Mostrando las entradas con la etiqueta Helga Fernández. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Helga Fernández. Mostrar todas las entradas

sábado, 6 de octubre de 2012

Conversión - Helga Fernández


Antes, no sé de qué, leer era sencillo. Lo hacía sin interrupciones, de noche y de día, sin sueño. Podía pasarme jornadas enteras comiendo, durmiendo, bebiendo, llorando y disfrutando dentro de un libro. Me abstraía del entorno hasta lograr que nada existiera. Si el mundo se derrumbaba yo, como si tal cosa, me apartaba de los escombros sin barrerlos para no perder tiempo y continuaba atrapada en la trama. Me había ideado un sistema de modo de no malgastar energía, economizando movimientos, para que no hubiera necesidad de fuerza mayor que la de la lectura. El texto ya no era un afuera sino mi propia conciencia que transcurría desde el alerta al onirismo embriagado. Contestaba a quienes me hablaban como si escuchara, quizá lo hacía con una parte de mí a la que ni yo misma consideraba en ese estado de abandono hipnótico. Cuando una voz familiar lograba irrumpir en el adentro compacto de mi libro me daba cuenta de que afuera pasaba la vida, sin mí. Eso me angustiaba pero lo olvidaba a la oración siguiente.
Los otros de mi alrededor se vieron obligados a llegar al colmo del enojo por causa de la monarquía de mi actividad. En mitad de la noche acostumbraba levantarme, sigilosa para que nadie se de cuenta y cuando mi compañero, advertido, preguntaba, con un tono amenazante: -"¿A dónde vas?", yo contestaba: -"Al baño". Dejaba prendida, como coartada, la luz del toilette pero en verdad, desesperada, iba corriendo y hacía que entre el horizonte y mi nariz se interpusiera un libro. Regresaba a la cama cuando él, algo alarmado por el retraso, me decía: -"¿Estás bien?" y yo disimulando, repetía: -"Si, sí, ¿por qué no iba a estarlo?".
A veces me apuraba a dormir y no tener que padecer la espera de un nuevo día en el que, otra vez, me fuera posible tener lo único que me importaba entre mis manos. Cuando me subía a los colectivos y no había asientos libres igual leía, parada. También era capaz de hacerlo caminando por la calle y hasta en la cinta del gimnasio. Una sola vez -a dios gracias- me duché con el libro al costado de la bañadera apoyado en una toalla para que no se moje y no provocar que la tinta se corriera cumpliéndose la peor de mis pesadillas, que el texto ya no fuera legible.
La consecuencia de haber leído tanto, en cantidad y avidez, fue que el sentido del mundo trocara. Cuando me inicié como viajante de universos inventados, ellos, me recordaban a la vida real. Descubría semejanzas desde adentro hacia afuera en un remolino de letras, centrípeto. Un día, caminando hacia La Legendaria donde compré Crítica Literaria de Marcel Proust, una vieja con tapado rojo que podría haber sido caperucita de anciana fue, para mí, la protagonista femenina de la película Mis Tardes con Margueritte donde una señora mayor, aun no retirada de la vida, introduce en las delicias de la lectura a un hombre adulto que siempre se había juzgado incapaz, interpretado por Gerard Depardie. Desde allí, a él, le cambia el sentido de la realidad tanto como a mí los libros dejaron de evocarme a la vida para que la vida comenzara a evocarme a los libros.
Este trueque de la rotación del sentido fue casi simultáneo con que un día, no sé a partir de qué, perdí esa concentración más que tensa despojada y, junto al misterio que acompaña al origen, de los párrafos subrayados brotaron anotaciones en lápiz que fui acomodando en los márgenes. Esas letras, al ir tornándose cada vez más extensas, terminaron siendo el recuadro, de hoja entera, que enmarcaba a las otras, las impresas. Para leerlas me veía forzada a girar el libro un cuarto de vuelta desde la posición habitual, cuatro veces, hasta que volvía a estar al derecho. Las notas, al comienzo, no eran más que comentarios suscitados por lo leído pero después mutaron en asociaciones con otros libros del pasado. Yo imaginaba que salían del espacio físico de la hoja apoyada entre mis dedos para ingresar en un espacio virtual que alcanzaba a otros libros, en los que alguna vez había habitado, como una verdadera red de intertextualidades o como un árbol genealógico de la antecedencia, no de mis parientes, pero sí de mis lecturas, que a esta altura ya casi eran lo mismo.
Mas tarde, de ese no sé qué, ni siquiera la primera y las últimas hojas en blanco del libro, las hojas testigo, me alcanzaron para darle lugar a mis notas. Hoy a cada punto, incluso a veces antes de llegar a su fin, me detengo para escribir. Leo y escribo, leo y escribo, escribo, escribo y leo. Terminar un libro me lleva algo así como el doble de páginas escritas que el de hojas leídas. Por lo que este Diario no es más que el terreno ganado de lo que en su origen fue garabateado en los márgenes de los libros leídos y que en el origen del origen fue el subrayado de algunos párrafos, que creció hasta solicitar derecho de emancipación y autonomía. Letras nacidas de otras letras. Texto que viene de otro texto. Porque, aunque lo olvidemos o neguemos, no hay autor fundador. De los repollos no nace gente y mucho menos, libros.
Ahora, por una suerte de contagio de cómo solía leer, duermo, sueño, asesino y hasta hago el amor, por escrito.


La autora: Helga Fernández

jueves, 15 de diciembre de 2011

Etimología - Helga Fernández


Como suele suceder, muchos gotas son las que llenan el vaso aunque, después, cuando se rebalza se le eche la culpa sólo a una. Ésta, las que sigue, quizá sea la que a mí casi me ahoga o, mejor, tendría que decir por extraño que parezca, la que me quebró de ganas.
Cuando era chica, unos doce años tendría, leía una colección de libros que muchos deben recordar. Son nuestra contemporaneidad pasada de esos mismos que tenían nuestros padres con tapa amarilla y dibujos acuarelados, también de aventuras, pero no aptos para decidir por dónde seguir, como estos de los que les hablo, sino para leer en un tiempo lineal, desde el principio hasta el final, de corrido. En cambio estos otros, los nuestros, los de más acá, le hacían honor al título de esa saga: Elije tu propia aventura. Los que, si bien no dejaban de darnos una ilusión de elección porque lo máximo que puede decidirse es por dónde continuar entre dos opciones que se encuentran al pie de algunas de las páginas de todo el libro, tienen en cuenta el lector a la hora de escribir, no sólo por escribir para él sino por escribir de forma tal que él sea quién decide lo que leer. "Si decides cancelar tu cita con Juan y buscar a Pedro, pasa a la página 7. Si crees que Pedro está bien y sigues con la idea de ver a Juan, pasa a la página 8."
¿Se acuerdan de los que les hablo? seguro que más de uno, en este momento, estará sonriendo y hasta recreando alguna que otra historia o, al menos, reviviendo la sensación de ser tenido en cuenta que nos causaba su lectura. El lema de esta serie era: "Las posibilidades son múltiples; algunas elecciones son sencillas, otras sensatas, unas temerarias... y algunas peligrosas. Eres tú quien debe tomar las decisiones. Puedes leer este libro muchas veces y obtener resultados diferentes. Recuerda que tú decides la aventura, que tú eres la aventura. Si tomas una decisión imprudente, vuelve al principio y empieza de nuevo. No hay opciones acertadas o erróneas, sino muchas elecciones posibles."
Yo, más que recordar sus narraciones estoy viendo pasar como una película, imagen tras imagen vaya a saber compaginadas porqué director, que una vez en la casa de mi amiga María Sol (la que tenía todo lo que yo no) parada frente a su biblioteca, que guardaba esta colección y unos cuantos libros más, me caí y al querer protegerme del golpe me fracturé el brazo derecho. Una caída delante de un montón de libros, los primeros que he leído y los primeros que me han tomado, más que como lectora como escribiente copartícipe de lo escrito.
Por consecuencia de la lesión no pude escribir durante cuarenta largos días. Abstinencia obligada que me llevó a tener incontrolables ganas de hacerlo, a punto tal, que encerrada en mi habitación a escondidas de los adultos que cuidaban de que siga la prescripción médica, escribía y escribía y escribía, intransitivamente, haciendo mimesis con el tipo de verbo: escribir, no qué, sino escribir y ya. Lo hacía con el placer y el alivio de quien por fin da el brazo a torcer a lo se venía negando.
Esa factura, quizá, haya sido el primer modo de escribir, en el cuerpo, el deseo de escribir. Todavía hoy conservo su marca, indeleble.

martes, 4 de octubre de 2011

Un oficio - Helga Fernández


Antes de salir a la calle abrió el placard y descolgó de la percha, con cabeza de osito, el vestido que le había cosido su abuela. Ya se había cansado de esperar la ocasión apropiada para estrenarlo por lo que pensó: -Hoy es el día. Para confeccionarlo, su abuela la había subido arriba de un banquito de madera, contorneándole la silueta con alfileres de puntas nacaradas multicolor. Ella ya había visto esa tela, antes de reencontrarla en la vidriera de la retacería, apoyada en el curvoso cuerpo de una bailaora que se paseaba delante de unos hombres que tocaban y cantaban para ella arriba del tablao. Sin embargo cuando se lo puso no quedaba tan insinuante en su cuerpo recto. Pero, como no es cierto que la niñez carece de sensualidad, solucionó el problema ajustándose un cinturón dorado a la altura en la que después cabría la cintura hasta un poco antes de no poder respirar. Así, a fuerza de voluntad logró que esa parte de su cuerpo se plegara hacia adentro y se viera a simple vista, aunque más no sea, con ese único relieve.
Salió a la calle con la avidez de quien sale al escenario el día del estreno. La acompañaba un diminuto sobre del color del cinturón que abría y cerraba, con su mínimo repertorio de exquisitos gestos, para ver reflejada en el espejo de adentro la belleza que buscaba.
Cruzó la calle y caminó con gracia, junto a su madre, hacia la vinería. Cuando pisó esa cuadra, dos nenes que bien conocía y esperaba que estuvieran, la siguieron en bicicleta al tiempo en el que le dedicaron algunos piropos que, pese a lo intencional y preparado del encuentro, la pusieron colorada.
Volvió a su casa con la sensación de que el vestido rojo a lunares blancos había causado efecto y con la convicción de que la seducción pende de una apropiada representación que hace de la nada algo bello.
Tenía 9 años, no estaba jugando sino practicando un oficio.