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sábado, 10 de marzo de 2012

Afuera brilla la luz - José Antonio Parisi


La expresión más elevada de la felicidad o la desgracia es muy a menudo el silencio.
Los amantes se comprenden mejor cuando callan.
ANTÓN CHÉJOV


El hombre sueña con un animal enorme e indefinido en la noche. También con una mujer de torso desnudo, que cubre los pechos con las manos.
Desea despertarse, pero lo retiene esa persistencia opresora de las pesadillas.
Logra abrir los ojos y los deja tiesos. La sábana corrida, la mejilla aplastada contra el cotín. La oscuridad de la pieza le evoca la penumbra que había imaginado y le cuesta reconocerse en su cuarto del hotelucho familiar. Su cuerpo todavía tenso y alerta, la mano palpa la base del herrumbrado velador cuello de cisne, y lo enciende.
Había echado una siesta pesada, extensa y profunda; de esas que se dan pocas veces y que siempre se recuerdan. Esas siestas que se le piden prestadas a la muerte.
Se sienta en la orilla de la cama, las plantas de los pies en el frío del mosaico. El tuco aceitoso del mediodía le arde en el estómago. Busca un cigarrillo en la mesa de luz. Fuma y exhala un arroyito de humo gris. Con los dedos se quita las lagañas, y enfila hacia la puerta despegando apenas sus plantas del piso. Estira los brazos abiertos, arquea la espalda, y modera un bostezo. Afuera se viene el agua. La panza de unos nubarrones infinitos hace de telón a su tristeza. Evoca a sus dos hijitos, lejos, en aquel pueblo caduco, renunciado de ferrocarril y de todo destino afortunado. Y aquel día en la terminal de Retiro, cuando su mujer histéricamente se subió con ellos al colectivo para llevárselos de Buenos Aires. Pucha si había sido alevosa ella: lo culpó de la pérdida de su puesto en la fábrica. Si la fábrica se fue al Brasil, a él qué culpa le cabía.
Chasquea los labios, cierra la puerta y le da la espalda al recuerdo. Hay que aguantárselas.
Se enjuaga la cara en la palangana, y en la hornalla de la garrafa pone el agua para el mate. Le gusta hacer las cosas con tiempo, y se cambia aunque no tenga que irse ya al trabajo. Vigilador nocturno, conchabo vacío que tanto le costó conseguir y que consiste en hacer nada: la postrada contemplación nostálgica y perturbadora de una oficina en horas de desolación.
Se ceba los primeros mates, que ha cambiado a dulces —bastante hiel hay en su vida como para agregarle de a sorbos—. Y contempla sus manos con pena: tan luego a él, se le han puesto tersas aquellas garras de metalúrgico.

A través del tabique de Durlock le llegan voces apagadas. Ya ha sucedido un par de veces: es la pareja del cuarto de al lado sofocando el principio de una pelea. Pronto vendrán los gritos, y después la biaba y el silencio. Al día siguiente a esa mujer de ojos almendrados, la vergüenza le hará bajar la frente para ocultar una marca. El tipo no. Él sostendrá los hombros anchos, el mentón erguido, como si nadie supiese lo que es.
Pero hoy, hay algo más. Hay más que gritos, biaba y silencio: la vecina le entra a su pieza como un tornado, y se planta temblorosa dos pasos adentro. Lágrimas implorantes en la mirada convulsa. El torso desnudo, los pechos ocultos entre las manos manchadas con sangre.
¿¡Qué anda pasando!? Él deja el mate y va al ropero, cubre a la mujer con un toallón limpio. La hace sentar en la única silla, y le enjuaga las manos con agua fresca de la jarra. Sale al patio, los demás inquilinos alborotados en chisme, ahogan el umbral de la otra pieza. Él se abre paso. En el suelo, a los berridos como un marrano —quién te ha visto, y quién te ve—, el tipo con la cabeza rota y la plancha volcada. El cable alrededor del cuello ha sido un intento inútil de ella: el cerdo respira bien. El hombre busca en el armario un abrigo y una blusa. Vuelve a su cuarto por entre los curiosos, que lo siguen con la mirada y él entorna la puerta. Le entrega la ropa a la mujer, y se pone la campera marrón de vigilador. Fuera, un rayo parte la noche, y el chaparrón dispersa a aquellos entrometidos.
Los dos parados en el vano de la puerta de la pieza con la vista en las agujas de la lluvia, que caen fuertes y rebotan en el patio. Aquel velador cuello de cisne encendido difumina las sombras de sus siluetas en las baldosas mojadas. Él con un brazo rodea a la mujer por el hombro, y se largan a cruzar el patio en busca del zaguán y la calle. La luz del farol brilla en los adoquines y en el follaje húmedo de los paraísos. La pareja se aprieta bajo el aguacero, y en carrerita ligera se pierde en la bruma de la noche.
¡Cuánto ha sucedido! Y, sin embargo todavía, no se han dicho una palabra.

martes, 7 de febrero de 2012

La seca - José Antonio Parisi


De poco le valió salir con la luz lechosa del crepúsculo matutino, pronto el sol se encrestó y el cielo de Mercedes podía confundirse válidamente con el del Sahara. El moro andaba fatigoso en los treinta ocho grados. Había que ver cómo se malogró la soja, petisita y sin poroto, y el maíz ya en flor reclamando agua en lo inmediato, de no minga de choclo y a picarlo pa´ forraje. Algunos vacunos, sin pasto que comer ni agua que tomar, se iban echando y ya no se levantarían.
El cansancio y el desaliento retornaron al hombre a la casa, la piel y la boca resecas. Los labios belfos del moro se metieron en el balde, tragó a gorgoteos sonoros y sin tregua. Y quería más, pero había que guardar, el molino venía tirando menos y es que el pozo podría andar sufriendo escasez en el torrente.
La tarde tórrida. Él, sentado a la sombra raleada de un sauce que venía perdiendo hojas por la seca, trenzaba un tiento como para pasar el rato y recordó haber visto en la mañana un par de nubes a lo lejos, que de repente se acumulaban o se desprendían. Pero habían sido apenas dos nubecitas blancas, ingenuas, incapaces de manifestarse en lluvia. Ahora, volvió a mirar al cielo y dos nubes, que supuso aquellas mismas, andaban en el firmamento como si le juguetearan. Le vino a la memoria letra de una milonga, de un tal Borges le habían dicho: la esperanza nunca es vana. Y los labios se movieron un tanto, en un resto de sonrisa

viernes, 20 de enero de 2012

Crema - José Antonio Parisi


Agustín ha vuelto de ese laburo opaco, que tanto lo humilla: mandadero de una financiera trucha, nueve horas diarias. Qué va a hacerle, es lo que hay. Atento él a los pungas, el subte y el premetro lo trajeron a su monoambiente… bah, el sucucho que a duras penas logró alquilar.
Sentado al borde de la cama, aplicando puntera sobre talón, se descalza las ajadas zapatillas resorteras. Los pies le borbotan como si fuesen dos morrones recalentados. Hoy es un día diferente y echa de menos a aquellos, que aunque mal, son su familia.
Tan pronto como se prepara un vaso de chocolatada, le tocan el timbre. Deja la leche intacta en la mesa y abre. Una vieja esquelética, que apenas le llega a la boca del estómago, sostiene una torta repleta de crema. Detrás, la acompaña una docena de personas. ¿Y ésta quién es? Ella ofrece a los ojos de Agustín una perlada sonrisa de acrílico. Ah…, es el fósil que me crucé un par de veces en el hall. Y el fósil le levanta la torta y lo azuza con el pastel. Un copo de crema se pega en el suéter del muchacho, quien forzado se hace cargo del obsequio. Los demás le cantan a coro
—¡Qué los cumplas feliz! ¡Qué los cumplas feliz!
—Gracias…, gracias —balbucea Agustín—. Pero pasen… Pasen. La torta revolotea en sus manos por sobre las cabezas de los invasores. La vieja le tironea de la manga, le arrebata la cremosa, la suelta sin cuidado sobre la mesa y voltea aquel vaso repleto. Del bolsillo de su delantal grasiento saca unas arrugadas servilletas de papel e intenta absorber el desparramo, pero desiste tirándolas al suelo con disgusto. La chocolatada corre por la mesa y también va al piso, otorgándole a aquellas servilletas el carácter de archipiélago. Y ella le ordena a Agustín:
—¡Dame una cuchilla ahora!
Perplejo, él le alcanza un Tramontina. En nuevas servilletas, ella sirve porciones de la torta a los intrusos, las que van comiendo con hambre de malón-
Uno, con la boca llena y crema en el bigote, le pide al muchacho unas palabras. Agustín murmura:
—Bueno… Yo no sabría qué decir. Yo…
—¡Bien! ¡Viva! ¡Un aplauso para el homenajeado! ¡Ánimo, Agustín! ¡Ánimo!
Y se libran de sus desperdicios dejándolos caer al suelo. ¡Vítores y palmas! Agustín los mira, los ojos bien abiertos.
—Quizá, tendría que convidarles alguna bebida, pero la verdad es que yo
—No te preocupes, Agustincito, no va a faltar oportunidad. Nosotros ya debemos irnos. No vinimos a incomodarte. Sólo queríamos hacernos presente en tu cumple. Que sepas que estamos con vos.
—¡Alegría! ¡Alegría!
Y el tropel desfila por el vano de la puerta. Lo palmean. Él los despide estrujado contra la arcada. Algunos le dan la mano —para estrechárselas, Agustín cambia de posición el pedazo de torta que la vieja le había implantado—. Otros lo besan colgándosele del pescuezo. La vieja cierra la marcha y con un dedo, que parece una ramita nudosa de otoño, le indica insistente la porción.
—Comela, Agustincito, comela —la uña de la vieja se unta en crema y aquella ordinaria prótesis vuelve a sonreírle a Agustín; pero esta vez se descuelga de la encía
Y lo han dejado solo en medio del chiquero. Eligiendo donde pisar se acerca a depositar su porción en la bandeja, ahora embadurnada de migas húmedas. Se limpia las manos una con otra, y saca la escoba de un costado del aparador. Agarrado del cabo romo, se le van los ojos a un retrato familiar. En este momento, a Agustín lo envuelve una angustia que antes no tenía y una lágrima le rueda hasta la pera.

El autor: José Antonio Parisi

miércoles, 18 de enero de 2012

La llaga – José Antonio Parisi


Dormían en el magro colchón. Los pies aglomerados asomaban por debajo de la cobija. Ellos dormían desnudos, con la placidez del amor bien hecho.
Aquella mañana el hombre iba a llevar la tropilla al remate, y ella le jugaba una alegría que, una vez más, a él le pareció un poco tonta. Ya no montaba de un envión al picazo malacara, ahora estribaba y desde arriba  le ordenó a Joaquín:
—¡Apurate, muchacho! ¡Largalos, nomás! —Y por la alameda fue sacando la media docena de alazanes, boleaba el rebenque y cruzaba algún chiflido. Según su costumbre, se inclinó sobre el pescuezo y abrió la tranquera. Pronto alcanzó el Camino Real, y un poco al tranco un poco al trote, los arreaba con destino a la feria de Navarro. En cuatro o cinco días volvería a Mercedes, traería la plata suficiente como para pasar tranquilo con ella el invierno que venía. Tuvo suerte, no hubo necesidad de llegar a Navarro y menos de aguantar el azar del remate. En el trayecto, un puestero le hizo saber que a su patrón podría interesarle la caballada. Se trataba de una buena persona, que lo llevó a comer el churrasco con su gente y rápido cerraron trato. Pegó la vuelta antes de lo previsto.
Se encorvó sobre el picazo y abrió la tranquera. Al enderezarse, el sol encendido del atardecer se le clavó en los ojos y lo encegueció por un momento. El aire portaba el zureo de las palomas. La hojarasca de los álamos empedraba el camino a la casa y, palpando el rollito de los billetes, él volvía contento. Pero al desmontar la encontró vacía. Receloso fue al galpón. Listones de sol entraban por los agujeros de las chapas atacadas por el óxido. Su cara descarnada, ida en pliegues, se endureció al ver entreabierta la puerta del cuartito de Joaquín. Y ellos dormían. Descolocado en su ánimo volvió al patio, la sombra del molino se le tumbaba en los pies. Un impulso le hizo echar la mano áspera y huesuda al cuchillo, y se convino: así como el caballo hace al jinete ellos harían al criminal. Entró de nuevo, la mujer advirtió el movimiento y se sentó en el colchón. Se cubrió los pechos con la manta y quedó inmóvil en posición de estatua, la mirada altiva ni siquiera el rostro pálido de la sorpresa. Y él dobló la frente.
Así son las cosas. Lo supe desde el principio, aunque me empeñé en desconocerlo acaso confiado en una magia cruel.
Se acuclilló en el patio, las manos juntas entre las rodillas. Alzó la vista y a su frente, irónica, la enorme llaga abierta en el tronco del paraíso. Ínfimo y desgraciado en el espíritu montó y se largó de la casa, como quien huye.
Vivió conforme a su antigua vida errante, la de antes de afincarse con ella. A campo traviesa, un rencor helado en fantasma de mujer le galopaba a la par. Y en las noches, el olor a pasto exacerbado por el rocío, le traía todo y con más fuerza. Siempre, hasta que encontró el fin de su historia.

El autor: José Antonio Parisi

jueves, 29 de diciembre de 2011

El tren del atardecer – José Antonio Parisi


Iban cinco o seis días sin afeitarse, nunca un lapso tan pronunciado aun en este último período. Abrió el botiquín y agarró el envase de la espuma. No recordaba cuándo había iniciado la maquinita descartable, y sospechó que debería reemplazarla. Hurgueteó inútilmente en los estantes. Con dos dedos rígidos cerró la puertita. Y su cara le quedó expuesta al opacado espejo. Le costó esparcirse la espuma.
Lento, terminó con la barba. Despreció la loción Fulton de siempre, y se volvió a ver, ahora a cara limpia. ¡Cuánto surco profundo! Grietas hundidas en la piel, profusión de poros secos, como remotos pozos de agua inutilizados por los años. Los párpados idos en pliegues caídos le entornaban la mirada. Se palpó los labios estriados y ásperos. Rastros del trabajo al sol en los andamios, eso ya lo sabía. Desprendió las manos del borde del lavatorio y se miró las palmas callosas, ¿qué fatalismo encerrarían esas líneas gruesas y abismales? Y, fatídico, se reconoció enrolado en la etnia de los viejos; y lo peor: viejos invisibles a los ojos de los demás.
Salió al patio del fondo, levantaba apenas del suelo las alpargatas con las que chancleteaba. A echarle un vistazo a las plantas, que reverberaban bajo el sol bochornoso de la siesta; la quinta andaba llena de yuyos y la canilla chorreaba haciendo gárgaras. Descubrió la sombra de la parra y se sentó en el banco de cemento, que él mismo había construido. El torso inclinado hacia adelante y las manos en nada, apoyadas en las rodillas.
Ni siquiera el chispeo de algún pájaro que escuchar, sólo el gorgotear de aquella canilla defectuosa. ¿Y él? Se había olvidado de silbar aquellas melodías que tanto le gustaban. Con la vista en las lajas del piso, se le reflejaban en vorágine las imágenes de los hijos y nietos. Y la de la mujer muerta. Risas de polvo, voces de cenizas. De otros recuerdos había poco y, lógico, también se le había borroneado la cuenta de las ilusiones. Unas lágrimas se le trabaron en las pestañas. Eligió engañarse atribuyéndoselo a los ojos acuosos propios de los viejos, y las enjugó con el pañuelo revuelto que sacó de un bolsillo del pantalón.
Movió la cabeza buscando un pretexto para impulsarse. Estaba claro que la quinta, su orgullo hasta hace semanas, y la canilla necesitaban una mano; pero aquel banco se le iba haciendo cenagoso y lo retuvo.
¿Comer? Mal y a deshoras. Incluso el vino se le había hecho triste, al punto de renunciarlo. Se pensó condenado a la oquedad del silencio, al destino de las velas consumiéndose en su misma existencia. A esperar su final en el invierno, arrumbándose en el fondo de un sillón.

El petardeo de una moto rauda lo distrajo, volvió a mirar su entorno, y se rascó el plumerito de la boca de la oreja.
Pensaba en volver a la cama, que había dejado poco antes de afeitarse. Y alguien llamó a la puerta. Antes de despegarse del asiento, se calzó las zapatillas. El patio de lajas continuaba hacia el frente de la casa haciendo sendero, y por allí marchó a atender. Se acomodaba con los pulgares el pantalón a la cintura —le quedaba un tanto holgado y es que él venía perdiendo peso—. La gorda de al lado esperaba en la verja, vestida con uno de sus soleritos de verano. Era la viuda de aquel carpintero, que prefirió irse con San Pedro en lugar de seguir escuchándola. A espaldas de ella, las enredaderas extendidas en el alambrado del ferrocarril, con sus campanillas violáceas, que él veía cada vez más sombrías.
La vecina sostenía una taza vacía y le preguntó si había comido. Mintió al asentir con un gesto. Que le pidiese lo que le fuera necesario, dijo ella; así como ella ahora le venía a pedir un poco de azúcar.
—Sí, como no. Adelante —y le abrió la puerta.
Al pasar, sus ropas se rozaron apenas y la gord… digo: la mujer se subió un bretel ido hacia abajo. Lo miró a los ojos y se sonrojó en una sonrisa, que insólito tratándose de ella, a él le pareció capaz de enamorar a todo hombre bien puesto.
Remontaron por las lajas. En la cocina el hombre le pidió la taza, y en el aparador buscó el frasco del azúcar. Pero se detuvo y, deslizándose la yema del índice en la mejilla, le preguntó:
—¿Gustaría un café?
Él mismo se encargó de servirlo con unas galletitas dulces. En la mesa, la conversación se hizo larga. Hablaron de sus queridos cónyuges muertos. Mejoró el ánimo al llegar a las vidas de sus nietos y a las vidas de sus hijos, aunque coincidieron en que los veían a las perdidas. Cosas de la vida moderna. Intercambiaron experiencias y sus sensaciones de hoy. Se escucharon delicadamente.

El hombre acompañó a la mujer a la calle. Aquella taza del inicio quedó olvidada sobre el aparador.
En la vereda, ella le dijo:
—Antes de irme, quería hacerle saber algo leído por mí hace muchos años en el secundario. En esa edad en que para nosotras era tiempo de soñar.
—¿Qué cosa? Dígame.
—Oscar Wilde escribió: “Los corazones están hechos para ser rotos” —la mujer se encaminó hacia su casa.
Él abrió los ojos más de la cuenta y la siguió con la mirada, que guardó recién al perderse ella por la puerta. El paso del tren lo despabiló al instante, y la brisa le mostró vivaces las campanillas violáceas. Apreció respirar el aire de las flores. Elevó las palmas al pecho y tamborileó suave con los dedos. Decidió guiarse hacia el cuartito de las herramientas, y una mueca de sonrisa le estiró algo los labios. Hoy es turno de la canilla. Se advirtió silbando bajito en el arranque de la tarea.
Y en su pensamiento pactó una tregua con la muerte.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Coloquio – José Antonio Parisi


Grippi ya entró a la penumbra del cuarto. Olor a mugre. Hacia el lado más lejano, un par de camas de hierro con las mantas en desorden. Cerca suyo y apoyada en la pared se sostiene una mesita, renga de una pata. Encima, un calentador eléctrico trata de mitigar el frío antártico del ambiente, y de una radio destartalada sale un bochinche indescifrable. Grippi se sienta junto a la mesa. La resistencia al rojo del calentador se refleja en el vidrio de la ventana, y él ve sobrepuesto su desaliñado semblante, sus anteojos gruesos, la bufanda rigurosamente enroscada al cuello de la tricota. Y detrás del vidrio, la galería con su lamparita desnuda y, en la llovizna, la oscuridad de los jardines que mañana recorrerán sus ojos. Un rechinar a sus espaldas lo hace girar de golpe: de una de las camas se levanta la figura de un hombre, que él no había visto. Se le acerca arrastrando los zapatos, enfardado en un raído sobretodo —tal como estaba echado—, las solapas erguidas le tocan la base del gorro de lana. El hombre adelanta una mano temblorosa.
—Surañe —le dice ronco—. Mucho gusto.
—Grippi. El gusto es mío —se la estrecha débil.
El otro, siempre parado, busca en un bolsillo del sobretodo y saca un maltrecho atado de cigarrillos. Con sus dedos sucios revuelve dentro del paquete y descubre uno que, aplastado y curvo, se lo incrusta en la boca.
—Me convida un cigarro —le dice Grippi—. Yo no fumo, sabe.
—Yo tampoco —dice Surañe arrimándole el atado hasta la punta de la nariz—. Pero, sírvase, siempre los tengo mano, para el día en que fume.
—Si usted va a iniciarse en el vicio—la voz asordinada por el atado, que ahora el otro se lo ha puesto sobre los labios—, yo espero mi turno. No quisiera importunarlo.
—No tengo fecha precisa —Surañe recoge el brazo del paquete—. Sin embargo, cualquiera de estos días …
—… empieza.
El de sobretodo dobla el cuerpo como para prender su cigarro en el calentador. Pero se queda inmóvil con la punta del pucho a unos centímetros de la resistencia incandescente, que le ilumina su nariz bermellón semejante a una gran frutilla invertida.
—¡Reaccione, hombre, reaccione!
Surañe se endereza.
—Me anda rondando la idea del suicidio en determinada forma.
—El suicidio... —murmura Grippi—. ¡Privación voluntaria de la vida, diccionario RAE! —grita— y desde los groseros anteojos, la mirada busca su muñeca plena de cicatrices.
—Estaría bueno tirarse al río desde un puente con un faso prendido entre los labios. Eso estaría bueno.
—Fumar bajo el agua le decían ellos a ese deporte. Ellos sí que lo jugaban bien, “de salón” lo jugaban.
—Es de pusilánime dejar que la vida pase al pedo, Grippi. Lo importante es apurarla. ¿Usted nunca ha fumado?
—Yo no, pero sufro fuertes accesos de tos, igual que los fumadores.
A Grippi el catarro le revuelve el pecho y con violencia arranca una flema y la estrella en el piso. El compañero da un paso y se apura a aplastarla con la suela, como si fuese una cucaracha esquiva.
—Ah… Entonces está esperando que la tos le pase para empezar a fumar.
—Yo siempre espero algo… ¡Fumaré hasta conseguir ataques de tos ortodoxos, propios del cigarrillo! Y no humillantes arrebatos espasmódicos, como los que trae un enfriamiento por andar en chomba cuando no corresponde.
—Lo que se dice un acceso de tos profesional.
—Eso es, profesional y contundente.
—Contundencia… —la mirada se le extravía— Contundencia es lo que haría falta.
—Una cosa: esa radio que distorsiona tanto, ¿es suya? ¡Por qué no la apaga de una buena vez! ¡Enferma los nervios!
—Es LA COLIFATA, Grippi. Cómo la iría a apagar…
Surañe pega la vuelta y se echa de nuevo en el colchón, empuja aquellas mantas arremolinadas contra la cabecera y las usa como almohada. Se acomoda el faldón del sobretodo, yergue recto un brazo, y dirige el índice hacia la otra cama, como un periscopio en las sombras.
—Esa es la suya —dice—, váyase haciendo al espacio. Es lo que aquí más conviene.

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miércoles, 31 de agosto de 2011

Fundido – José Antonio Parisi


Se sueña desvalido y minúsculo parado bajo la llovizna, a cuatro pasos de los tablones macizos y herreteados de un portal gigante, propio de una fortificación del medioevo, que amenaza con venírsele encima de un momento a otro. Cada fleje de hierro, en su remate curvo y redondeado como el pistilo de una flor, le representa una sonrisa de gozoso desprecio. Él se nota perplejo y desmadejado, y a sus pies se deshacen en la humedad, ruinosos libros y papeles de un itinerario ajeno.
Su cuerpo se agita en la cama. El brazo se le resbala por el borde del colchón y el cachorro le lame la mano, y lo despierta. Mira el reloj. ¡Las ocho y veinte! ¡Y el despertador que falló! Salta al escritorio, alocadamente selecciona papeles que rodean el monitor; retira volúmenes de la biblioteca —uno, dos, tres, cuatro—, lleva todo acunado en los brazos y se larga por la escalera. Va a manotear el picaporte de la puerta de calle, y se le derrumba la torre de erudición que sostenía. En afán de reconstruirla, se zambulle en el desastre.
—¿Adónde vas en calzoncillos, Alejandro? —dice una voz familiar con tono de alerta.
—Debo rendir la última materia —dice de rodillas, recogiendo acelerado lo que se le ha caído—. Hoy me recibo, hoy me recibiría…
—¡Ja, ja! Vivís con atraso, Alejandro: si desde esta mañana sos médico. La siesta en que te hundiste te ha desorientado.

lunes, 15 de agosto de 2011

Vermut con Tata - José Antonio Parisi


Yo no conocí a mis abuelos varones. Por la vía de las circunstancias, el lugar vacante lo ocupó un tío de mi papá a quien llamé “Tata”, de común llevaba un pañuelo anudado al cuello. En casa y al amparo de la galería, los domingos Tata servía el vermut para los dos, para él y para mí; mi papá trabajaba, eran épocas de estrecheces.  En el vaso chico que me correspondía, él  dejaba caer una débil mancha de fernet y lo llenaba de soda,  y perforaba la espuma con un chorrito de Cinzano. Apenas si Tata ensuciaba la soda, pero para mí ese era el orgullo de mi vermut. Picábamos un poco de queso y él, que había sido hombre de montar, me charlaba de caballos, a reconocer los distintos pelajes, y  el que más me gustaba era el tobiano.  Me contaba de autos, de Fangio, de Gálvez. En la baraja, me enseñó a jugar a la Escoba y al Chinchón;  y me habilitó a mentir, sólo en el trance del Truco. En la conversación, mechaba líneas sobre el carácter  que hace a un hombre verdadero.   Me regaló un cuchillito con cabo de plata para comer asado.
Un domingo escuchamos un estruendo y un posterior griterío entrando por el zaguán.  Tata, en mangas de camisa, se calzó el chambergo y salió a la calle. Yo, detrás de él. Dos tipos habían chocado sus autos en la esquina y finteaban sobre el empedrado para agarrarse a trompadas —en aquel entonces, un choque necesariamente suponía imponer razones a los tortazos—;  rápido, los curiosos les habían hecho rueda y alentaban el combate. Tata cruzó sus espaldas en el entrevero apartando a los rivales; con una mirada de reproche y sin levantar la voz, les preguntó si no les daba vergüenza agravar el entuerto. Ellos, de gritonearse pasaron a cuchichear sus rezongos cada uno por su lado, y a regañadientes intercambiaron sus datos antes de irse. Por siempre, guardé en mi memoria el modo en que Tata acomodó aquel asunto.
Un día se enfermó mal, acusó dolor en el pecho. “Cardíaco” escuché que decían. En aquellos años, quien sufría del corazón estaba condenado. A quedarse inmóvil mandaban los médicos,  y con buen abrigo; de remedio, sólo alguna píldora ingenua. La vida de Tata distaba mucho de estarse quieto, y el fin le llegó más temprano que tarde: yo no había cumplido los diez años. Fue la primera vez que vi la cara a la muerte.

Todavía conservo aquel cuchillito, y en cada vaso de vermut que honro va una gota de la esencia de aquel hombre: mi Tata.


José Antonio Parisi

jueves, 28 de julio de 2011

Angustia de una espera – José Antonio Parisi


En la penumbra del cuarto, Martha iba y venía contorneando la cama, pausadamente. Embutidas en unas botas de napa negra, las piernas de maceta pronunciaban sus pasos en el crujido acompasado del piso de pino tea. Parado a la cabecera, el médico sostenía el brazo de la anciana tía moribunda y le controlaba el pulso. Cuidadoso, entró un primo de Martha y, con él, el susurro de una discusión caliente entre tres o cuatro personas. Las manos cruzadas en los riñones, el hombre se respaldó en la puerta que había cerrado. Ella detuvo su andar, ni una palabra; los dos guardaron la conducta tensa y recelosa de los pasajeros de un ascensor.
El médico acomodó aquel brazo junto al cuerpo y revisó las pupilas.
—Ya está… —dijo.
Martha reinició su sobrevuelo de buitre, ahora alrededor del cadáver; el primo a sus espaldas.
—Avisale al escribano —le dijo mirándolo de reojo por el espejo de la cómoda—. Que esta misma tarde nos lea ese puto testamento.

jueves, 16 de junio de 2011

Las chapas - José Antonio Parisi


Hoy debí haber amanecido con sed. Las anchoas siempre me dan una sed bárbara. Pero hoy no. Hoy no tengo nada de sed.
Mataba el calor. Siempre mata el calor para las Fiestas, y las chapas arden. Desde la mañana, este veinticuatro en cada casilla retumbaba la cumbia y a full salía a los pasillos. Los chiquitos, mis hijos con la Alcira, también ya desde la mañana andaban tirando cuetes allí afuera.
Pucha con el calor: los otros días, a los chicos les freí unos huevos al ras de una lata recontracaliente, que andaba tirada por ahí. La limpié con un trapo y casqué los huevos. A mis hijos, les era increíble verlos chirriar sin aceite. Mojaban el pan y, de puro entusiasmados, sacudían las patitas levantando polvo en la tierra reseca.
El veinticuatro…, manía de decir el veinticuatro. Ayer los hijos de la Alcira habían llegado de tardecita con sus novias, y me trajeron un frasco de anchoas. Saben que a mí me enloquecen las anchoas y, como yo supe hacerme querer, de vez en cuando me hacen el gusto.
Sin dejar ir el tiempo, arrimamos la mesa a la puerta y, al reparo de la lonita que nos atajaba ese sol anaranjado, con los muchachos a la cerveza nos dimos. Y, ya temprano, empezamos la Nochebuena.
Un diciembre seco como ninguno. Ni me acuerdo cuando llovió. Pero, a nuestros pies, por los surcos del pasillo corría el agua; siempre corre el agua podrida en la villa. ¿Adónde van a ir esas aguas sino a correr por el pasillo?
La Alcira y las chicas cocinaban en la garrafa. Era como que cocinaban en el fondo de un infierno, y el olor de las frituras te punzaba la nariz.
A más calor: más cerveza, decían los muchachos y mandaban a los chiquitos al quiosco. Protestando iban. Pero bien que aprovechaban el viaje: de contrabando se traían más petardos. Más cerveza y más petardos. Dale que dale.
¡Así empezamos, ja,ja,ja! Cerveza, petardo y barullo de cumbia.
Todo bien, hasta que el Yagui pasó por la puerta, y se molestó. El muy delincuente cagó a gritos a los chicos. Sería por los petardos, vaya a uno a saber. Y volcó la mesa con las botellas y todo; y se nos metió en la casilla. Llantas con resortes, remera, gorrito: todo nuevo y de marca. Es como si cada día estrenara ropa. Si no cada día, día por medio la estrena; ellos no lavan la ropa sucia: la descartan. De punta en blanco el guacho, ahora nos gritaba a nosotros. Yo no entendía su hablar. Tanto escombro armó, que las mujeres dejaron sus cosas y se dieron vuelta hacia el frente. Los chiquitos habían entrado detrás del Yagui, y lo miraban con ojos de miedo. Para mí, ya estaba borracho el chabón.
—Está refalopa.
—Está pasado de merca —dijeron los hijos de la Alcira.
Y el otro seguía en ese idioma que yo nunca comprendí.
De golpe sacó una 9. Y tiraba al techo.
—¡EH…, PARÁ, CHE! ¡PARÁ QUE ME AUJEREAS TODAS LAS CHAPAS!
Pero siguió.
—¡PARÁ, CARAJO!
Vi la boca de la pistola, y el fuego. Oí un último tiro. Gritos. Gritos que se me fueron haciendo remotos, hasta apagarse.


Hoy debí haber amanecido con sed. Las anchoas siempre me dan una sed bárbara. Pero hoy no. Hoy no tengo nada de sed. ¡Y cuánto frío hace en diciembre! Mis huesos helados tiritan la carne, y un sol blancuzco y poroso, me chupa de entre mis chiquitos; en una paz desconocida y sedosa.
¡Ay, de mis pibes! Yo abandono mi cuerpo inmóvil, y él queda con ellos.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

De maderos quebrados - José Antonio Parisi


—Está bien, Juliana. Ya está bien.
—Pero, don Anselmo, si no me ha probado bocado…
—Ya está, he dicho. Llevate el plato. El libro no lo toqués.
Y, bajo la enorme araña de alabastro, protesta Juliana al levantar la mesa :
—Hace días que no me come, señor.
—No. También dejá la copa. Y andate a tu cuarto, a descansar nomás.
 Anselmo se contuvo hasta que vio salir a la empleada del comedor. Tosió sus flemas y  repasó con el índice el lomo de aquel libro que últimamente tenía siempre a mano. Con el pañuelo se secó los lagrimales y, cargando la dificultad de la artritis, se levantó. Se acercó a la ventana, oteó la desolación del campo en el invierno. El viento roncaba y ponía en torbellino a la lluvia. El hombre echó un ala del poncho hacia atrás, para abrigar la garganta: desde hacía rato, el caserón estaba muy frío. Y él hoy no tenía planeada la siesta.
Una puerta se abrió con estruendo. Lerdo, sosteniéndose en los muebles, fue y le puso llave. Y de regreso se topó con un retrato gris. Agrisado por las décadas, mejor dicho. Hablaba de un tiempo de sol, de plenitud. Un tiempo ido en el tiempo. Aquellas glicinas en flor y la pérgola, hoy vencida de maderos quebrados. Su mujer, sus hijos matándose de risa. Los varones y las mujeres. Y él, el sombrero altivo, ancha la figura.
No era bueno recordar tiempos felices. Entristecía. Era un infierno.
Los viejos viven como los chicos, pensó, no ven un futuro. Pero a sus espaldas hay un pasado. Un pasado perturbador, que porfía lacerante para no perder presencia.
¿Y él? ¿Acaso ahora no se había convertido en un viejo más?
Y no era realmente la vejez lo que le pesaba, no. Los años le pesaban. Aquellos años plenos y bien vividos, que lo atrapaban como una ciénaga. Que lo hundían.
Volvió a la mesa y, antes de sentarse, vació la copa de vino sin respirar. Abrió el libro por el señalador: “El Horla”, de Maupassant. Una vez más, leyó en silencio:

Para las mentes que piensan demasiado, la soledad resulta peligrosa. Cuando nos quedamos solos mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.

Y lo cerró acariciando la  tapa. No todo estaba muerto: quedaban los libros.
Vio agotarse el último leño en la chimenea, ya pronto el comedor se poblaría de fantasmas. Se pasó las yemas por la frente,  llevó la misma mano al cinturón y sacó la navaja. Una Rodgers, del viaje a Londres. Los dedos nudosos y titubeantes,  fuertes todavía, abrieron la hoja. Volcó la otra muñeca sobre el libro y aspiró hondo al surcarla con el acero. Un tentáculo de sangre desbordó la tapa y corrió  hacia el vaso. Y lo contorneó agrandándose.
Abatida su cabeza en el respaldo del sillón, el brazo se le descolgó de la mesa, y el dorso de la mano dio en el piso. Los ojos entornados, la respiración pálida y el pecho ya sin qué  bombearle; el viejo abrió una sonrisa mansa. 

viernes, 13 de febrero de 2009

La guarda - José Antonio Parisi




Cada cual tiene su oficio, y el suyo lo había llevado a terminar con la vida de muchos. Pero, en el último trabajo, algo había funcionado mal.
—Te creíste Gardel, mamarracho —le habían dicho los de arriba—. Tu ángel de la guarda te abandonó. Ya sabés lo que te queda por hacer.
Dos días tirado en la cama. Apenas la dejó para ir al baño o mandarse un trago de leche agria de la heladera vacía. Las sábanas sudadas, enredadas en pliegues estriados, le testimoniaban el borrascoso paso de las horas.
Por tercera vez sacó de la mesita de luz el .38. Pero esta vuelta se levantó, se paró debajo de la lamparita desnuda, que colgaba del techo y enfrentó la luna del ropero. No advirtió que una mosca, encantada por el tufo de su piel, lo había seguido y ahora le besaba la frente… y el ardor de la picadura lo sacó. Descargó el tiro entre los ojos, a la mosca del espejo. El cristal se deshizo en mil pedazos y, en cada uno de ellos, él vio repetida su propia muerte.
Distendido, alzó los ojos al cielo. Y se encontró con la mirada de la mosca, ahora posada en el cable de la lámpara. Desde allá arriba, recriminatoria lo miraba.
Qué locura estabas por hacer.
Él sonrió, y guardó el revólver.
Abrió la ducha, puso su cuerpo al correr del agua, y la vista se le fue al remolino del desagote, que lo dejó pensando. A los tipos como yo, se dijo, no los tutela un ángel: alcanza con una mosca.