
I
El Viajero del Tiempo tomaba una taza de café acodado en la mesa de mi cocina. Desvió la mirada hacia la derecha. Cuando hice lo mismo aprovechó mi distracción para secarse el bigote con el borde del mantel, ese mantel a cuadritos blancos, azules y celestes que era todo lo que quedaba de mi matrimonio. Sorprendido in fraganti, escapó diciendo:
—Hoy a mediodía deberé volver. Estoy muy agradecido por todo lo que ha hecho por mí. Si hay algo que pueda hacer por usted antes de irme, estoy a sus órdenes.
En un primer instante no supe qué contestar, pero de repente vino a mi mente aquel viejo anhelo de la infancia.
—Tiene que prestarme la bicicleta por un rato —dije con mal disimulada fruición.
El Viajero del Tiempo amagó una protesta, pero lo corté en seco antes de que hablara: —Usted dijo que está a mis órdenes.
II
Desde el borde de la pampa de Vilcapugio, el general Belgrano observó como el resto de las tropas de Joaquín de la Pezuela huían en desorden hacia las montañas del norte. Cientos de muertos yacían sobre la meseta, pero la atención de Belgrano se desvió inmediatamente hacia su propia artillería. Buscó los cañones con su catalejo y vio reunidos en corro a sus jefes de batería, los artífices del triunfo sobre las fuerzas realistas. Montó su
caballo y se dirigió hacia allí escoltado por su guardia personal.
—¡Los felicito! —exclamó mientras desmontaba—. ¡Teníamos la batalla perdida y hemos logrado la victoria gracias a vuestra puntería!
—De eso hablábamos, general —contestó el teniente Balmaceda—. Y todos debemos agradecerle al raro visitante que pasó por aquí al inicio del
combate.
—¿Qué visitante? —inquirió Belgrano.
Balmaceda, convertido en portavoz, contestó: —Todos lo hemos visto y oído.
Estaba vestido con unos calzones negros, sueltos y largos hasta la rodilla. Llevaba una extraña camisa con franjas verticales celestes y blancas. En la
espalda llevaba pintado un "10" en grandes números negros y en su pecho podía leerse la palabra VISA. Cubría su cabeza con un lienzo con nudos, pero lo más extraño es que iba montado en un pequeño vehículo de dos ruedas.
—Yo vi algo parecido en París —acotó el sargento Lemonier—. Lo llamaban celerífero.
—Tuvimos la intención de tomarlo prisionero, pero dudamos al verlo ataviado con los colores de nuestra bandera —continuó Balmaceda—. El hombre recorrió nuestras baterías gritando. Con las primeras descargas ignoramos sus palabras, pero al ver que todos nuestros disparos fallaban el blanco, cada uno de nosotros decidió apuntar teniendo en cuenta lo que el visitante gritaba con tanta vehemencia. Y ya lo ve general, hemos derrotado a Pezuela a puro cañonazo. ¡Quién lo hubiera dicho!
El general Belgrano preguntó ansioso: —¿Pero qué era lo que ese hombre gritaba que les hizo tener tanto éxito al apuntar los cañones?
Balmaceda miró en redondo a los otros oficiales y contestó: —¡En el Alto Perú los cañonazos no doblan!
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