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sábado, 26 de julio de 2014

El arroyo seco - Héctor Ranea




Blachto manejaba su camión de reparto con la concentración de siempre. Casi a la entrada del cementerio vio las tres mujeres caminando al borde de la ruta, con dificultad pero decididas. Iba la más joven atrás, vestida con una remera negra y una calza tan negra que podría haber pasado por carbón. La del medio era la más vieja y su atuendo no era menos negro. Un saco llevaba que parecía de hombre, la pollera amplia y negra, las medias negras, un pañuelo negro y los ojos tan llenos de negrura que Blachto se distrajo demasiado. Al frente del cortejo iba la madre, seguramente, de la más joven, a su vez hija de la del medio. De pies a cabeza vestida de negro, camisa, vestido, saco de lana y pañuelo en la cabeza. En las manos llevaba flores que parecían sangre de toro, oscuramente roja, de ese rojo que sólo combina con el negro.
Blachto supo que tenía que pisarlas. En medio de un estremecimiento casi involuntario, el camión se salió del estrecho camino, pisó la banquina que oficiaba de vereda a las tres mujeres de negro y las atropelló sin más ruido que sendos golpes secos en la parte de abajo del camión de reparto. El repartidor se descompuso y un vómito lo sorprendió al mando aún del camión desbocado y para cuando recordó el puente mínimo fue tarde. Cayó torpemente al arroyo seco. El golpe lo terminó de ahogar aplastando su pecho contra el volante, si no fue el vómito antes. Las mujeres continuaron caminando hacia el cementerio dando apenas una mirada al accidente. Y aún no han llegado.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

miércoles, 23 de julio de 2014

Los morfemas del fracaso - Héctor Ranea




Aproximadamente un año después de comenzar su primera novela, Kirlian Josephson dio por terminada su tarea de intentar siquiera terminarla. Estaba harto de que los personajes hicieran cosas que él no quería.
Cuenta al paje, aunque él no entienda, que el colmo le llegó el día que estaba escribiendo sobre el Barón Razumi, un japonés en la corte del Rey Ludwig, tratando de que el oriental aceptase brindar con la mano izquierda porque sostenía con la derecha la mano de la Contessina Mizzi con quien planeaba una huída espectacular hacia América, pero con la complicidad de la señorita y su paje de ella, el Barón le dijo que por qué no se metía el champán en algún lugar que K.J. no mencionaría por pudor y por avaricia: una bebida tan fina así desperdiciada no merecería perdón de nadie.
De modo que el escritor resultó escrito. La novela del Barón Razumi se tituló “A la salud de Ludwig” que fracasó, al parecer, por su cacofonía. Kirlian Josephson, en cambio, la tituló: “El Barón ramplón”. El fracaso se debió a la homofonía con la novela de Ítalo Calvino. Nadie supo nunca para qué querría K.J. que el Barón brindara con la mano izquierda.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

jueves, 19 de junio de 2014

De algunas líneas de fiebre a algunas líneas sembradas - Héctor Ranea



—A Fesor lo siguió Feta, que vino de un Nombre, que salió de una Greso, quien fuera hija de un Ceso. De Feso salió Ceso y aquel de Verbio, el santo, quien fuera engendrado por Crastinar y Fundo.
—¡Ufa, Feta! ¿Me quiere decir dónde termina el hilo?
—El hilo se termina en Crear que nació de un Gutiérrez, pero antes déjeme decirle que...
—¡No lo dejo nada! ¿Será posible que cada vez que le pido que me planche un microcuento, me salga con una novela?
—Está a punto de caer en una metáfora, Fesor. Tenga mano o se inclina derecho a la familia de Clive, el desviáu, como le decían en los pagos de Chapaleuquén, más precisamente en el bar del Payo Florio, donde dicen que cantó una vez Carlitos, disfrazado de gaucho menguante.
—¡Gaucho cuántico! —exclamación seguida de un aplauso por Fesor.
—Cuánto gaucho querrá decir, Fesor. No se me equivoque que acá o se anda por la línea hiperfina o lo comen los tordos albinos.
Kafka se retorcía en Praga, en el cementerio de Praga, pero eso ni a Fesor ni a Feta les importó un reverendo bledo infinitesimal.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

martes, 27 de mayo de 2014

La lentitud y el alcohol – Héctor Ranea


Madame Hindira Chukwa se encontraría con Leonora Quelonei para ir a probar la nueva línea de aperitivos para el almuerzo, los diseñados por Clyde Oread en el bar Dodecaneso. Quelonei, como siempre, se veía a lo lejos venir sin pudor y con un retraso considerable. Rozagante, envuelta en sus vestidos caros y transparentes sonriente y despampanante, pero sin la finura de Hindira, parecía resbalarle la mirada de atención por la tardanza que le echaba su amiga.
—Tal vez ya nos perdimos seis o siete muestras de tragos —le reprochó Hindira.
—No importa —dijo Quelonei—, conozco al bartender, nos dará repeticiones. Es del mismo pueblo que Clyde y prima mía muy lejana,
—¿Cómo se llama?
—Orazia Eco.
Allá fueron las dos, tarde y caminando orgullosamente lentas. Cuando llegaron, a Eco casi le da un ataque porque casi estaba cerrando el bar y, con mucha rabia, empezó a reprogramar los tragos, pues su casi prima y la amiga estaban demasiado buenas como para no intentar algo. “Después de todo, la noche es joven aún” —pensó.

Sobre el autor\:
Héctor Ranea

miércoles, 14 de mayo de 2014

Leyenda de la mano más famosa – Héctor Ranea


¡Ojo con la mano que se mece! Así reza un proverbio pomerano que, traducido al cartaginés fue luego importado a las llanuras del Gólgota y ahí los padres fundadores de “Biblia Inc.” lo pusieron en mano, valga la redundancia, de un famoso personaje de historietas que la mecía y fue severamente perseguido por tamaña ofensa y castigado acordemente por los otros personajes de esa compañía, que se unieron en su repudio. El recipiendario de la mano quedó tan mal luego de la golpiza que debieron maquillarlo con cremas indelebles y ahora ahí está, colgado como títere de cada consultorio de psicólogo o psicóloga. Así que las manos entraron a tallar fuerte en la compañía esa, se transmitió de padres a hijos la maldición pomerana y la aversión a la mano que se mece. Pero en Pomerania se olvidaron del dicho, porque descubrieron que lo escribió un relojero que quería zafar de hacer un reloj con manecillas en lugar de las consabidas agujetas y no sabía dónde ponerse los dedos de esas manos. En fin, cosas de la arqueología.

Sobre el autor: Héctor Ranea

jueves, 8 de mayo de 2014

Mecanismo de persistencia - Héctor Ranea



Casi podría decirse que la fotografía cayó de la nada, como si se hubiera materializado en uno de esos experimentos de duplicación o de teletransportación que se veían en la tele. Tal vez —razonó Philip— se había desprendido desde una de las avionetas del festival aéreo y por eso cayó. Sonaba raro por dos razones: nadie lleva fotos pegadas al fuselaje de esos aviones y el último festival, de 1934, llevaba más de cien años muerto. La negativa a pensarlo de ese modo venía de la muy silenciosa Bette, la pelirroja que lo salvó de la inundación que provocó la colisión con el cometa años atrás.
La foto mostraba un médico con su espejo para escrutar la garganta, un niño como de doce y una mujer de mirada extraña. Estaba arruinada en parte, pero se podía ver claramente a los personajes aunque no podía leerse el documento que colgaba atrás, en la pared, con forma de diploma. La llevó a casa, la olvidó en el plato de las llaves.
Vivian, al volver de su trabajo, la vio. La tomó y a los pocos segundos, casi llorando, le preguntó, después de un rápido beso:
—¿Cómo encontraste esta foto de mi padre?
Se le atragantó la cerveza.
—No la encontré en la casa. Cayó o algo así. Estaba en la playa.
—Es mi padre con su primera esposa y éste —dijo señalando al niño— es Artie, el padre de Bette. ¿Dónde está ella?
—Vio la fotografía —le dije—. Pero no aceptó pensar de dónde pudo venir. Es más, pensé que venía conmigo pero ya no está. ¿La hija de Artie? ¿Quién es ese Artie, entonces? ¿Bette es tu sobrina o algo así?
—Algo así. Dame una cerveza —dijo Vivian sin despegar sus ojos de aquella foto.
Se hizo un silencio especial y, justo antes de que tocaran a la puerta, ella comenzó a hablar, como si la persistencia de la memoria le hubiera hecho saltar recuerdos que ni siquiera ella sabía tener. Evocó su infancia, sus paseos con sus padres y explicó que el médico fue su padre casi en su vejez de modo que no tuvo mucho tiempo para conocerlo.
—Vivian —le dije—, si todo esto fuera cierto, nuestra edad es casi de cien años. ¿Estás segura de lo que recuerdas?
—Sin duda. Llamemos a Bette.
Y en ese momento, como si hubieran materializado lo elemental, sonó el timbre. Era ella.
—Quise venir porque sé que mentí respecto de esa foto —dijo y me miró con cara de hacerse la culpable.
—Seamos claros —pedí—. Puedo pensar de todo menos que ustedes estén complotadas para hacerme sentir mal. Sé que en todo esto tiene que haber un error.
—El error es esa porquería —dijo Bette señalando el objeto e instantáneamente tuvo que soportar una mirada de cuervo resentido de parte de Vivian.
—No es una porquería. Es un error, tal vez, pero no una porquería. ¡Es mi padre!
—No; no es tu padre. Es una foto falsa, Vivian. Es falsa. Apareció de pronto. Recuerda lo que te dije cuando lo traje a él después de la inundación: “Somos las marionetas de un Destino sin sentido”. ¿Recuerdas lo que me contestaste?
Vivian asintió moviendo la cabeza y repitiendo una letanía.
—Somos las marionetas, somos las marionetas. Un Destino sin sentido, marionetas. Artie —mencionó de pronto—. Artie. Era tu padre.
—No. No venimos de allí, Vivian. No venimos de allí.
Él no entendió nada más. Miró la foto. Artie tenía la mirada de Bette, la mujer del médico era idéntica a Vivian. Tan idéntica.
—Vivian —le preguntó—, ¿acaso esta mujer... ?
—Mejor no sigas —Bette interfirió con la pregunta a Vivian.
Se quedó solo en la casa de la playa. No podría decir si Vivian y Bette se desvanecieron o se fueron. Lo que es seguro que no tampoco dejaron la foto. Al salir, la Luna parecía inmensa y el mar estaba tan calmo que casi se diría que no era mar.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

miércoles, 16 de abril de 2014

¡Hay cada gaucho en la pampa! (dicho pampero para indicar que se encuentra todo tipo de gaucho en la pampa) – Héctor Ranea


No pasó nada ese once del once del once a las once y once. Los paisanos alzaron sus copas para pedir más ginebra no para brindar. El del Bar “Sin Final” satisfizo al toque. Entonces entró el tape Gorchs gritando desaforado:
—¡Ta que lo tiró e´ las patas! ¡No pasó nada, che!
El reloj dio las once campanadas en el Bar “Sin Final”. Los paisanos hicieron un gesto que hubiera pasado inadvertido a todos, menos al galenso que servía, quien rápidamente comenzó a servir ginebra para todos. El minutero avanzaba con el distintivo ¡clak! de la aguja. Al llegar a los once minutos, pasadas ya al menos dos manos de ginebra, los paisanos miraron al cielo a través de la ventana decorada con las letras del nombre del bar. Cada uno contó once segundos como pudo (algunos contando elefantes, otros chingolos, otros, simplemente, parejeros) y se encogieron de hombros al comprobar que no pasó nada ese once de noviembre del año dos mil once. Todos alzaron la copa, más que para brindar, para pedir más ginebra, cosa que el del bar apuró a satisfacer. Entonces entró el tape Gorchs, de los pagos de Caja de Libros Usados, gritando con voz estentórea:
—¡Ta que lo tiró e´ las patas! ¡No pasó nada, che!
Del susto que se pegó más de uno, hubo que gastar más ginebra nomás para revivirlos, por más que sigue pasando.

Autor (texto e ilustración):  Héctor Ranea

miércoles, 2 de abril de 2014

Cuidado con el golpe de calor – Héctor Ranea



—No; perdoname. No me gusta hablar de estos temas en el bondi. Perdoname. Esperá y vemos después.
—¡Pero no seas gil! Si justamente esa es la idea, pichón. ¡Esa es la idea!
—No te entiendo, me parece que no te sigo.
—¡Pero sí, gil! Lo que se usa es hablar de los problemas de uno por el celu. ¿Para qué te creés que se usa ese telefonito?
—Pero no quiero que todos en el bondi se enteren de que tengo esta enfermedad o estos problemas financieros del carajo que me estás comentando. ¡Y mucho menos de que no se me…!
—Fijate la cara del que tenés al lado. ¿No se hace el dolobu? ¿No se ríe?
—Sí; la verdad que sí. Y me molesta como el carajo. Después de todo…
—¿Ves? Todos escuchan para simpatizar con vos. Si se están riendo es para que te animes. Se llama transferencia de angustia. Hay quienes son muy buenos en eso. Te gastará un poco de tarifa telefónica, pero te ahorrás unos buenos mangos en shrink.
—¿En qué?
—En shrink, en terapeuta de la parte de arriba.
—¿Psicólogo? ¿Por qué lo llamás así?
—¡Qué sé yo! Todos lo llaman así ahora. ¿No ves tele, gil?
—Bueno. Te decía que no me interesa, por favor esperame que te llamo yo en un rato.
—No seas gil, te repito. Contame cómo vas a hacer para pagar esos empleados en negro.
—Pero ¿cómo pretendés que hable de eso en el bondi? ¡Estás de remate! Mirá si voy a decir que la Recaudadora me tiene contra las cuerdas, porque me olvidé de anotar tres tipos y dos mujeres.
—Contame la cara de los del bondi.
—Están preocupados.
—¿Ves, lo que te dije? ¡Zarpado, no! Están siendo transferidos.
—¡Esperá que una chica se tiró del bondi! ¡Uy!
—¿Qué estaba leyendo?
—Dejó un libro de Cioran, poemas y una novela de un tipo con apellido raro…
—Me parece que lograste una marca mundial, flaco. Contame más de estos mejunjes que tenés que hacer con las cuentas para que no te pesquen.
—Bueno, mirá. Tenemos esos en negro que hay que blanquear de a poco. Tengo los de Narcóticos atrás de las pistas, pero te juro que no tengo nada que ver.
—Como tu abogado, te pido que lo recuerdes siempre a eso. Vos no tenés nada que ver. A propósito: qué pasa ahora.
—No; arrancamos. La chica se estroló contra otro bondi, pobre. Ahora hay un joven que me mira fijo y parece que… ¡se desmayó! ¡Le sale espuma por la boca!
—¡Sos un genio! Lográs lo que nadie. Ya van dos. Seguro que ese se mandó cianuro.
—Tenés razón. Hay un olor especial…
—¡Claro, almendras amargas! Ahora contame del cumpleaños de tu hija.
—¡Ah! ¡Salió fenómeno! Un cumpleaños espectacular. Salieron todas las cosas bien, parece mentira. Ella, contentísima. Te imaginás. ¡Uy! ¡La viejita del fondo empezó a bailar!
—Lo dicho, pichón, estás transfiriendo bárbaro. Sos un fenómeno. Venite para casa y escribimos un cuento con esto.
—Bueno. Voy para allá, preparate algún trago.
Pero entonces el colectivero paró el bondi, se bajó a tomar una cerveza y dejó a todos arriba del coche, al calor matador del centro. Nuestro hombre del celular murió de golpe de calor. Pocos derramaron una media lágrima por el hijo de puta.

Sobre el autor: Héctor Ranea

lunes, 31 de marzo de 2014

Las palomas cluecas deliran arañas lampiñas - Héctor Ranea




En algún lugar, lejos de todo, Kerschwin se encontraba primero en la noche más siniestra y pasó a la luz sin solución de continuidad. Despertar no fue agradable, menos así sobresaltado. Pero no pudo incorporarse como de costumbre. Tenía atado de alguna forma el torso a una cama y tanta luz le cegaba de forma completa.
No que estuviera soñando algo mejor que lo que tuvo al despertar, pero a los pocos segundos pensó que era mejor seguir dormido. Con lo poco que pudo mover su cuello vio que sus piernas se perdían en una asombrosa luz blanca y aparecían debajo del atuendo que le habían puesto como garras de araña o de cascarudo o langosta o avispa. Sólo que no volaba.
Se calmó pensando que volaría. Kerschwin sabía que podía volar y que por eso deberían haberlo sujetado. Debía ser por eso. Maldita policía.
Escuchó la voz que estrujaba su garganta:
—¿Me oye Señor Kerschwin? ¿Me puede decir su nombre?
—¿Kerschwin? —dijo Kerschwin.
—Su nombre de pila, el año de su nacimiento, su domicilio, por favor.
—Señor Francis Kerschwin, nací en 1950, vivo en la Suite 1015 de Fairmont, en San Francisco, California.
La voz atronaba.
—Tenemos que llevarlo más rápido. El ACV progresa demasiado rápido.
—San Francisco —repitió desesperanzado Kerschwin.
—¿Recuerda cómo llegó a Bolivia, caballero? —atronó la voz.
—Las palomas o los murciélagos —balbuceó K.
—No hay caso. ¡Felipe! ¡Por favor apúrate o perdemos al yanqui!
Felipe hacía lo que podía. La ambulancia casi volaba por el empedrado.
—¿Me puede decir qué día es? —volvió la voz.
—Es el día viernes. Agosto —K dudó un instante—. Sí, agosto —confirmó.
—¡Felipe, el señor se nos va! —y a K—: ¿Me repite su nombre?
—Me dicen K. Soy un pseudónimo.
La ambulancia llegó a la explanada del Hospital. Lo recibieron con mucha premura. Estaba pálido y sus manos parecían arañas a punto de saltar sobre las moscas.
—¡Soy un pseudónimo! —gritaba K—. ¡Esto no me está pasando!
—Bienvenido al espejo, entonces, le dijo una voz femenina muy familiar y aterciopelada.
De pronto, el bullicio se desvaneció; la luz se fue diluyendo como leche en el agua; los ojos de K se hacían de gelatina azul; las manos que lo sujetaban se congelaron en un gesto de custodia inútil; se pudo incorporar mientras un enfermero se iba transparentando como pez de agua y en la turbulencia se oía la voz de los altoparlantes que gritaba:
—¡Atención! ¡Atención! El pseudónimo de Kerschwin es real. Somos nosotras las imágenes. ¡Atención! ¡Atención!
Kerschwin se sentó mejor al piano. Acababa de tocar un movimiento de su Sonata para piano. El público había enmudecido de emoción y algún aplauso suelto lo trajo al escenario. Respiró. Empezaba el segundo movimiento: “Ragnatela traslucida”.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

domingo, 16 de marzo de 2014

La fiesta de homenaje - Héctor Ranea




—¡Bueno basta, no tengo por qué explicarle más nada! Dije que no y es ¡no! Capisci? (en italiano en el original) —se exaltó Ubaldo Poe, empresario gastronómico.
—Pero señor Ubaldo, con todo respeto —insistió Gariboxi, el dueño del emporio del panqueque—, si nos retiramos de esta, perdemos un negocio, me atrevo a decirlo: universal, ¡cósmico!
—¡Mentira! —increpó Ubaldo alargando innecesariamente la i como para enfatizar su ira—. Decimos siempre que sí ¿y qué logro? ¿qué conseguimos? —se corrigió—. Apenas mendrugos en la gran cena galáctica... ¡Déjenme de mostrar quimeras como si fueran utopías!
—¿No le parece haber ganado suficiente con las anteriores versiones de esta fiesta?
—Mire. El dinero es lo de menos. Pero conseguir la vajilla para reponer la que estos bárbaros destruyen e mangiano! (en italiano en el original) me incazza (en italiano en el original).
—¿Y cómo quiere que coman? —se mostró perplejo su interlocutor.
—¡Que no se coman mi vajilla! —se descompuso Ubaldo—. Pero es aún peor, cazzo! (en italiano, etc.) se comen los cubiertos, los manteles, las cortinas, las mesas pero bueno, son cosas, las repongo si me dan el dinero. ¿Pero sabe cuánto me cuesta reponer los mozos, cocineras y cocineros de Arcturus-31, los que tienen siete brazos? ¿Tiene idea usted de cuánto me cuesta! ¡Claro! Ustedes sólo piensan en homenajear a estos mascalzoni! (en italiano, etc.) Pero después tengo que mandar emisarios hasta allá para traerme algunos voluntarios y todo a costa mía. Capisci? ¡Mía!
Gariboxi tuvo que admitir tragando un poco de saliva muy espesa. Muy espesa.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

martes, 11 de marzo de 2014

Desvío de letras - Héctor Ranea


Me pasa algo que querría definir como alucinación, pero no sé si es sólo que me quiero hacer el optimista careciendo, como todos los optimistas, de otro fundamento que no sea la confianza. Lo que me sucede es que las letras se me desvían.
Cada tanto, en una frase, se dan vuelta el orden de letras en algunas palabras clave y éstas pierden todo significado, o se agregan letras a lo que escribo porque mis dedos ya no siguen la lógica del lenguaje sino un sistema que desconozco en qué se basa o en qué se fundamenta desde la semiótica de vaya uno a saber qué pueblo alienígena.
Las letras no sólo cambian el orden en una pabrala, se dan vuelta completamente como la p con la b, la o con el 0, el 6 con el 9 y los personajes pierden direcciones, teléfonos. Se confunden de hecho mis teléfonos y en las conferencias que mis amigos dictan y a las cuales voy por cortesía profesional, leo frases que me parecen cómicas cuando hablan ellos de tragedias y río cuando el público está intensamente emocional, de modo que he sido expulsado ya de varias academias, de diversos talleres y, por uqé no de tetraso en los que represenat sus conrefencias (¡me volvió a suceder!). Vuelve a suceder porque estoy sentado al revés y mi mano izquierda se parece a la del espejo, que no es la derecha pero está en su lagur y escribe al revés, mal ubicada y torpe.
Alguna amiga me trata de consolar leyéndome las Elegías de Duino pero yo escucho palabras de amor y avanzo sobre ellas, quienes me castigan con el lomo de los libros de poemas. Interpreto tood mla. Porque leo y eschocu todo mal. Maldición. Me quedo sin amigsa. Y sin ellas todo escritor esta partido al mdeio.
Estoy desconcertaod, desletrado. No hay poer amenaza que un escritor que se quede sin sus letras ordenadas a merced de nu automatismo. Todo muere para un escritor de esa calaña, todo está ya muerto, sin letrsa.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

martes, 25 de febrero de 2014

Sopa de tetas - Héctor Ranea



Epifanio, en otra de sus aventuras maravillosas, estuvo a punto de delirar en el Bar La Distracción, justo entrando en la curva del Piche Viejo, en la Ruta 61 vieja. No va que el tendero, que oficiaba de cafetero y expendedor en el bar le dice con voz cómplice:
—Creamé, Epifanio, el plato del día es sopa de tetas. Muy buena sopa, muy buenas tetas.
Al punto justo de la incredulidad, el otro le hace que no con la cabeza, muerto de risa.
—Tabio, no me llenés la cabeza —Tabio se llamaba el cafetero—. Estoy seguro de que es sopa de letras. Letras. ¿Cómo va a ser tetas? ¡Hacé el favor!
—Vos haceme caso. Muy buenas tetas. Y tiene alverjas. Rica sopa.
El Epifanio no le hizo caso y siguió tomándose la caña de durazno con parsimonia pampera, haciéndose como quien pensaba aunque en realidad pensaba en la sopa. Una imaginación así, pocos tenían en el pago y el Epifanio si se imaginaba cosas ésas eran las tetas. El Tabio siguió su prédica con otros parroquianos y por ahí uno que parecía venido del Tuyú por el barro seco del poncho, le pidió un plato grande.
Se hizo silencio. Tanto que se sorprendió hasta el del poncho bayo. Tabio, con una sonrisa de oreja a oreja, fue a la cocina y trajo la sopa. A medida que pasaba por el salón la gente se levantaba, los espejos se movían con la mirada de los que jugaban al truco a cara de piedra, las miradas exaltadas de los que todavía olían a caballo y, por supuesto, la exclamación al borde del desmayo del gaucho del Tuyú que, en un rapto de embelesamiento procaz, se convirtió en payador solista, lanzando a los vientos del Sur un par de coplas por décima que nadie había escuchado de aquí al Napaleofú. En suma: todos, quien más, quien menos, silbaba de alegría, gemía de lujuria contenida, saltaba de salacidad y lascivia, brindaban a la salud del desenfreno y se hipnotizaban con el centro de ese plato de comida que todos le envidiaban al paisano de poncho manchado.
El Epifanio no pudo más, lo llamó al Tabio y le dijo:
—Tabio, perdoname hermano, no creí que fuera así tu sopa. Traeme un plato bien lleno, que me quiero mandar esa sopa.
—Lo siento —dijo el Tabio—. Fueron las últimas de las once mil vírgenes. No sé si va a volver a ocurrir algo así, no puedo prometértelo hermano. Se terminó la sopa.
Hubieron de sujetarlo al Epifanio antes de que ensartara sus partes con el cuchillo macho con empuñadura de plata con adornos de oro que le había regalado su Tata.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

domingo, 23 de febrero de 2014

Ayes de Satie bajo el agapantus de mis aniversarios – Héctor Ranea


Vi la rata saltar por encima de una planta de margaritas (las ratas no saltan) y esconderse en un agujero hecho en el tronco del agapantus (el agapantus no tiene tronco). Eso es lo que vi y no es conjetura. A la rata la cola le molestaba por los muchos pelos (la rata no tiene pelos en la cola) sobre todo para leer el orden del día (rata del demonio, ¡era un burócrata!) donde decía todo lo que tenía que escribir, escribir, escribir y archivar (las ratas no escriben ni archivan) que era en sustancia lo que la rata sabía hacer (las ratas no saben hacer, sólo hacen). Eso y anunciar el peor verano de todos (el del año 1956 fue peor y este era el 2113) cada vez que podía, a través de un megáfono que usaba entre la cena y el primer sueño (la rata duerme antes de la cena).
Total que eso es lo que vi y lo que no vi, porque si hubiera visto todo no quedaría espacio para imaginarme que la rata estaría escondida hasta que pasara el momento difícil en que todos atacan a la rata que estaría escondida hasta que pasara el momento difícil en que todos atacan sin la rata escondida hasta que pasara el momento difícil en que todos atacan al resto de los demás. El festejo, cuando descerrajan tiros a mansalva que pueden matar también a las ratas (las ratas mueren de miedo en el estruendo) sería, como siempre, inoportuno, porque nadie sabe qué es el tiempo y por lo tanto no sé qué festejan cuando termina el 2113. Y ese sería el final (pero el final sólo lo conoce el que tiene el control del programa de escritura pautada que parece estar bastante fallado y flojo de dientes). Final inminente sin salida.
Alcé la vista y estaba ella, la niña de la que hablan dos o más novelas, mirándome con curiosidad (las muñecas no ven con sus temibles ojos de porcelana) donde adivinaba que estarían mis ojos. El pelo amarillo (no hay pelo amarillo, hay paja pintada) y la máscara de miga de pan (masticada por las muelas y algo tiznadas las harinas, el pan salado de las tierras de otros sólo sirve para hacer de la miga máscara y de cualquier entrada una amenaza), las suelas de los zapatos de cáscara de zapallo (los zapatos no sirven para quienes ya carecen de piernas), los cuernos de lata pintada (la lata se pinta de ácido que duele al que lleva los cuernos). Me indicó, la muñeca de porcelana, que me fuera de mi jardín por donde había venido (yo no había venido) y me acercara a la primer casa que viera a festejar la fecha especial, aunque era fin de año y no hay fecha especial (nadie sabe qué es el tiempo).
Yo tenía cien años más que ayer, veía cien veces mejor que ayer. Y en breve cumpliría sesenta y cuatro si me dejan (no dejan cumplir más de treinta). He perdido algo de pelo, nadie me envía vino ni tarjetas (el vino está extinto). El viaje a la URSS lo tuve que suspender hacer rato, y aunque la muñeca es tan vieja como yo (las muñecas no envejecen), la rata nos mantuvo viejos también a tí, le dije, y me envejeció a mí.
Y aunque con su pelo me niega el paseo a caballo, el domingo saldré a cabalgar, si encuentro un caballo (¿quedaron caballos en la extinción masiva?) y si no, caballeros, les prometo que saldré con mi chica de pelo amarillo a la siesta, después de la siesta (los que tenemos 64 dormimos bellas siestas), a pasear en ellas, porque probablemente, para esa fecha, ya sepa andar en bicicleta (las ratas no pedalean, Satie).

Acerca del autor:
Héctor Ranea

lunes, 17 de febrero de 2014

Numerales – Héctor Ranea



Para robar un Banco –razonaba Joe Pisanello @ Joey– hacen falta al menos un motivo, un procedimiento de entrada y otro de fuga. El primero es sencillo de encontrar, siempre: si los Bancos tienen dinero, ¡vamos por él! Nada más simple ni más efectivo que una razón que podría llamar termodinámica; nada de cuestiones políticas o económicas o de venganzas personales o impersonales. Nada. La elemental búsqueda del equilibrio del dinero. En cuanto a cómo entrar, Joey tenía más o menos pergeñada una idea también sencilla, siempre. En el punto en que todo parecía fallar, casi siempre, era en la de encontrar un escape sencillo.
Joey no tenía nada de improvisado ni de amateur. Tenía un buen curriculum que más de uno envidiaría por sus logros, pero nunca había sido excelente para escapar. Lo bueno de todo líder es admitir las flaquezas de carácter y Joey era un excelente líder, sin exagerar la jactancia. De todas maneras, para esta ocasión tenía dos o tres opciones válidas, sólo que le costaba elegirlas porque sencillamente no era hombre de escapar. Aunque, como siempre, esta vez también tenía que ceder y escapar.
Entraría solo. En realidad, en Three Oaks el Banco era de acceso sencillo. Tenía una cantidad de dinero interesante y por la 12 se podía huir bastante limpiamente hasta la 94 y de ahí volver para atrás, hasta Elkhart y despistar a la cana hasta la semana siguiente; después volvería a Chicago vía Michigan y luego Gary o bien vía Walkerton y luego Valparaiso por la intrincada red de rutas vecinales alrededor de la 6. Ésa era la parte más difícil para tomar una decisión.
Si volvía por Gary podía visitar a Aunt Mae, que no era su tía, a pasos de la 2, mientras que si volvía por Valparaiso estaba Mommy Pop, la belleza rubia que conoció de morocha en 1958 en sus épocas de bailarina en Tanglewood, Berkley, casi sobre la 337, que ahora alternaba en un bar en la vecindad del cruce de la 130 con la 49.
Este tipo de indecisiones llevaba a Joey a trabajar solo, sobre todo porque sus cómplices anteriores pasaban al fresco varias temporadas desde 1950, unos en las prisiones de Lincoln, Nebraska (creía que por la 80) y otros quién sabe dónde. De todas maneras estos pequeños robos lo mantenían en forma y deslumbraba con la precisión de los detalles del ingreso y sustracción. Pero siempre solo, como un sapo solo.
El día 3 de noviembre de 1964 un rayo llamado Joey dejó sin dinero el Banco de Three Oaks y antes de que la policía entrase en acción, Joey estaba en Michigan y, como había planeado, retomó por la 93 hasta Elkhart. Había robado exactamente 93 grandes en billetes chicos y 12 mil en billetes de cien. Estaba seguro que con esas pistas la cana podría al menos intentar perseguirlo, pero no.
Decidió pasar con Aunt Mae ese fin de semana así que fue por Gary que, aunque había realizado limpieza en el aire por cierto tiempo, todavía tenía suburbios con techos color orín por el acero y la atmósfera era de color naranja patético. Mae tenía unos años más que él y sabía cómo gastar dinero, sobre todo si venía del no-sobrino predilecto Pisanello, pero esta vez se contuvo y sólo se mantuvieron con el delivery de comida china de la 65. Aunque una noche, Joey la llevó a un bar de desnudistas sobre la 2 con el secreto deseo de que Mae se entusiasmara y se desnudara y mostrara sus números a una audiencia pacata y horrible, necia y vagabunda. Esa noche, efectivamente, Aunt Mae deslumbró a todos y consiguió un contrato por 3 centenares a la semana. No era mucho, pero un buen comienzo dada su edad. A los 41 ninguna chica tenía esa paga. Mae se lo agradeció a Joey de buena forma esa noche.
Cuando se volvió a Chicago, entrando por la 90, ya estaba pensando en otro golpe. Pero tenía que consultar la libreta. No se recordaba qué números de ruta le quedaban libres. Probablemente, pensó con una sonrisa acompañada de ese gesto de media risa característico de las películas de gángster, le quedaría la 61. De paso, iría a visitar la tienda de su cantante favorito.
El auto de Joey se perdió en el tremendo tráfico del túnel, mientras la Luna se mostraba apenas entre los altos edificios al flanco de la 55 y las nubes que levantaba el viento.

Sobre el autor: Héctor Ranea

domingo, 9 de febrero de 2014

Corriendo al encuentro del andén – Héctor Ranea

Nadie me encuentra. Corro para que no me busquen. Y corro más si no me ven. Es, creo, Buenos Aires, aunque de noche parece otra ciudad con una iglesia roja y blanca y verde. Iglesias de mármol. Pero cuando es de noche me escondo para que si me ven no me crean. Al alba corro. Entrecerrando los ojos para no ser demasiado visto. Subo al bondi 80 pero bajo sin pagar. Me chistan y cuando me chistan me detengo. ¿Qué pide este? ¿Monedas o saber dónde queda su casa? Tal vez las dos cosas. Me detengo a preguntar pero me arden las respuestas. Si esto es o no Paseo Colón, quiere saber. ¿Cómo diablos debería saber yo, que apenas soy un corredor?
Nadie me encuentra. No logro yo tampoco verme en los espejos. Seguramente es porque viajo demasiado apurado. La velocidad es enemiga de la reflexión. Quiero detenerme, al menos ir menos veloz, pero es inútil. No puedo bajar. Exhalo, inhalo. Me oxigeno.
Dentro se queman mil imágenes que valen cada una mil palabras. Es la quema, lloro la quema de mis libros, la quema de vehículos, el arma de mi abuelo enterrada en un jardín ahora desaparecido. El paquebote donde viajó mi mujer, la sonrisa de su infancia en mi bolsillo. Estoy llegando al lugar donde. Estoy donde el lugar. No hay más viento en mi cara, gastamos la sonrisa en un paquete de cigarrillos que no fumaré.
¿Por qué no fumo? Porque corro. Corro. Porque nadie me encuentra. No me buscan si corro. El animal con miedo no llama a los cazadores. Tengo mucho miedo. Estoy en el colectivo 54, ¿me lleva al Aeropuerto? No hay vuelos este día.
De regreso me subo al tren. Siempre quise volver al tren. El maquinista con su gorra de cocinero me pide los boletos. ¿Los boletos? ¿Por qué más de uno? Estoy solo. ¿Estoy solo? ¡Todo el tren para mí! Entonces, ¿por qué quieren cobrarme el maquinista y esa bonita mujer que corre conmigo?
Llego al andén. No corro más porque la señora me vio, me tiene ahogado el pecho con pasión de juventud. El pecho me ahoga. Hay algo en el pecho, la mujer se me tatúa entre el pecho y la espalda. Todo mi cuerpo vibra cuando me toca, me fluye el calor en las piernas. Ella me mira con un fervor de música y libros que están ahí, para que los lea. Es tanto mi amor por ella que en el pecho ahogado fenece mi último grito.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

viernes, 7 de febrero de 2014

Letras y argucias – Héctor Ranea


Mike Writer tomó una palabra, la adelantó y esperó que el visor del otro lado hiciera la movida. Y ésta no se hizo esperar. No fue un adjetivo sino un verbo, con lo que el otro amenazaba con dejarlo sin posibilidad de dominar el centro de la frase. Es que el otro era un púgil muy avezado y un ajedrecista de las letras que lo convertía en el mayor general de todos los tiempos. Sin embargo, Mike se centró en su jugada, que iba más allá del simple verbo, y al poner un pronombre neutralizó la acción, pasándola a subordinada; eso empalideció al otro. Hubo una especie de silencio en el que sólo se escuchaba el tableteo de los dedos en el teclado.
El otro se levantó para mirar desde otra perspectiva el campo que Mike estaba armando y supuso que él tendría que evitar una de dos: o que el verbo importante finalmente quedara para el escritor o que la subordinada tomase control de todo el tablero. Se decidió por esto último. Prefería perder esa batalla para ganarle la guerra al orgulloso Mike.
En un largo momento en que el silencio exigido parecía una lluvia mecánica, el visor comenzó a dudar de su estratagema. Vio que Mike acercó el participio final, que cerró en el centro una frase imponente, deslumbrante, que le dejó sin posibilidad alguna de vencer la contienda. Así, luego de unas horas de lucha, Mike pudo escribir su crónica de unas letras que no le valió, sin embargo, ningún elogio, salvo un momentáneo apagón en su monitor, que él interpretó como un guiño del visor.

El autor:
Héctor Ranea

martes, 4 de febrero de 2014

Tiroteo en letras – Héctor Ranea


Kant fue el primero: disparó sus prolegómenos, tres tomos de cuero grueso. Impactaron de lleno en Joyce como un imperativo. James apenas pudo lanzar un monólogo de Molly intenso pero ya sin vida que llegó a Wittgenstein haciendo que se incendiara su solipsismo inencontrado, deconstruyéndolo con poca o nula piedad, de modo que, aun a riesgo de no saber qué estaba haciendo, disparó proposiciones epistemológicas que lastimaron profundamente a Kafka, que debió huir en seis patas mientras arrojaba maldiciones con aliento a cerveza Pilsen que llegaron a oídos de Madame de Staël que, desmayada por el espanto, cayó con un cigarro en la tela de un cortinado de brocato que dio comienzo al incendio de la biblioteca, al cual asistieron algunos afamados guionistas de Hollywood que expresaron su embeleco lanzando rollos de papel de limpieza íntimo escritos con poemas de amor salvajemente malos, pésimas conversaciones filosóficas que nadie hubiera tragado con el fin de atragantar a Charles Laughton, a Sophia Loren, a Anna Magnani y a José Carrera quien cantaba “Che gelida manina” y todos en el anaquel lloraban de envidia por Rilke caminando por la cornisa de Duino de la mano de una bella dama que parecía salida del cuento del Cazador Furtivo pero que nunca dijo una palabra de más y en eso se sintieron tocados, heridos, lastimados sin culpa pero no sin responsabilidad, el maduro Nietzsche y el joven Kierkegaard, quienes tiraron sus sogas para hacer recapacitar a los suicidas y conversos sacrificales.
Tanto libro que volaba de aquí para allá, tanto epíteto cruzado en una epopeya campal inédita, desconcertó a los pie de imprenta y sus genuflexos colofones de poca veracidad. De Sócrates casi nadie supo después de que Dostoievsky disparase su cañón cargado con las culpas, los castigos y los crímenes esenciales. Tampoco se salvaron los griegos que fueron Homero, ni los que copiaron con mano de púa los Veda y otros círculos de letras. Todo pasó como pasan los furores de los tiburones. Pronto la calma volvió a ser como debe ser la calma y el silencio en la biblioteca se restituyó con un breve tratado de paz sellado entre Monterroso y Alice Munro, por un lado y Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar por el otro. Hubo algunas protestas, sobre todo de matemáticos que argüían que ningún polígono convexo podía tener sólo dos lados, y los escritores de la extrema izquierda los apoyaron pero se llamaron a sosiego pronto al ver que la biblioteca abría nuevamente al público. Sólo quedó un monstruoso insecto caminando entre los libros como relicario de esas letras trenzadas en las poco hipócritas batallas literarias. Pronto, sin embargo, se convirtió en una cucaracha más y nadie notó su presencia.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

jueves, 30 de enero de 2014

La evolución en el jardín de Dorotea – Héctor Ranea



A Blakeld le pasaban las cosas, no así a su mujer. Por eso estaba tan intrigado su psicólogo. En efecto, si bien éste no creía en las hipótesis conspirativas, tanta acumulación de obsesiones en Blakeld sin efectos medibles en Dorotea, su mujer, lo hacían sospechar hasta al menos propenso a verlas.
El paciente notó sus primeros síntomas en el jardín que, claro, gestionaba Dorotea y fue así:
—Por favor Blakeld, cortá algunas flores que viene tu madre a almorzar —pidió ella un domingo.
Y Blakeld ahí iba a notar que algo no funcionaba.
—¿Cuáles traigo? —preguntó para tener alguna precisión mayor.
—Aquellas que no estén demasiado abiertas ni demasiado cerradas, querido. —Dorotea usó un tono ciertamente sarcástico pero no burlón.
Y ahí fue Blakeld, inerme frente a la incertidumbre, a recolectar flores en un estado indefinido.
Empezó, claro, por las rosas. Prescindiendo del color y de la localización en el jardín, comenzó por la primera planta y cortó prolijamente, como Dorotea le había enseñado, un par de rosas de rojo profundo muy perfumadas, ni muy abiertas, ni muy cerradas. Siguió con otra que de tan blanca parecía la piel de los muertos y se llevó una sola porque lo impresionó la comparación y así siguió por todos los rosales, llenando una canasta de mimbre que llevó a tal fin.
Pero hete aquí que en la mitad de la tarea descubrió que en el primer rosal ya había otra flor en condiciones para ser recolectada y recordaba perfectamente que antes esa estaba cerrada, lo mismo con la blanca, la que parecía una camelia, la rosa con tintes azules, la amarilla con corazón de melón amarillo, la que parecía una margarita desde lejos, todas ellas. A pesar de haberles sacado las rosas que consideraba dentro de la pauta dada por Dorotea, he ahí nuevas candidatas.
Menos mal que Dorotea, cansada de esperar y ya próxima a llegar su suegra, le llamó y al ver el cargamento de rosas, sin desesperarse pero al borde de ello, lo reprendió suavemente:
—¿Y ahora dónde las ponemos, querido? En la heladera, tal vez.
Y Blakeld estaba preocupado porque le faltaban las dahlias, las nomeolvides, los lirios, las flores de menta y todas esas que parecían salir de ningún lado que ya estaban dentro del criterio de no tener demasiado abierto el pimpollo ni demasiado cerrado aún.
Al poco tiempo, Dorotea le pidió recolectar alguna fruta:
—Te recomiendo que estén maduras. Que casi no tengas que hacerles fuerza para sacarlas de la planta, tal como te enseñé días atrás, ¿recuerdas?
Blakeld recordaba, ciertamente. Y empezó con las fresas, siguió con las frambuesas, continuó con las ciruelas y los melones y algunos de esos frutos peludos que colgaban de los árboles. Sólo que cuando terminó con las fresas vio más fresas que habían madurado durante el periplo de recolección y así con las frambuesas y el resto de las frutas. Llenó la cesta que antes tuvo para las flores. Ya estaba haciéndose de noche cuando Dorotea lo llamó para adentro.
—¡Menos mal que iba a hacer mermelada, querido! Si no ¿qué haríamos con tanta fruta? —rió.
Pero a Blakeld le sonó que algo no andaba bien. Las frutas no maduran tan rápido, como las flores no se ponen a punto con esos tiempos. Había una conspiración, seguramente, pero no entendía de dónde podía provenir.
Una noche de invierno, Blakeld leyendo el diario advierte que se están descubriendo planetas fuera del sistema solar, el nuestro. Al día siguiente compra un telescopio poderoso y decide buscar donde el diario decía. Esa noche encuentra un planeta que nadie conoce, sigue mirando y sigue descubriendo y continúa llenando cuadernos con planetas hasta que decide retornar a donde había descubierto el primero y encuentra otro, y otro más, y se pasa toda la noche, a pesar de los pedidos de Dorotea, descubriendo planetas que antes no estaban ahí. No estaban ahí.
Denuncia los planetas y se convierte en la celebridad del barrio. Blakeld aprendió astronomía durante el fin de semana y es una celebridad. Dorotea quiere hacer un pastel de salmón y le pide que vaya a comprar al supermercado algunas piezas ni muy grandes ni muy chicas. Blakeld sabe que tendrá que llevar muchas, porque todas son más o menos parecidas y, además, más le aparecen mientras más busca.
—¡Querido, menos mal que nuestro congelador es grande! Así podremos tener pescado para todo el año —exclamó con júbilo no forzado Dorotea, pero Blakeld sabía que no estaba bien traer tanto pescado a casa, aunque no lo podía evitar.
Entonces, recordaba el psicólogo, ocurrió la peor catástrofe. A Blakeld no se le metió mejor idea que resolver el tema de los brazos de las espirales de las galaxias. Su afición a la astronomía lo estaba asfixiando. Pero, no teniendo argumentos sólidos en contra, el psicólogo no pudo negarse y ahí fue Blakeld, con su telescopio, a contar brazos de galaxias. De más está decir que contaba en un sector y al volver a contar, las galaxias ya tenían otro número de brazos. Según Blakeld llegaron a ser pulpos, sepias, calamares pero también se mancaban hasta quedar sin brazos. Tanto que el paciente le suplicó que viniera con él a contar los brazos. Como tenía lágrimas reales en los ojos, el psicólogo aceptó: era, se dijo, como una sesión con la psicosis actuando. Llevó su propio telescopio para poder comparar el número de brazos con los contabilizados por Blakeld.
Llegada la noche, fueron al espacio profundo a contar los brazos. Dorotea los miró con ternura pero los dejó hacer. Si bien era patético, al menos no se emborrachaban. A las dos horas, el psicólogo entró urgido por mostrarle a Dorotea cierta galaxia. Estaba excitado, balbuceaba más que hablaba. Su galaxia, al parecer, cambiaba de número de brazos como de poeta favorito Dorotea.
Ella lo miró con severidad insólita:
—Sepa usted, psicólogo aficionado, que mi poeta favorito no lo cambio desde mis años de la universidad: es Yeats, sin duda.
—¿Yeats? Blakeld me dijo que era Whitman.
—Como le dije, psicólogo entrometido, siempre fue y será Wilde. Y punto.
Y fue punto, nomás.

Sobre el autor:
Héctor Ranea

jueves, 16 de enero de 2014

Temas preocupantes en un fin de año – Héctor Ranea


Cinco temas que me preocupan actualmente, a saber: la forma de las cosas, el color de los ojos de las personas, cuál es el sabor del chocolate, el orden perfecto de las palabras y qué piensa de mí mi gato.
Para estudiar estos temas armé un equipo en el que sólo trabajo yo, pero por suerte, dividido. En parte leo qué piensan otros que razonan cosas parecidas o, si no son las mismas, de qué manera se prenden del problema para resolverlo, eventualmente. Por ejemplo, encontré en la red una mujer que piensa que tiene que saber la razón por la que el hielo tiene color. O la de un joven birmano que tiene motores a explosión y quiere saber dónde va la explosión de cada tiempo. O la de cierta mujer que no dice la edad, que quiere conocer de cada semilla la planta de la que viene, suponiendo cierta distribución de viento y transporte por bichos.
Somos legión.
Pero no tengo en claro por dónde empezar, por ejemplo, con el tema del chocolate. Sobre todo porque no me da el tiempo ya que, ni bien empieza el verano, el chocolate se derrite demasiado rápido y no me da para saborearlo y me pierdo en tantas pruebas que tengo que hacer, porque el gusto se me pone bastante fastidioso y, si bien yo sigo siendo yo, esa parte del equipo se me rebela y quiere tomarse las cosas con más calma. Lo mismo que con los colores.
Ahí tenemos varias discrepancias pero el maestro del equipo, que vengo a ser yo durante la etapa posterior al estudio, estableció que los colores surgen de los ojos. Me parece que tiene lecturas atrasadas, pero es el maestro, así que estamos en cierto modo atascados como pato que tragó cebo, como dicen en mi pueblo. Y seguimos con la discusión de los colores como si supiéramos. Que si verde, que si rojo, que si amarillo y, al final, los colores hacen lo que quieren, se llaman como quieren y no sabemos si están ahí o en los ojos. Una calamidad, más o menos como los otros, como el orden de las palabras.
En el principio fue el Verbo, me dice el teólogo del equipo. Y yo le creo. Claro, qué otra cosa me queda que creerle si al fin él supuestamente habló con una autoridad y no como yo, que soy un mero escriba. Sin embargo, a nadie le queda claro qué podríamos decir si ponemos el verbo adelante y menos aún si no sabemos cómo sigue. Teniendo todo esto en cuenta, no me caben dudas de que pocas oraciones llevo escritas comenzando con verbos. Una podría ser: “Comió con semillas el melón” y, aunque es correcta, no sé qué quiere decir ni a quién se refiere. Comió y después cualquier cosa es otra oración, por cierto; pero me dificulta la respiración no saber qué pasaría si no hubiera comido o si no tuviera semillas o qué hubiera sucedido si en lugar de melón comía, quien quiera que fuese, otra cosa. Hágase la luz es otra oración, bastante buena. Ahí va el verbo. Pero la luz, ¿de dónde sale? Yo creo que el teólogo debería decirnos de dónde sale la luz o no le creo nada, igual que con el asunto del gato.
Ése es el que más me preocupa, en absoluto. Y no porque no me preocupen las otras cosas (aunque no voy a hablar de todas) sino porque mi gato evidentemente piensa porquerías de mí, a estar por la forma en que se ríe de mis silencios y de la forma en que me inclino para servirle el alimento. Eso cuando me dejan los otros del equipo. El zoólogo, por ejemplo, insiste en que los gatos no piensan nada de las personas, del mismo modo que nosotros no pensamos nada de las mojarritas: sólo las comemos fritas. Más o menos. O sea, el tipo dice que el gato es superior a todos nosotros juntos, que al fin somos yo. Y eso es paradojal: es más que todos juntos cuando somos uno solo. Listo, lo dije.
Ahora tengo otro tema del que tengo o tenemos que ocuparnos. Ya van seis.

Sobre el autor:
Héctor Ranea

martes, 7 de enero de 2014

En un bar los turnos que toma Martina - Héctor Ranea


—¡Hola! ¿Bar el Yacaránda? —dijo en inglés el buen Teddy. Luego de un segundo de silencio, Martina le responde, en castellano.
—Bar el Jacarandá; sí, señor.
—En la televisión le llaman Yacaránda, ¿sabe? —insistió con cierta presuntuosa pronunciación de Eton, el irascible Teddy—. En todo caso —siguió en inglés, claro—, ¿tienen una mesa para esta noche, señorita...? ¿Cómo se llama usted?
—Martina, señor. ¿Quiere la mesa cerca de la barra o cerca del escenario?
—¿Están muy lejos unas de otras? —dijo con ironía Teddy.
—Una está más cerca de la barra, la otra casi tocando el escenario —precisó Martina con buen humor.
—¿Sólo dos mesas? —interrogó perplejo Teddy.
—Sí; sólo dos, por esta noche.
—¡Ah, sí! Es para esta noche; claro. ¿Tocan The Beatles, no es cierto?
—¿Quiénes son esos, señor? —dijo en castellano Martina.
—¡Pero cómo! ¿No conoce a los cuatro fabulosos? —dijo Fabs Four pero Martina entendió los fabulosos cuatro y yo escribo los cuatro fabulosos.
—¿Son unos chicos con flequillo? Simpáticos. Sí; deben ser ellos. Hay uno muy educado y callado. Los otros son divertidos.
—¿Dijo usted simpáticos? —ese acento británico estaba siendo parecido a tener apoplejía sin previo aviso.
—¿No le gusta que diga simpáticos? —replicó Martina, ya con sorna—. ¿Le preparo la mesa con una cerveza negra?
—¿Usted sabe que The Beatles jamás mencionaron la cerveza en sus canciones?
—¿Me va a enseñar a manejar un bar, señor de Eton? ¡Floreat Eton! —espetó Martina, ya vencedora. El señor de pronunciación altisonante colgó, rojo de ira. Luego se supo: no había ya lugares en el Jacarandá y Martina se hizo pasar por la empleada aunque en realidad estuviera peleando el último lugar en la barra así que, con su acento más british (en inglés en el original) posible se acercó al del bar y le dijo:
—Acabo de encontrar un lugar libre, amoroso. Lo tomo.
Con esas palabras el del bar no tuvo más remedio que entregárselo a la joven Martina. El tarado de Teddy de Eton que se joda.

Sobre el autor: Héctor Ranea