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viernes, 13 de julio de 2012

La Franja - Claudio Biondino


Shon-Atán había soportado sólo doce inviernos, pero esta vez tendría que luchar junto a los mayores. Todo varón capaz de portar un arma debía defender la Franja. Los enemigos eran demasiados, y no se limitarían a robar provisiones; ya no había suficientes para todas las bandas. Recostado contra la Torre Central, el joven escuchaba la arenga de Kappo:
—No van a esperar que salga el sol. Ahora nomás vamos a ver quiénes tienen más aguante, si los de Franja Afuera o Franja Adentro. ¡Quiénes son más machos, mierda!
El grito grupal no se hizo esperar: —¡Franja Adentro se la banca, carajo!
Shon aferró el palo con clavos que le habían dado, y el terror lo dominó. Miraba la oscuridad, Franja Afuera. Apenas entreveía los escombros del territorio enemigo. Sabía que eran iguales a los escombros y chatarras de su propio lado de la Franja, pero nunca había caminado entre ellos. Sintió una mano en el hombro; su abuelo quería confortarlo. Aferrado a Shon, el anciano contemplaba la Torre, pensativo.
—Es un obelisco —dijo, recitando una de sus historias incomprensibles—. Así le decían en la época de mi abuela. Y por la Franja, que era la más ancha del mundo, la gente tenía que viajar en las chatarras, porque no existían los carros ni los caballos.
Pero Shon no lo escuchaba: sólo tenía oídos para los bombos y las canciones del enemigo, que ya entonaba su murga de la guerra.

Acerca del autor:
Claudio Biondino

viernes, 8 de junio de 2012

Juego de luces - Claudio Biondino


Oscuridad.
Un lento desprenderse del letargo profundo y viscoso.
Los ojos se abren hambrientos de luz, con la esperanza de adaptarse a la penumbra. Pero no hay tal penumbra ni adaptación posible. La oscuridad es absoluta.

Marco se incorporó de un salto, bañado en sudor. El sonido de su nombre se había convertido en un cuenco vacío, sin identidad, sin una historia que le diera sentido. Podía evocar también los sonidos de su lengua, pero buena parte de los objetos nombrados se le aparecían borrosos, irreconocibles. Sabía lo que significaba ver, pero había olvidado, en parte, los contornos de la realidad que alguna vez contempló. La oscuridad se había tragado esos recuerdos junto con la luz.
—Estoy loco y ciego —se dijo.
—No lo estás —respondió una voz a su lado.
El sobresalto llevó a Marco a tantear su costado, tal vez por instinto. Descubrió que portaba una daga. No estaba indefenso.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Tranquilízate. No intento hacerte daño.
Marco necesitaba respuestas con desesperación, y se veía obligado a confiar en aquella voz—. No tengo idea de lo que está sucediendo aquí ¿Acaso tú podrías...?
—Yo tampoco sé lo que ocurre —interrumpió el extraño—. Sólo puedo decirte que desperté en medio de esta horrible oscuridad. Lo único que recuerdo es mi nombre: Lucio. Anduve a tientas un tiempo, hasta que vi aquel resplandor y empecé a caminar hacia él. Luego tropecé contigo.
"¿Resplandor?", se preguntó Marco. Giró su rostro en todas direcciones.
Y entonces vio el destello.
Era imposible calcular la distancia, ya que carecía de otros puntos de referencia. Lo único evidente era que, frente a él, había algo pequeño y brillante. Pero si no estaba ciego, ¿dónde se encontraba? Una nueva idea tomó forma en su mente.
—Estamos muertos, Lucio. Hemos muerto y debemos dirigirnos hacia la luz.      
—Tal vez, pero para llegar deberemos enfrentarnos a ellos. Ya he sido atacado en el camino.
—¿Quién nos acecha en este tránsito? —Marco tomó la empuñadura de su daga—. ¿Quiénes son ellos? ¿Se trata de demonios?
—No lo sé. Lo único que podemos hacer es movernos hacia esa extraña antorcha, y quizá logremos averiguar algo.
Los dos hombres se pusieron en marcha. Avanzaron por kilómetros, hasta que percibieron la presencia que se interponía en su camino. Primero oyeron el rugido, y luego Marco sintió las garras que laceraban su espalda y su costado. Aulló de dolor.
Lucio detectó el lugar de donde provenían los gritos y se lanzó contra la criatura. La lucha se alejó entonces de Marco, que cayó al suelo, agotado. Un último alarido, seguido por los ruidos del terrible banquete, anunció el triunfo de la bestia.
Marco desenvainó la daga y permaneció inmóvil. Las pisadas se oían cada vez más cerca. Tenía que controlarse y contraatacar en el momento exacto. Sintió las garras que intentaban levantar su cuerpo, y hundió el hierro alcanzando a la criatura entre las costillas. El peso muerto de aquel ser le cayó encima con un golpe fortísimo.
Cuando logró ponerse de pie, tanteó hasta encontrar el cuchillo. Lo recuperó y reinició el camino hacia la fuente de la luz. Mantuvo la daga aferrada en su mano. Si se topaba con otras alimañas, no se despediría sin llevarse alguna más con él.
Al cabo de unas horas, ya casi sin fuerzas, Marco alcanzó su objetivo. Era una cabaña de madera. La luz se derramaba, temblorosa e intermitente, a través de la puerta y las ventanas. Se acercó al umbral y observó.    
El fuego del hogar crepitaba con fuerza, iluminando cada rincón. El mobiliario era modesto: apenas una mesa, dos sillas y un catre. De pronto, advirtió a un anciano de aspecto bonachón que lo observaba con una sonrisa.
—Pasa muchacho —dijo el viejo—. Te estaba esperando.
—¿Me esperabas? —Marco dudó, pero no tenía más remedio que confiar en aquel anciano si quería llegar a alguna respuesta—. ¿Quién eres tú? ¿Acaso un dios?
—No, Marco, no soy un dios. Sólo soy un Experto. Mi área es la recuperación de luchadores. Has tenido una jornada de entrenamiento extenuante. Siéntate y toma un poco de pan y de vino.
—¿Entrenamiento? ¿Es esto alguna clase de juego? ¿Por qué no sé donde estoy?
—El olvido es necesario durante los combates, pues eso los vuelve más emocionantes. Pero mañana lo recordarás todo, por unos instantes, antes de regresar a la arena. Podrás disfrutar de la aclamación. Has sobrevivido, y lucharás en las Festividades Oscuras.
—Lucio no lo logró —murmuró Marco.
El anciano guardó silencio, y el hambre quebró la resistencia del luchador. Se sentó a la mesa y devoró el alimento que le ofrecían.
—Acuéstate en el catre y duerme un rato —dijo el viejo—. Lo necesitarás.
Marco obedeció, y el sueño llegó de inmediato.

Luz.
Un enjambre de poderosos destellos enceguece al luchador mientras se desprende del letargo viscoso, profundo.
Los ojos se entrecierran, suplican por el descanso de la penumbra. Pero la luz desconoce la piedad.

La memoria retornó a la mente de Marco. Los contornos de la realidad habían regresado, y con ellos la amargura de la verdad. Estaba de pie, junto a otros cuatro hombres, en lo que había sido la puerta de la cabaña. Frente a ellos, la luz. A sus espaldas se extendía la oscuridad. Cuando sus ojos se adaptaron a las imágenes deslumbrantes, Marco pudo distinguir el contorno del Ciber-Circo. La multitud aclamaba enloquecida. Todos tenían su pantalla personal en la que podrían seguir el desarrollo de los combates. En el palco central, el Neo-Emperador observaba deleitado.
—¡Rodilla en tierra, gladiadores! —ordenó una voz tosca dentro de su cabeza. Marco reconoció el tono perentorio del Programa Experto en entrenamiento—. ¡Saluden, y cumplan su deber con dignidad!
Los hombres se arrodillaron y rindieron honores: —¡Ave César, los que van a morir te saludan!
La multitud volvió a rugir, enardecida, mientras la conciencia digital de Marco regresaba a los campos de oscuridad virtual, al olvido inducido y a las bestias mortales.

Acerca del autor:
Claudio Biondino

lunes, 7 de mayo de 2012

Inseguridad - Claudio Biondino


Andrés Agüero salió a la puerta de su nueva casa y contempló, embelesado, el tranquilo y elegante vecindario. Era igual a los de las películas, tal como siempre lo había soñado. Todo había sucedidido con gran rapidez pero, aunque le costaba creerlo, era verdad. Sus virtudes como ingeniero en sistemas le habían permitido salir del infierno en que se estaba convirtiendo Buenos Aires, y lo habían transportado al paraíso.
Aún recordaba el sudor frío que se deslizaba por su frente y sus manos, la sensación de angustia y desamparo, cada vez que veía el noticiero o leía los periódicos.
Barras y Estrellas por Siempre
Trágico secuestro express en Villa del Parque. Un hombre es obligado por dos delincuentes a recorrer varios cajeros automáticos, y muere en tiroteo entre los malvivientes y la Policía.
—Este país de mierda no tiene arreglo, Miguelito. —La rutinaria cantilena de Andrés se había vuelto, últimamente, un tanto exasperante para sus compañeros de trabajo. Pero no por eso dejaban de estar de acuerdo con él.
—¿Y? —preguntó Miguel, al tiempo que asentía con un gesto—. ¿Ya aplicaste para la empresa yanqui?
—Sí, quedaron en contestarme esta semana —le respondió Andrés. Y sólo él sabía la importancia que tenía para su vida esa posibilidad de trabajo en el exterior.
No se trataba simplemente de ambición económica. Quería verse libre del miedo. Por eso no lo convencían las grandes ciudades, como Nueva York o Miami. Pero la empresa a la que había enviado su postulación ofrecía un puesto de trabajo en un pacífico pueblo de Nueva Inglaterra. Imaginaba los hermosos barrios de casas americanas, prolijas, con jardines cuidados y niños jugando felices en las calles.
—¿Y qué vamos a hacer en un pueblo donde no conocemos ni al loro? —Romina, la mujer de Andrés, no comprendía los sueños de su esposo—. Además, nos vamos a morir de aburrimiento. A la noche no hay nada para hacer, y yo escuché que los gringos son muy amables pero, después del horario de trabajo, no te dan ni la hora.
—¿Querés saber lo que vamos a hacer? —le respondió Andrés levantando la voz sólo un poco, lo suficiente—. Nos vamos a asegurar el futuro económico y, por si eso fuera poco, nos vamos a librar de esto.
Señaló al televisor.
Barras y Estrellas por Siempre
Matrimonio y dos hijos asesinados por malvivientes que los sorprendieron cuando entraban en su domicilio. "Los cacos los maniataron y los golpearon hasta matarlos, para averiguar dónde escondían el dinero", aseguró una fuente policial. Familiares insisten en que no había dinero en la casa.
El día de la noticia fue el mejor en la vida de Andrés. La aceptación de su solicitud le fue comunicada por correo electrónico. No hubo gritos eufóricos, ni saltos de alegría. Sólo suspiró, cerró los ojos, y sintió que el esfuerzo que había hecho para escapar al funesto destino de haber nacido sudaca comenzaba a rendir sus frutos. Romina se limitó a empacar y a seguir a su marido.
Andrés recordaba todo esto mientras contemplaba con satisfacción su nuevo vecindario desde la puerta de la casa que le había conseguido la empresa. Acababa de salir a tomar aire tras el sobresalto que le habían producido los primeros compases de Barras y Estrellas Por Siempre, emitidos por el televisor un par de minutos atrás, como si un pájaro de mal agüero lo hubiera perseguido hasta su nuevo hogar. Inmediatamente recordó que allí se trataba de una marcha patriótica, y no de la cortina musical de un noticiero amarillista. Pero la opresión en su pecho lo había obligado a salir en busca de un poco de aire fresco. Quería sacudirse del cuerpo aquella horrible sensación.
Caminó por el jardín, sintiendo crujir bajo sus zapatos las primeras hojas muertas del otoño de Nueva Inglaterra. En ese momento, los últimos rayos de sol se ocultaban detrás de las fachadas de las casas vecinas. Pero Andrés no se preocupó. El barrio, por supuesto, estaba perfectamente iluminado. Salió a la vereda. Una sensación de profunda seguridad flotaba en el ambiente. Tal vez por eso no prestó atención al sonido producido por los cascos del caballo que se acercaba, a todo galope, por la calle principal.
Sencillamente, se negaba a percibirlo porque aquello estaba fuera de lugar. Pero el sonido se volvía cada vez más estruendoso, de modo que tuvo que aceptarlo y volverse para mirar hacia el lugar de donde provenía. No podía sentir miedo. No allí. Por eso no pudo comprender lo que veía, sino tal vez hasta un segundo antes del final, cuando aquel impensable jinete sin cabeza se detuvo ante él y con un tajo limpio y perfecto de su espada en la base del cuello le cercenó la suya.
Barras y Estrellas por Siempre
Ingeniero en sistemas argentino asesinado en Estados Unidos. Cabeza desaparecida. Las autoridades no descartan ninguna hipótesis. Las más fuertes apuntan a un ajuste de cuentas o un asesinato ritual perpetrado por una secta satánica. Esposa del ingeniero internada en neuro-psiquiátrico. Aseguró haber visto un jinete decapitado, vestido de negro, alejarse del lugar con la cabeza de su marido debajo del brazo.

Acerca del autor:
Claudio Biondino

domingo, 14 de noviembre de 2010

Molinos de viento - Claudio Biondino


Pensativo iba el buen Sancho sobre su rucio, fantaseando con la ínsula que Don Quijote le tenía prometida, cuando vio, de pronto, de veinte a treinta gigantes que se alzaban frente a ellos. Se detuvo, espantado, y habló así su amo:
—No pase adelante vuestra merced, que unos malvados gigantes se empeñan en cortar nuestro camino por este rumbo.
—¿Qué gigantes? —preguntó Don Quijote.
—Aquellos de los brazos largos, que hacen fieros gestos hacia nosotros.
—Los que tienes por gigantes, hermano Sancho, son molinos de viento; y los que tomas por largos brazos no son más que aspas.
—¡Pues a fe mía que algún hechicero ha de haberle nublado el entendimiento, señor, porque son gigantes éstos que se oponen a que avancemos por el camino!
—Si tienes miedo —dijo el de la Triste Figura, riendo de las palabras de su escudero—, ponte en oración mientras yo paso entre estos inofensivos molinos.
Avanzó así Don Quijote, hasta que un gigante tomó al valeroso caballero con una mano y lo arrojó al suelo con todas sus fuerzas, acabando con su vida. Sancho vio entonces a los gigantes volverse molinos, que mudaron luego en chimeneas humeantes; después, en enormes máquinas devoradoras de hombres; más tarde, en torres monstruosas que brillaban al sol como espejos infernales.
—El mejor de nuestros trucos —le dijo una voz risueña desde las torres— es hacer pasar gigantes por molinos, para confundir a los quijotes que salen a combatirnos; hoy en día, ya no prestan atención a las voces de los sanchos. Y ahora entra en la torre, campesino, que ya no hay sustento en este mundo más que el que aquí te daremos, si nos sirves de por vida.
Aterrado y cabizbajo, Sancho se despidió de su rucio y avanzó callado, entre pucheros y lágrimas, hacia las fauces del gran monstruo espejado, cuyos hermanos habían cubierto ya toda la tierra hasta el horizonte.

Publicado originalmente en Axxón 197. Mayo 2009