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jueves, 21 de marzo de 2013

La muerte duele - Miguel Aguilera



Para la chica rubia, de pelo lacio
que un día la muerte se llevó...
¿Estas tinieblas son las de la noche o las de un calabozo?

(Amelie Nothomb, "Diario de Golondrina")

Anoche tuve un sueño. Apenas apareció la imagen en mi mente sentí tristeza y alegría a la vez. En él había una persona y yo. Sin embargo esa persona estaba muerta. La conocía, había sido parte de mi vida. Hablaba conmigo, con su característica sonrisa, sus dientes blancos como la nieve, su pelo lacio y rubio. Los ojos picarones y saltones se movían al compás de sus labios. «La muerte duele», me dijo. Entonces, ahí mismo, en el sueño, recordé que ella estaba muerta. Tuve la sensación de haberme dado cuenta de que ella estaba muerta, de haberme preguntado y planteado en un segundo que si estaba muerta por qué ahora me estaba hablando, pero enseguida todo se esfumó, y seguí contemplándola como lo hacía antes, cuando ella vivía y emanaba ganas de vivir. Seguí soñando que ella no estaba muerta.
Cuando sueñas luchas con las sábanas, con la almohada, con las posturas que tú propio cuerpo adopta y te quedan molestas e incómodas ante la situación de estar soñando. Te movilizas, puedes reír, hasta llorar, pero siempre estás atrapado y ligado al sueño, por ese hilo mágico e invisible que entreteje nuestra mente con vaya a saber qué plano o dimensión. Y ella estaba ahí, en un momento del tiempo en donde nos habíamos conocido, con un corte de pelo que nunca le había visto, pero con su peculiar forma de hacer sonreír a quienes se le acercaban. Se mantenía viva para mí dentro de esa burbuja de tiempo, que de repente se había vuelto atemporal, contándome algo de su propia muerte. Entonces prosiguió: «pero duele poquito, y primero vas al infierno, pero no es como te lo cuentan. Es distinto. No parece tan feo. Pero solo lo vemos desde lejos. Inmediatamente después subís al Cielo».
Yo no hablaba en el sueño. Solo la veía a ella sonreír y hablarme. Después de escuchar lo que me dijo abrí los ojos, era de madrugada, se veía la claridad de la luna entrar por una de las ventanas de la habitación, el viento cargado de humedad impregnándolo todo, y mi piel fría, vaya a saber si por el sueño o por el viento. En la penumbra miré en todas las direcciones: el espejo era difuso, las paredes con los cuadros parecían dormir, los muebles quietos y en silencio. No había nadie. Solo la luz de la luna, el sonido del viento, y la imagen de ella que aún perduraba en mi mente.
¿Te habrá dolido morir? Aunque sea un segundo, ¿habrás sentido dolor? Subí la sábana hasta el cuello y me quedé inmóvil, somnoliento, tratando que la imagen de su sonrisa y su rostro no desaparecieran por completo de mi memoria. La memoria se permite jugar con los sueños. Ella decide qué sueños van a quedarse en sus cavernas y cuáles no; qué imágenes y escenas deambularán de aquí para allá en sus innumerables caminos y cuáles desaparecerán para siempre, sin dejar rastro y sin que sea posible reflotarlas por más que hagamos el esfuerzo.
Creo que me dolió, y mucho, su muerte. Eso pensé. Porque la muerte arrebata, sin miramientos. Es como una ventisca helada que se llega en el momento más inesperado, en un otoño cualquiera, y hace volar, rápidamente, a la hoja seca del árbol que yace en el suelo. Y el dolor es infinito. La ausencia aún más. Volví a dormirme, pero ya no soñé. Al despertar por la mañana sentía las gotas de lluvia caer sobre el pavimento de la calle, sobre las celosías de las ventanas. Una imagen de día gris quería adentrarse en la habitación. Un color oscuro, de muerte. Me senté en la cama hundiendo la cabeza entre mis manos, y pensé mucho. Al rato, me senté a la mesa, tomé una hoja de papel, una lapicera y escribí: «Querida Muerte...», al finalizar la carta, justo después de mi nombre recordé algo que debía agregar: «Post scriptum: No permitas que deje de sonreír, allí, donde la has depositado, permítele que siga siendo tan feliz como lo era aquí...»

Acerca del autor:  Miguel Aguilera

sábado, 9 de marzo de 2013

El mismo universo - Miguel Aguilera


Arriba, justo entre el techo y la noche, había una puerta. Era invisible. Solo se podía ver de noche. Antes, no. Solo podía verla yo, y nadie más.
Una noche al ver la puerta decidí abrirla. Tenía miedo, tuve muchísimo miedo. Tomé el picaporte, lo giré suavemente, y la puerta comenzó a abrirse. Vi una estrella, luego otra, y más...; además estaba la oscuridad, el vacío. Sin embargo no sentí soledad. Había alguien ahí, podía sentir su presencia tras mi espalda. Tampoco podía voltearme para saber quién era. Solo sé que había alguien. Entonces decidí flotar y dejarme llevar. Crucé la puerta y floté entre las estrellas.
Tras un rato pensé en mi madre. “Tal vez sea ella quien está tras mi espalda”, me dije. Y de repente sentí un alivio incomprensible. Era más liviano, más etéreo. Las luces de las estrellas parecían refulgir más, la oscuridad del universo ya no me parecía tan intimidante. Me sentía acompañado por mi madre. Ambos estábamos ahí, juntos, en el mismo universo… siempre.

 (Feliz día a todas las madres del mundo... y a la mía en especial...) 


Tomado del blog: Las colecciones del literato

martes, 16 de octubre de 2012

La isla – Miguel Aguilera


Hace frío. Ya se nota en los amaneceres, en el retraso del sol al asomarse, en la piel cuando es sorprendida por las primeras luces del alba. Y pienso que todo sigue igual. Abro los ojos y veo la tenue luz del nuevo día atravesar la persiana de la habitación. Tras levantarme observo a los almendros aún dormidos, los rosales llenos de rocío, y al perro durmiendo a la par de ellos. La soledad también despierta. Se ha vuelto casi un mimo perfecto. Donde voy, donde permanezca, haga lo que haga, allí está, sentada a mi lado, susurrándome al oído, a milímetros de mi espalda.
Las primeras bombeadas de agua arrojan un líquido frío y cargado de vida. Me lavo a consciencia mojando mi rostro, el pelo, la barba, inclusive mis axilas. Siento frío, pero a la vez siento a la vida recorrerme las venas. Tras secarme observo las sierras que recortan el horizonte. Ya es otoño, me digo. Y sí, el otoño comienza a hacerse presente pintando de a poco las hojas, recargando de humedad al viento, tiñendo los cielos de grises, apaciguando el ir y venir de los animales. Es la bandera de aviso que indica la próxima llegada de un invierno que aparentemente será cruel, y silencioso.
Sentado a la mesa, tomo mate. Miro al perro a los ojos y el animal mueve su cola. De algún modo, en ese diálogo primitivo entre humanos y perros, hay una camaradería de grandes amigos. Él lo sabe, yo lo sé. Nos sorprende el sol posándose sobre las sierras e inundando la cocina de luz anaranjada. Ambos nos quedamos mirándolo. En ese momento pienso en cuánta cuerda me hubiera gustado darle a tú corazón ajetreado, cansado, disminuido. Juro que haría eso cada día de mi vida si me fuera posible, pero no, no pude. Por más que ahora estire las manos y con ellas quiera atrapar imágenes en mi memoria siento que el intento es en vano. La muerte te ha llevado y me ha dejado la soledad en tú reemplazo.
La tristeza no es por tú ausencia, es por lo insignificante que siento mi vida al no compartirla contigo. Creeme, si me estás escuchando hazle caso a mis pensamientos, después de todo ellos son los que dicen la verdad de cómo me siento, ellos son los que filtran todo lo que mi corazón se permite sentir y lo que el dolor le transmite. El perro coloca su hocico sobre mis pies. Acaricio su cabeza, le hablo. Al mover su cola pienso fugazmente que sabe de mi dolor, que escucha mis pensamientos ¿Por qué no? Tal vez el animal tenga esa percepción que otros humanos no tienen. Tal vez te perciba a ti, y en eso sí que lo envidiaría y odiaría. Continúo acariciando su cabeza y ambos nos miramos a los ojos. Ojos de perro azul, así, como lo describiría García Márquez.
Salgo a la galería y riego tus plantas. Parecen no echarte de menos, es que hago bien el trabajo que me enseñaste: les remuevo la tierra, las abono con el regalo de las vacas, las riego respetando sus tiempos, las roto al sol para que la dosis sea justa y no dañe sus hojas. Se han acostumbrado a mí. Puedo percibirlo. Pero hay momentos, cuando estiro la mano y tomo una maceta, que me parece ver tú mano blanca, con motas propias de la edad, con tus uñas cortas y arregladas, tomándola con cariño y acercándola a tú pecho. Es ahí, justo en ese momento, que me quiebro. Una punzada me recorre de cabeza a pies pasando por todo el eje de mi cuerpo, y como si de una lágrima de sirena se tratase, mis mejillas se inundan de bronca y dolor, pero no de compasión. La impotencia de no poder traerte de nuevo, de no poder tocar tus pequeñas manos, de jamás volverte a mirar a los ojos.
El otoño ya se instaló. Con él llegan los días cargados de humedad, los vientos que juegan con la hojarasca, la desaparición del trino de muchos pájaros, y amarillareá mi corazón. Te prometo cuidar de tus plantas. Envolveré a las que lo necesiten, cortaré las hojas caducas de las que lo requieran. Si algo me olvido la soledad me lo hará recordar en las tantas horas que compartiremos. Quiero que te quedes tranquila, habrá muchos otros otoños sin ti y aún así, siempre estarás aquí, en el mar muerto que has dejado, en esta isla que estoy habitando, en éste micromundo que se ha construido.

Tomado del blog Las colecciones de Literato

Acerca del autor:
Miguel Aguilera

sábado, 22 de septiembre de 2012

Manos – Miguel Aguilera


"Su suavidad venía 
volando sobre el tiempo,
 sobre el mar, sobre el humo, 
sobre la primavera,
 y cuando tú pusiste 
tus manos en mi pecho, 
reconocí estas alas de paloma dorada,
 reconocí esa greda 
y ese color de trigo." 
Pablo Neruda


Entre esos seres invisibles que cualquiera cruza a diario en las calles siempre hay uno más invisible que otro. Con una invisibilidad tan invisible que ni él mismo es capaz de percatarse de cuán invisible se ha vuelto. Cierto día encontré a alguien así. Yo iba hacia el sur, él hacia el norte. Me quité el sombrero, y saludé cortésmente. Él hizo lo mismo, sólo que inmediatamente se detuvo.
—Buenos días, caballero —dijo él.
Yo asentí con mi cabeza.
—¿Puedo comentarle algo, algo que me urge comentarle a alguien?
Volví a asentir, pues una necesidad tan imperiosa no debe censurársele a nadie.
—Verá usted, señor, el tema son mis manos.
Entonces las extiende, y yo las observo.
—Mis manos son transparentes, así, como los focos, como las lamparitas de luz.
Y me sorprendo, y abro la boca, y muevo mi lengua, y pregunto:
—Y eso que se ve ahí, eso… ¿qué es?
—Esos filamentos son mi sangre, señor.
Entonces enmudezco.
—Y la luz, ¿sabe que es la luz, señor?
Niego con mi cabeza. Estoy muy aturdido.
—La luz es mi luz interior, que fluye agitadamente por mis venas, recorre todo mi cuerpo y se muestra en mis manos. Cuando toco a alguien mi luz se aviva o se opaca, es todo cuestión de energía. Sin embargo, lo que me pone feliz es que mi propia luz está siempre intacta.


Tomado del blog: El errante
Acerca del autor: Miguel Aguilera

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Ojos de luna – Miguel Aguilera


Volvía en colectivo después de un día de tanto trabajo, en donde las cosas no salían bien de por sí, desde la raíz. Jugaba con el boleto entre mis dedos. Analizaba los números, calculaba matemáticamente con ellos, hasta me sentí triste por saber que una vez más no había sacado capicúa.
Al llegar a una parada anterior a la mía veo descender a una mujer gorda, ya de edad, con dos niños. El resto del pasaje permanecía sentado, ensimismado en sus pensamientos, divagando por sus mundos personales sin prestarle atención a nada, solo a lo puntual y de su interés: sus propias vidas. La mujer al llegar al último escalón aflojó su rostro un tanto fatigado y me miró directamente a los ojos. Miraba con ojos de luna: grandes, luminosos, expresivos. Comprendí en un instante que deseaba ayuda. De un salto del asiento me dirigí hacia ella, tomé primero a uno de los niños en mi brazo derecho, luego le di la mano al otro. El chofer del colectivo pisaba el acelerador, se podía sentir el nerviosismo de sus pies sobre el pedal, la impaciencia de su sistema nervioso, al igual que el resto del pasaje zombi, en el aire. La mujer gorda descendió el último escalón y parada sobre el cordón de la vereda abrió sus brazos y me recibió al primer niño. Luego al otro. Y se quedó allí, mirándome.
En un movimiento brusco que me tomó desprevenido el colectivo arrancó y choqué contra una de las barandas para sujetarse. Logré sostenerme gracias a un señor, de calvicie prominente, que sentado justo al lado de la baranda puso su codo para que no cayese sobre él y lo clavó justo en mi torso, a la altura de mi riñón. Duele, pensé, pero solo fue un pensamiento. Mientras el colectivo aceleraba más y más pude observar a la mujer gorda aún parada sobre el cordón de la vereda con los dos niños tomados de cada mano. Sus ojos de luna parecían seguirme, tal como los lobos siguen a la luna en noches abiertas.
Volví a sentarme en el asiento, nadie me miraba, todos seguían mirando al frente o por las ventanillas, como si nada hubiera sucedido. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué el boleto. Miré los números y comprendí que eran números de suerte. Cerré el puño y dejé el billete presionado en la palma de la mano. De algún modo, inesperado, claro, yo había despertado, había logrado ver aquellos ojos de luna que nadie más a mi alrededor se había percatado, pude ver un poco más allá de la gran somnolencia que siempre nos mantiene aletargados, y ahí estaba, la vida, con una de sus señales, tan viva y resplandeciente, tan ignorada por todos, llamándome.

Tomado del blog "Las Colecciones del Literato"
El autor: Miguel Aguilera

viernes, 22 de junio de 2012

Una chica en el jardín – Miguel Aguilera


Hay una chica muerta en el jardín. La he visto al despertarme, al asomarse los primeros rayos de sol del nuevo día. La hierba le acaricia el cuerpo, está desnuda. El verde circundante le cae bien, parece ser una flor nueva y fresca que ha brotado a través de la hierba, abriéndose paso a todo, sin importarle nada. No me atrevo a tocarla, pero sé que está muerta pues no respira, no se mueve, se la percibe demasiado fría.
¿Qué haré ahora? Nadie creerá que ha muerto sola, o que otros la han matado. Habrá dedos señalándome, dedos acusatorios, miradas instigadoras, epítetos y voces duras para conmigo ¿Por qué a mí?, ¿por qué yo?...
Pienso en envolverla en una vieja colcha. Tirarla al río con algunas piedras en sus pies. Son ideas enfermas, me digo y me recrimino a la vez. Y mientras conjeturo las mil y una formas de deshacerme de la frialdad del cuerpo sin vida caigo en la cuenta que a la vez admiro la belleza de su desnudez. Nunca estuve con una mujer desnuda en mi cama, y ahora, que hay una en el jardín, está muerta.
La muerte tal vez me obsequió a la chica. Sí, eso debe ser. Porque hay obsequios de todo tipo, y tal vez éste sea uno de ellos, de esos raros, que solo a personas como yo puede regalársele ¿Debería estar agradecido con la muerte? No… ella se jactaría, agrandaría su ego, y me sonreiría como suele hacerlo en ocasiones al pasar por mi lado.
“Me gusta el verde que te rodea”, quisiera decirle a la chica. Más ella no puede oírme. Ella está muerta. Pero eso es lo que pienso y siento en este instante. Me parece una novia dormida. Envuelta en una burbuja de tiempo, de un tiempo ya pasado...
Hay una chica en mi jardín, y está sobre mí.

Tomado del blog "Literato, narrativa contemporánea"

Acerca del autor:
Miguel Aguilera