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sábado, 20 de diciembre de 2008

La galería secreta de Blum Snack - Marcial Fernández


A Blum Snach lo conocí en una fiesta en el Club Campestre. Sarita Gold, mi secretaria, arregló el encuentro. Desde entonces, Snach y yo compartimos un mismo arbitrio: la antipatía mutua. Empero, negocios paralelos, tráfico de armas en Medio Oriente, cultivos de amapola en Asia y robo de niños en Suramérica prolongaron una ardua relación de trabajo.
Pasaron nuestros mejores años, y Snach, con los vicios que da la senilidad, se convirtió en un obsesivo coleccionista. Sus residencias, la de Buenos Aires, la de Nueva York, la de Estambul y la de Londres, poco a poco se transformaron en museos de toda clase de objetos. Timbres de goma, cuadros de firma, monedas antiguas, jaulas de oro, esculturas obscenas, animales disecados, armas de guerra conjuntaban el grueso de aquella manía por la abundancia.
No obstante, en la bóveda de su banco particular de Wall Street, lugar en que sólo unos cuantos poderosos y millonarios tuvieron la oportunidad de pisar, se escondía una de las colecciones más dementes de que el hombre tenga memoria. A este sitio, perfectamente refrigerado, iban a parar todas las cabezas, brazos, vértebras y otras partes anatómicas de los enemigos de Blum Snach.
Además, como cosas de otro mundo, la oreja de Vicent van Gogh, la dentadura postiza del conde Dracul de Rumania, la pata del traidor Santa Anna, el ojo del brujo Nabeuk Too, las gafas oscuras de Marilyn Monroe y las muelas del juicio de Pedro —primer papa de la historia—, colocadas en cajas de cristal herméticamente cerradas, completaban el templo de Snach.
Cada pieza, asimismo, era acompañada por una leyenda que contaba la vida y obra —de tratarse de algún personaje famoso— o la traición de la cual había sido sujeto Blum. Sin embargo, de entre todas estas historias, escritas en puño y letra por los biógrafos más ilustres, la del General Álvaro Obregón estaba inconclusa. La causa: los ladrones de cadáveres del sacerdote Blum —como lo llamaban sus amigos— todavía no lograban hurtar la mano del ex presidente de México.
Un día, Sarita Gold, que en sus ratos libres era amante de la secretaria de Snach, Bibi Laurent, llegó a mi oficina con rostro de espanto. El jefe de su enamorada había convocado a una junta con sus hombres de confianza, quienes debían cortarme la cabeza, ya que mi otrora socio y ahora enemigo la deseaba para su galería bajo el pretexto de cargos imaginarios.
De esta manera, Sarita y Bibi elaboraron un plan para intentar salvar mi cuello: ellas robarían la mano de Obregón y se la darían a Snach como un regalo de mi parte. Así, los dos hombres más ricos del mundo seguirían sin preocuparse el uno del otro, y sus secretarias, tan amorosas como siempre. La operación del hurto fue un éxito; los resultados globales, funestos.
Snach, tramposo como ninguno, me llevó a su galería particular de Wall Street para efectuar un doble brindis: por el obsequio y por nuestra relación que duraría más allá de la muerte. No obstante, la tragedia se precipitó sobre Blum, pues desde el interior de mi caja de cristal pude contemplar cómo la mano de Álvaro Obregón —tal vez recordando viejas batallas— lo estrangulaba lenta, dulce y suavemente.

Epílogo

Al poco tiempo, la mano del general Álvaro Obregón, conservada en formol y exhibida durante décadas en el interior de un frasco, que a su vez se encontraba en el interior de un monumento de San Angel, que a su vez se encuentra en el mismo lugar donde se encontraba La Bombilla, sitio del asesinato, fue incinerada por el gobierno de Salinas.

martes, 16 de diciembre de 2008

Un contador de historias llamado Andy Watson - Marcial Fernández


Se castigaba con severidad a todo aquél que escribiera una mala historia. Andy Watson supo de este ajusticiamiento: luego de publicar su primer novela, misma que era aburridísima, los soldados del emperador simplemente le cortaron las manos.
Los revisteros de moda reseñaron el hecho, dijeron que Watson sería siempre -de permitírsele seguir escribiendo- un pésimo escritor, y se olvidaron de su nombre.
Empero, Andy Watson aprendió a escribir con los pies y publicó otro libro. La ley, en esta ocasión, de nueva cuenta fue implacable: le cortaron las piernas.
Watson ya no publicaría más obras, en cambio gustó de contar cuentos, invariablemente insulsos, en el ágora del pueblo. Todos los que por casualidad lo oían, temerosos de perder las orejas -según el más reciente decreto-, le arrancaron la lengua.
Hoy, lo único que hace es tomar el sol en una banca del parque, y quien lo mira, piensa inevitablemente en una buena historia: la de la azarosa vida de Andy Watson.

Tomado de Ficticia: http://www.ficticia.com 

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Romance playero - Marcial Fernández


Una cadena de oro al cuello, la piel morena, el cabello corto, los ojos verdes y el cuerpo perfecto. Soy un monstruo de la especie humana, un demonio con el que todo el universo quiere hacer el amor.
Es mediodía. La playa se cubre de mujeres jóvenes, de todas nacionalidades. Es extraño que entre tanto cuerpo semidesnudo, todavía ninguna pájara, blanca o roja, no me haya invitado a su cuarto de hotel.
Mi desconcierto crece; empero, no tanto para perder la paciencia: en cualquier momento alguna vampira diurna caerá ante mi simpatía, ante mi indudable soberbia.
Me acomodo en la tumbona y miro con indiferencia el mar. Mis labios arden de sal cuando siento un aguijonazo en la espalda: una trigueña, exuberante, me contempla extasiada.
Le echo un vistazo de reojo; inicio sabiamente el juego. Leo sus pensamientos: no sabe qué decirme; cómo acercárseme. Duda si seducirme o comprarme. Está a punto de enloquecer de deseo.
La siento como un pescador en pos del pez espada, ese mismo que por un ardid de la suerte le puede llenar de fortuna; ella lo sabe.
Pasan veinte minutos deliciosos. Es sobrehumano mostrarse admirable y a la vez, hipócritamente intocable, cual Dios. Sin embargo, es una pena que algunas mujeres tarden tanto tiempo en decidirse.
Por fin se levanta. Encamina cadenciosos movimientos hacia el bar. Pide dos martinis. Copas en manos me acecha. Seguro es modelo de cine o algo así. Viene a donde estoy. Todavía duda un poco pero finalmente no hace caso a mi displicencia. Está a unos pasos del ligue perfecto. Pasa de largo, sí, pasa de largo y le ofrece uno de los martinis al subnormal que toma el sol atrás de mi sombra.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Diomedón, siglos después - Marcial Fernández


Mientras se fumaba un cigarrillo, Ernesto Gómez imaginaba ganar el próximo Maratón de la Ciudad de México. Pensó en qué gastar el dinero del premio, en lo reconfortante de su futura fama, en el auto deportivo que le obsequiaría la empresa patrocinadora de la carrera, en la mujer guapa y de carnes firmes que se le acercaría con admiración, y, satisfecho, encendió otro cigarrillo —con la colilla de su anterior—y siguió imaginando. Los iniciales cinco kilómetros los trotaría dentro del gran bloque de atletas. A partir del sexto, se colocaría entre los primeros lugares. En el kilómetro diez, sería el puntero de la competencia. Del doce al veinte, bajaría dos posiciones. Al pasar el treinta y cinco, recuperaría una. En el cuarenta, la otra. Para el resto del recorrido, empezaría a oír los aplausos del público. Y así, paladeando el humo de su quinto cigarrillo y acomodándose en su silla de ruedas, Ernesto Gómez fue el ganador del maratón.