Mostrando las entradas con la etiqueta Hernán Dardes. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Hernán Dardes. Mostrar todas las entradas

martes, 19 de marzo de 2013

Alegato - Hernán Dardes


No soy un vampiro. Tal vez parezca absurda la aclaración, pero para comprender mi enunciado, ustedes deberán primero saber que no me reflejo en los espejos. Nunca le encontré una explicación aunque tampoco me importó demasiado. Tal vez haya gente muy vanidosa a la que esta condición le resulte inimaginable pero no es mi caso. Tampoco la situación conlleva demasiadas complicaciones en la vida diaria A afeitarse, peinarse o hacer el nudo de una corbata uno se acostumbra; es cuestión de insistencia y repetición. Supongo que como con los ciegos y con los sordos, la falta de una condición aumenta la capacidad en otros aspectos sensoriales y prácticos. Honestamente nunca me detuve a meditarlo demasiado. Así son las cosas, me sé desenvolver sin verme reflejado en plano alguno y con eso me basta. Pero lo que verdaderamente me preocupa es que me confundan con un vampiro.
Cada persona que conozco significa ceder a una serie de pruebas y aclaraciones que me resultan agotadoras. El agua bendita apenas me moja y poco más. Los platos a la provenzal suelen ser mis preferidos, y no me afectan para nada las semillas de mostaza. He mordido cuellos pero no más que el resto de los mortales en ocasiones de intimidad. Mi rutina es bastante monótona; me acuesto relativamente temprano, leo algunas revistas para ayudar a conciliar el sueño y reposo en un cómodo sommier. Me levanto temprano y las luces del alba suelen entusiasmarme a la hora de encarar las tareas diarias. No bebo sangre. Sí un poco de vino, pero como no soy religioso, descreo de la posibilidad de que mi bodega albergue la esencia líquida de algún tipo de salvador de la humanidad. He visto murciélagos y los he espantado asqueado sin sentir el menor tipo de empatía. Es más, me compré un ahuyentador ultrasónico para no volver a topármelos. Para ser más explícito: ver a Ozzy Osbourne morder a uno de ellos me produjo un éxtasis jamás alcanzado. Nunca me gustaron las películas de Bela Lugosi y de chico odiaba el tono grave de la voz Narciso Ibañez Menta. Transilvania no me entusiasma como destino turísticos, y lo que me espanta en los templos no son los símbolos cristianos sino los párrocos que presiden las ceremonias. Es cierto, es probable que muera si me clavan una estaca en el corazón, pero no me negarán que lo mismo le ocurriría a la mayoría de la gente que se regodea presumida con su propia imagen en cuanto sitio se ven reflejados. En definitiva: no soy un vampiro. Ni siquiera esos vampiros modernos, con los ojos delineados y en extremo sensibles, a los que uno supone que para espantarlos basta con esparcir un puñado de ajo deshidratado.
Pero la vida moderna hace un culto de la imagen, y por consiguiente no hay lugar al que acuda en el que no me tope con un espejo. Y desde ya, con alguien atento a notar la ausencia de mi imagen en ellos, lo que casi siempre deriva en un escándalo. Por suerte mis colmillos prolongados y mi histrionismo a la hora de las morisquetas me ayuda a espantar a las personas alborotadas. Confieso que he utilizado este método para despejar a los competidores en las tiendas durante las épocas de oferta, pero no me gusta abusar. Además mi gran amiga Eli Bathory me ha dicho que esas actitudes no ayudan para nada a limpiar mi consideración pública. Por ese motivo me he medido en mis últimas apariciones y me he comportado como el más normal de los humanos con capacidad de reflexión. Así que he tomado la decisión de ignorar de aquí en más cualquier tipo de apreciación que surja cuando alguien perciba mi condición, y si noto que la situación se me va de las manos, me introduzco en el dichoso espejo y adiós a los necios. Porque si bien esto es algo que no aclaré en un principio, lo cierto es que no me reflejo en los espejos, pero lo que sí poseo es la capacidad de atravesarlos. Característica que tal vez requiera de una explicación tanto o más amplia que la presente, pero de la que voy a desistir. Porque si hay algo que nos distingue a quienes habitamos el mundo interior de los espejos, es el fastidio de tener que andar dando explicaciones por todo.


Acerca del autor:  Hernán Dardes

jueves, 15 de marzo de 2012

Desencanto - Hernán Dardes


Un encanto. Me dijo que era un encanto cuando yo esperaba por lo menos que me trate de maleducado, o mucho mejor, de pervertido. Esperaba recoger todo su odio, verla inflarse de rencor y recibir un cachetazo colmado de su desprecio. Pero no. Yo esperaba el peor de sus insultos y ella me respondió con un elogio que sonó casi como un piropo amable: me dijo era un encanto. Y yo sentí que el cuerpo se me desintegraba, que las manos se me hinchaban y los dedos se convertían en lanzas de fuego. Yo que me había dedicado a mirarle los pechos de manera grosera a lo largo de toda la noche. Directo, sin rodeos ni simulaciones. Fijando mi vista en el canal generoso y profundo que se hundía en su corset. Dirigiendo mis pupilas insolentes como si estuviera hincando los dientes en su generosidad. Abusando de su obligación de comportarse y actuando de la peor manera en una inútil represalia por cada una de mis insinuaciones ignoradas a lo largo de años. Porque ni mis atenciones, ni cumplidos, ni mis elogios, mis regalos, ni mis galanterías habían tenido efecto alguno en su atención. Tampoco mi complicidad interesada; ni siquiera había valorado mi oído, que generoso la había acompañado cada una de sus desilusiones. Y se acercó a saludarme con dulzura y mientras yo elocuente fijaba mi vista en sus pechos firmes y abundantes, ella apenas sonrió y me dijo que yo era un encanto. Un encanto. Como le dicen las tías solteronas a sus sobrinos antes de pellizcarles los cachetes y regalarles un dulce. Como una maestra jardinera despide a sus infantes al final de cada año. Y entonces me alejé enfurecido, buscando extinguir mis dedos candentes con cuanta copa fría quedaba a mi alcance, esperando el mejor momento para concretar mi venganza. Mientras tanto ella y los suyos buscan desesperados el cuchillo gigante con el que a cuatro manos y sonriéndole al fotógrafo, pensaban cortar la primera rebanada de un pastel empalagoso de tanto glaseado.


Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

sábado, 3 de diciembre de 2011

Anomalías - Hernán Dardes


Las sombras y el viento gélido ignoran por repetidas a las palabras sofocadas en el campo santo. El espacio muerto es experto y sabe de memoria que la impotencia nunca apela a originalidades. Entonces la voz entrecortada que pide perdón pasa inadvertida. Las frases y súplicas mueren sin peso en la tierra húmeda y perturbada. Una lápida virgen es testigo de los estériles arañazos en esa tierra que finge la solidez del mármol. Cada uno de los golpes de los furiosos puños cerrados retumba hueco en los oídos de un cuerpo entumecido, que los recibe como si llegaran al mismo centro de su estómago. Esa escena desgarrada ha sido representada tantas veces que la muerte, tan acostumbrada a la muerte, en su trascurrir perpetuo decide omitir. Es por eso tal vez, que como en aquella fábula del pastor embustero, el aire no presienta el desorden en el cuadro. El hábito no alerta y sin saberlo se vuelve cómplice. Entonces aunque esta vez los gritos y los ruegos, los llantos y la angustia lleguen desde lo profundo de la tierra, y sea el silencio cruel el que reine en la superficie, nada consigue que el campo santo pierda el equilibrio de su quietud, ni su imperturbable sosiego. El zumbido del viento se roba las últimas palabras agónicas, y una pala se desploma rendida, agobiada por la culpa.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

domingo, 2 de octubre de 2011

Encuentro con Horacio Ojeda – Hernán Dardes


Me hubiese gustado toparme con Horacio Ojeda en mejores circunstancias. En la época en que invocar su nombre era suficiente para hacerse un lugar en aquel pobre barrio orillero en donde me tocó crecer. En los años en que mi padre hablaba de él con una reverencia formidable. Justamente mi padre, hombre de palabras escasas y gestos parcos. Tan frío a la hora de las emociones, pero de sangre caliente en las ardorosas tardes de bar, en donde lo defendía a fuerza de gritos y puñetazos sobre las mesas. Reverencia que en aquella parquedad nunca tuvo mucha explicación y que había sido transferida a fuerza de convicción y vehemencia.
Mi padre se ufanaba de haber sido anfitrión de Ojeda en dos oportunidades y nos repetía hasta el hartazgo que a la gratitud de ese hombre debíamos cada metro cuadrado que pisábamos. Junto con mi hermano Mariano nos maravillaba la atención de quienes lo oían cada vez que relataba aquellas lejanas dos visitas, entregando su atención como si se tratase del más atrapante de los cuentos. La manera en que se sobresaltaban al saber que estaban sentados en la misma silla en la que Don Horacio alguna vez reposó, y que el vaso generoso de licor bien podría haber saciado a ese hombre que los fascinaba.
Tal vez por mi edad me resultaba poco lógico encontrar el motivo por el cual se respetaba tanto a alguien del que pocos conocían su rostro. Pero sí tengo presente la manera en que mi madre corría a bajar el volumen de la radio cada vez que su nombre aparecía en alguna noticia, como protegiéndonos de alguna impensable desilusión. En algunas noches en las que el sueño resultaba difícil de conciliar discutíamos con mi hermano sobre él, suponiéndolo un héroe o el más feroz de los chacales. Y a la distancia reconozco que la figura heroica siempre me atrajo mucho más y a veces lo soñaba enmascarado, influido por las series en blanco y negro en las que encontraba refugio a la hora de la siesta.
En aquellos veranos ardorosos los niños jugábamos a ser Horacio Ojeda. Nos intercambiábamos los roles, y gozábamos infinitamente de ser, al menos por un par de horas, amo y señor en esos terraplenes. Cuando en el juego me tocaba a mí el papel principal, lo asumía con tanta responsabilidad que me agobiaba. No solamente había que demostrar destreza en la pelea e ingenio para ocupar la casa de piedra en ruinas en manos de mis amigos. También era imprescindible esa actitud, esa prestancia magnificente que le imaginábamos. Recuerdo cuando una vez haciendo su papel me desplomé trepando una roca; y lo que en otro momento hubiese sido motivo de jocosas carcajadas aquella vez significó el escarnio más severo. Mis amigos salieron de su escondite, y mientras me miraban como si hubiese cometido la peor de las herejías, volvieron a sus casas en silencio, con la imagen del héroe convertido en esa torpe caricatura en la que yo lo había transformado.
Con el paso del tiempo aquella imagen heroica fue desapareciendo, pero siempre se mantuvo la versión benefactora, la que motivaba a mi madre a invocarlo a la hora de encontrarle un trabajo para mi hermano. 
Si hablaras con Don Horacio… susurraba ella a los oídos de mi padre, prédica que él siempre rechazaba aduciendo peligro, mientras miraba a Mariano con ojos indulgentes.
Entre viajes y días recalados en otros pueblos y ciudades, el nombre de Ojeda fue desapareciendo poco a poco de mi vida, pero siempre retornaba a mis oídos en los visitas espaciadas. Los años me trajeron una versión de Horacio Ojeda mucho más empobrecida, pero siempre misteriosa. Rumores sobre fracasos, versiones sobre su muerte e incluso a veces aparecían historias sobre traiciones que mi padre se negó a creer y desmentía a los gritos desde su lecho de muerte.
Pero bastó que mi madre me ruegue que vuelva a instalarme en esa vieja casa de infancia para que su nombre comenzara nuevamente a atravesar mis días. Porque sin darme cuenta comencé a recorrer los mismos caminos que mi padre había transitado alguna vez. Poco a poco comprendí que en aquel poblado hacerse un lugar a la fuerza era indispensable para despertar al día siguiente y poder brasearse al sol exento de riesgos y libre de aquiescencias. Y el nombre de Horacio Ojeda mantenía su influjo caudillesco, pero ahora compartido con numerosos adalides con las mismas pretensiones e idénticos influjos. Fue en ese tiempo en donde mis recuerdos fueron puestos a prueba. Porque a medida que notaba que su fulgor se apagaba día a día, en mi fue creciendo un instinto casi paternal que supo ser motivo de severas reprimendas.
Y no me resultó fácil discernir en esa nueva vida la memoria intacta de mi niñez, con las exigencias de un presente que me trazaba caminos que cada vez me alejaban más de esos recuerdos mágicos y épicos. No era sencillo sentir la sombra de mi padre sobrevolando cada uno de mis actos, como si de su juicio dependiera el éxito en cada trifulca. Pero mucho me había enseñado aquella tarde del resbalón oprobioso, y en esa maraña entre los recuerdos y el hoy, no podía permitirme el favor de la duda.
Horacio Ojeda. Siempre soñé con tener con él mas no sea una charla de bar. Un encuentro cara a cara con el enigma. Me hubiese gustado participar en una sola de sus peleas. Integrar su banda y por una sola vez oír su voz de mando. Pero el destino no siempre cruza las vidas de la forma que uno imagina, y los caminos convergen en las formas más inesperadas. Y allí está él finalmente, dándome la espalda encorvado sobre la mesa de madera. Y aquí estoy yo, con los brazos tensos y las manos aferradas a mi fiel revolver. A punto de gatillar.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

viernes, 30 de septiembre de 2011

Ausencia – Hernán Dardes


Esa mañana amaneció así, abrazada a la sábana, envuelta sobre sí misma y con los puños tensos aferrándose a uno de los bordes del manto. El silencioso despertador sobre su mesa de luz le recordó los beneficios de los días feriados. Se desperezó lentamente, mientras colándose por las hendijas de la ventana, tenues rayos de sol dibujaban un pentagrama sobre el respaldo del robusto sillón de cuero. Tras un último bostezo se incorporó, se calzó las pantuflas rosas y cerrándose el camisón cruzando sus brazos al frente, salió del dormitorio.
En la cocina la sutil claridad la invitó a obviar las luces; ni siquiera intentó abrir las ventanas. Encendió la hornalla. Buscó la pava, la llenó de agua y la colocó sobre la azul llama que parecía estar reclamándola. Abrió el aparador y el avasallante aroma del café le ahorró la decisión y le impuso el desayuno. Bajó entonces el frasco con el café y junto a él, el del azúcar. Hurgó luego en la bolsa del pan y eligió minuciosamente una de las flautas. Finalmente se decidió, y sobre el aún frío mármol de la mesada, la rebanó en rodajas medianas. Muy finas se queman, demasiado anchas no llegan a ser crocantes, solía repetir a quién pudiese, refiriéndose al pan tostado como un arte supremo. Encendió otra hornalla al mínimo, y puso a calentar el tostador. El agudo zumbido del vapor le recordó retirar el agua del fuego. En la heladera la esperaba un frasco de mermelada y un pan de manteca al que situó cercano al fuego para ablandarlo. Ni bien lo hizo, se dirigió al baño.
Apresuradamente orinó, lavo sus dientes, y con abundante agua tibia terminó por despejar su vista de la espesa huella de la noche. Sólo se tomo algo de tiempo para, frente al espejo brillante, revisar su rostro con cierta resignación. En la cocina el calor que se desprendía del tostador reveló que ya estaba a punto. Acomodó con cuidado las rodajas de pan, y en dos tandas colmó un plato de tostadas. Buscó dos tazas, y sobre un filtro acomodado prolijamente en un embudo, descargó buena parte del café. Acercó una vez más la pava al fuego. En apenas un instante la retiró y la volcó sobre el café. Por un momento cerró los ojos y aspiró el intenso aroma que de allí se desprendió. Suspendió el procedimiento, abrió los ojos y suspiró profundamente.
Continuó sirviendo el café intercambiando el colador de una taza a otra; de manera alternada llevando una paridad casi perfecta como si se tratase ésta de una condición indispensable para el éxito del preparado. Retiró el embudo con sumo cuidado y agregó dos colmadas cucharadas de azúcar a cada taza. Las revolvió pausadamente procurando no golpear los bordes de las tazas para no hacer ruido. Abrió el pan de manteca, untó varias de las tostadas y limpió el cuchillo. Con la mermelada cubrió el resto de las tostadas, y en una ("solo una, no más") mezcló el dulce con la manteca.
Sobre una desgastada bandeja de madera, acomodó con prolijidad las dos tazas, el plato y dos servilletas de papel. Despacio caminó hasta el dormitorio y ayudándose con la rodilla abrió la puerta. Apoyó la bandeja sobre la cama mientras unas gotas de café que se derramaron sobre las servilletas se transformaban rápidamente en gruesas manchas oscuras. Se sentó en el sillón de cuero negro y tomó la primera de las tostadas con manteca, a la que mordió con fuerza. Atrajo una de las tazas y probó con un breve sorbo. Y así, en esa lenta rutina de punzante silencio a medialuz, ofreció su desayuno. Porque a pesar de la cama vacía, de la abultada almohada en el lado derecho y el velador apagado a su frente, ella sabía que en esas sábanas retorcidas, en el intenso aroma del café y en esas crujientes tostadas rebalsadas de dulce, él aún estaba allí.

Sobre el autor: Hernán Dardes

martes, 20 de septiembre de 2011

Alegato - Hernán Dardes


No soy un vampiro. Tal vez parezca absurda la aclaración, pero para comprender mi enunciado, ustedes deberán primero saber que no me reflejo en los espejos. Nunca le encontré una explicación aunque tampoco me importó demasiado. Tal vez haya gente muy vanidosa a la que esta condición le resulte inimaginable pero no es mi caso. Tampoco la situación conlleva demasiadas complicaciones en la vida diaria A afeitarse, peinarse o hacer el nudo de una corbata uno se acostumbra; es cuestión de insistencia y repetición. Supongo que como con los ciegos y con los sordos, la falta de una condición aumenta la capacidad en otros aspectos sensoriales y prácticos. Honestamente nunca me detuve a meditarlo demasiado. Así son las cosas, me sé desenvolver sin verme reflejado en plano alguno y con eso me basta. Pero lo que verdaderamente me preocupa es que me confundan con un vampiro.
Cada persona que conozco significa ceder a una serie de pruebas y aclaraciones que me resultan agotadoras. El agua bendita apenas me moja y poco más. Los platos a la provenzal suelen ser mis preferidos, y no me afectan para nada las semillas de mostaza. He mordido cuellos pero no más que el resto de los mortales en ocasiones de intimidad. Mi rutina es bastante monótona; me acuesto relativamente temprano, leo algunas revistas para ayudar a conciliar el sueño y reposo en un cómodo sommier. Me levanto temprano y las luces del alba suelen entusiasmarme a la hora de encarar las tareas diarias. No bebo sangre. Sí un poco de vino, pero como no soy religioso, descreo de la posibilidad de que mi bodega albergue la esencia líquida de algún tipo de salvador de la humanidad. He visto murciélagos y los he espantado asqueado sin sentir el menor tipo de empatía. Es más, me compré un ahuyentador ultrasónico para no volver a topármelos. Para ser más explícito: ver a Ozzy Osbourne morder a uno de ellos me produjo un éxtasis jamás alcanzado. Nunca me gustaron las películas de Bela Lugosi y de chico odiaba el tono grave de la voz Narciso Ibañez Menta. Transilvania no me entusiasma como destino turísticos, y lo que me espanta en los templos no son los símbolos cristianos sino los párrocos que presiden las ceremonias. Es cierto, es probable que muera si me clavan una estaca en el corazón, pero no me negarán que lo mismo le ocurriría a la mayoría de la gente que se regodea presumida con su propia imagen en cuanto sitio se ven reflejados. En definitiva: no soy un vampiro. Ni siquiera esos vampiros modernos, con los ojos delineados y en extremo sensibles, a los que uno supone que para espantarlos basta con esparcir un puñado de ajo deshidratado.
Pero la vida moderna hace un culto de la imagen, y por consiguiente no hay lugar al que acuda en el que no me tope con un espejo. Y desde ya, con alguien atento a notar la ausencia de mi imagen en ellos, lo que casi siempre deriva en un escándalo. Por suerte mis colmillos prolongados y mi histrionismo a la hora de las morisquetas me ayuda a espantar a las personas alborotadas. Confieso que he utilizado este método para despejar a los competidores en las tiendas durante las épocas de oferta, pero no me gusta abusar. Además mi gran amiga Eli Bathory me ha dicho que esas actitudes no ayudan para nada a limpiar mi consideración pública. Por ese motivo me he medido en mis últimas apariciones y me he comportado como el más normal de los humanos con capacidad de reflexión. Así que he tomado la decisión de ignorar de aquí en más cualquier tipo de apreciación que surja cuando alguien perciba mi condición, y si noto que la situación se me va de las manos, me introduzco en el dichoso espejo y adiós a los necios. Porque si bien esto es algo que no aclaré en un principio, lo cierto es que no me reflejo en los espejos, pero lo que sí poseo es la capacidad de atravesarlos. Característica que tal vez requiera de una explicación tanto o más amplia que la presente, pero de la que voy a desistir. Porque si hay algo que nos distingue a quienes habitamos el mundo interior de los espejos, es el fastidio de tener que andar dando explicaciones por todo.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

viernes, 2 de septiembre de 2011

Breve declaración de amor para una fantasma tuerta - Hernán Dardes


No puedo decir que adoro tus curvas porque no termino nunca de apreciar cuáles son tus verdaderos límites. Me es absolutamente imposible admirar tus poses porque apenas fijo la vista sobre tu figura, solo distingo los sitios donde te apoyas. Me cuesta horrores aceptar los reproches de los transeúntes cuando malinterpretan a mi lengua, cada vez que te beso en las escasas oportunidades que logro alcanzarte en las plazas. Y es muy difícil padecer el ridículo al que me someto cada vez que te cedo galante el paso mientras las personas creen que lo que hago es jugar al torero, pero sin toro ni capote.
Seguir tu rastro es tremendamente dificultoso, porque no dejas huellas en los sitios que recorres. No puedo presumir de tu andar refinado, de tu humilde elegancia, ni de ninguno de tus rasgos, porque los ignoro por completo. Jamás pude distinguir si es que me gusta cuando callas, porque no haces otra cosa que estar como ausente. Ni siquiera consigo disfrutar del sexo, porque el ímpetu me ha sorprendido traspasándote sin remedio, sin encontrar jamás el refugio deseado de tu cuerpo.
Sin embargo sabes muy bien que me resulta irresistible ese leve zumbido ululante que atraviesa mis oídos las veces que te presentas. La calidez con que rozas mis mejillas al pasar a mi lado. Y que nunca olvidaré esas noches bien acompañadas de licor a la luz de las velas, aquel verano en el que supiste escuchar comprensiva y silenciosa cada una de mis confesiones.
Por eso es que nunca perdí las esperanzas. Porque sé que algún día comprenderás que aquella herida no fue intencional y podrás perdonarme. Siempre supiste lo mucho que me gusta “Rayuela” y sabrás entonces que yo solo intentaba dibujar tu boca con mi dedo. Y que fue el alcohol y la falta de una nariz o mentón de referencia, lo que me llevó a introducir accidentalmente mi uña en tu ojo y luego hurgar hasta vaciarlo, convirtiendo aquel intento cortaziano, en un torpe acto digno de ceguera borgeana. Es cierto que una vez consumado el daño, invitarte a jugar al cíclope no fue la mejor de las decisiones, pero yo solo buscaba acercarme para poder morder tus labios, compenetrado en el irresistible ritmo de aquel capítulo séptimo de la novela.
Sé que en tu caso hablar de tiempo se torna difuso, pero debes saber que estoy dispuesto a esperar el que sea necesario. Y me ilusiono soñando con que sabrás valorar estas disculpas ofrecidas desde mi cama ortopédica en la cual me recupero de los magullones y quebraduras que sufrí por insistir en perseguirte cuando huías exaltada, cruzando las calles sin cuidado y atravesando resuelta las paredes de las casas.

Hernán Dardes

martes, 9 de agosto de 2011

Frío - Hernán Dardes


Recién había vuelto de la sombra. Las voces y los estruendos de pronto se habían esfumado. Las tres o cuatros certezas que habían permanecido en pie tenían el signo de la claudicación. En el vacío, la humedad había hecho su reinado y la madera olía a indolencia. Los cigarrillos seguían allí, el desorden también. Las lámparas funcionaban pero la luz se me ocurrió ofensiva. Un goteo incesante había dejado un rastro herrumbroso en su pulso con ritmo de cuenta regresiva. Me acerqué al display titilante, y entre todos los sonidos posibles elegí el silencio. Recorrí el espacio lentamente, de repente sentía por ese lugar un particular respeto. La mayoría de las cosas aún me resultaban familiares, la lógica de los objetos iba reordenando los pantallazos de aquellos días. Dos vasos volcados sugerían alguna compañía; o una soledad repetida. Un creciente cosquilleo en mi pie izquierdo me recordó la falta de una zapatilla; me descalcé. Me sobresaltó el crujido de la cama; el instantáneo movimiento ascendente me devolvió fugazmente una agilidad desconocida. Volví a mi ritmo minucioso. Los cajones permanecían previsiblemente vacíos, excepto uno que directamente había desaparecido. El orden paulatinamente se iba recomponiendo. El instinto me llevó a recordar un refugio. Levanté uno de los vasos y lo repasé con la camisa desalineada. Hurgué a tientas en el cajón rebelde. Tomé la botella y la descorché en una ceremonia que recordaba más grata. Me serví. La etiqueta prometía frutas secas y tabaco. Yo solo alcanzaba a sentir frío y angustia.


Sobre el autor: Hernán Dardes

Después del frío - Hernán Dardes


Con la mañana habían vuelto algunas luces. En el lento transitar por ese suelo que pesaba desafiando la gravedad, necesitaba empezar a construir una nueva rutina. Encendí la radio y giré el sintonizador al azar. Un ángel de Harlem me detuvo y me ordenó no dar explicaciones; obedecí. La música me transportó a un lejano paraíso que algunas torpezas y un par de ingratitudes habían borrado de mi memoria. Iba a imbuirme en ese trance pero mis pulmones reclamaban el aire ausente desde que el silencio y la sombra empezaron a sobrevolar los días. Abrir la ventana significó sacrificar la manivela oxidada, que se despedazó en mi mano y le devolvió un color cobrizo que me estremeció. Me volví y los rayos brillantes revelaron la presencia de un polvo estelar que impregnó de una vaga idea de vida a esa habitación desolada. Los sonidos de la calle se entrelazaron con algunos zumbidos que ahora volvían a resonar en mis oídos espantados. La mesa desvencijada, la botella volcada y una frutera vacía me recordaron un dibujo torpe, repetido y destrozado una decena de veces durante noches de viajes a la deriva y el cuerpo anclado en el infierno. Mientras la voz lejana y raída seguía desgarrándose en mis oídos, yo empezaba a vaciar el pequeño bolso atestado de algunos trapos, unos pocos jarros y unas cuantas desgracias. Tenía que saber aprovechar ese momento. La noche había durado más de tres años y ese amanecer podía esfumarse en un puñado de segundos.

Sobre el autor: Hernán Dardes

lunes, 18 de julio de 2011

La muchacha a la que vi tres veces – Hernán Dardes


Estaba sentado a la vera del río cuando sentí sus brazos deslizarse por mi cuello. Tibios, largos, interminables. Me iban rodeando de a poco, envolviéndome como una serpiente piadosa que se demoraba en su último estrujón. Al fin de cuentas una serpiente era mucho más probable que cualquier otro ser entre la vegetación tupida que ocultaba el paso del agua, pero sin embargo yo nunca sentí miedo. Y sí la sentí a ella respirar débilmente en mi cuello cautivo entre sus brazos. Sentí su calidez, y me dejé abrazar lentamente, sin voltearme, conteniendo la respiración y la ansiedad por descubrir su rostro. Me levanté; nos levantamos. Creo que pasamos horas contemplando el río, oyendo el débil sonido del paso del agua. En una tarde que duró muchas tardes, caminamos en silencio, nos besamos sin tocarnos, nos miramos hasta perforarnos los ojos. Creo que hasta volamos, al menos yo tuve la sensación de flotar por sobre el leve oleaje que mojaba la orilla. Ella fue hada y fue sirena. Yo sentí que así debía ser siempre, que mi vida era esa tarde de otoño, que en esa aparición estaba el sentido de todo. Ella me rodeó también con sus ojos, bailó para mí, me cantó al oído las sesenta y nueve canciones de amor de Stephin Merritt. Nos leímos poemas de libros etéreos que se corporizaban en sus manos y se esfumaban cuando su voz recitaba cada último verso. Y leímos mil veces “Rayuela”, en todos lo órdenes posibles y entramos al libro y fuimos la novela. Crucé el río haciendo equilibrio en el vacío, siguiendo el camino de un invisible hilo de acero, y ella me rescató de mis pasos en falso, saltando desde un imposible trapecio, bajo la forma de la Marion de Wenders. Y ese río escondido, fue entonces el Sena y también el Spree, al menos por esa tarde. Cada hoja que las ramas nos ofrendaban caía inundando el aire de canciones, y el espacio albergaba infinidad de melodías. Se despidió como vino. Deshaciéndose detrás de mí, desatando mi cuello de sus brazos interminables, dejando una estela tibia en cada tramo de piel liberado en su adiós. Esa tarde fue la primera vez que la vi.

La segunda ocurrió en circunstancias más cruentas. Porque en esa mañana tormentosa la única duda de mi destino estaba entre las olas rompiendo furiosas contra los murallones de la costanera y las ruedas de los camiones que atravesaban la avenida. Apareció como si me viniera siguiendo desde siempre, como una sombra que en su soberbia osaba ponerse a la par mía. No me atreví a voltearme, pero la repentina seguridad que me invadió no hizo otra cosa que entregar mi mano a la suya, y dejarme guiar como un infante aferrado a una soga deshilachada. No hubo música ni palabras en el segundo encuentro, sino un saludable y placentero silencio que borró la tormenta encerrada en mis entrañas, y que se correspondía en los rayos atronadores que caían en donde el río se mezclaba con la bruma espesa. Vació el aire de mis pulmones y les devolvió el brío con un hálito de brisa marina. Caminamos por el asfalto resbaladizo, haciendo equilibrio entre los vehículos apresurados que nos atravesaban como fantasmas. Nos suicidamos una veintena de veces y resucitamos juntos, más veces de las que morimos. Me quitó la piel, recorrió los ondulados caminos de mis músculos con la yema suave de sus dedos; sanó heridas que yo creía ya sanadas, y me la devolvió suave y rejuvenecida. Me rescató de mil abismos a los que me invitó a saltar, y en los que me acompañó en cada caída. Nos ahogamos en todos los ríos y los mares. Juntos nadamos la muerte y respiramos la vida. Cubrió mi rostro con barro y me moldeó de cientos de formas diferentes, hasta que sus trabajosos dedos consiguieron cincelar una sonrisa. Recortó de mi memoria unos cuantos sinsabores crueles, y abrió desde mis ojos un camino de luz que se fundía en el horizonte con un arco iris de colores desconocidos. Supe que se había ido cuando mi mano se sintió suelta y confiada, y los briosos rayos de un improbable sol en despedida dibujaban una sinuosa línea rojiza sobre las aguas de un río que de a poco, recuperaba su calma.

La última vez que la vi fue hace apenas unos minutos. Mientras yo empezaba a garabatear este relato, se sentó a mi lado y me habló del universo y sus misterios. De hechizos, de cierto milagros e imponderables. De trazados férreos, y sus secretas y privilegiadas excepciones. Creo que también dijo algo sobre la magia. Tomó el cuaderno en el que yo escribía y lo aferró contra su pecho. Hizo a un lado mi lapicera, y con una sonrisa sublime, me aconsejó entonces olvidarme del relato. Me sugirió dejar de lado la idea de dar testimonio de esas tardes a la vera de aquellos ríos opuestos. Si no me equivoco, en sus exhortaciones suplicantes, recurrió a la palabra inconveniencia. Pero mi oficio de escritor mediocre torna imposible el descarte de una historia que mi pobre inventiva jamás conseguiría imaginar. Así que ustedes lectores sabrán comprenderme, pero tuve que matarla.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

miércoles, 22 de junio de 2011

A gusto – Hernán Dardes


Se sabe oír del frío aterrador que congela las paredes de las casas. Del aire saturado que agobia a los desprevenidos pulmones. De inviernos desérticos y veranos agobiantes. De espesas nubes que descienden hasta las más altas ramas de los árboles a robarse los nidos de los pájaros. Suele hablarse por allí de un intenso e incesante crujir de ventanas por las noches. De soledad, desolación, y aburrimiento.
Hay quienes afirman, desde su experto razonamiento, que el lugar es inhabitable. Hablan de aromas pestilentes, del rumor permanente del viento arrasando los resecos terraplenes. De los lacerantes rayos de sol en las tardes de Enero. Hasta de líquidos insalubres que fluyen en recónditos manantiales. Ciertos hombres, adentrados en vacilantes investigaciones, sostienen que es total la ausencia de niños y manifiestan sobre un lejano canto de ronda que parece recordarlos. Y cuentan también sobre perros que aúllan como lobos, y de felinos que lo recorren sosteniéndose solo sobre sus dos patas traseras. De pavorosas aves con picos puntiagudos y miradas inquietantes.http://www.blogger.com/img/blank.gif
No son pocos los que sustentan teorías sobre un pueblo fantasma, y que relatan historias de bandoleros, de duelos y ajustes de cuentas. Se dice además de un anciano desgarbado, que solía recorrer los campos ayudado por un bastón hecho con una rama seca y que una noche desapareció sin dejar rastros. De su compañera fiel, que esperándolo, quedó fundida en una roca donde aún hoy descansa.
Me encanta oír esas historias. Me fascina la pasión con que las cuentan. Me intrigan los rostros aterrados de quienes se atreven a lo más oscuro, a lo más fantástico. Relatos encendidos, a veces hasta arengas amenazantes se suceden sin fin, dejando en cada oído el implacable rastro del espanto. Gozo enormemente oyéndolos, imaginando al osado que se atreva a dar un paso más hacia el enigma. Yo mientras tanto, los espero aquí, sintiéndome tan a gusto.


Hernán Dardes

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

lunes, 6 de junio de 2011

Pasatiempo – Hernán Dardes


Primero fue el color azul. Lo cubrió de ácido hasta deformarlo por completo y quitarle todo su atractivo. Siguió con el naranja y después con el verde. Continuó endemoniado lanzando chorros de ácido a cada uno de los colores. Y siguió con el silencio, al que decidió acribillar a balazos. Asfixió los sonidos e hizo arder las palabras. Avivó una fogata interminable y poseído arrojó las sonrisas y muecas tristes, las miradas tiernas y las odiosas, los recuerdos aciagos y también los felices. Las ilusiones, la fantasía y alguna que otra pesadilla. Descuartizó los días y perforó las noches. Extasiado. Inmerso en un trance secreto y milenario en el que solo importaba matar. Matar el amor. Matar el deseo. Matar el hambre y la sed. Matar las ideas. Matar el sueño. Matar la luz y las sombras. Matar la muerte. Matar. Matar porque sí, nada más. Para matar el tiempo.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

sábado, 7 de mayo de 2011

The cat is under the table – Hernán Dardes


La casa tenía cientos de pasillos y puertas. Una auténtica mansión, absolutamente desproporcionada para las pocas almas que solía cobijar. Y en la sala principal de esa casa de incontables pasillos y centenares de puertas, Mariela observaba frustrada como su alumno se negaba a repetir la frase que ella suavemente le deletreaba: the cat is under the table. Los padres del niño recorrían la casa, se los escuchaba conversar en alguno de los laberintos que las paredes formaban, pero Mariela sabía que cada tanto se asomaban y observaban cómo su oficio de profesora de idioma fracasaba una y otra vez, frente a un infante que no decía en inglés lo que ni siquiera interpretaba en español. Porque aquel niño era víctima de unos padres pretenciosos que se habían propuesto que aprenda la lengua extranjera antes que pudiera balbucear las primeras palabras en el universal idioma de los niños. Y mientras Mariela se frustraba y los padres se desencantaban, el niño ponía atención en el respaldo de uno de los sillones, pensando que podía servirle de apoyo para estirar sus piernas y dejar de arrastrarse de una vez por todas.
Mariela siempre supo que la tarea encargada era imposible. Pero la paga era buena, y si bien se exponía a algunos reproches por parte de los padres que exigían una eficacia absurda, el niño era simpático y hasta creía ver rastros de complicidad en algunos gestos hacia ella. Entonces día tras día concurría a la mansión y con una paciencia admirable se enfrentaba a su alumno, que solo respondía a sus indicaciones con frenéticas palmadas en el suelo. Y así fueron trascurriendo las semanas sin ningún otro avance que la impaciencia en los padres del niño y un creciente sentimiento culposo en la conciencia de Mariela.
Aquella tarde los padres se mostraron terminantes y Mariela supuso que los días rentados estaban llegando a su fin. Por ese motivo se comportó más dulce que de costumbre, algo que el niño pareció percibir desde un comienzo, porque la atención que puso en las palabras de su profesora resultó inusitada. Y fue hacia el final de otra tarde de desencanto, que el niño elevó su mano derecha y observando hacia un lugar difuso, pronunció las primeras palabras de su vida: the cat is over the table. Mariela se estremeció y los padres se emocionaron de tal manera, que ninguno notó el error que significaba la posición del gato en relación a la mesa, con respecto a la frase original. Error que por otra parte no fue el único. Porque además lo que el niño debió pronunciar en su bautismo parlante no fue cat sino tiger. Y mientras los tres mayores asombrados abrazaban al niño, el tigre a sus espaldas celebraba que semejante comunión le ahorrara tener que andar persiguiéndolos uno por uno, recorriendo los interminables pasillos y derribando las cientos de puertas de la casa.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

miércoles, 2 de marzo de 2011

A vos no te gustaba el blues – Hernán Dardes


Lo de la ropa era previsible. Lo curioso era esa forma desordenada y desprolija de hundirla en el bolso. Sin orden ni dobleces, empujando con fuerza para que el espacio se duplique. Pero algunos adornos…, juraba que ibas a destrozarlos cuando tus manos se aferraron a la escoba. Tus manos. Reconocía la tensión salvaje en esos dedos largos y filosos; mi espalda podía dar cuenta de eso. Pero no, esta vez no. Apenas una muestra más de tu manía por barrer esos vidrios, de los que de todas maneras alguien se iba a ocupar en algún momento. La sorpresa mayor era verte poseída por esa turbación agitada y no oírte respirar. ¿En verdad estabas respirando?
Un rato antes, extrañamente te habías arrimado al equipo y elegido la música. El primer acorde coincidió con un gesto extremadamente cruel dibujado en tu boca, mientras la elección y el volumen me tomaban por sorpresa. Elegí quedarme con esa como última imagen tuya. O fuiste vos la que tomó esa decisión? Recordaba al detalle la disputa de esa tarde; me recuerdo ciego e inflexible hasta lo irrazonable. Ya no importaba discernir nada, discutía por un orgullo del que yo mismo empezaba a descreer. Tal vez a vos te pasaba lo mismo, pero a esa altura había dejado de importarme. Tanto como ese final que alguna vez había imaginado en el sentido inverso.
Sabías que seguía allí; hiciste bien en ignorarme. Más de una vez me figuré el día de tu partida, pero nunca la sospeché tan minuciosa. Pude señalarte tres o cuatro cosas que estabas olvidando, pero me di cuenta que solo bastaba pensarlas para que automáticamente vos las recogieras. Un cepillo de dientes, el reloj, esos zapatos, el colgante con tu nombre grabado. Tus tropiezos me demostraban que ya no pertenecías al lugar. No reconocías puertas, alfombras, muebles. Todo se interponía entre tu bolso y la puerta.
Desde mi rigidez esperaba que dieras un paso en falso. Pero en esa despedida final me revelaste una astucia desconocida. Cuando cerraste el bolso, la veloz mirada que recorrió la habitación tuvo la precisión de un lince. Los últimos cajones vacíos se cerraron a las patadas. Estuviste a punto de tomar de la botella el último trago de whisky y te reprendiste la debilidad con una palmada en la frente. Percibí tus pasos apurados acercándose hacia lo que yo era todavía. Pude sentir el desprecio al agacharte y la aspereza de la empuñadura del revolver que acomodabas en mi mano aún tibia. Sentí el hielo de una mirada que había decidido no volverse. Alcancé a ver tus pies desnudos pasando sobre mi rostro impávido y la forma meticulosa con que repasabas el picaporte antes de esfumarte para siempre. Los hermanos Vaughan sonaban a todo volumen, y a vos no te gustaba el blues.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/

miércoles, 2 de febrero de 2011

Una remera manchada con sangre – Hernán Dardes


El gato no era grande. Había dejado de ser cachorro, pero todavía conservaba un aire juguetón y se paseaba por los brazos y hombros de ella con enorme docilidad. Subía por la izquierda, ella lo ayudaba a veces, llegaba hasta el hombro, pasaba por detrás de la cabeza y descendía por el otro brazo con elegancia. Ella lo acariciaba, el gato a veces se demoraba dando un par de vueltas sobre si mismo y empezaba a trepar haciendo el recorrido inverso. Ella era hermosa. La había visto pasar frente a mí unos minutos antes y desde que se sentó en el banco frente a donde yo leía, no había dejado de mirarla por encima del libro. Parecía feliz con su gato, que obediente se mantenía encima de ella ignorando los ruidos y el movimiento a su alrededor. Repetidamente trepaba por su brazo, ella lo tomaba del lomo, lo acomodaba sobre su falda, y él volvía a trepar.
No sé si ella me había visto, si sabía de mis ojos desviados de las páginas de un relato tan aburrido como la tarde, pero por un momento sospeché que el flequillo rubio cayendo sobre sus párpados eran para sus ojos lo que el libro para los míos. Me entusiasmé por un momento, pero después de un rato decidí, como tantas otras veces, dejar de pensar en quien tenía enfrente, y me refugié cobarde en la lectura. Aún así, con menos frecuencia, mantuve el interés por ella, y más que nada por la sorprendente docilidad de aquel animal que seguía recorriéndola sin descanso.
Pero fue en un momento en que las miradas ya tenían más de curiosidad mecánica que otra cosa, cuando encontré en sus ojos una respuesta. Un gesto extraño mezcla de súplica y ternura, y cuyo significado no comprendí hasta un buen rato más tarde. Justamente cuando volví a prestar atención al recorrido del gato, pude ver que ya no transitaba mansamente por los brazos, sino que se aferraba a ellos con las uñas filosas en punta, mientras la piel dorada era teñida por finos ríos de sangre que recorrían los brazos y el cuello de ella. Comprendí que esos ojos no me miraban a mí, miraban al prójimo. En silencio parecía reclamar una ayuda que juzgué innecesaria, ya que entendí que se trataba de librarse del gato en un movimiento brusco y ya. Pero ella no parecía dispuesta a hacerlo y seguía como hipnotizada, sometiéndose a las garras del felino sin expresar una sola queja. En un momento escuché un maullido agudo. Cuando miré, el gato trepaba veloz un árbol y se perdía entre las ramas. Ella, hermosa, caminaba lentamente hacia donde yo leía. Pude ver que el gato había lastimado bastante más que sus brazos y simulé distracción, amparándome una vez más en el libro. Caminaba firme directo hacia mí, y yo esperaba que la escena derive en un reclamo absurdo e incoherente. Sin embargo ella se desvió del rumbo; apenas pasó a mi lado, y al pasar se limpió los brazos ensangrentados en mi remera blanca; después siguió su camino. No me atreví a decir nada, ni a volver la mirada para seguirla. La tarde no duró mucho más. La mancha de sangre en la remera no pudieron removerla ni siquiera en el lavadero, que hoy cuelga como trapo sucio junto a algunas herramientas oxidadas.
Hasta aquí la historia no es más que una anécdota sobre una tarde aburrida y mi eterna timidez con las mujeres. Pero ocurre que desde hace unos días el gato amanece a los pies de mi cama con pedazos de ella colgando de sus colmillos.

Tomado de: http://hernandardes.blogspot.com/