus sueños y deseos. Al llegar, la medianoche, se sintió mágica.

Juan tiene ahora 30 años, sigue contemplando el cielo por las noches. Nunca reveló a nadie su gran secreto, ni si se cumplió o no.

Él asegura que sin duda esa fue su primera Navidad mágica. Nos los contó anoche, en la sobremesa, junto al árbol iluminado mientras esperábamos la llegada de la medianoche y de una nueva Navidad y una vez más la magia emergió. ¿O habrá sido su milagrito?

Laura Ramírez Vides

Tomado de El patio de la morocha