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miércoles, 1 de agosto de 2012

El sueño del Minotauro – Stefano Valente


Había comida en periodos regulares, pero duraba un instante y gritaba de terror. Para el Minotauro, en su cárcel-caracol, el resto del tiempo eran días infinitos, noches interminables. Se aturdía con los sueños. En los sueños del Minotauro los muros caían, los hilos se rompían —ninguna reina se transformaba en vaca. Una vez el Minotauro soñó con un mundo sin monstruos: miraba hacia abajo y los brazos y las piernas ya no tenían dedos. Patas poderosas y cascos. Cascos para martillar el mundo. Hizo su entrada orgulloso, pavoneándose. A su alrededor mil cabezas y mil voces gritaban injurias, aclamaciones aplaudían, bendecían a los dioses y los blasfemaban. No las escuchaba. Saboreó el sol caliente sobre la piel, los reflejos de los rayos en el espejo desmenuzado del polvo. Galopó con frenesí hasta el centro exacto del anfiteatro. Se detuvo allí, respiró las constelaciones que confluían por encima de sus cuernos, dio las gracias al Cielo. No más rencores, no más memoria. El corazón le estallaba de felicidad. Era tan bueno. Luego, de improviso, vio un movimiento con el rabillo del ojo. Y un resplandor metálico. Y sintió un fuego que le marcaba el dorso. Y olisqueó el olor agrio, repulsivo, de su misma sangre. De repente, como en un segundo laberinto, se descubrió exhausto, con el cuerpo hinchado y envenenado de injusticia. Luego refulgió un Teseo rojizo —a quien él sabía igual que a todos los otros, letal y engañador como los demás. Y entonces —precisamente entonces— el sueño del Minotauro se acabó.
 El autor: Stefano Valente

 Revisión lingüística a cargo de Alejandro Ramírez Giraldo (Colombia).

sábado, 3 de diciembre de 2011

Un instante entre dos guerras — Stefano Valente


Podría ser Vietnam. O Angola. Eso no importa. No hay espacio ni tiempo para el recuerdo o la consciencia. La vaguedad, la imprecisión, habita en estos hombres y los mueve, los cabalga como poseídos bajo el peso de las armas y la extenuación. Es la incerteza de los eventos y decisiones —o elecciones no hechas— que los ha llevado hasta este punto, tanto que nada parece ya pertenecerle a ninguno de ellos, ni siquiera un pedazo de piel cubierta de fango, ni siquiera un pedazo de recuerdo. Nombres, rostros y momentos —madres, novias, hijos, amantes; la primera saliva de una mujer, su sudor; la máscara de sangre de un rostro desconocido, extranjero y enemigo; el heno empapado a los siete años; el rosario (incrustado) entre las manos amortajadas del padre, en el ataúd; la imagen de un regreso a casa, o un abrazo—: todo se mezcla y se confunde, cada cosa abandonada a sí misma, en una duermevela con la mirada fija hacia adelante que repite maquinalmente pasos lentos y pesados. Se arrastra, la vaguedad, en esta procesión de larvas, columna de fantasmas de colores de la sombra que otra sombra, indistinta, perseguía.

Mientras avanzaban en la lóbrega jungla tropical, un sonido lejano retumbó en el horizonte en llamas.
Parecía la detonación de una mina o una bomba de napalm: rumores diversos entre sí, devastaciones incomparables —pensándolo bien, con cabeza de guerrero— en naturaleza y proporción. Pero las impresiones que podían extraer después de eternos meses de conflicto dejaban mucho qué desear...
De repente, así como comenzó, el sonido se esfumó de sus oídos y emergió una paz general. La selva, húmeda y goteante, continuó su lenta vida en un silencio de millares de voces como si fuera de día o de noche.
No fue una orden, ni un gesto del comandante. Alguien del grupo se agachó al suelo, apoyado en una corteza pelada, rezumante. Los otros, sin hablar, antes o después, siguieron el ejemplo del soldado. Después, sin percibirlo, entrecerraron los ojos como una mariposa agarrada al sueño.
En aquellos momentos los hombres apreciaron (como jamás lo habían hecho) la dulzura del aire matutino y creyeron soñar —o lo soñaron de verdad— el canto multicolor y cristalino de un centenar de papagayos ebrios de felicidad.
El sol ya había salido, ahorrándole al género humano el miedo a la sombra...

Traducción del italiano: Alejandro Ramírez Giraldo

jueves, 24 de marzo de 2011

La próxima luz - Stefano Valente


El sacerdote se miró la cabeza reflejada en el espejo opaco y agrietado. Torció la boca con un “mmmm…” de desaprobación. El viejo reloj de pared parecía espiarlo desde la humedad filtrada de los muros, silencioso, el segundero roto que hería imperceptiblemente un vacío siempre igual.
La mano rugosa se deslizó viril sobre la cúspide de la cabeza, encontrándose con una corta, hirsuta vellosidad. Después abrió un cajón detrás de otro, hurgando en las diferentes ausencias de cada uno, hasta que sacó una pequeña lata de metal. Rápidamente, con los ojos puestos en el reloj, el padre vació el contenido invisible de la lata sobre el cráneo y esparció las bacterias sobre la cabeza, con meticulosidad, pasando los dedos sobre la sien hasta la oreja y la nuca.
Los pequeños organismos mutantes habían hecho su trabajo y ya estaban muertos cuando el sacerdote, la estola sobre la espalda, pasó a la capilla adyacente, calvo y brillante como alabastro. Los únicos tres videos encendidos brillaban intensamente entre los otros, tres parpadeos, tres ojos abiertos de par en par en medio de una platea de ciegos. Podía parecer normal para una función matinal en plena semana. Las tres mujeres estaban en ese momento de pie y, con el típico video mal sincronizado, miraban delante de ellas, aunque las pantallas estuvieran en posición periférica y no en dirección al altar.
“El Señor esté con vosotros…”
“… y con tu espíritu”, respondieron al unísono las voces, zumbando. Las imágenes vacilaban ligeramente con el timbre más bajo.
El cura continuó la celebración como lo hacía siempre: las mismas pausas, las mismas palabras, las mismas entonaciones. Sólo en una lectura, durante la homilía, alteró un poco el volumen de su voz: una sutil, casi imperceptible alteración, que sin embargo le agradaba muchísimo.
Una vez terminada la misa se palpó complacido la cabeza con la palma de la mano, mientras un rayo de sol penetraba violentamente por la tronera en forma de ventana. Casi una mirada. La mirada del Señor. Sonrió satisfecho, sintiéndose en ese momento más cerca que nunca de Dios.
Luego giró hacia el altar y tomo el control remoto. Lentamente, una pantalla a la vez, pausó y rebobinó las tres cintas. Una de ellas amenazó con atascarse y romperse como, de misa en misa, lo habían hecho las otras, los ojos apagados de la asamblea; después se desbloqueó, con un crujido metálico, mientras la mujer con el rosario en la mano se levantaba y se sentaba neuróticamente.

El sol se desvaneció de repente y la oscuridad cayó súbitamente en el pequeño y húmedo lugar consagrado. El sacerdote se puso la máscara, corrió hacia la puerta y la abrió: a través del hollín perenne de los pozos que quemaban logró ver la silueta del avión que se alejaba rápidamente, rompiendo el horizonte con un estruendo, y dejaba atrás el tenue relámpago de la ojiva apenas descolgada.
Con tristeza, con decepción, se dio cuenta cuál era la fuente del resplandor, de aquel “rayo de sol”, que unos minutos antes había sido el pequeño asentamiento que lo abastecía de provisión y cultivos bacteriales de múltiples usos. Allá abajo vivió alguna vez un hombrecito que sabía de videos y de cintas.
Volvió a entrar. Se quitó la máscara, intentando no poner los ojos en la parte posterior de la pantalla: desde atrás era todavía más triste. El brillo pálido de la ciudad que quemaba a lo lejos hacía vibrar por un momento las sombras irregulares de las paredes agrietadas. Luego, nada más.
El sacerdote se arrodilló ante el altar y dio las gracias al Señor por su iglesia, por los fieles que aún le concedía. Entonces escuchó claramente, en el centro del pecho, el calor de la próxima luz, del último rayo de sol, cuando finalmente se habría perdido en la encandiladora mirada de Dios.

Traducido por Alejandro Ramírez Giraldo (Colombia)

martes, 16 de noviembre de 2010

Coincidencias invisibles - Stefano Valente


Se sentaron en la mesita. Una maravillosa tarde de agosto, no demasiado cálida. Las letras latinas sobre la fachada del Panteón no significaban nada para ninguno de ellos –pensó Luigia. Ninguno de ellos, de los cuatro, recordaba algo en aquel momento, aunque fuera una breve noción tomada de los tantos años pasados sobre los libros escolares, sobre las traducciones que robaban el tiempo dedicado a los amigos, a los afectos. Que les robaba el tiempo.
El misterio de la consecutio temporum —sobre eso meditaba Ettore en ese preciso instante—; coincidencia que también los pensamientos incurren en juegos de ese género, sólo que no se sabe ni cómo ni cuándo suceden estas coincidencias, estas identidades fortuitas entre mente y mente, porque las cabezas de las personas están cerradas, herméticas.
Aquello que se dice —con palabras— es apenas el soplo del viento que infla la vela. Y esto es lo que veía Américo, desde sus anteojos oscuros, mientras enfocaba su mirada en una carabela distante, lejos de toda la tierra imaginable, de todas las islas que se pudieran nombrar en una tarde de verano. El océano, todo aquello que está bajo el casco de la palabra. Esto es importante, se dijo Américo. Las sílabas son un fragmento de la viga, desechos del puente después de un naufragio silencioso. (Probablemente no lo pensó en estos términos, no pronunció exactamente estas frases en su fuero interno. Américo era una persona racional, poco inclinada a las visiones y a las imágenes. Era un tipo pedestre, de aquellos que recuerdan la cara de cada moneda que tienen en el bolsillo. Nada qué ver, a pesar del nombre, con las carabelas y los océanos.)
Eran cuatro personas, se dijo. Lo recuerdo muy bien porque yo era la cuarta, el personaje que todavía no ha hablado —pensado, más bien. Recuerdo perfectamente todo, de cómo percibí la razón de todo aquello que estaba sucediendo, de por qué fuimos ignorados y de repente nos volvimos transparentes.
O sea que no fue algo repentino; me explico mejor: tal vez nos habíamos vuelto invisibles varios minutos antes, ya desde el mismo momento en que habíamos pisado la plaza della Rotonda. Probablemente todo se inició cuando cada uno de nosotros, a su vez o en conjunto —no puedo saberlo—, leyó la inscripción latina. M•AGRIPPA•L•F•COS•TERTIUM•FECIT.
Pero no creo, son sólo deducciones. Es como engañarse con los encantamientos que esperan, emboscados, dentro de las plazas, los callejones y las calles, lugares en los cuales pasamos cien veces y después una vez más —sólo esa vez— los encantamientos nos saltan a la espalda, nos lanzan trampas, porque de ese modo es como funciona, son éstas las reglas incomprensibles.
No, no pasó así. Lo que creo es que los mozos del bar, los transeúntes, los mismos pichones, no nos vieron más; que desaparecimos, sentados en aquella mesa, por otros motivos. Fueron las coincidencias de los pensamientos, en resumen. Creo haber descubierto en este momento otra regla, aunque ignoro si puede servir —o a alguien le interese— un descubrimiento semejante.
Ettore me pregunta qué estaba pensando. En el instante de la coincidencia, si ya había transcurrido ese instante en el cual todas nuestras mentes estaban evocando la misma idéntica cosa —o sea la posibilidad de que las ideas de las personas se entrelazaran entre sí, más allá de las palabras, en el mismo momento. Dije en voz baja:
“No nos ven. Ahora no nos pueden ver.”
Luigia asintió en silencio. Quizá esto fue una nueva “coincidencia” —mis ideas y las suyas—; quizás no, no lo había comprendido.
Ettore me cogió de la mano para hacerme levantar. “Vamos”, dijo. “Aquí moriremos de sed.”

Cuatro seres invisibles, transparentes, dejaron una mesa desierta en un bar repleto de turistas. Se levantaron y, así como llegaron, se marcharon en medio de la indiferencia general de esos rostros y de los pensamientos detrás de esos rostros.
Sentí que éramos cuatro crisálidas traslúcidas, una amalgama de imágenes y palabras no dichas que se alojaban en los callejones, que se perdían en el reino crepuscular de las sombras y las luces.

Traducido por Alejandro Ramírez Giraldo


http://grupoheliconia.blogspot.com/2011/01/stefano-valente.html

jueves, 11 de marzo de 2010

El despertar de los caimanes - Stefano Valente


Los caimanes conversan a flor de agua pero no los oigo. El teléfono sigue resonando con su trinar ensordecedor, como para romper los tímpanos de los cocodrilos. Rezan a la diosa del río para que alguien levante el teléfono y conteste lo más pronto posible ya que ellos no pueden hacerlo.

Una historia romántica cuentan las crisálidas abandonadas encima de ciertas flores sensitivas. Mientras tanto, no deja de aturdirnos el teléfono enloquecido, dentro y fuera de la mente. Un caracol furioso vomita obscenidades, justo antes de ser aplastado por un improviso torbellino de aire. Desde lejos me saluda el agua, porque la conozco, como un remolino hablador. Llamadas, evocaciones, indicios; los caimanes a flor de agua ya no conversan: sé que están escuchando este antiguo diálogo.

Se despierta, finalmente, la diosa del río para contestar el teléfono y ¿será posible que lo haga con pasos de samba? En este lugar también hay alguien que se divierte llamando sin contestar.



Título original: "La mattina dei caimani"
Traducción del italiano: Adriana Alarco de Zadra



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lunes, 15 de diciembre de 2008

El mes en que se rompió el PC de Sergio Gaut vel Hartman – Stefano Valente


Diciembre 2008 será siempre recordado como "el mes en que se rompió el PC de Sergio Gaut vel Hartman". 
Entre los escritores, los amigos y los refugiados políticos no tardó en cundir el pánico, como se pueden fácilmente imaginar. Orgulloso como todos los argentinos, Gaut vel Hartman negó categóricamente todo ofrecimiento de ayuda (¡y se dice que llegaron de todo el mundo!). Para resolver el problema preguntó en este orden: a la gloriosa empresa Zbigniew Computación (cerca de la Casa Rosada); al equipo técnico de emergencia “Los Once del Once”; al “doctor Gueits” (un experto local, muy poco confiable y vecino de su casa) y a “Reparaciones Mano de Dios del Río de la Plata”. Innecesariamente. Y con no poco gasto de dinero. 

Por último, en una noche de bochorno y mosquitos, a punto de finalizar el año, Sergio capituló. 
Dos breves golpes, una pausa, otros dos golpes. Toc-toc. Toc-toc. La señal convenida. 
La puerta chirrió sobre sus goznes con un gemido de abuela muerta. 
Sergio se estremeció al ver la montaña de carne. La montaña de carne observó a su vez a Sergio y con inconfundible acento mexicano dijo: 
—Hola, soy Tupac China Saigon. Me manda Ricardo Bernal, del de efe.
Sergio todavía recuerda esa noche como una pesadilla interminable. 
El enjambre de mosquitos alrededor de Tupac China Saigon era como una manada de nubes que anuncian la tormenta. Tupac China Saigon pedía cerveza, otra cerveza y otra. —Ya que sin cerveza no entiendo un carajo de estos equipos del carajo. —La habitación estaba inundada por la luz azulada de la pantalla de PC y el olor a sudor. 
—¿Cómo va? —preguntó en cierto punto, tímidamente, Sergio Gaut vel Hartman. Tupac China Saigon, completamente borracho, profirió un gruñido de jabalí, sin hablar, mientras que en el monitor, por un momento, aparecieron dos rostros idénticos a los de Kafka y Borges, aunque Sergio creyó que se trataba de una alucinación. 
A continuación, el destornillador cayó de las manos de Tupac China Saigón, y la montaña de carne le asestó un tremendo mamporro al teclado de la PC. —¡Pinches mosquitos! —rugió encolerizado. 
Así, con esa violenta bofetada, o quizás no (no es importante), el equipo de Sergio Gaut vel Hartman fue reparado. 
Tupac China Saigon no quiso dinero (de eso se encarga Ricardo, dijo), sólo otro par de latas de cerveza. Estaba haciendo chirriar de nuevo la puerta y se precipitaba en la madrugada porteña cuando Sergio Gaut vel Hartman osó preguntar: 
—¿Qué era? ¿Un virus, eh?
Tupac China Saigon giró sobre sí mismo, lo contempló con sus dos ojitos inyectados en sangre, amarillos de cerveza, y refunfuñó: 
—¿Virus? No, no hay ningún virus. Nunca he visto una cosa así, carajo. No sé cómo explicarlo, mi amigo, o qué significa, pero en el Distrito Federal tenían razón. Me dijeron: "En el PC del tipo de Buenos Aires, debe haber algo..." 
—¿Algo...? —le hizo eco Sergio Gaut vel Hartman. 
—Algo químicamente impuro —dijo la montaña de carne, Tupac China Saigon. Y eructó.

Título original: Il mese in cui si ruppe il pc di Sergio Gaut vel Hartman