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domingo, 1 de mayo de 2011

Anni - Gustavo Valitutti


Una chaqueta de cuero con los puños roídos se hallaba abandonada junto a la cama de esa habitación que con las ventanas abiertas y las luces encendidas, era aún tan lúgubre como una tumba. No había ninguna otra prueba de la presencia de una persona que esa chaqueta, pero al menos el olvido era reciente porque la conserje había reconocido la foto de Anni. La había estudiado con detenimiento y había preguntado si se trataba de una foto vieja, pero la había reconocido al fin.
—Se trata de una mujer encantadora —dijo María, la conserje y apoyó su cuerpo regordete en la pared sin soltar el picaporte de manera que sólo les dejaba ver parte de la habitación—; llegó una noche hace más o menos una semana y yo pensé que se trataba de una adolescente, pero tenía unos treinta años. Eso lo descubrí a la mañana siguiente, claro —añadió la vieja antes de abrirles la puerta de la habitación.
—¿Cuándo la vio por última vez? —preguntó el hombre de lustroso traje negro.
María, estudió la cara lampiña de ese hombre de edad indefinible y luego paseó sus ojos por el entramado de la tela del traje. Le pareció que ni siquiera era tela lo que miraba. Había una cualidad viscosa y un moteado casi imperceptible que recordaban a la piel de un reptil.
—Ayer..., no... antes de ayer por la noche —respondió temiendo por esa huésped encantadora—. ¿Son ustedes policías? —preguntó.
—Exacto —respondió el otro hombre con una voz penetrante y retirando la mano de María del picaporte para abrirse paso al interior de la sala donde Anni había estado alojada esos últimos días—. Somos policías y buscamos a la señora de la foto. En realidad es bastante más vieja de lo que usted cree, pero no importa. No va a volver aquí.
María pensó que les debía haber solicitado algún tipo de identificación, pero se sentía amenazada por la presencia de esos extraños por lo que había decidido seguirles el juego. Ella vivía en compañía de sus huéspedes desde que su marido había muerto tras cuarenta años de matrimonio sin que hubieran tenido hijos. Eso había sido lo más dificil de su matrimonio, pero a pesar de haber ido a miles de médicos el problema no había tenido solución y Carlos nunca había querido adoptar una criatura.
—Espero que no se encuentre en problemas graves. Parecía una mujer muy correcta aunque casi no hablaba. Le gustaba ir a pasear por la playa —dijo María señalando hacia uno de los muros de la habitación.
—No es nada grave. Simplemente debemos hablar con ella —dijo el primer hombre estudiando el rostro de María—. Dígame. ¿Cuándo se fue...?
—¿Sí?
—¿Cómo se veía? —preguntó el hombre de traje de reptil.
—¿A qué se refiere? —dijo María.
—¿Más joven o más vieja que cuando la vio por primera vez? —insistió el reptil y su boca quedó entreabierta dejando escapar un aliento fétido.
—¿Qué disparates dice? —dijo María mirando al otro reptil que estudiaba la campera que había quedado en el suelo.
—Ya lo escuchó —dijo el otro—; ¿se veía más joven o más vieja?
—Yo creo que se veía igual, pero...
—Pero...
—Renqueaba de una cadera. Le pregunté qué le pasaba, pero no me respondió y se fue sin darse vuelta para despedirse. —María miró a sus interlocutores intranquila—. Bueno, señores, espero que la encuentren— dijo esperando que esto fuera una invitación a salir.
Los hombres intercambiaron miradas. Uno de ellos buscó en su bolsillo y sacó una tarjeta mientras esbozaba una sonrisa.
—Usted dijo que no iba a volver —aseveró María.
—Sólo por si acaso —insistió el hombre y María se obligó a estirar el brazo para tomar la tarjeta. Estaba en blanco excepto por un número telefónico escrito en el ángulo inferior derecho.
—Bueno, como dije, espero que tengan suerte con su búsqueda y todo resulte bien para la señora.
Los tres bajaron las escaleras. De camino a la puerta, en el hall de entrada, una nena de no más de cinco años jugaba con una muñeca de trapo.
Uno de los hombres la saludó con la mano y la nena se cubrió la cara de vergüenza.
—Mi nieta es muy tímida —dijo la conserje con voz despreocupada y una media sonrisa.
Los reptiles no dijeron nada. Sólo se subieron a un auto y no los volvieron a ver, la nena los miró alejarse desde atrás de la falda de María.

Gustavo Valitutti

sábado, 12 de marzo de 2011

La lista - Gustavo Valitutti


El joven extendió la mano derecha a la vieja gitana vestida de negro mientras que con la izquierda sacaba unas monedas del bolsillo
—¿Entonces, abuela?— preguntó con una sonrisa socarrona.
—Dame un minuto hijo —dijo la vieja y le frotó la palma como si quisiera sacar una capa de tierra que no la dejaba ver—; esto es muy confuso, digo, tu infancia. Creo que has pasado por muchos miedos. ¿Cuál es tu nombre hijito?
—¿Qué, no lo dice la mano abuela? —preguntó José.
—Creo que es un nombre cristiano...
—Me llamo José, abuela, pero eso no fue muy preciso, espero que no todas sus predicciones sean así.
—Mmmm..., creo que ocultas cosas, entre tus ropas —dijo la vieja y miró a José directo a los ojos—. Creo que los miedos siguen y la confusión también —agregó la gitana y el muchacho pudo ver sus dientes grandes y afilados y sus cuencas hundidas.
—Le aseguro que no me domina miedo de ningún tipo, abuela y en cuanto a la confusión...
—Se ha transformado en furia ¿no, hijito? Sí, claro que sí. Furia —dijo la vieja y a José le pareció que su mano estaba apoyada sobre mármol frío.
—Le decía que en cuanto a la confusión tengo planes muy definidos —dijo José poniendo sobre su propia palma unas monedas para que la vieja las agarrara y así poder librarse de ella.
La vieja miró las monedas en la palma de José, las tomó y se las devolvió en la otra mano.
—No me dejan ver bien tu futuro inmediato hijo —le reprochó la vieja.
—Le aseguro abuela que debería preocuparle más su futuro inmediato si no me suelta la mano.
—Mmm, la furia de José por la que todos deben pagar ¿eh? Dime, ¿eres capaz de aceptar consejos? —preguntó la vieja atravesándolo con la mirada.
José sonrió y de un tirón se soltó de la mano de la gitana.
—¿Y, abuela? ¿No vio mucho, eh?
—Yo veo todo hijo —aseguró la gitana abriendo su mano. José le acerco las monedas, pero la gitana lo tomó por la muñeca y haciendo uso de una fuerza impredecible para su tamaño, le retorció el antebrazo hasta que la palma nuevamente apuntó al cielo.
El muchacho miró incrédulo a la anciana que se había puesto nuevamente a estudiar las líneas de la mano de su cliente.
—No lo tomes a mal chiquito, es que no sabría que hacer si no veo tu futuro inmediato.
—¿De qué habla? —preguntó el muchacho mientras comenzaba a sentir un ardor que subía por su antebrazo. Intentó dar un paso atrás sin lograrlo. Levantó su chaleco para que la gitana pudiera ver los dos revólveres que cargaba.
—Después de matarla, vieja imbécil voy a visitar a unos amigos. Profesores y algunos chicos que solía considerar amigos. Mejor suélteme. Tengo cosas que hacer.
— Hijito, puedo ser muy caprichosa y te estás metiendo donde no te llaman. Ves esto, aquí —dijo la vieja señalando la mano del muchacho—; muchos de ellos no están en la lista. Dios sabe que no me importa la ética, pero la lista importa. En realidad es lo único importante. Tu confusión hace que algunos tengan que entrar en mi lista antes de tiempo y otros que deberían entrar..., bueno, los puedo ver atravesando la línea.
—Si no me deja ir...
La gitana lo miró con sus cuencas cada vez más vacías.
—El daño está hecho. Si me hubieras querido escuchar, pero tanta confusión hijo. ¿Cómo podrías enmendar las cosas si no escuchas? Ahora voy a tener que elegir la salida más económica y después tendré que reparar la lista como pueda.
José trató de sacar un arma, al mismo tiempo que alguien gritaba desde el otro lado de la calle.
—¡Tiene un arma! —escuchó decir y luego un estruendo que lo sacudía de pies a cabeza. El olor a sangre y un golpe contra el piso que le quebró varios dientes.
—¿Está bien, señora? —preguntó el policía.
La gitana se echó una capucha negra sobre la cabeza y se arrodilló al lado de José que sentía su vista nublarse.
—Sí, bien, pero creo que el muchacho está muerto —dijo mientras que con sus manos huesudas tironeaba para sacar el alma de José de su confusión.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Una costumbre execrable – Gustavo Valitutti


La comisaría de Costa Hermosa era una vieja casona de estilo morisco que había sido reformada según el pésimo gusto de algún comisario. Tenía solo dos ventanas que daban al frente y una puerta de madera con aspecto apolillado y siempre abierta. Esas eran las únicas aberturas por las que entraba luz, el resto del edificio permanecía casi siempre en penumbras.
Alejandro entró y se dirigió al mostrador para hacer la primera denuncia de la mañana. Se había decidido y esperaba que le creyeran, si no era así no perdía nada. Lo tomarían por loco y nada más.
Sabía qué tenía que decir para que le prestaran atención: “—Hola, me llamó bla, bla y sé que pasó con el policía que desapareció”. Él podía decirlo, pero que le creyeran era un asunto muy diferente.
El resultado fue que lo llevaron a una habitación casi en el centro del edificio y lo sentaron en una silla frente al suboficial García, un tipo de unos cuarenta y cinco años con la cabeza más calva que había visto en su vida y dos cejas tan increíblemente tupidas que parecían los bigotes de Groucho Marx paseándose por la cáscara de un enorme huevo.
—Bueno querido—dijo García con desgano— lo escucho.
—Ya soy viejo, bueno, viejo para algunas cosas y no tanto para otras, pero cuando se pasan los ochenta años, siempre se es viejo para algunas cosas. Yo me siento muy viejo para mentir— le dijo a García que era suboficial de la policía federal hacía más de veinte años y como era lógico estaba harto de su trabajo.
—Entonces dígame la verdad que con eso va a ser suficiente.—contestó García.
—Claro, la verdad, pero tenga en cuenta que la verdad a veces es difícil de aceptar.
—Probemos—dijo García sin ganas y sin esperar nada de la charla con ese viejo que ya le parecía un loco.
—Hace veinte años la casa de la esquina de la San Martín al quinientos ya estaba abandonada por lo menos desde hacía diez. En ese entonces una pareja de adolescentes desapareció y el único testigo fue un muchacho que vendía diarios entre los autos que pasan. No era un candidato a mentir, porque bueno, la verdad no es muy inteligente y su tío que es el dueño del puesto de diarios lo tiene trabajando con él aún hoy— dijo Alejandro asintiendo con la cabeza.
—Usted dijo que sabe lo que el pasó a Bonetti, un suboficial que trabajaba aquí desde hacía dos semanas.¿Sabe o no sabe abuelo?—preguntó García tajante con la seguridad que estaba frente a un loco sin remedio.
Alejandro entendió que si quería hacer su denuncia iba a tener que ser expeditivo porque nadie allí estaba de humor para rodeos, ni siquiera rodeos esclarecedores.
—La policía buscó en la casa y no había nada. Dos semanas después un chico que siempre rondaba por el barrio entre borracho y drogado desapareció y el muchacho de los diarios volvió a contar la misma historia, pero lo retaron como un nene y lo humillaron, fue por esa razón que cuando desapareció la tercera víctima y el chico repitió su historia nadie se molestó siquiera en revisar la casa y el chico ni siquiera contó los detalles importantes de lo que había visto.
García se había inclinado sobre la mesa y apoyando la barbilla en su puño izquierdo miraba a Alejandro severamente.
—La casa todavía está en pié, pero sufrió un incendio accidental durante una navidad y ya no habrá novedades ahí —Alejandro miró alrededor como buscando algo y continuó— Esa casa era estilo morisco como esta, ¿me entiende?— preguntó seguro de que no iba a entender.
—No querido, la verdad no le entiendo nada—confesó García.
—Fue la casa, el muchacho de los diarios me lo contó todo y no cabe duda de que fue la casa.
—¿Por qué lo dice?—preguntó García casi sin pensar, porque si lo hubiera pensado habría echado a ese viejo a patadas.
—La casa tenía la misma costumbre repugnante que los que la construyeron. Después de comer a esa pareja de adolescentes la asquerosa eructó como por cinco minutos.
Alejandro fue acompañado hasta la puerta casi en andas y se alejó decepcionado, pero pensó que ya no podía hacer nada. A la mañana siguiente los vahos provenientes de la comisaría apestaron todo el barrio dejando nauseosos a todos los vecinos que se acercaron para ver qué pasaba. En la comisaría nadie sabía qué había sido de García.

http://grupoheliconia.blogspot.com/2011/01/gustavo-valitutti.html

sábado, 13 de marzo de 2010

El secreto – Gustavo Valitutti


Lo lamentaba honestamente, pero órdenes eran órdenes y esa había sido muy clara. Como soldado había cosas que él podía elegir no obedecer, pero esa no era una. Lo sabía tan bien como sus doce compañeros de unidad. El sargento había dicho que “el sapo tenía que morir” y lo había dicho mirando directamente a los ojos de Miguel. Lo peor del caso era que el “hijo de puta” había aclarado que pretendía que él cumpliera la orden.
—Tengo que saber que podés matar algo más grande que una mosca, Hernández —había dicho el mal parido mientras rascaba la cabeza de la víctima para molestarla y nada más.
El sargento Medrano, era un muchacho de poco más de veinte años con aspecto tísico y rasgos duros. Había sido criado por su padre luego de que la madre lo abandonara y tan pronto había cumplido los dieciséis años había ido a parar a un colegio militar “porque querido vos ya sos grande y papá quiere vivir tranquilo con esta chica buena que la vida le puso en el camino”.
Eso no era excusa para ser un hijo de puta, pero Hernández, que tenía treinta años y había entrado al ejército para zafar de un juicio por asesinato, si es que “matar a dos adictos de mierda puede ser considerado así. Yo creo que es limpiar un poco el barrio y nada más”, sabía que las excusas para ser hijo de puta eran todas malas. Eran excusas y las excusas por definición eran “todas malas”.
“El sapo”, como decía Medrano, era un chico muy joven que, si hubiera sido terrestre, habría tenido unos ocho años. Como todos los de su especie tenía una cara poco amable, pero la verdad era que luego de estar un par de meses en ese mundo cualquiera podía distinguir en esas caras raras los gestos dulces, la alegría, la pena o el dolor con tanta facilidad como lo haría en rostros humanos. Como fuera, ese muchacho tenía los minutos contados y lo sabía porque permanecía agachado donde lo habían encontrado y rezaba en esa extraña lengua alienígena ocultando la cara entre las manos.
—No hay nada que hacer—le dijo Hernández al chico sabiendo que entendía bien a los terrestres luego de haber crecido en un mundo colonizado.
El chico levantó la vista cansada y balbuceó: —Si me deja ir puedo decirle un secreto.
Uno de los soldados rió sin ganas, pero Hernández lo hizo parar con un gesto fulminante.
—No, no quiero oír un secreto. Tampoco quiero dispararte, pero no puedo elegir —dijo Hernández y se sintió estúpido porque sólo estaba prolongando la agonía del chico.
—Está prohibido hablarle a los prisioneros. Sus palabras son muy peligrosas. Está en el manual —dijo Macías, un soldado diminuto que había llegado en el último transporte para suplantar a Ramírez, un cabo segundo que había muerto de una neumonía contra la que ninguna medicación terrestre había podido hacer nada. Macías era enfermero pero, como Ramírez y Medrano, era un hijo de puta que lo único que quería era participar en misiones peligrosas para hacer atrocidades y cobrar una bonificación.
Más allá de las cualidades maravillosas que Hernández le atribuía, el tipo tenía razón. En ese planeta todo el mundo sabía que los aborígenes resultaban de leguas filosas y convincentes hasta lo inexplicable y el manual realmente se ocupaba de desaconsejar el intercambio verbal, pero la realidad es que Hernández se iba a prestar de todas maneras porque la orden era matarlo y si algo tan simple como compartir un secreto lo hacía pensar por un segundo que iba a salvarse, entonces lo más humano era escucharlo y simular interés y luego, bueno, que pensara que eso lo iba a salvar hasta que fuera tarde.
—Bueno, querido, a ver, ¿qué querés decirme?
El chico se paró y acercándose juntó sus manos peludas para hacer un cuenco que apoyó en la oreja de Hernández.
Los ojos de Hernandez se cerraron y abrieron incrédulos. Se alejó del niño y repitiendo el gesto que este había usado confesó el secreto a Macías que se lo pasó a González, que se lo comentó a Manfredi, que se lo pasó a Acosta y así le llegó a los doce compañeros que miraban al niño y comentaban el secreto en voz baja.
Hernández llevó al chico a un lado y lo miró serio.
—Que el sargento no te vea —le dijo, y el niño se fue alejando y no tardó en desaparecer de la vista.

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