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lunes, 22 de septiembre de 2008

Un modelo de agricultor - Jules Renard


El combate parecía terminado, cuando una última bala —una bala perdida— vino a dar en la pierna derecha de Fabricio. Éste hubo de regresar a su país con una pata de palo.
Al principio mostraba cierto orgullo. Entraba en la iglesia de la aldea golpeando tan fuertemente las baldosas, que se le podría haber tomado por un sacristán de catedral.
Después, ya calmada la curiosidad, durante mucho tiempo se lamentó, avergonzado, y creyó que ya nada bueno podía esperar. Buscó con obstinación, a menudo como un alucinado, la manera de ser útil.
Y ahora helo allí, en el sendero del humilde bienestar. Sin llegar a despreciar su pierna de carne, siente alguna debilidad por la de madera. Trabaja por un jornal. Se le asigna una fracción de terreno, y ya puede uno marcharse y dejarlo solo. Lleva el bolsillo derecho lleno de alubias rojas o blancas, a elección. Además, el bolsillo está roto; no demasiado, pero tampoco apenas.
Con normal apostura, Fabricio recorre el terreno a todo lo largo y ancho. Su pata de palo, a cada paso, abre un hoyo. Él sacude su bolsillo roto. Caen unas alubias. Él las recubre con ayuda del pie izquierdo y sigue adelante. Y en tanto se gana honestamente la vida, el antiguo guerrero, con las manos a la espalda y la cabeza erguida, parece que se paseara para recobrar la salud.

jueves, 18 de septiembre de 2008

El Monstruo - Jules Renard


Marta sale, con su madre, de la exposición de pintura, muy seria. Desde hace una temporada, se hace a sí misma una pregunta indiscreta e intenta, en vano, responder a ella. Aquel paseo entre cuadros aumenta todavía mas su turbación. Ha visto a las más bellas mujeres que existen, sin velo alguno y tan claramente dibujadas que hubiera ella podido seguir, con la punta del dedo, las venas azules bajo las pieles blancas, contar los dientes, los rizos y hasta las sombras sobre los labios.
Pero a todas les faltaba algo.
Y, sin embargo, ¡ha visto a las más bellas mujeres que existen!
Marta da a su madre un triste "buenas noches", entra en su cuarto y se desnuda, llena de temor.
La luna, luminosa y fría, refleja las imágenes, apresándolas. 
Marta, inquieta, alza sus brazos puros. Como una rama que, con un esfuerzo lento, se mueve y muestra un nido.
Marta, candorosa, no se atreve apenas a mirar su vientre desnudo, semejante a la avenida de un jardín, donde crece la hierba Tina.
Y Marta se dice: “¿Seré yo un monstruo, entre todas las mujeres?”

martes, 16 de septiembre de 2008

El informe - Jules Renard


—Dispense, amigo, ¿cuánto tiempo se necesita para ir de Corbigny a Saint-Réverien? 
El picapedrero levanta la cabeza, y apoyándose sobre su maza, me observa a través de la rejilla de sus gafas, sin contestar. 
Repito la pregunta. No responde. 
"Es un sordomudo", pienso yo, y prosigo mi camino. Apenas he andado un centenar de pasos cuando oigo la voz del picapedrero. Me llama y agita su maza. Vuelvo y me dice: 
—Necesitará usted dos horas. 
—¿Por qué no me lo ha dicho usted antes?
—Caballero —me explica el picapedrero—, me pregunta usted cuánto tiempo se necesita para ir de Corbigny a Saint-Révérien. Tiene usted una mala manera de preguntar. Se necesita lo que se necesita. Eso depende del paso. ¿Conozco yo su paso? Por eso le he dejado marchar. Le he visto andar un rato. Después he calculado, y ahora ya lo sé, y puedo contestarle: Necesitará usted dos horas.  

domingo, 14 de septiembre de 2008

La Alhaja - Jules Renard


Francina pasea y no piensa en nada. De repente su pie derecho rehusa pasar delante de su pie izquierdo. Vedla pues plantada, inconmovible, ante un escaparate. No se ha parado para mirarse en los espejos ni arreglarse el cabello. Mira una alhaja. La mira obstinadamente y si la alhaja tuviera alas iría por sí misma a colocarse, sortija, en el dedo de Francina; broche, sobre su blusa o, pendiente, en el lóbulo de su oreja.
Para verla mejor, entorna los ojos, y llega, para poseerla al menos bajo sus párpados, a cerrarlos. Parece que duerme. Pero detrás del escaparate, llegada del fondo de la tienda, aparece una mano. Surge blanca y fina del puño de la camisa. Se diría que entra hábilmente en una pajarera. Está acostumbrada. Sin quemarse en el fuego de los diamantes, sin despertar a las piedras adormecidas, se insinúa entre ellas y con la punta de sus ágiles dedos como haciendo los cuernos a Francina que le observa con inquietud, roba la alhaja.