
Se oyó por la radio y por la televisión, en todo el país. Justo ese día había una trasmisión conjunta, prólogo del clásico de fútbol.
Algún bromista había puesto un libro sobre la mesa del estudio, junto a los micrófonos y el locutor, en un instante de distracción, lo vio y se espantó.
El rostro blanco como papel de arroz, el cabello erizado, los ojos desorbitados, salió corriendo del estudio.
Su carrera en los medios... ¡al infierno!
Atropelló camarógrafos, iluminadoras, maquilladores, estuvo a punto de romperse la crisma cuando se le enganchó el pie derecho en un lío de cables.
Su pánico se contagió. TODOS salieron corriendo del canal de TV, de las radioemisoras, de las repetidoras.
Es fácil imaginar la reacción del público, que pronto se expandió a los pocos que no miraban televisión ni escuchaban radio.
Un grito y, de pronto, silencio. Una imagen y, de repente, NADA. Vacío.
¡Y todo por un libro!
Nadie alcanzó a consignar si se trataba de La Sagrada Biblia, Don Quijote, Martín Fierro, Los diálogos de Platón, o el último de Paulo Coelho...
Algún bromista había puesto un libro sobre la mesa del estudio, junto a los micrófonos y el locutor, en un instante de distracción, lo vio y se espantó.
El rostro blanco como papel de arroz, el cabello erizado, los ojos desorbitados, salió corriendo del estudio.
Su carrera en los medios... ¡al infierno!
Atropelló camarógrafos, iluminadoras, maquilladores, estuvo a punto de romperse la crisma cuando se le enganchó el pie derecho en un lío de cables.
Su pánico se contagió. TODOS salieron corriendo del canal de TV, de las radioemisoras, de las repetidoras.
Es fácil imaginar la reacción del público, que pronto se expandió a los pocos que no miraban televisión ni escuchaban radio.
Un grito y, de pronto, silencio. Una imagen y, de repente, NADA. Vacío.
¡Y todo por un libro!
Nadie alcanzó a consignar si se trataba de La Sagrada Biblia, Don Quijote, Martín Fierro, Los diálogos de Platón, o el último de Paulo Coelho...