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miércoles, 13 de noviembre de 2013

Solos y solas - Eduardo Betas


Hay personas a las que la soledad las resquebraja. Y hay personas a las que vivir con alguien las agrieta, y entonces crujen y hasta, quizás, se desmoronen. Lo que fuere, en ambos casos, esas existencias se van transformando en vidas percudidas.
En las mujeres, por ejemplo, las raíces crecidas del pelo teñido se transforman en metáfora del desarraigo. Ese desarraigo del deseo de ser visto, de ser deseado, del ya fue…
La ropa usada hasta el cansancio es, con seguridad, una alarma encendida…
El gesto atrapado en la costumbre; la costumbre atrapada en la arruga; la arruga que es la gramática de la dejadez; la dejadez que es sinónimo del más cagón de los suicidios, ese suicidio sin gas ni balas, sin muerte al contado pero sí a cuentagotas…
Sólo los ojos permanecen ilesos. Porque los ojos no engordan ni se arrugan. Pero sí se ajan. Se abrillantan como telas demasiado usadas.
La lengua tampoco se arruga y engorda. Pero sí puede convertirse en un trapo viejo. Bandera al viento que hiere al vacío.
La lengua del que está solo es la sed y no el desierto.

Sobre el autor:  Eduardo Betas
Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

miércoles, 2 de octubre de 2013

Relatos desde el Ciber/2 - Eduardo Betas


David conoce de memoria el circuito judío de la limosna. Decidió, aunque quizás él jamás se haya enterado de esa decisión, cobrarse a su manera lo que consideraba que era la vida: una deuda.
Tenía armado un calendario para saber con exactitud adónde y a qué hora ir cada día. Los días de festividades y las horas de rezo…
Las hojas estaban pegadas con cinta en la pared de su departamento antiguo y pequeño. Aunque más que pequeño, era un lugar cercenado, acotado, como un remedo de una casa tomada pero sin Cortázar ni libros de literatura inglesa ni hermanos que viven juntos.
David vive sólo allí y tengo para mí que en algún momento del cual tampoco él quería acordarse, arrojó a la alcantarilla las llaves de sus días.
Tiene la memoria en carne viva y, para colmo parece rascarse las costras todo el tiempo. En especial cuando regurgita ese pasado de oficinista, buen sueldo, tarjeta de crédito… Recuerda todo aquello de una manera que siempre termina sangrando palabras repetidas, la más de las veces sin sentido, frases que le salen mareadas, confundidas, trastabillantes. Sobre todo ahora en que suele andar con ese olor a abandono que avejenta sus ropas nuevas, mendigando y, así y todo, enamorado…
Porque David, el de la mala estrella, como él mismo se presentaba, se había enamorado de Rijah, una israelí simpática que frecuentaba el locutorio y que por alguna razón que jamás mencionó, no quería volver a su país.
Ella no era mala. Sólo estaba desesperada. Y en esa desesperación lo rasguñaba a David en su lastimadura. Porque no era que Rijah hubiese planificado seguirle el tren de piel y sexo a los burdos inspectores de la línea de colectivo que paraba frente al locutorio como a todo hombre que la mirara con un poco de simpatía. No era que quería horrorizar a David, que vivía todo ello como una blasfemia formulada contra su capacidad intelectual forjada en el pensamiento marxista – leninista. No, nada de eso.
Rijah sólo quería vivir de la piel para afuera. Porque si lo hacía de otra manera iba a terminar ahogándose en su propia herrumbre.
Mientras, David se moría por un beso de ella. Y una noche casi lo logra. Pero ésa es otra historia…


Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/
Sobre el autor: Eduardo Betas

martes, 10 de enero de 2012

Tirando - Eduardo Betas


En base a un diálogo escuchado al pasar

–Fierro. Porque al revolver se le dice fierro ¿sabías mamá?
Al pibe, las palabras le salen a borbotones mientras bailotea alrededor de la madre que tira de un carro con una inmensa saca más grande que ellos dos juntos.
-Entonces, le dice… che, gato, mirá que estoy enfierrado… y lo que le quiere decir es que tiene el revolver.
No logro escuchar si la madre le dice “claro” o “ajá”, pero lo cierto es que sigue tirando del carro en esa mañana de sábado, bajo un sol de primavera, en Wilde, sur del Gran Buenos Aires.
-Y ahí nomás pela… o sea, saca el fierro y pum, pum, pum tira a la bocha…
Y el correteo del pibe se va haciendo baile con un ritmo que se le gatilla adentro. Mientras su madre sigue tirando del carro.
-Tirando la bocha / cuidao que te quemo / que yo no soy un gil… Como papá ¿te acordás cuando papá hacía quilombo?
-Sí -le responde la madre bajo ese sol que cae sobre el asfalto cuarteado de la calle de Wilde. Mientras, sigue tirando del carro…
-Papá se la rebancaba ¿no es cierto, mamá? Sacaba el fierro y empezaba pum, pum, pum…
De golpe el pibe se queda callado. Como si hubiese visto algo inesperado, nuevo, un billete de cien pesos en el piso. Detiene entonces su bailoteo y pregunta…
-¿Mamá?
La madre también se detiene. Baja la manija del carro y aprovecha para descansar…
-¿Qué, hijo?
-No, nada, nada… una boludez -dice el pibe y retoma el bailoteo- Papá era un capo tirando ¿no es cierto, vieja?
Pero no logro escuchar la respuesta de la mujer que sigue tirando del carro.

Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

viernes, 6 de enero de 2012

Hay que hacer algo para que sucedan cosas - Eduardo Betas


“Hay que hacer algo para que sucedan cosas”. La frase estaba escrita en la parte de atrás de una campera de jean que llevaba puesta ella. Ella, una chica simple que conversaba con una amiga en ese subte de maderas crujientes de la linea A. Ambas, pequeñas, menudas, se reían de nada o de todo mientras yo me dormía, parado, de regreso a casa.
“Hay que hacer algo para que sucedan cosas”. La frase estaba a medio bordar con mostacilla. El resto estaba escrito con varios trazos de birome. Las estaciones, de mientras, se sucedían unas a otras con el vacío de oscuridad en el medio. Cada tanto un empujón, un codazo, pero siempre las risas de ellas metiéndose en mi sueño.
“Hay que hacer algo para que sucedan cosas”. El vagón seguía tragando oscuridad. Una oscuridad así de pringosa como la que se le pegoteaban a los días de mi vida en ese momento. Tal vez por eso es que me dí cuenta de que ellas tenían un sentido allí paradas, charlando, riéndose. Estaban para que yo las viera. Y sino ¿por qué una de ellas, la que estaba mirando hacia a mi lado, me guiñó un ojo y me preguntó si tenía sueño o si tenía un sueño, ya no lo recuerdo bien…
“Hay que hacer algo para que sucedan cosas”. Esas palabras, a medio terminar, iban abriéndose paso en mi modorra hasta que un frenazo me hizo trastabillar y caí en los brazos de un muchacho punk que me miró divertido mientras me devolvía a mi estado natural de un empujón.
Claro, me dije. Hay que hacer algo para que sucedan cosas. Porque de la nada no sale nada.

Entonces me dí vuelta para encontrarlas. Para contarles cuánto ellas tuvieron que ver con esa revelación. Pero no las vi más. Ya no estaban. Y, la verdad, hoy no sé si alguna vez estuvieron allí. O si todo no fue una trampa para darme cuenta que sí, que hay que hacer algo para que sucedan cosas.

Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

lunes, 19 de diciembre de 2011

Arenaza de colores - Eduardo Betas

Ese día Arenaza amaneció de colores. En verdad no sucedió en un día. Fueron meses de trabajo. Pero aquella mañana de primavera, en ese pueblo bonaerense, parecía ser el primer día del mundo. Tal vez por aquello de que descubrir no es encontrar cosas nuevas sino mirarlas con otros ojos, los habitantes de Arenaza se sorprendieron al ver que por los frentes de sus casas se trepaban colores vivos que ocultaban aquellos blanqueados de cal que habían tenido durante los últimos cien años.
Porque ese día, Arenaza –un pueblo más en el horizonte tieso de la pampa húmeda- cumplía cien años. Por eso todos salieron de punta en blanco de sus casas de colores nuevos.
La idea fue de Teresa, una artista que consiguió casi cinco mil litros de pintura y empezó a convencer uno a uno a los trescientos y pico de vecinos que tenían que pintar sus frentes. Algo que no le fue fácil.
- ¿Quién le dijo a esta porteña engrupida que nosotros tenemos que hacer lo que nos dice?
- Si las casas siempre fueron blancas por algo ha de ser. Y así tienen que quedar…
Éstas frases comenzaron a escucharse por las tardes en el bar, donde había estado la vieja pulpería del pueblo. Allí se reunían los hombres de Arenaza a tomar una ginebra antes de volver a sus casas.
Mientras tanto, Teresa se hizo fuerte entre las mujeres, porque sabía, por mujer también, que el hombre puede decir mucho fuera de la casa pero adentro, entre las cuatro paredes, la cosa cambia…
Y las cosas cambiaron y las casas comenzaron a cambiar de color. Primero, tímidamente pero después la pasión del color se adueñó del pueblo y todos se pusieron a pintar.
Claro que junto con los colores, en las paredes comenzaron también a aparecer las diferencias. Diferencias que no estaban ocultas sino más bien gastadas, corroídas por la rutina. La cal no había podido quemar las historias de esa gente que se fueron quedando allí en ese pueblo, porque esperaban algo o porque ya no esperaban nada.
Las historias de cada uno comenzaron a aparecer junto con los colores. Albino, por ejemplo, aquel viejo portugués inundado de silencio, decidió pintar en su frente una ondulante franja azul profundo y sin necesidad de que nadie le preguntara nada, le contaba a todo aquel que se detuviera delante de su casa…
- ¿Ve? Así era el color del mar en mi pueblo – y tocaba la pared como si el color le dejara las manos mojadas de agua salada.
Con la casa de Doña Lucía muchos descubrieron por qué, la vieja más vieja del pueblo, acomodaba todos los días al atardecer una sillita de paja y se quedaba hasta crecida la noche, sentada, con su mirada ceniza clavada en el camino por donde se entra a Arenaza. Ella le pidió a Teresa que la ayudara a dibujar un cielo naranja, un suelo marrón y en la línea del horizonte, un puntito. Pero el puntito lo pintó Doña Lucía porque, dijo, “yo lo conozco a mi hijo”. Entonces, desde aquel día, en lugar de sentarse mirando hacia el camino, lo hacía mirando el frente de su casa, hundiendo sus ojos grisáceos en aquel puntito.
Pero aquel día de primavera en que Arenaza amaneció de colores, se fueron juntando tempranito todos en la plaza, frente al también recién pintado monumento a San Martín, para celebrar el aniversario. Y sin que nadie lo propusiera, comenzaron a caminar juntos por las calles de ese pueblo renovado deteniéndose ante cada casa para que el dueño contara su historia en el por qué de los colores que había elegido para pintarla. Y ahí se dieron cuenta que se veían y se saludaban todos los días, pero realmente no se conocían. Allí descubrieron que quizás el miedo a que las diferencias los separaran hizo que pintasen siempre sus casas de blanco, hasta que llegaron los colores y sintieron entonces que ese pueblo centenario y fiel comenzaba a ser un arco iris en la Tierra.

Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar

lunes, 24 de octubre de 2011

Tendremos pájaros en los ojos - Eduardo Betas


Tendremos pájaros en los ojos. Será el día en que ya no soñemos con ser pájaros sino en convertirnos en vuelo. Pero la mera existencia es un tobogán demasiado empinado; nos hace ráfaga. Y es que la mera existencia es eso, simplemente, lo que nos pasa mientras no pasamos; lo que nos sucede, mientras no sucedemos; lo que nos vive, mientras no vivimos.
Las calles arden allá afuera y nosotros aquí dentro. Tragando saliva. Un astronauta gira alrededor nuestro y está tan solo allí, afuera de lo afuera, como lo puede estar cualquiera de nosotros en el afuera de este adentro.
Todo te congela aquí dentro y nosotros sin poder salir. A buscar nuestros ojos como pájaros para ver más allá del acá que nos carcome. A soñar que somos pájaros para luego convertirnos en vuelo…
Es que hay tanta historia torturada acá nomás. Hay tanta lágrima coagulada, tantas cuatro paredes de silencio, tanto grito que no escucha nadie. Tanta soledad de un ambiente, kitchinette, mancha de humedad.
Por eso es que la revolución sucederá el día en que saldremos a la calle a escribir en las paredes: encontrémonos.

Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

jueves, 8 de septiembre de 2011

Paola tiene miedo - Eduardo Betas


La historia es chiquita vista a la distancia. Cabe en un apenas. Pero se repite una y otra vez como un latiguillo o, peor aún, como un latigazo.
En este caso, le sucedió, le está sucediendo ahora mismo a Paola, 24 años, ojos grandotes, morocha, futura mamá que no sabe dónde está su propia mamá, doña Luisa. La mujer, de apellido Almonacid desapareció hace ya dos semanas de la casa donde vivía, en el barrio Félix Bogado, en San Luis. Y Paola teme lo peor.
Paola vende chocolates en la terminal de ómnibus puntana. Allí se confunde entre pasajeros, apuros, anuncios de partidas y llegadas, chucherías, olor a comida rápida y barata… Un lugar áspero, fugaz, rincón de adioses que parece anónimo para el que viene y va pero que no lo es para el que se queda allí trabajando como Paola u Oscar, su novio.
Ella fue a dar a la terminal antes de que su padrastro termine con ella. Prefirió la intemperie a la degradación. Porque Paola es la protagonista de una de esas historias que parecen calcadas unas a otras y que se escriben con las verdaderas malas palabras: violencia, golpes, abusos, manoseos, amenazas, prostitución…
Y es por su padrastro que teme lo peor. Porque aquí la historia tuerce para el lado donde termina la zona humanizada y comienza el barrial triste de la noche de provincias con sus whiskerías, tacos altos, risas, viajantes y otros etcéteras más o menos salvajes.
Barrial de tipos miserables, como el padrastro de Paola, que se envalentonan con mujeres o con un arma en la mano pero que piden la escupidera y cantan la Traviata entera cuando apenas los tocan en una comisaría. O, peor aún, agachan la cabeza cuando le pega cuatro gritos el puntero político de turno.
Allí, donde la mala vida se codea con la mala muerte, fue a dar doña Luisa, mujer transida, entrada en carnes y una resignación que le percude la mirada de ojos secos. Y de allí también desapareció hace ya más de dos semanas. Y nadie la vio más.
Como tampoco nadie vio más al padrastro de Paola, que desapareció de ese lugar unos días después.
Por eso ahora Paola tiene miedo.
Tiene miedo de no volver a ver nunca más a su madre.
Tiene miedo de volver a ver a su padrastro, porque sabe muy bien que para él, ella es sólo su futuro económico o “su jubilación”, como dijo por ahí, ya impregnado en alcohol en el bolichón donde unos alcahuetes le festejan hasta los silencios.
Paola tiene miedo de que esa vida que lleva adentro sea metáfora cruel de lo caro, lo carísimo que le está saliendo todo en la vida.


Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

domingo, 7 de agosto de 2011

Gato encerrado - Eduardo Betas


El hombre tiene un gato encerrado, pero dentro de sí mismo. Por eso cada noche sale a maullar por el barrio. Lo hace a la misma hora en que la gran mayoría de sus vecinos aplastan los ojos contra una pantalla que les cuenta sobre Gran Hermano o Patinando por un sueño. Pese a ello, el único denunciado por loco es el hombre-gato.
“Es un hombre de 30 años que de día parece normal. Si hasta nos cruzamos cuando cada uno sale para su trabajo”, cuenta un vecino de este barrio tranquilo, en la provincia de San Luis.
Y así como hay amores que matan, hay normalidades que asustan.
“Decidimos llamar a la Policía porque no sabíamos qué hacer”, detalló Carlos Castro, vecino del barrio Eva Perón, donde vive este hombre felino.
Pero la policía tampoco supo qué hacer con esta persona de costumbres atípicas para el barrio puntano, como la de dejar la marca de sus uñas en las calles.
Calles por las que deambula, pasadas las once de la noche, ligero de ropas y pleno de libertad.
“No podemos convivir con una persona así, en esta zona viven muchos chicos y tenemos miedo por su seguridad. No sabemos si este hombre puede ser violento”, le dice una vecina a un periodista, de esos que nunca faltan cuando pasa algo raro. Mientras, desde una ventana, no muy lejos de ella, un piberío grita alrededor de un televisor donde pasan la serie “Policías en acción”.
Pero ya para ese momento, el hombre gato -a quien parece que nadie ha intentado preguntarle nada- duerme el sueño de los pichicateados a la fuerza con matacaballos cuyo efecto dura tres días.
Porque la policía se llegó al barrio Eva Perón y si bien, el hombre felino la peleó como gato panza arriba, igual lo sedaron -una manera pulcra de decirlo- y lo dejaron en su casa.
Los vecinos, más identificados con Tweety que con Silvestre, se horrorizaron cuando vieron que la policía en lugar de llevarse lejos al hombre gato, lo dejaba en su casa, lo más pancho, ronroneando…
Ahora temen que su libertad sea contagiosa pero, sobre todo, tienen miedo a que los maullidos del hombre gato no los dejen escuchar a los aullidos del conductor de televisión.

Con autorización del autor.

sábado, 23 de abril de 2011

Hotel alojamiento - Eduardo Betas



Cerrar la puerta, abrirse a su piel. Encielarse. Hacerse al amor como quien navega amares dulces, amares tiernos, amares que fueron naciéndoles y haciéndoles lo que luego fueron, poco o mucho, pero fueron o son ahora mismo, quién sabe…

Cerrar la puerta y abrirse, no sólo a su piel, sino a ella toda. A ellos dos todos. Porque él va construyéndose para ella, quizás torpemente o como puede, un ser a su medida, sin perder identidad. Algo que tal vez cueste creer pero háganme caso porque es así.

Porque él fue para ella una casa, un refugio, un pedazo de paz para que ella sea para él una casa, un refugio, un pedazo de paz, antes del escape de gas, del vacío, de las culpas transformando las sábanas en cementerios…

Ellayél entraban a ese lugar y ponían al mundo en suspenso. Colocaban entre paréntesis al bullicio, le corrían una carrera al reloj con la sangre a toda velocidad, amándose hasta el grito. O intentándolo o creyendo estar haciéndolo, ahora quién sabe…

Laberinto de rectángulos de tanto por tanto, con puertas numeradas, música que se parece a desodorante de ambiente y que nada de eso importe mientras tanto, mientras dure, mientras sea, mientras puedan, mientras…

Aunque, pensándolo desde ahora, desde este tiempo que pasó, tal vez haya habido un germen en él o en ella, no sé, no quiero aventurar porque está todo muy haciéndose todavía pero algo sucedía que él no quiso ver ni darse cuenta pero lo cierto es que muchas veces el amor terminaba empapado en lágrimas que no tenían sentido. O, mejor dicho, que parecían no tenerlo…

Lo único que tenía sentido allí, para ellos, al menos en aquel momento, era abrirse, nacer, hacerse, amarse. Alojarse allí para no alejarse. Hay quienes conocen esta historia y pueden llegar a pensar que el germen o el vacío que padecieron Ellayél comenzó con un disfraz de escape de gas en el aire acondicionado de uno de estos cuartos numerados. Porque eso fue lo que sucedió precisamente la primera vez que se reencontraron. Y, por supuesto, hay quien puede ver una señal en ello. Pero saliéndome por un momento de mi rol de cronista, me permito dudarlo. Porque la soledad no tiene nada que ver con todo eso. La soledad no se la contagia ni se la inhala. La soledad se hace en el caldo de cultivo del miedo pero más de la culpa.

Ellayél partieron y se partieron. Tal vez muchos de ustedes se hayan dado cuenta de cuándo sucedió aquello porque ese día escucharon algo que no se iban a olvidar nunca. Un ruido terrible, espantoso, como el que hace una paloma cuando es aplastada por la rueda de un camión.

Ellayél un día dejaron de entrar a ese laberinto de cubículos con música perfumada y puertas con números. Dejaron de hacerse al amor para comenzar a practicarse un concienzudo alejamiento. Él aún no sabe muy bien porqué y ella parece no tener fuerzas para encontrar las palabras.

El asunto es que, a partir de ese resquebrajamiento, comenzaron a pasar cosas extrañas en la ciudad donde ellos ya no se encontraban. Y aunque no se sabe muy bien si tuvo que ver con todo esto, lo cierto es que muchos juraron ver cómo Buenos Aires fue inundándose de culpa y hasta hay quienes aseguran haber visto flotar los cadáveres de lo que podría haber sido, asesinados por lo que creímos haber hecho.


Con autorización del autor, extraído de http: http://palabrar.com.ar/

jueves, 13 de enero de 2011

La nena llora lágrimas de madera - Eduardo Betas


La nena llora lágrimas de madera. Así de simple. Como si las lágrimas de sal se le hubiesen terminado. Su mirada de nena fabrica palitos tan parecidos a los de la yerba mate. Quizás se parezca al llanto de un árbol que hunde en el cielo su ramaje antiguo clamándole a un Dios que se fue a dar una vuelta y no se sabe cuándo o si volverá.
Sucede en Corrientes, provincia aguaverde. Donde hay historias que se las lleva la corriente de un río-vida que siempre se está yendo.
Como ese Dios viajero que parece haber colgado un cartelito de “Ya vuelvo” en la mirada de algunas nenas de por allí.
Porque no sólo las nenas de Corrientes lloran madera. Hay otras nenas, como la mami de once años que tiene la mirada partida, los ojitos de agua mordidos por inundaciones desesperadas. Con su infancia colgada de ganchos como signos de preguntas…
Esta mami de once años, correntina, tomada por asalto, con la niñez acribillada por la furia del sexo salvaje.
Esta mami de once años, sin Barbie pero con un bebé que es de verdad, de piel, llanto, carne, llanto, hueso, llanto, pañal, provechito, llanto…
Esta mami de once años estará tan perdida como Dorothy en “El mago de Oz”. La diferencia es que perdió para siempre el camino de ladrillos amarillos porque nunca vio al hada, siempre violada…
Por eso quizás la otra nena, la de Colonia Leibig, ahora esté llorando madera para poder construir cajoncitos de lágrimas donde sepultar a tanta niñez muerta.

Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

viernes, 26 de noviembre de 2010

Mala leche - Eduardo Betas


No había más que un poco de pan para desayunar y Gustavo se lo dejó a los chicos y a Irma. “Porque ahora que está embarazada necesita comer más”, pensó. Tomó unos mates y luego montó la bicicleta que le había fíado el Turco. Estaba ansioso. Era su primer día de trabajo en el supermercado y no quería llegar tarde.
A esa misma hora, Rubén se levantó. El llanto de El Gastón, que ya no daba más de tanto mate cocido, le había destrozado el sueño. Se vistió para salir a la calle y abrigó al nene. Cuando pasó frente a lo del Turco maldijo los pocos pesos que le había pagado por la bicicleta.
No muy lejos de allí y ante un semáforo en rojo Gustavo imaginaba cómo iba a quedarle el uniforme. “Voy a parecer un policía”, se ilusionó. Un bocinazo hizo que reiniciara el pedaleo.
-Papá ¿me compras un alfajor? –le dijo El Gastón tironeándole con sus manitos heladas para pararlo frente al quiosco. Rubén no le respondió. Lo cargó en brazos para cruzar la avenida y entrar al supermercado. Ya tenía decidido lo que iba a hacer.
Gustavo salía del vestuario arreglándose el uniforme cuando una señora le preguntó dónde podía encontrar la leche condensada. Él, muy atento, la guió entre el enjambre de carritos. Fue cuando lo vio. Entonces sintió que iba a poder lucirse.
Rubén distrajo a su hijo un segundo para que no viera lo que iba a hacer y después, cargándolo a upa, caminó hacia la “salida sin compras”. Gustavo se le anticipó y lo esperó en la puerta.
- Me permite que lo revise –le dijo.
- No llevo nada -contestó Rubén.
- Levántese la campera –insistió Gustavo.
Rubén obedeció y dejó ver la bolsita de leche en polvo oculta en su cintura. Gustavo se la quitó como si fuera un trofeo. El Gastón comenzó a llorar.
- Es para el pibe -le dijo.
- Me vas a tener que acompañar -fue la seca respuesta de Gustavo.
- ¿Me vas a detener con el pibe? –le preguntó Rubén mientras sentía que todos lo miraban. Pero Gustavo ya no lo escuchaba. Sólo pensaba en la felicitación que iba a recibir.


Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/

miércoles, 27 de octubre de 2010

¿Esto es lo que querías de la vida? - Eduardo Betas


—¿Esto era lo que querías de la vida?
Sus primeras ocho palabras me golpean pero, en lugar de dolerme, me producen cansancio, que es otra forma del dolor.
Me quedo en silencio. No la miro. Ella garabatea en mi silencio con el gesto de husmear en el aire con los ojos. Algo que quiere parecer conmiseración pero que a mí se me hace grito de autosuficiencia. Y husmea en el aire con los ojos. Como si sus ojos fueran el hocico vibrante de un podenco. Husmea con los ojos, a su alrededor, como buscando qué hacer para no seguir mirándome en ese baldío de silencio en el que me arrojó su pregunta.
Ésa es su manera de hacerme entender que me había quedado sin respuestas.
Por eso es que en el mismo momento en que mi silencio está a punto de convertirse en cenizas le digo:
—No lo sé.
Ella sonríe como un animador de programas de preguntas y respuestas cuando el participante ha contestado de manera correcta. Pero es fugaz. Desde su mirada desciende una brisa fría que apaga sin más la sonrisa.
—No sabés lo qué querés. No sabés para qué me querés. Ni siquiera sabés para qué me llamás.
—No. No es así.
—¿Entonces?
—Nada. No hay partituras ni recetas ni itinerarios…
—Pero yo estoy acá. Yo sí sé porqué vine. Quedate conmigo. Llevame con vos.
En algún lugar me vuelve a sangrar el cansancio. Comienzo a sentir la boca reseca, empastada. Las palabras se rompen antes de poder decirlas…
—No puedo llevarte porque ya te tengo. No puedo quedarme porque ya no estoy…
Y aunque no sé si es eso lo que quiero decir tampoco puedo hacerlo.
—No puedo llevarte porque ya te tengo. No puedo quedarme porque ya no estoy… Es eso lo que querés decir ahora y no podés ¿cierto?
La miro. Miro su mirarme. Se me disuelve tanta memoria, tantas fotos juntos, tantos momentos, hay tanto que…
—Y sólo en un aspecto tendrías razón. No en todos los otros.
No sé porqué siento que es absolutamente normal que ella pueda decir por mí las palabras que a mi se me quedan enganchadas, como pelusas, en la sequedad de mi boca.
Un bullicio viene de afuera y comienza a abrirse paso en la habitación. Parece ser una multitud que se acerca. Cantan, corean pequeños estribillos, se escuchan redoblante, palmas, palos golpeando contra los caños de los semáforos… Alguien que habla por megáfono arenga. Pero sus palabras nos llegan sin sentido, pegoteadas, gangosas, deformadas…
Ella me toma la mano. Su piel y la mía parecen darse un abrazo larguísimo, sereno, profundo…
—No tengas miedo. Sé que ahora querés decirme: así como vos husmeás con los ojos, yo puedo sentir el sabor de tu piel con mis manos.
No quiero jugar a ese juego. Pero no me queda otra. Estoy despalabrado, con la boca reseca. Necesito agua. Necesito sus labios pero ella comienza a alejarse como esos sueños que se rompen cuando despertamos.
No quiero jugar a ese juego. Pero no me queda otra.
—Si que te queda otra —dice ella con un hilo de voz, a medias borroneada—. Me puedo quedar acá si ahora decís que sí. O tal vez no me podría haber ido nunca.
Empiezo a saber, entonces, que la memoria es algo que puede construirse en un segundo porque todo lo que recordamos puede caber en una caricia.
—Nombrame. Pero no con la palabra sino con la mirada. Haceme tuya nombrándome. Poseeme a partir de mi nombre pronunciado en el más inmenso de los silencios. Juguemos a encontrarnos en las palabras sin decirlas. Ya no hace falta. Tocame, te vas a dar cuenta…
Los últimos rastros de su voz se hacen arena. Ya no está. Y aunque ahora pueda gritar que sí; que se quede, intento buscarla mirada adentro pero no. Una luz que primero fue murmullo y que ahora es como un grito me deja imágenes veladas de mi mismo, de ella, de lo que fue o de lo que pudo haber sido.
“¿Esto era lo que querías de la vida?” me parece leer, como una pintada, en la pared, cuando abro los ojos. Pero no. Es la misma pared de siempre…

Con autorización del autor, extraído de: http://palabrar.com.ar/

lunes, 14 de diciembre de 2009

Bombos como corazones asustados - Eduardo Betas



A Vladimir se le murió la patria cuando él estaba lejos. Salió de Veselde, Ucrania una mañana gris de 1990 sin saber que ese día iba a ser la última vez que besaría en los labios a su mujer, Luba. No sabía aún que el amor y la alegría se le iban a deshacer en ese viaje. Porque Luba, que quiere decir amor en ruso, no iba a soportar más de un año y medio la distancia. Y él iba a tardar muchos años más en volver a pisar las calles donde creció y fue feliz, en Veselde que en ruso quiere decir alegría.

Vladimir, marino de los siete mares, subió a ese barco como tantas veces lo había hecho, para procurar el sustento de su familia. Se empapó, como siempre, del calorcito del abrazo de Sergei, su hijo, de nueve años de edad que quedó también allí, en la patria muerta. Por eso él se acostumbró a llevarlos en la memoria a pesar de que con el tiempo y el traqueteo por las calles de Buenos Aires ese recuerdo se le iba desflecando hasta quedar hecho tiritas.

Vladimir tirita aún cuando no hace frío. Es diciembre y una sensación rara se percibe en el aire. Han pasado diez años ya que llegó en aquel barco antes que su país se deshiciera en la historia y lo dejara abandonado, a la deriva. Se acostumbró entonces a vivir como naufrago en Buenos Aires buscando el mejor lugar de la calle para dormir.

Se aprendió de memoria el lenguaje burocrático de la oficina de Migraciones donde fue cientos de veces en busca de algún papel que diga que es alguien en el mundo. Y ese día de diciembre siente que puede ser el día que lo consiga. Por eso abandona los cartones que lo cobijaron por la noche y se alisa la ropa. Mira una y otra vez el papelito de Migraciones y se pone en camino con la misma esperanza de quien va a nacer de vuelta. Porque se sabe cerca de que empiecen a tratarlo como un inmigrante y no como un refugiado. Por más que la tristeza, que él espanta con risas sabias de buen ruso, no conoce de diccionarios y pinta de exilio cualquier ausencia.

Pero ese día amanece raro. La gente corre de un lado a otro y no con esa prisa de hacer trámites a lo loco. Es algo distinto. Vladimir siente el aire cargado de presagios y por eso invoca el nombre de su hijo para no tener miedo. Sobre todo cuando ve esos carros de policía que cruzan las calles con sus sirenas rabiosas.

De todas maneras, él no se detiene. Ni siquiera cuando comienza a escuchar esos bombos que laten como corazones asustados. Ni aún cuando ve la Plaza de Mayo llena de un humo que hace llorar... Vladimir sacude su papelito con la cita de Migraciones y pregunta qué sucede. Pero nadie le responde. Ni siquiera cuando se mete en esa multitud desesperada, que se aprietan entre sí para sentirse más fuertes ante los policías que ya han sacado sus largos palos, con los que se dan golpecitos en las manos como para calentarlos.

—Hoy es mi día —llega a gritar mientras agita el papelito. —Está bien, viejo. Feliz cumpleaños y cállate que estos nos van a cagar a palos... —le responde un morocho grandote. Vladimir intenta salir de la multitud para seguir su camino. Pero todo está cortado con vallas, con banderas, con policías o con gente. Arremete entonces contra alguna de esas barreras y le muestra a la policía su papelito. Pero nada. Rebota contra el escudo plástico del uniformado y sólo recibe silencio.

Y la saca barata porque del otro lado de la Plaza ya empezaron a pegar. Y él, allí, con su papelito, apretado contra la valla metálica no sabe cómo expresar su impotencia en español y por eso grita una y otra vez: Berlín, el muro murió y regresa caminando hacia los cartones donde durmió la noche anterior. En su cabeza iba a seguir rebotando por muchos días más esos bombos, como corazones asustados...





El juego de los espejos - Eduardo Betas



De un día para otro dejaron de jugar al espejo. Y a pesar de que ambas sabían que eso iba a suceder algún día, Herminia y Yang se sintieron raras. No se enojaron pero dejaron de hablarse, aunque seguían viviendo en el mismo edificio,
Ambas habían crecido. Ya no tenían tiempo para sentarse una frente a la otra y jugar a copiar sin equivocarse las morisquetas que hacía la otra. Los vecinos dejaron de escuchar sus risas. Yang, más chiquita, tenía una risa aguda, tintineo de copitas de cristal; Herminia, era corpulenta y de risa más gruesa.
Pero Yang y Herminia no se hicieron amigas enseguida. Aunque sus familias habían llegado recién a la Argentina y se habían mudado para la misma época a ese edificio inmenso de cien departamentos y pasillo larguísimo. Además, ni Yang hablaba el guaraní, idioma de la paraguaya Herminia, ni ésta lograba entender el chino, la lengua que hablaba Yang. Y ninguna de las dos hablaba español.
Ambas eran en aquel momento tan pequeñas que el mundo no tenía más palabras que las de mamá y más patria que una tarde de juegos.
Pero un día hubo un accidente frente a la puerta del edificio. Y ambas madres con sus hijas llegaban al mismo tiempo y se quedaron viendo qué había pasado. Yang y Herminia se miraban sin decirse nada. Hasta que una de ellas se tentó de risa y contagió a la otra. Era una risa aparentemente sin sentido. Aunque para ellas era el festejo de saber que podían ser amigas.
Se rieron más aún cuando advirtieron que ninguna de las dos entendía lo que decía la otra. Y aunque no sabían cómo hacer para jugar, tratar de entenderse fue el primer juego.
Una tarde a Yang se le ocurrió jugar al espejo. Se entusiasmaron tanto que las madres de ambas tuvieron que ir a buscarlas porque era la hora de la cena y ellas seguían jugando.
Luego de esa tarde jugaron al espejo todos los días. Y las dos se habituaron tanto a los gestos de la otra que, cuando fueron más grandes, casi no tenían necesidad de hablar para entenderse. Sobre todo cuando charlaban con los muchachos que vivían en el edificio.
Y tal vez fueron esos muchachos o el simple hecho de crecer lo que les quitó tiempo para encontrarse en el huequito del pasillo. Aunque, en verdad, ya se sentían ridículas haciéndose morisquetas la una a la otra. Por otro lado, a Herminia no le iba bien en la escuela y Yang empezó a ayudar en el pequeño autoservicio familiar.
La última tarde que jugaron al espejo, casi como un presagio, Yang le dijo a Herminia que en un libro de su escuela había encontrado una leyenda de su país. Y, trabajosamente, le tradujo del chino: "hubo una época en que los seres de los espejos no se parecían a las personas ni copiaban sus actitudes. Eran libres. Pero una noche los habitantes de los espejos invadieron la Tierra y aterrorizaron a la gente. Entonces, el Emperador logró que volvieran a su mundo de espejos y, con sus poderes, los hechizó condenándolos a copiar mecánicamente las formas y gestos de los seres humanos."
—¿Y cual de nosotras era la hechizada? —preguntó Herminia.
—Ninguna o las dos —le respondió Yang.
Herminia sintió que algo se había roto. Se lo iba a decir pero prefirió dejarlo para otro día. En ese momento vio entrar por el pasillo al Hernán. Pegó un salto y fue a encontrarse con él. Al día siguiente no tuvo tiempo porque el Hernán la invitó al cine. Después fue Yang la que no pudo porque había mucho trabajo en el autoservicio. Así comenzó a pasar el tiempo y el huequito del pasillo se quedó solo. Sin risas ni espejos.
Llegó el fin de ese año. Yang terminó el bachillerato y se fue de viaje de egresados. Por eso no estuvo en Buenos Aires la noche en que Herminia, con un embarazo de dos meses, salió por última vez de su casa para encontrarse con el Hernán, que la esperaba en la puerta.
Tomado de: http://www.cafediverso.com

Palabras rotas - Eduardo Betas



Norberto, por ese entonces, tendría unos nueve años; nunca entendí por qué su madre le había regalado aquella máquina de escribir. Casi seguro que para ella sólo había sido uno más de esos desmesurados regalos con los que buscaba adornar la soledad de ese único hijo que había tenido con aquel hombre que nunca lo iba a reconocer. Pero en ese momento no podía pensar nada de eso porque yo ya bordeaba los doce años y una máquina de escribir era lo que más quería en el mundo.
Por eso aquello me revolucionó la vida. Tipeando algunas palabras me sentía ya como el periodista que veía dibujado en la Enciclopedia Estudiantil. Tan sólo por eso valía la pena soportar los caprichos de chico rico de Norberto.
Me acuerdo que le proponía que jugáramos a hacer un diario. Pero él quería ser el comisario que me tomaba declaración. Él vivía en el cuarto “B” y yo en la Portería. Su madre era propietaria de ese amplio departamento mientras que mi padre era el encargado del edificio.
Y habrá sido por todo eso que yo no le podía decir nada a Norberto cuando se cansaba —y se cansaba rápido— le pegaba puñetazos a la máquina con la que nunca escribiría nada. Puñetazos que a mí me provocaban ese dolor duro que forma costras. Tal vez porque en aquellos días yo ya vivía mi fin de infancia.
Fue también por aquel tiempo en que empecé a ayudar a mi padre a juntar los residuos del edificio. Algo que convertí en un nuevo juego imaginándome al ascensor como un camión que paraba en cada piso. Y fue en una de esas tardes de juntar basura en que encontré un cartón gastado que simulaba ser un teclado de máquina de escribir. Cuando se lo mostré a mi hermano me dijo que eso lo usaban para practicar los estudiantes de dactilografía.
Con aquellas teclas de cartón escribí mis primeras crónicas. Las que no podía leer nadie salvo que yo se las leyera en voz alta.
Un par de meses después, mi padre comenzó a hacer limpieza de oficinas por la noche y yo obtuve, a cambio de limpiar los baños, la posibilidad de escribir en máquinas de verdad.
Con tantas ocupaciones me fui olvidando de Norberto. Aunque mi padre me sugería siempre que vaya a jugar con él a su departamento. Pero, como yo no iba, una tarde él subió la escalera de servicio y llegó hasta la Portería para invitarme a jugar.
—Dale, jugamos a lo que vos quieras —me dijo.
—¿A qué hacíamos un diario también?
Y él dijo que sí. Pero se volvió a cansar rápido del juego. Y fue peor que otras veces. Sus puñetazos sobre la máquina fueron terribles. Aquella fue la primera vez que pude gritarle. Pero no me hizo caso y se rió con unas carcajada punzante que más le dolió a él que a mi.
—Tomá, te la regalo —me dijo y levantó la máquina de escribir a la cual ya la cinta negra y roja se le salía de adentro como si fuera sangre—. Tomá, ya que la querés tanto… —y yo, sin poder creer lo que me decía me acerqué para tomarla. Cuando estaba apunto de hacerlo Norberto la estrelló contra el piso y volvió a reírse con esa carcajada de animal. La máquina se destrozó y yo salí corriendo. Tras de mí seguía escuchando las terribles risotadas y los ruidos de vasos, platos, juguetes rompiéndose.
Fue la última tarde de Norberto en el edificio. Su madre se lo llevó y nunca más lo vi ni supe de él hasta hace poco en que lo encontré trabajando en una biblioteca municipal. Me contó que su madre había muerto y que él había tenido que dejar el colegio privado porque ya no podía pagarlo. Vendió el departamento y un tío le consiguió ese empleo.
Me fui de aquella biblioteca con un regusto amargo. Sentía que el mismo pibe malcriado al que la madre le quiso comprar palabras como si fueran juguetes, hoy sobrevivía manteniendo el silencio para que otros puedan leerlas.
Tomado de http://palabrar.com.ar/

Relatos desde el ciber/1 - Eduardo Betas



La imagen del perro que al orinar dejaba sobre la pared el dibujo del rostro de Cristo empezó a aparecer en los monitores del ciber todos los días, a partir de esa tarde, casi noche, en que se realizó la primera movilización de ciegos al Congreso.
Era el atardecer de un miércoles de noviembre y los no videntes hacían sonar en forma rítmica sus bastones blancos contra las baldosas de la vereda. Mientras, algunos repartían volantes confiados en que en esos papeles se leía que reclamaban el no al cierre de la Biblioteca Parlante. Y eso era lo que tenían impreso esos papeles.
Por supuesto que nadie iba a afirmar que ambos hechos estaban relacionados pero lo cierto es que el video del perro de meada milagrosa iba a irrumpir unos segundos, a partir de esa tarde, en todas las pantallas del ciber de Congreso. Siempre a eso de las seis y cuarto.
—Fue muy extraño todo —me contó luego Pierre, el recepcionista del ciber aquella primera tarde.
Yo no había estado porque me había entretenido en la manifestación de los ciegos. Pero Pierre me dijo que hubo un par que saltaron de sus asientos para arrodillarse frente a la computadora y rezar, en voz alta, un padrenuestro. Que los cuatro o cinco israelíes que hablaban por Skype comenzaron con gritos guturales al monitor. En tanto, David salió corriendo al grito de que el fin del mundo había llegado. De paso, no pagó su hora de internet.
—El que no estaba —me dijo Pierre—, es Moisés. Raro porque él siempre está a esa hora.
Pero eso yo ya lo sabía. Lo había visto cerca de la esquina del Congreso. Miraba con insistencia a los ciegos. En especial a una mujer casi muchacha, pequeña, emponchada en un tapado de paño rojo, rubia, que apuntaba su rostro hacia donde estábamos nosotros como intuyéndonos. Moisés, yo aún no sabía que se llamaba así, tendría cuarenta y tantos años, una melena larga, unos bigotes grandes y grises que parecían oler a esos ideales revolucionarios por los que habíamos gritado tanto.
—Yo no sabía que se había quedado ciega —me dijo y descubrí en sus ojos el susto—, y ella me dijo que yo era la luz de sus ojos pero ahora que la veo así tengo miedo…
Y fue en ese momento en que se me ocurrió que ese tipo estaba apagado. Se había quedado a oscuras sin ninguna necesidad de que a esa mujer rubia, friolenta, bonita, le haya pasado lo que le pasó.
—Así como ella se quedó ciega para afuera, vos te quedaste ciego por dentro.
Sé que eso es lo que debí decirle. Pero no. No se lo dije. Disimulé mi timidez o mi miedo con unas palabras de circunstancias de las que ahora ni me acuerdo y me fui sin mirarla a ella y sin saber que esa tarde comenzaría algo que duraría hasta ahora.

domingo, 9 de agosto de 2009

Los trapecistas no deben enamorarse cuando están en el aire - Eduardo Betas




Los trapecistas no deben enamorarse cuando están en el aire. Él había aprendido esa especie de ley de circo casi con los primeros saltos. Pero esa tarde, cuando estaba por dar la última y más difícil prueba de su función, sintió un cosquilleo en el estómago.

Los trapecistas no deben enamorarse cuando están en el aire porque, según dicen, les pueden suceder dos cosas: caerse o que ese amor sea para siempre. Y los trapecistas, que son valientes pero que también tienen miedo porque son humanos, muchas veces prefieren no arriesgar una caída que le puede costar la vida por encontrar su amor para siempre.

Tal vez porque estaba cansado de ver tantos amores a ras del suelo es que él esa tarde no quiso pero tampoco pudo evitarlo. Fue en los segundos en que cerró los ojos para concentrarse, que la imagen de ella se le hizo luz en la oscuridad de esa carpa remendada. Más luz que el raído reflector que lo enfocaba. Fue recuperar en la memoria su voz que se impuso al gastado redoblante que mellaba el silencio expectante del público. Fue todo ello lo que lo impulsó a volar como nunca antes lo había hecho.

Volar con los ojos cerrados y el tiempo corriendo con furia hacia atrás. Reviviendo almanaques que parecían haberse borroneado del todo. Pero no. Él lo supo cuando, ahí en el aire, miró un puntito de luz a lo lejos, quizás la luz de una estrella colándose por el agujero de la carpa, y se dio cuenta que allí estaba ella. Y estiró sus manos lo más que pudo para acariciarla, para tomarse de sus manos, para volar juntos…

Volvió a cerrar los ojos y se dio cuenta que ése era su último salto. Que ese vacío que abría su gran boca bajo suyo ya se relamía con su cuerpo, con su caída, con su probable fin como trapecista. En ese instante, porque hablamos de segundos, se sintió más liviano. Y hasta pudo pensar que ya había empezado a morirse. Que la sucia arena lo había recibido con la violencia de una trompada en el alma.

Los trapecistas no deben enamorarse cuando están en el aire, dice la ley de circo. Porque pueden caer y matarse o encontrar el amor para siempre. Y él no tuvo tiempo para volverlo a pensar. Se abrió a ese amor en pleno salto cuando se dio cuenta que el cansancio le había hecho crecer pelusa entre los dedos. Esos mismos dedos que apenas, por centésimas de segundo pudieron asirse de la mano de su compañero y llegar al otro lado del trapecio.

Cuando bajó, apenas saludó a la gente que los aplaudía y ya no salió con toda la troupe a recibir la ovación siempre exagerada del piberío al final de la función. Estaba en su camarín juntando sus cosas, guardándolas en un bolso gigantesco. Lloraba cada rincón de ese circo al que conocía de memoria. Lloraba porque se iba de allí para empezar a volver a otros lugares.

“Y es que el futuro se hace así”, apenas escuchó que le dijo uno de los payasos.

Los trapecistas no deben enamorarse cuando están en el aire. Pero cuando lo hacen y encuentran el amor para siempre, no pueden ni quieren hacer otra cosa que salir a buscarlo para construir ese vuelo que le da sentido a la vida.

jueves, 6 de agosto de 2009

Malvina y Hugo - Eduardo Betas


La galería de locales tristes fue un sonajero de risas. Todos los escaparates relucían para la ocasión, iluminados a pleno aunque para ello sus dueños habían pedido lamparitas prestadas. No era para menos. Esa noche celebraban allí su casamiento Malvina y Hugo. Él de 42 años; ella, 44; ambos sin techo pero desesperadamente aferrados a la vida.
Se habían conocido en la calle, donde sobrevivían. Hugo, con sus manos de herrero vacías de trabajo; Malvina, una de las tantas que había salido despedida del sistema tras la crisis económica.
Él la invitó a tomar mate a la plaza. Y ella llevó los bizcochitos. El frío actuó de Celestina y juntó sus cuerpos una de esas noches salvajes, a la intemperie. Entonces el amor volvió a sensibilizarles la piel magullada de tanto asfalto. Y el futuro, se abrió paso como una plantita.
Una noche descubrieron la galería de locales tristes y allí empezaron a pernoctar. Era mejor que la plaza. Por lo menos había un techo. Estando en ese lugar fue que decidieron casarse. Por eso la fiesta se hizo allí.
Los vecinos cocinaron pizzas y empanadas. La jueza les donó la libreta matrimonial. Un diario barrial les obsequió las fotos.
Fotos que la muestra a Malvina mirando a Hugo como si no lo creyera. “Es que lo conocí con barba, pelo largo, sucio, desgreñado y ahora me lo envidian”, dice.
Fotos que lo muestra a él abrazándola orgulloso.
Hoy aún viven en la calle, esquivándole a la miseria. Ella, con un subsidio de desocupados que apenas alcanza para los gastos diarios. Él, haciendo lo que puede. “Es que cuando vivís en la calle tienes que soñar día a día, para no llegar al extremo de tirarte bajo un tren. Pero ahora con ella, tengo una esperanza para toda la vida”, dice.
Malvina le toma las manos y desea en voz alta: “no queremos que la calle nos arrastre”, mientras cuenta una y otra vez cómo fue aquella noche de bodas que el centro comunal les regaló en un hotel de media estrella en el barrio de Primera Junta. Su primera noche de amor sobre una cama.

Tomado de: http://www.cafediverso.com

miércoles, 17 de junio de 2009

Juanita - Eduardo Betas



Tendría diez años cuando Juanita Schwarzman me “dejó” ser su novio. Ambos íbamos a la misma escuela pública. El mismo día que a mí me dijo que sí, también le había dicho un “No” inmenso e inquebrantable a aquella mediocre profesora de música.
Es que a la maestra se le había ocurrido que teníamos que cantar en un acto un fragmento de la “Misa criolla”, unas canciones de inspiración católica bastante conocidas en la Argentina. Y nosotros, más entusiasmados con eludir la clase que por la vocación musical —y mucho menos religiosa— nos pusimos contentos con la propuesta. Menos Juanita que estaba muy nerviosa. Un día, mientras desafinábamos la parte que dice: “Gloria a Dios en las alturas / y en la tierra paz a los hombres” vi que ella no cantaba mientras gruesos lagrimones le corrían por la cara. Sin que se diera cuenta la profesora me acerqué a ella y le tiré del ponchito que llevaba puesto. Ella me miró, luego miró a la Profesora y pegó un tacazo contra la grada de madera. Luego se bajó y se fue a sentar en una silla con los brazos cruzados y la boca cerrada. —Schulsman, vaya a cantar con los demás —le gritó entonces la profesora.
—No me llamo Schulsman sino Schwartzman y no voy a cantar esa canción.
—¡Cómo! —gritó la profesora—. ¿Y por qué no va a cantar?
—Porque soy judía y no creo en eso que estamos cantando.
En ese momento un grupo de imbéciles empezó a corear: “judía, judía”. Juanita se levantó, empujó a dos y los tiró al suelo. Después se fue llorando al baño. Nadie la siguió. La profesora aprovechó que sonó el timbre de salida para terminar la clase. Volvimos al aula a recoger nuestras cosas. Yo fui al banco de Juanita, guardé sus útiles, tomé los míos y me paré a esperarla en la puerta del baño. Cuando salió, nos fuimos juntos. Cuando llegamos a la esquina le pregunté si me dejaba ser su novio. Y ella me dijo que sí y volvió a sonreír.
Hace poco me la crucé pero pasó tan rápido al lado mío que no pude decirle todo lo que había aprendido aquel día.
Tomado de: http://www.cafediverso.com

domingo, 24 de mayo de 2009

Furia en bicicleta - Eduardo Betas


Lo conocí a Flavio Baigorri el año en que tramó aquella lluvia de papelitos en bicicleta. Ambos íbamos a la secundaria en las noches metálicas de la dictadura. Porque, para quien no lo sepa, 1980 fue un año pésimo para los argentinos, un invierno permanente.
Y fue para combatir aquella dictadura que a Flavio se le ocurrió hacer aquella Furia en bicicleta. La idea era simple: una caravana relámpago de bicicletas desde las cuales se arrojarían al aire miles de papelitos que llevaban escritos mensajes en contra de la dictadura.
—Haremos llover papelitos en Buenos Aires. Nuestra palabra se mezclará en el aire para oxigenar la vida y volará hasta la gente. Nuestras bicicletas ese día volarán —se entusiasmaba Flavio en las reuniones secretas.
Pero a quien le pesaba un secreto era a mí. Porque no había podido decirle a nadie que no sabía andar en bicicleta. Y no quería, claro, que de eso se enterara Emilse de quien estábamos secretamente enamorados todos los del comité. En verdad, ella era quien nos motivaba a realizar esos actos heroicos.
Por eso cuando Flavio me dijo que había conseguido una bicicleta para mí no supe qué decirle. La 'Furia' iba a ser la noche siguiente. Y yo tenía mucho miedo.
El mismo miedo que estrujó mi estómago cuando me largué calle abajo, arrojando al aire los papelitos con la palabra Libertad repetida hasta el infinito. Cayéndome cada dos metros mientras las luces rojas intermitentes me acorralaban para poner fin a mi aventura. Pude darme cuenta, al menos, que al tenerme a mí los policías no siguieron a nadie más. Y, aunque la pasé mal en la comisaría, escucharla a Emilse una semana después, me curó todos los magullones:
—Gracias. Si no te hubieras hecho el que no sabías andar en bici, nos detenían a todos…
Recuerdo todo esto porque hoy, 25 años después, le pido una tarjeta al boletero del subte y me responde: "Si, mejor andá en subte porque en bicicleta sos un desastre". Era Flavio Baigorri. Canoso, con menos pelo pero con más cicatrices…

Tomado de: //www.cafediverso.com/