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sábado, 27 de septiembre de 2008

No se toca - Ricardo Manuel Ganso


Tatiana empujó suavemente la puerta prohibida. En puntas de pie y casi colgada del picaporte, avanzó silenciosa. El hombre dormía ruidosamente, así que tomó confianza y entró en la habitación. La puerta se cerró tras ella, pero no la asustó. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra vespertina creada por la celosía, y entonces vio cosas que nunca había visto antes en esa habitación. A los pies de la cama había un triciclo parecido al suyo pero oxidado, como los clavos aquellos que quedaron tirados en el patio. Sobre la cama había un montón de autitos de juguete, algunos con ruedas, otros no. El más grande era un camión de color rojo cargado con bolitas de vidrio. Encuriosada, Tatiana sólo miraba, porque el viejo le había prohibido tocar sus cosas y se enojaba mucho cuando la pescaba. Se acercó a la mesita de luz y vio una pila de fotitos redondas. Las agarró tratando de no hacer ruido y vio que eran fotos de hombres parecidos a los que salen en los partidos de fútbol de la televisión. Entonces advirtió que el viejo dormido tenía algo redondo en la mano, algo rojo y blanco que tenía escrito lo mismo que las botellas de cocacola. Tatiana dejó las fotitos donde estaban y trató de agarrar ese objeto redondo, pero descubrió que el viejo lo tenía atado a un dedo con un piolín. En la otra mano, la derecha, tenía un lápiz, y sobre la almohada había un cuaderno abierto, escrito como los papelitos que escribe la abuela antes de ir a hacer los mandados pero con las letras torcidas. Su mirada siguió por la almohada recorriendo pomitos de colores, tijeras y pinceles. Llegó a la otra mesita de luz donde apareció un juego de ladrillos para armar. Tatiana quiso ir a verlo de cerca rodeando la cama, pero pisó un autito a cuerda que cruzó entre sus pies. Para no caer se apoyó en una pierna del viejo, que dejó de roncar y abrió los ojos. En ese momento todo desapareció: los autos de juguete, las fotitos, el triciclo, el cuaderno, las bolitas, todo. Tatiana miró a su abuelo que despertaba y alargando una mano hacia ella acaso rezongaba, o la llamaba:
—¡Tatiana!
—¡Abu!  —contestó. Y salió corriendo.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

El efecto Passarella - Ricardo Manuel Ganso


I
El Viajero del Tiempo tomaba una taza de café acodado en la mesa de mi cocina. Desvió la mirada hacia la derecha. Cuando hice lo mismo aprovechó mi distracción para secarse el bigote con el borde del mantel, ese mantel a cuadritos blancos, azules y celestes que era todo lo que quedaba de mi matrimonio. Sorprendido in fraganti, escapó diciendo:
—Hoy a mediodía deberé volver. Estoy muy agradecido por todo lo que ha hecho por mí. Si hay algo que pueda hacer por usted antes de irme, estoy a sus órdenes.
En un primer instante no supe qué contestar, pero de repente vino a mi mente aquel viejo anhelo de la infancia.
—Tiene que prestarme la bicicleta por un rato —dije con mal disimulada fruición.
El Viajero del Tiempo amagó una protesta, pero lo corté en seco antes de que hablara: —Usted dijo que está a mis órdenes.

II
Desde el borde de la pampa de Vilcapugio, el general Belgrano observó como el resto de las tropas de Joaquín de la Pezuela huían en desorden hacia las montañas del norte. Cientos de muertos yacían sobre la meseta, pero la atención de Belgrano se desvió inmediatamente hacia su propia artillería. Buscó los cañones con su catalejo y vio reunidos en corro a sus jefes de batería, los artífices del triunfo sobre las fuerzas realistas. Montó su
caballo y se dirigió hacia allí escoltado por su guardia personal.
—¡Los felicito! —exclamó mientras desmontaba—. ¡Teníamos la batalla perdida y hemos logrado la victoria gracias a vuestra puntería!
—De eso hablábamos, general —contestó el teniente Balmaceda—. Y todos debemos agradecerle al raro visitante que pasó por aquí al inicio del
combate.
—¿Qué visitante? —inquirió Belgrano.
Balmaceda, convertido en portavoz, contestó: —Todos lo hemos visto y oído.
Estaba vestido con unos calzones negros, sueltos y largos hasta la rodilla. Llevaba una extraña camisa con franjas verticales celestes y blancas. En la
espalda llevaba pintado un "10" en grandes números negros y en su pecho podía leerse la palabra VISA. Cubría su cabeza con un lienzo con nudos, pero lo más extraño es que iba montado en un pequeño vehículo de dos ruedas.
—Yo vi algo parecido en París —acotó el sargento Lemonier—. Lo llamaban celerífero.
—Tuvimos la intención de tomarlo prisionero, pero dudamos al verlo ataviado con los colores de nuestra bandera —continuó Balmaceda—. El hombre recorrió nuestras baterías gritando. Con las primeras descargas ignoramos sus palabras, pero al ver que todos nuestros disparos fallaban el blanco, cada uno de nosotros decidió apuntar teniendo en cuenta lo que el visitante gritaba con tanta vehemencia. Y ya lo ve general, hemos derrotado a Pezuela a puro cañonazo. ¡Quién lo hubiera dicho!
El general Belgrano preguntó ansioso: —¿Pero qué era lo que ese hombre gritaba que les hizo tener tanto éxito al apuntar los cañones?
Balmaceda miró en redondo a los otros oficiales y contestó: —¡En el Alto Perú los cañonazos no doblan!

sábado, 30 de agosto de 2008

12 de mayo de 1984 - Ricardo Manuel Ganso


Frankie pasa la noche sentado en una silla de paja, como casi todas las noches de los últimos años. No debería hacerlo, pero Frankie ha aprendido a pensar y repasa sus memorias:
—Llegué aquí en el tiempo equivocado; un lamentable error de mi creador. Llegar aquí 36 años antes de poder cumplir con mi misión casi me deja frente al vacío. Durante varias semanas, fui un ser sin objeto, absurdo y desnudo. Pronto comprendí que no podía sobrevivir mucho tiempo si no me adaptaba. (Ni soñar en hacerlo durante 36 años.) Además, esa adaptación servía para prepararme lo mejor posible para cumplir con lo inexorable en el día preciso.
“Conviviendo con la humanidad aprendí de ellos toda la cultura que estuvo a mi alcance. Convertí mi lenguaje casi gutural en ricas formas de expresión. Asimilé sus costumbres, formé parte de sus asociaciones e ingresé en sus clubes. Participé en sus trabajos y logré obtener mi sustento ocultando mi identidad. Para mantenerme oculto, por supuesto, debí cambiar periódicamente de ambiente, mudarme de ciudad en ciudad y empezar de nuevo.
“Conocí así muchas personas diferentes, de muy diversa índole y clase, y de ellos absorbí como esponja una cantidad de información tal, que me he convertido en el ser casi perfecto para el cumplimiento de mi misión. Pero con el correr de los años, la misión pasó a planos más relegados de mi cerebro. Aprender de la humanidad se fue desligando de esa misión para pasar a ser casi una conversión. Adquirí una empatía incompatible, que comenzó el día que decidí tener un nombre y lo tomé del título de aquel libro, el primero que me resultó raramente entrañable; Frankenstein. Lo adapté porque aquí sólo podía ser Frankie.
Tuve algunos amigos, siempre de a uno, y a todos los perdí al cambiar de ciudad sin dejar rastros. Algunos de ellos estuvieron cerca de ver la verdad y eso precipitó mi mudanza. Con ellos mi cerebro empezó a comprender lo terrible de mi misión. Casi llego a renegar de ella, pero la tengo fuertemente inscripta, imborrable como los átomos acomodados en nanocapas de silicio. El creador se equivocó y me mandó al 12 de mayo de 1948, pero aquí llega el día, implacable”.
Un reloj calendario en la pared titila y pasa a 00:00 – 12/05/1984. Un leve resplandor rojizo se adivina en la mirada de Frankie, que se pone de pie y va hacia el garaje de su casa. Frankie se sube a su Harley-Davidson flamante y sale a la calle, una calle oscura de los suburbios. Se detiene en el primer teléfono público. Pasa varios minutos petrificado, como si las órdenes provenientes de su cerebro fuesen contradictorias y sus extremidades quedasen inmóviles en la eterna tensión de músculos opuestos. Finalmente Frankie va hacia la cabina, toma la guía telefónica, y arranca la página que contiene las direcciones de las tres Sarah Connor que viven en Los Ángeles.

lunes, 18 de agosto de 2008

El origen del nombre del Río Sarmiento - Ricardo Manuel Ganso


Habiendo llegado a la isla, en el delta del Paraná, el Brigadier Juan Manuel de Rosas se bajó de su chalupa acompañado de varios funcionarios y de tres mazorqueros que, muñidos de facones, degollaban a los mosquitos que se acercaban a la comitiva. Llegaron hasta el patio de la casa del gaúcho brasileño Apolonio dos Cientos Diez y llamaron golpeando las manos. (Llevaban al negrito Simón con ellos y le dieron un palazo en los nudillos.) Al escuchar el terrible alarido de Simón, Apolonio salió del rancho. Segundos después se escucharon feroces ladridos.
—¿Qué es eso? —inquirió el Restaurador.
—No se preocupe, es mi ropero —contestó Apolonio.
—¿Tenés un ropero que ladra? —preguntó Rosas asombrado.
—¿Y qué querés que haga un grupo de ropes? ¿Que silben el tango La Cumparsita? —ironizó Apolonio—. Y ya le dije que no se preocupe; están atados. ¿Qué lo trae por acá, mi Brigadier?
—Vengo a cobrarte personalmente los impuestos. El recaudador, acá presente, dice que hace dos días que no pagás, che.
—Es que no me quedó ni un patacón después de pagar el rescate de mi cabra. Un grupo comando de los salvajes unitarios la tenía secuestrada. Ya sabe como es esto de la inseguridá en el Gran Buenos Aires. A mi vecino, Clemente Bovino, le chorearon la vaca en la mesma esquina de la comesaría —se disculpó Apolonio—. Pero puedo pagarle con animales, que es lo único que me queda.
—Bueno, dame una patada —se resignó el Restaurador.
Don Apolonio estiró hacia atrás su pierna derecha luego de limpiarse la punta de la bota en la bombacha (pantalón bombacho) y dijo: —Si usted lo pide; dese vuelta.
—No, no... —lo corrigió Rosas—, una patada, un conjunto de patos, por lo menos cuatro.
—Tengo sólo tres —ofreció Apolonio.
—Acepto —dijo el Restaurador, mientras le hacia señas a un mazorquero para que se encargara de las aves—. Vayamos por el puente a la isla de enfrente —le dijo a su secretario— que ahí hay otro moroso.
Llegando a la cabecera del puente, el secretario le advirtió a Rosas: —Del otro lado está cortado. En esta isla están construyendo dos fábricas de pastas frescas y los de enfrente se oponen. Quieren seguir comiendo pasta casera, como los ravioles de doña Dominga de Bonavena. Cortaron el puente para protestar. Mire, desde acá se ve el cartel. Dice: NO A LAS PASTERAS. Se reúnen en asambleas y el líder es Domingo Faustino Sarmiento, que vende los tallarines que su madre amasa en la casa. Ayer repartió panfletos con la leyenda "¡BÁRBAROS, LAS FIDEAS NO SE MATAN!"
—¡Já! —exclamó el Restaurador—, me río de Sarmiento —y avanzó sobre el puente echando mano a la empuñadura del sable. El sordo Toscanini, cartógrafo oficial allí presente, anotó en su mapa "Río Sarmiento", creyendo que esa era la voluntad de Rosas. Y así quedó.