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domingo, 25 de mayo de 2014

Ante el muerto aún caliente - Fernando Andrés Puga


—¿Vos decís que le gustó morirse? ¿Te parece?— le pregunté a Juana, sorprendido por esa afirmación tan contundente. Ella, no dejaba de lustrar el cajón ni un momento, como si quisiera devolverle la vida con la franela—. Es cierto que no la estaba pasando nada bien, que cada día estaba más estropeado, pero de ahí a afirmar que a alguien le pueda gustar morirse… No sé, che. Me parece demasiado.
—¡Pero sí! ¡Mírelo cómo sonríe! Si parece que nos estuviera invitando a ir con él. Se ve que no la está pasando nada mal, esté donde esté—. Quizás eso era lo que pretendía la vieja mucama con el constante franeleo, acompañarlo en el último viaje.
—¡Callate la boca!, pobre viejo. ¿Y Ricardito cómo está? Destrozado, supongo. ¿No lo viste todavía?— si alguien podía saber algo del único heredero, esa era la Juana. Quedó tan resentida cuando el hijo del patrón dejó plantada frente al altar a la Matilde, la niña de sus ojos, que desde entonces su única razón de vivir ha sido no perderle pisada, aguardando el momento de caerle encima.
—¿Ricardito? ¡Que va a estar destrozado! Ese está más feliz que no sé qué. Pasó por acá a primera hora, cargado de paquetes. Trajo regalos increíbles para todos, como si fuera Papá Noel. Ese sí que se sacó la grande. Y con lo fanfarrón que es, se va a volver insoportable— se descargó la muy turra, con mi querido ahijado.
—¡Pero si el muchacho es más bueno que el pan!— salí en su defensa.
—Era, querrá decir. Apenas se enteró de la muerte de Don Alfredo se le cayeron todas las caretas. Si hasta nos mostró su tatuaje. ¿Le parece a usted?— dijo con picardía malsana.
—¿Tatuaje? ¿De qué me estás hablando?— yo no podía creer lo que estaba escuchando. ¿El muy pelotudo se habría animado?
—Del tatuaje que se hizo en el culo. Se bajó los pantalones en medio del velorio y todos los presentes pudimos ver lo que se hizo en las nalgas. Fue realmente muy desagradable.
—Y dale. Contá. ¿Cómo era el tatuaje?— pregunté, haciéndome el que no sabe nada del asunto.
—¡Ah, no! Eso no se lo puedo decir, aunque usted lo debe saber ¿no? No se haga el mosquita muerta. Nos prohibió que habláramos de esto con usted. Para eso eran los regalos, vio. Para pagar nuestro silencio— sonrió con sorna, disfrutando sin duda de mi perplejidad—. Así que vaya y pregúntele usted. A lo mejor eso es lo que quiere. Mostrárselo a solas…— y siguió con el trapito. El brillo en sus ojos dejaba ver cómo gozaba de haber descubierto nuestro secreto, aunque conociéndola desde hace tanto tiempo intuyo que no habrá sido ninguna sorpresa para ella… ¡Vieja bruja!

Sobre el autor: Fernando Andrés Puga

miércoles, 16 de abril de 2014

Estereotipos - Fernando Andrés Puga



—¿Te acordás de Alfredo, el calentón?— preguntó mi entrañable amigo Carlos, el bromista, a poco de iniciar nuestra conversación telefónica después de tantos años.
—¡Claro que sí! ¿Te acordás cuando le sacabas la mochila y le revolvíamos todo? ¡Cómo se ponía el hijo de puta! ¿No me digas que lo volviste a ver?
—Sí y por eso te estoy llamando. ¿Estás sentado?
—Sí, ¿por qué?
—Porque resulta que el calentón se enfrió y estoy buscando a la barra de entonces para acompañar a la viuda que no es otra que Alicita, aquella chica tan fresca que se paseaba oronda por la plaza los domingos por la tarde y nos tenía a todos embobados. Tenemos que ayudarla, pobre mina, quedó sola y con tres pibes.
—¿Alicita? ¡No me digas! Así que se la ganó el calentón.
—Y claro. Fue el único que pudo soportar tanta frescura. Pero ya ves, terminó ganando ella la guerra térmica y ahora la guacha es de una tibieza irresistible. Así que te imaginarás que no la puedo dejar escapar. Tengo que ganarle de mano a Tito, el picaflor, que sigue tan mujeriego como siempre. ¿Me vas a dar una mano, no?
—Sí, cómo no, contá conmigo. Voy para tu casa.
Y colgué el teléfono con la imagen de Alicita en mi cabeza. Yo, el timorato, seguramente me quedaría otra vez sin el pan y sin la torta, frío y seco como un palo de escoba.

Sobre el autor:  Fernando Andrés Puga

martes, 25 de febrero de 2014

Sol ciego - Fernando Puga


—Hasta luego Don Hugo.
Carmen se retiró a su habitación —oí el click del picaporte. Me deja a esta hora y yo disfruto a solas; eleva mi autoestima. Lo sabe, como también sabe que apenas será un rato; tomará u ...na ducha reparadora, unos pocos minutos frente al espejo y volverá a mi lado, protectora.
Carmen —hormiguita laboriosa que reaparecerá apenas apoye mi cabeza en la almohada. Me acompaña desde el accidente; no conozco su cara —ni su cuerpo, pero la imagino a partir del dibujo que construyen las yemas de mis dedos cuando palpan sus relieves llenos de historia.
No es tan ancho el mundo cuando estoy en casa. Sin bastón, deambulo entre muebles que conocen mi recorrido y me eluden, se abren a mi paso como palomas de plaza cuando el niño corre por la senda que lo lleva hasta los juegos. No tantean el aire mis brazos extendidos, no titubean mis pies, siempre al borde del precipicio, de la caída, del golpe, del ridículo. No. Cuando estoy en casa mantengo el equilibrio sin tener que pensar en ello; un funámbulo libre a punto de volar. Nada me apura y ése es el disfrute; cada pequeño acto, un rito íntimo, un último presente. Paso a paso me aligero hasta encontrar el sueño.
Arranco entonces con mi rutina liberadora que cada noche me conduce hacia la puerta que da al otro lado.

Ahora busco la pava, la que silba, y le pongo un poco de agua. Cuando silba significa que hirvió, pero no tiene que llegar a ese punto.
Ahora apoyo la pava sobre la hornalla. La enciendo con el magiclick que descansa en el rincón superior izquierdo de la mesada. Cuido de dejarlo en el mismo lugar.
Mientras se calienta el agua abro la puerta chiquita de la alacena, la de arriba. Busco la caja de té de hierbas —suave aroma a manzanilla, saco un sobre y lo meto en la taza alta y con rugosidades que permiten reconocerla aun a oscuras; la que guardo en un rincón del estante de los vasos junto al pote con miel.
Ahora pondré una cucharada de miel dentro de la taza. ¡Ah! Me olvidé de buscar la cucharita. Vuelvo sobre mis pasos hasta el cajón de los cubiertos y agarro una, no las más chiquitas, no sirven, se chorrea todo por los costados; una de las medianitas con mango de madera, son mejores. Lleno la cucharita con la miel y la meto en la taza.
Ahora vuelvo a la pava. La toco levemente con mi mano. El agua ya está bastante caliente. A pesar de mi demora buscando la cucharita el agua no llegó a hervir; no hubo silbido. Con la agarradera multicolor —¿desteñida?, que me regaló hace añares mi hermana mayor, hecha con sus manos y que cuelga de la llave de gas que está sobre la cocina, retiro la pava de la hornalla.
Ahora vuelco el agua caliente encima del sobrecito de té que espera dentro de la taza. Mientras se diluye la miel que lo cubre, mi dedo se apoya en el borde hasta sentir el calor del agua. ¡Listo! A esperar.
El té estará a punto dentro de tres minutos; se tiene que asentar, como todo lo que en el mundo vale la pena. Mientras espero busco a tientas la panera que está sobre la heladera; la de mimbre —la única de la casa. Dentro de la panera hay una caja de alfajorcitos cordobeses que trajo mi otra hermana —la que aún me visita, el día de mi cumpleaños.
Carmen me indicó que allí los dejaría y no me engaña. Estos alfajores no le gustan a nadie —a mí sí. Son de fruta, no muy grandes; muy adecuados para acompañar la tibia infusión. El dulzor fresco del alfajor y el aroma sin tiempo del té anticipan la suavidad de las sábanas que terminará por vencer la resistencia de mis voces interiores que no saben de aromas ni texturas –sólo reproches.
Saco un alfajor de la caja y con él en una mano y la taza en la otra voy a la cama; un camino que conozco. Con un movimiento mecánico enciendo la radio que está sobre la mesa de luz; algo habrá para escuchar que le avise a mis ojos que es hora de cerrarse, un arrullo que lubrique los engranajes del alma.

No siempre noto cuándo es de noche. Sobre todo en estos días de otoño en que todo es de un indefinido color pastel, sin notas estridentes. La misma tonalidad que se atisba desde el lado interior de mis párpados y que se aclara a medida que avanzo entre las sinfónicas notas de Brahms que revolotean desde la FM Clásica —se van espaciando los árboles del tupido bosque al que ingreso, hasta vaciar de obstáculos el horizonte.
En lo insondable del sueño, inmerso en un agudo cielo despejado, amanezco sobre el mar que brilla y abierto como explorador ante el sarcófago secreto del primer faraón, enceguezco a los hombres y mujeres que alborean en la playa — cuerpos que se entrelazan en la arena.

—Hasta mañana Don Hugo.
Carmen retira la taza vacía y da por terminado otro día de trabajo. Descubrirá en el silencio negro mi sonrisa repleta de colores, se acercará hasta rozarme con sus labios y mantendrá por un rato en su boca el sabor de la eufórica lágrima.
Sal que rebalsa.

Sobre el autor: Fernando Puga

lunes, 23 de diciembre de 2013

Contentarse con lo que hay - Fernando Puga



Ella es de los nuevos. El pequeño cambio en el metabolismo del homo sapiens producido por la introducción de fósforo en la composición básica del organismo humano trajo como consecuencia complejas modificaciones químicas que terminaron por establecer una nueva especie. Esos cambios despertaron las iras de los viejos hombres que vieron amenazada su propia existencia, pues los niños nacidos de la cruza entre ambas especies presentan invariablemente las características de la nueva especie. Los antiguos no cejan en su empeño por encontrar el modo de reproducirse sin entrar en contacto con los nuevos, pero con el paso de los años esto se torna cada vez más difícil. Aunque aún son pocos, parece irreversible el paulatino cambio de especie, producto de esa dominancia.
Ella es de la nueva especie. Despide ese olor a coliflor hirviendo que aleja a todos los antiguos de su entorno. A su manera es hermosa, a pesar de su verde piel poblada de granos fermentados y la escasez de pelo sobre su gran cabeza alargada. Esconde en sus ojos amarillos un destello que hace olvidar esos detalles sin importancia.
Ella está sola. Entra en el supermercado toda cubierta de trapos y apenas se dejan ver esos ojos. Luego de recorrer los pasillos y llenar su bolsa de comestibles, se dirige a la caja.

Trabajo en el supermercado para pagarme los estudios. La química orgánica está de moda y a eso quiero dedicarme. Como todos los antiguos, ansío encontrar el modo de acabar con esa aberrante mutación que nos extingue poco a poco.
Buenos días saludo y bajo la radio. Los nuevos no toleran la música, y cuanto más dulce y melodiosa peor. Les produce una reacción fulminante y los granos de la piel crecen hasta alcanzar proporciones desmedidas. Entre el líquido viscoso que brota de las pústulas y el aumento del olor a cucurbitácea se torna imposible permanecer junto a ellos. Yo estaba deleitándome con la gracia de Cesárea Evora y no dudé un instante. Si no quería ser espectador de una desagradable metamorfosis debía sacrificar a la amable cantante de Cabo Verde y mostrarle mi mejor sonrisa a la clienta.
A mi saludo inicial siguió un pequeño diálogo convencional en el que ambos simulamos estar muy cómodos y ocultamos nuestras recíprocas aprensiones. Sacó de a una las cosas que tenía en el changuito, las depositó sobre la cinta y de a una fueron pasando por el lector láser para terminar embaladas al otro extremo de la cinta. Durante el tiempo que duró este trámite, no pudimos despegar los ojos el uno del otro.
No se conocen antecedentes de amor verdadero entre un individuo de la vieja estirpe humana y otro de la nueva. La cruza entre ambos sólo se produce por escasez de mujeres de la vieja raza. Aunque se trata de evitarlas, muchas veces no hay alternativa.

Sobre el autor: Fernando Puga

martes, 3 de diciembre de 2013

La intuición de Luisa Wilkinson - Fernando Andrés Puga


—Ante todo me declaro inocente.
A continuación, la señora Luisa Wilkinson se acomodó el amplio escote, sacó un espejito de su pequeña cartera, retocó su maquillaje con delicadeza, y entonces sí, se dejó llevar por el dúo de agentes policiales como si fuera a subir al escenario a estrenar el papel de su vida.
El trío salió del museo al mismo tiempo que Jean-Pierre Brulet intentaba escabullirse entre la multitud que se había agolpado al pie de la escalinata principal. El afamado pintor surrealista no pudo evitar el choque frontal con la estrella de cine, la que por otra parte lucía más obesa que la última vez que departió con ella, la velada en que estuvieron a punto de besarse en el balcón de la mansión que Luisa tiene en la campiña, a orillas del Paraná.
— ¡Él es el culpable! — gritó la gorda diva.
Los agentes, sobresaltados, salieron disparados cual resortes tras el pintor, al tiempo que ella volvió sobre sus pasos, hacia el interior del museo.
¿Por qué fue arrojado al vacío el pobre anciano solitario? Esa era la pregunta que daba vueltas en la cabeza de Luisa, y se disponía a averiguar la respuesta.
Quien lo haya hecho desde luego me ha hecho un gran favor, pensó. Ella es la viuda, y por lo tanto, la única beneficiaria de la suculenta póliza del seguro de vida del emperador del aceite, don Arturo Sanguinetti.
¡Tantas veces había planeado deshacerse de él! En dos oportunidades estuvo a punto de conseguirlo: Mientras recorrían el Museo de Bellas Artes y de repente se hallaron solos en el ascensor de servicio, y a punto de apuñalarlo por la espalda se abrió la puerta para dar paso a Jean-Pierre, ese pintorzuelo engreído, que pareció notar lo que iba a suceder, pero con disimulo y elegancia logró dejar clavada una duda en la actriz.
O cuando quiso golpearlo con esa herramienta desconocida para ella, pero pesada como una maza, y el grito repentino de la niña Marisa, su ahijada, la sobresaltó, haciendo que el arma cayera de sus manos. Ahora que lo piensa, también en esa ocasión Jean-Pierre andaba rondando por ahí.
—¡Eureka!— exclamó. Una sospechosa coincidencia venía a echar luz en la maraña de sus pensamientos.
Acaso había dado con el culpable, al que había acusado sólo para encontrar una manera de zafar de los tontos agentes. Pero, ¿por qué lo habría hecho?
Mientras tanto, en la comisaría, Jean-Pierre mascullaba su bronca. La bruja se había dado cuenta, ya no podría enamorarla para, luego del casamiento, compartir con ella la fortuna dejada por Arturo.

Sobre el autor: Fernando Andrés Puga

sábado, 23 de noviembre de 2013

Dama negra - Fernando Andrés Puga


Estaba yo sentado en el banco de la plaza, enfrascado en la lectura del último libro de mi poeta favorito, cuando me distrajeron unos pasos apenas perceptibles a mis espaldas.
Me volví y nadie. A estas horas, cuando el sol cae y comienza a refrescar, la plaza suele estar deshabitada, y hoy no era la excepción. Sólo yo, demorado en la lectura, y una silueta a lo lejos. Algo intrigado, continué con el poema que tenía entre manos:

No fue la pereza de las gotas,
ni las agujas en las plantas de los pies.
No la rotunda ausencia de luz,
ni las sonoras pisadas.
No fue el reflejo de la angustia en las vidrieras,
ni el neón tartamudo del kiosco de la esquina.
No el chiflete entre las articulaciones de los huesos cansados.
No el silbar de ruedas en la noche.
No.
Descubrí sus intenciones recién cuando la tuve frente a mí.
Tarde.
Ninguna artimaña podrá librarme de su abrazo.

Levanté la vista y allí estaba. Negra y con un brillo seco en los ojos. Me tendió la mano y dijo con dulzura:
—Vamos, Fernando. Ya es la hora.
Como humilde peón, seguí sus pasos.

Acerca del autor:
Fernando Puga

viernes, 15 de noviembre de 2013

Todo un caballero - Fernando Andrés Puga


Dulcinea, dañada, se ensueña entre las sábanas sucias. Vendrá, se dice a sí misma. Pronto vendrá el caballero y abrirá la puerta de la limusina y me invitará a subir, dispuesto a arruinar su armadura de piel de camello extendiéndola sobre la bocacalle para que no se estropeen mis tacos de aguja en el charco que deja la lluvia en otoño. Y correrá la silla para que me siente a la mesa en algún coqueto restó a la luz de las velas y me llenará la copa de champagne y elogiará mi figura y la suavidad de la piel de mis manos, mientras saca una cajita del bolsillo del traje y, preguntando en voz baja si quiero casarme con él, la abrirá ante mis ojos y refulgirá el brillante tornasolado que corona el anillo de oro. Después Dulcinea se levanta y camina hacia el baño rengueando. La despabila el espejo rajado y entrevé las marcas oscuras que dejó en su rostro ese otro, no tan caballero, antes de salir sin despedirse por la puerta torcida de este mísero cuarto de hotel, olvidándose incluso de dejar los billetes sobre la descuajeringada mesita de luz.

Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

viernes, 9 de agosto de 2013

¿Quién es el del espejo? - Fernando Puga


Hay un hombre en los espejos. ¿Quién es? Aparece cada mañana cuando me acerco a la pileta del baño dispuesto a lavarme la cara y despertar. No se va de allí hasta que termino con la diaria rutina de dientes y barba. Se ve que mientras yo me ducho, él también lo hace, porque apenas abro la puerta del placard ya está en el gran espejo frente al que me visto. Sus pelos mojados y un toallón como el mío atado a la cintura. Conmigo elige la ropa y conmigo se viste; en el mismo orden y con la misma velocidad. Lo sé porque cuando levanto la vista para terminar de anudarme la corbata, él se encuentra en el mismo punto y al parecer con los mismos inconvenientes; nunca pude con corbatas y cordones.
No logro observarlo sin que él lo note. Parece estar pendiente y apenas apunto mis ojos hacia él, ya me está mirando. Lo que no sé es qué hace o qué mira cuando no lo veo, pero se las arregla para estar siempre ahí y a tiempo; nunca ni el más mínimo instante de atraso o de adelanto. Una inverosímil sincronía.
A lo largo del día me lo cruzo a cada rato. Está en cada uno de los espejos con los que me encuentro: el del living de casa, el de la pieza de los chicos, el de la entrada. En los espejos retrovisores del auto, en el del ascensor, en los de la oficina. Incluso en muchas vidrieras y charcos.
El hombre que habita en los espejos no me pierde pisada. Aunque vaya al más recóndito punto del planeta, no tengo la menor duda de que allí estará en cuanto me tope con una superficie espejada.
No sé quién es, no sé qué es lo que quiere. No sé adónde va cuando no lo estoy mirando y no sé qué será de él cuando me muera.
Me acompaña. ¿Me acompaña o me controla? El hombre que habita en los espejos me recuerda cada día que no estoy solo, que hay alguien que me espera en los espejos.
Cuando te invito al hotel de la otra cuadra, alquilamos la suite más hermosa y nos disponemos al amor, ¿Qué hace ese hombre en el techo abrazando a una mujer tan parecida a vos?

Sobre el autor: Fernando Puga

sábado, 1 de junio de 2013

Se tarda mucho en morir de hambre - Fernando Puga



La vida es algo más
que un simple plato de comida
Eladia Blázquez
...
Dejaré de comer. Al despertar lo supe. Nunca volveré a comer.
Ya no más esos suculentos platos que Ana prepara con tanto entusiasmo. Unas paellas que ni te cuento. Comida valenciana de lo mejor: arroz al horno, mariscos en incontables preparaciones, conejos y pescados exquisitamente adobados. Le viene de los padres y es su manera de sentirlos presentes; reproducir esos sabores de la infancia. Indudablemente resultó una buena alumna y el toque personal agrega una pizca indescriptible como el aroma de su piel de leche.
También tendrán que terminar los habituales asados de Daniel con sus chorizos, morcillas, achuras varias, tira de asado, vacío, entraña… O bondiola de cerdo, cordero. Él, tan meticuloso, tan dueño de esa parrilla donde despliega su arte. Un fuego preciso, un tiempo de cocción para cada cosa, una puntualidad admirable. ¿Y en el horno de barro? Esas empanadas salteñas o tucumanas, esas pizzas. Para chuparse los dedos. Chivitos, lechones, pollos horneados a paso lento, sabrosos como el amor al sol y el olor de la tierra.
Y a no olvidarse de las pastas, especialidad dominical de las amas de casa porteñas. Esa tradición italiana tan arraigada que logra reunir a la familia a pesar de entredichos, malas caras, reproches o desprecios. Ravioles, tallarines, ñoquis y sus variaciones más sofisticadas de los últimos tiempos: sorrentinos, fucciles y lasagnas. Con esas salsas abundantes: tuco, bolognese, scarparo, pesto o cuatro quesos. ¡Mamma mia! ¡Cuántos atracones a lo largo de los años!
¿Y qué otra cosa habríamos de beber para acompañar semejantes bacanales? Vino, por supuesto. Un campo del saber donde florece la competencia masculina. Que si el cabernet es muy fuerte para acompañar un pollo, que si el malbec va mejor con el asado o el rosado con la carne de cerdo. Los bodegueros han desarrollado tantos varietales, tantas específicas combinaciones para cada gusto, para cada tipo de comida, que día a día se nos abre un nuevo mundo y brinda el paladar con cada descubrimiento, goza alucinado y se nos pierde la razón en el laberinto del placer vinícola.
¿Me olvidaré acaso de las picadas introductorias? Salamines, quesitos y berenjenas, maní, papitas y aceitunas. Al escabeche, al ajillo, con pimienta, salados, tostados… Deberían bastar para llenarnos, pero son sólo la entrada de pantagruélicos banquetes.
¡Y todas las clases de ensaladas para acompañar! Luminosas lechugas, rúculas y radichetas. Pipones tomates. Porotos a la provenzal. Ajíes en vinagre. Un juego cromático que alimenta los ojos para no dejarlos afuera de tamaña algarabía sensorial.
¿Y los postres? ¿Cómo pasarlos por alto? Esos merengues explosivos, crema, chocolate. Coloridas ensaladas de frutas. ¡El flan casero con dulce de leche! Una cumbre en el menú de nuestra libertad. Sencillamente tocar el cielo con las manos.
Termina la comida y los hinchados sapos nos desmoronamos en sendos sillones. Sólo falta el café y la copita de licor.
Ahora sí. Ponemos punto final y los ronquidos invaden la casa. Al despertar miro alrededor, los veo y me veo en ellos, mis compañeros de comilonas, y sonrío. ¡Se nos ve tan satisfechos! Podríamos morir en este instante, tanta es la felicidad que nos envuelve.
Pero hoy es la última vez que me sumo a este rito pagano. Ya es hora de pensar en el futuro y desandar el camino del derroche.
Abandono.
Yo quiero vivir cien años.

Sobre el autor: Fernando Puga

viernes, 10 de mayo de 2013

Fecha de caducidad – Sergio Gaut vel Hartman & Fernando Andrés Puga


Teodoro ve llegar la muerte y tiene miedo. Permitirse rodar dentro del sueño, a su edad, equivale a bajar los brazos, significa debilidad y agotamiento. Por eso no se distrae ni un instante, y cuando sus ojos se cierran o sus pensamientos tratan de volar fuera de su cabeza, fija la atención en el objeto que ha permanecido sobre el escritorio durante los últimos cien años. El objeto es una caja de madera pintada de verde que contiene la última gragea de la longevidad. Sabe que si la traga vivirá otro año completo, saludable y potente, pero sabe también que no hay otra, y que ese año será, irremediablemente, el año final de su vida. Es una pena, porque le gusta vivir, se ha aficionado a la vida. Desde que el extraño ser que lo visitó en 2013 le diera las cien grageas de la longevidad a cambio de diez seres humanos que él se encargó de asesinar, ha vivido sabiendo que al ingerir la última gragea no habrá otra. Quién sabe por qué remoto mundo andará el visitante del espacio, deleitándose con las exquisiteces que pueda obtener a cambio de sus mágicas grageas.
Finalmente y no teniendo otra alternativa, toma esa, la última pastilla que la caja verde guarda como un tesoro. Ahora no puede quitar los ojos de ese fondo vacío que es un inevitable anuncio de muerte.
Un destello le arranca la mirada de la angustia y la lleva hacia la ventana. Hay una luz que se acerca. Una nave. La misma nave de entonces. Baja por la escalerilla el mismo extraño ser que le dejó las grageas a cambio de la vida de algunos de sus congéneres. Teodoro se alegra. Presiente que pronto tendrá más pastillas; que aún no llega su última hora.
A poco de reflexionar, la sonrisa empieza a borrarse de su cara. Creyéndose solo en el mundo, descubre que esta vez no tendrá nada que ofrecerle al visitante a cambio de los años que le trae en forma de píldoras.
Mientras el alienígena lo succiona con esa lengua viscosa y repugnante, Teodoro me ve detrás del vidrio recibiendo un comprimido. Verme le agrega un toque de triste estupor a su último suspiro y yo, aunque más no sea oculto en este agujero, aún podré vivir un año más. Ya veremos qué me depara el futuro.

sábado, 4 de mayo de 2013

Todo un caballero - Fernando Andrés Puga


Dulcinea, dañada, se ensueña entre las sábanas sucias.
Vendrá, se dice a sí misma. Pronto vendrá el caballero y abrirá la puerta de la limusina y me invitará a subir, dispuesto a arruinar su armadura de piel de camello extendiéndola sobre la bocacalle para que no se estropeen mis tacos de aguja en el charco que deja la lluvia en otoño. Y correrá la silla para que me siente a la mesa en algún coqueto restó a la luz de las velas y me llenará la copa de champagne y elogiará mi figura y la suavidad de la piel de mis manos, mientras saca una cajita del bolsillo del traje y, preguntando en voz baja si quiero casarme con él, la abrirá ante mis ojos y refulgirá el brillante tornasolado que corona el anillo de oro.
Después Dulcinea se levanta y camina hacia el baño rengueando. La despabila el espejo rajado y entrevé las marcas oscuras que dejó en su rostro ese otro, no tan caballero, antes de salir sin despedirse por la puerta torcida de este mísero cuarto de hotel, olvidándose incluso de dejar los billetes sobre la descuajeringada mesita de luz.


Acerca del autor: Fernando Andrés Puga

jueves, 4 de abril de 2013

Ni así - Fernando Andrés Puga


Falta poco. El relojito del tablero asegura que cinco minutos. ¡Qué loco! ¿No? Viajar en el tiempo y encima de polizón. ¡Quién hubiera dicho que esa puerta, la única que encontré abierta en el callejón sin salida, con los patovicas pisándome los talones, era de una nave! Ahora, aturdido por el zarandeo, espero que al llegar no haya problemas. ¡Ya tuve bastante con esto de andar buscando el mango para devolverle al Jefe lo que le debo y zafar de sus matones! ¿O será que en el dos mil ochenta y cuatro aún estarán ahí?
¡Uy! Se abre la puertita. ¿Llegamos? De a uno descienden los pasajeros. ¡Qué seriecitos se los ve en esos trajes! Parecen extras de una película berreta. Pero... ¡yo estoy sin traje espacial y no pasa nada!
Detrás del último, alcanzo a escabullirme antes de que se vuelva a cerrar la máquina del tiempo. No hay quien parezca percatarse de mi presencia. Miro hacia el piso y al ver los adoquines descubro que estoy en el mismo lugar del que partí. Alguien se acerca. ¿Serán los muchachos del Jefe? Que no sean ¡carajo!, aunque a juzgar por el fuerte sonar de los pasos...


Acerca del autor:  Fernando Andrés Puga

viernes, 1 de marzo de 2013

Navida, navidad - Fernando Andrés Puga


Villancicos.
No desafinan, no se equivocan, no se despeinan.
¡Son un amor!

El día que fuimos a vaciar la casa de los viejos, lo encontré en el doble fondo del último cajón del ropero de nuestra habitación.

¿La desmesura de mi grito de alegría? ¿Eso fue lo que te desequilibró aquella noche junto al pino excesivamente ornamentado? Lo querías con todas tus fuerzas, pero el gran paquete junto al árbol tenía pegada una etiqueta con mi nombre. Al lado, otro regalo. Nadie prestaba atención, pero había desilusión en esos dedos que desenvolvían sin deseo tu paquete, mientras no apartabas los ojos de la gran caja que tenía entre mis manos.
Mamá no tenía idea. Papá lo buscó por todas partes, pero no hubo caso. No estaba. Un huracán de envidia lo había hecho desaparecer.
No volvió Papá Noel al año siguiente. Ni al otro... ni al otro. Desde entonces, no más que regalos de ocasión junto al artificio de un abeto de plástico.

Está roto el Scalextric, aunque bastante entero. Sólo faltan dos autitos y algunos tramos de la pista. Voy a ver si lo reparo para que lo usen los chicos.

Acerca del autor:  Fernando Andrés Puga

lunes, 28 de enero de 2013

Calma chicha - Fernando Andrés Puga


No hace mucho descubrí que si el lago y yo estamos en calma no me hundo. El descubrimiento cambió mi vida. Caminar sobre las aguas me llenó el espíritu de un gozo tal que empecé a desentenderme de los quehaceres mundanos. Apenas como y bebo, apenas me ocupo de las cosas. Lo único que hago es aguardar el próximo día de maravillosa calma para hacerlo de nuevo.
De a poco me fui quedando solo. Que no escucho, que huelo mal... No importa. Esperan de mí cosas para las que no estoy dispuesto. Unos, que lidere una rebelión contra Roma; otros, más ilusos, que yo vengo a ser el Mesías que se anuncia desde hace siglos y que les abriré las puertas de no sé qué extraño reino que hay más allá del cielo.
¿Es que no entienden que mi único interés es salir a caminar al atardecer y adentrarme en el lago? Las cosquillas que los peces hacen en las plantas de mis pies no se comparan con nada.
Hoy las aguas parecen más tranquilas que de costumbre. ¡Habrá sin duda un gran cardumen y hasta se atreverán a hurgar entre los dedos!
Que se busquen a otro para cambiar esta tierra o viajar a una más placentera. Yo, por mi parte, ya estoy en el mejor de los mundos.

Acerca del autor:

martes, 25 de diciembre de 2012

Fuego en caída libre - Fernando Andrés Puga


Dormía abrazado a la almohada cuando el rayo que se escabulle a esa temprana hora entre las maderitas de la cortina de enrollar rompió el silencio que inundaba la habitación y se le clavó en la cara. El abrazo tibio del sol fue desperezándole de a uno los sentidos buscando que alcanzara la lucidez del despertar. Estiró la mano hacia el lado izquierdo de la cama, buscándola, y no encontró más que destempladas sábanas languideciendo de ausencia.
¿No durmió en casa? Y la pregunta queda boyando en las aguas de su duermevela. Lo confirma rodando sobre la cama y bajando por el otro lado. ¿Se sorprende? No del todo. Aunque es la primera vez que no está junto a él al despertar, hace ya tiempo que la cama está partida, que ella no bebe el llanto de él, que él no insiste en invitarla a volar a pesar de los desplantes de ella. De todos modos, que haya desaparecido sin decir palabra, sin darle oportunidad de despedirse, es una novedad inesperada y ambos se irán dando cuenta paulatinamente de que no todo será igual de ahora en más.
Corre las sábanas y se descubre desnudo, con el miembro erecto. Se incorpora, gira y se sienta en el borde. Sin éxito, tratando de encontrar las pantuflas, los pies tantean sobre la alfombrita. Finalmente inclina su cuerpo hacia adelante y, cabeza abajo, trata de fijarse si no están debajo de la cama. Está oscuro. Busca algo con que iluminar esa boca de lobo y encuentra el encendedor que ella dejó olvidado sobre la mesa de luz. Sin calcular los posibles efectos, lo prende y a la tenue luz de la llamita alcanza a ver las pantuflas allá, en el fondo, contra la pared. Baja de la cama y se acuesta en el piso. Se arrastra y estira el brazo con la intención de sacar las pantuflas. Las trae hacia sí con la punta de los dedos, las toma y vuelve a reptar, ahora para salir del estrecho espacio. ¡Uf! Resopla otra vez sentado en el borde de la cama.
Sabiéndose solo en casa, desnudo como está va a la cocina. Sólo lleva puestas las pantuflas para no sentir el frío de las baldosas. ¿El pene? Parece haber olvidado los sugerentes sueños que habitaron la noche.
Mientras revuelve el café y mastica una tostada untada con el queso crema que ella no permitía que faltara en la heladera, su mirada fija en la ventana habla de lo que siente y así, anestesiado por el monótono traqueteo de un tren a la distancia, se le van los ojos detrás de las nubes que se mezclan entre las copas de los eucaliptos que se balancean, plácidos y aromando la mañana.
De pronto nota otro olor. ¡Mmmm! Es olor a quemado. ¿De dónde viene? ¿De afuera? Se acerca a la ventana, la abre y el frío del solitario amanecer hace que la cierre de inmediato. No viene de afuera y cada vez es más intenso. Se sobresalta al advertir que viene del dormitorio. El humo está saliendo por abajo de la puerta. La abre de inmediato y ve las llamas que rápidamente consumen el colchón y ya alcanzan la cortina y el ropero.
Sin pensarlo entra y la busca entre las sábanas que arden pero no de deseo, entre la ropa que comienza a chamuscarse, bajo la cama donde descubre el encendedor de plástico derritiéndose, en el espejo... Cuando recuerda que ella se fue, que no estaba junto a él cuando se despertó, ya es tarde. El fuego lo inundó todo y le obstruye la salida. Sólo le queda saltar al vacío.
Mientras se le abren las alas y empieza a maniobrarlas con alguna dificultad ve, desde lo alto, y a pesar de lo temprano de la hora, una multitud amontonada en la vereda. Atraídos por el incendio, no hay quien no apunte hacia él con el dedo índice y cara de asombro. Antes de perderse entre las nubes, y gracias a la extrema sensibilidad que parecen tener sus sentidos después del salto, alcanza a escuchar la voz de un niño que le pregunta a una mujer que está absorta mirando al cielo si eso que ya apenas se ve, ¿es un ángel, señora? Ella, boquiabierta, nunca creyó que pudiera ser, pero la evidencia la hace dudar. Por si acaso, no responde. Desde luego todo encontrará su lógica respuesta, pero por el momento se enjuaga las lágrimas y, sin quitarle los ojos de encima al extraño pájaro que se aleja, se pregunta si habrá sido una buena decisión abandonarlo a su suerte esta mañana.

El autor: Fernando Andrés Puga

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Corre dijo la tortuga - Fernando Andrés Puga


Una tortuga no hace ruido. Durante al menos seis meses se esconde entre los muebles y duerme. Uno llega a olvidarse de su presencia hasta que durante un día cálido de comienzos de primavera volvemos a cruzarnos con ella y a sorprendernos; como la primera vez.
Una tortuga apenas come. Restos de lechuga, cáscaras de pera o manzana, pepino y algunos otros desperdicios. Una tortuga no mordisquea juguetes como sí lo hacen los insoportables cachorros caninos; no rasguña la cuerina del sillón como los gatos; ni siquiera nos entristece como los canarios que, encerrados en jaulas de colores, nos hacen sentir culpa.
No.
Una tortuga no es más que una piedra que a veces se mueve. Pocos excrementos que limpiar y que además sirven para abonar la tierra de las macetas. Ninguna molestia. Tener una tortuga como mascota no tiene pérdida; es todo beneficio. Eso sí: no consigue engañarnos y hacernos creer que no estamos solos.

Y así estaba yo. Gozando de mi soledad, contemplando a mi tortuga pasearse oronda sobre las baldosas del patio una tarde tranquila de verano, viendo cómo mastica con su habitual parsimonia un tronquito de coliflor.
Sonó el timbre. A regañadientes me levanté de la hamaca paraguaya donde dormito apaciblemente bajo la sombra del níspero que yo mismo planté hace ya más de quince años y fui hacia la puerta de calle.
Era mi hermano. Hace tiempo que no viene por acá. No desde que tuvimos la gran pelea. En fin, culpa de las mujeres, por supuesto. El asunto es que vino y trajo una pequeña tortuga entre las manos. Al parecer mi sobrinita, tan parecida a la madre, se puso a gritar desaforadamente cuando abrió el regalo de cumpleaños y no paró hasta que vio a su padre alejarse velozmente en el auto con ese bicho horrible que le recordaba los dinosaurios. Mi hermano dice que no quiso tirarla por ahí y se le ocurrió traérmela. Se acordó de mi vieja tortuga y creyó que yo la recibiría con los brazos abiertos. Y la dejó nomás. Ni tiempo a pensarlo me dio. Es cierto que no había mucho que pensar. ¿Qué mejor que una compañía para mi Manuelita?

No sucedió de inmediato. Al principio nada parecía haber cambiado. Las dos tortugas se ignoraban mutuamente. Mi viejo quelonio doblaba en tamaño a la recién llegada y a lo mejor la despreció en secreto, a su modo claro, un modo difícil de percibir para un simple humano como yo.
Empecé a sospechar que algo pasaba cuando noté que la intrusa, luego de los primeros días de adaptación, llegaba antes al lugar donde deposito los restos vegetales que come mi tortuga y se los devoraba con una velocidad asombrosa sin dar tiempo a que la pobre vieja pudiera probar bocado. No sé si como consecuencia de ello o por simples cuestiones genéticas, la tortuguita comenzó a crecer aceleradamente. Hace apenas un mes que está en casa y ya duplica en tamaño a la otra que, a su vez, parece estar cada día más débil. Es que casi no come la pobre. He llegado a darle en la boca pequeños trozos a escondidas para evitar que la muy maldita recién llegada se los arrebate antes de que pueda deglutirlos. Vamos mal, a este paso creo que le queda poco.

Hoy no me levanté de buen ánimo. Estaba teniendo un sueño placentero en el que caminaba por una playa de arenas blancas muy bien acompañado, el sol se ponía a lo lejos sobre el mar, las gaviotas graznaban... Nos revolcábamos, nos besábamos... No sé quién era ella, hace mucho tiempo que no gozo de compañía femenina y las del pasado no han dejado rastros en mi memoria. En un momento dado, cuando la tenía de espaldas y la montaba, ya a punto de eyacular, la tomé por el cuello desde atrás con la intención de traer su cara hacia mí y besarla. Giró y me miró a los ojos. El susto me hizo despertar. Algo había en ese rostro que rompió con el encanto y a punto estuvo de transformar el sueño en pesadilla. No puedo recordar qué, pero no pude volver a dormir. Tuve que cambiar las sábanas y en el ir y venir entre la cama y el baño terminé por desvelarme. Así que acá estoy. En la cocina. Puse agua en la pava para tomar unos mates y cuando voy hacia el patio a vaciar el porongo de ayer en el cantero, la veo.
¡Pero si es ella! Sí, sin duda alguna. Tengo ante mí a la grácil muñeca que alegraba mis sueños hace apenas unas horas. Está de espaldas, como en el sueño. Sin ropas sobre ese cuerpo arrobador. Un impulso me lleva hacia ella y, desnudo yo también, me apoyo sobre su espalda húmeda que se eriza al sentir mi contacto. La tomo del cuello con la intención de besarla y mirar su rostro, pero me sobresalta un grito extraño que llega desde el patio.
Para mi sorpresa es mi vieja Manuelita que en perfecto castellano grita:
—¡Corré, pelotudo!
Aturdido, suelto a mi musa que termina por darse vuelta, abre sus fauces desdentadas y se dispone a masticarme como si yo no fuera más que una apetitosa hoja de lechuga criolla.
Pude escapar gracias al grito de mi vieja compañera. Lo triste es haber tenido que abandonarla a su suerte. Seguro que ya es alimento del cantero.

Fernando Andrés Puga

jueves, 29 de noviembre de 2012

Grandes pensamientos - Fernando Andrés Puga


No me distraigan con tonterías. No golpeen. Mi cabeza no es una cacerola. No me zamarreen. No estoy dormido. Yo, como tantos otros que me precedieron y tantos otros que vendrán después de mí, espero agazapado mi momento. No vengan a molestarme cuando me ven así. Estoy meditando y aunque no lo parezca es la tarea más ardua del mundo. El enojo de tener que soportar el tedio durante largas horas pesa en mis párpados y no me deja en paz. No se va por más que intente pensar en cosas bellas. Ya probé imaginando que estoy en medio de un lago azul en calma, luminoso, o que vuelo sobre bosques y montañas, o cabalgo a campo abierto rumbo a los labios jugosos de esa mujer que habla ahí delante desde hace un buen rato. ¡Qué húmeda estará después del beso que voy a propinarle!
—No sé, señor director. No alcanzo a comprender por qué de repente y sin aviso la señorita de inglés interrumpió la clase, dejó la tiza sobre el pizarrón, caminó entre los pupitres hasta detenerse junto al mío y me propinó semejante cachetazo. ¿Acaso lee la mente? ¡Lo único que faltaba!

Acerca del autor: Fernando Puga

lunes, 5 de noviembre de 2012

Genio y figura - Fernando Andrés Puga


Nadie la espera en el andén. Nadie la abraza y la besa con emoción cuando baja. Nadie la ayuda con el equipaje. Nadie la acompaña hasta la parada del colectivo que la acercará a la casa de ese tío que sólo conoce por los relatos de mamá. Nadie en la gran ciudad sabe que se vino.
-¿La ayudo, señorita? Con la valija, digo.
Tamara está absorta, confundida entre el gentío que inunda la estación a esta hora del día y antes de que responda ya el muchachito arrebató lo poco que traía de casa: algo de ropa, una caja que le guardó mamá a último momento en la que no sabe que hay y... ¡la carta para el tío con la dirección y el teléfono! Al darse cuenta empieza a revisarse los bolsillos, pero no. Tiene la cédula, el poco dinero que logró juntar antes de partir, la foto de Arnaldo, pero la carta no. Quedó en un rincón de la valija.
Parada en medio del gran salón central. Aturdida y sola. Tamara se larga a llorar en silencio, deseando que la tierra la trague. Nadie nota la presencia de esta joven apenas salida de la infancia que no atina más que a acurrucarse en un rincón y esconder la cara entre sus manos.
Yo soy nadie. Desde un pequeño nicho que hay en la pared, cerca del alto techo, donde suelo entretenerme contemplando el bullicio interminable de los hombres que van y vienen como hormigas laboriosas, me detuve en ella desde el momento en que la vi bajar del tren. Sentí enseguida su angustiante soledad y al verla así, decidí intervenir. No será la primera vez, ni la última. Sé que debo pasar inadvertido, pero hay veces en que no estoy dispuesto a contenerme. Si no puede darle una mano a una inocente en dificultades ¿para qué corno sirve un genio como yo, extraviado en el tiempo y el espacio desde que a aquel infeliz se le cayó la lámpara en la boca del volcán?

Acerca del autor: Fernando Puga

sábado, 20 de octubre de 2012

Como cuando - Fernando Andrés Puga


Como cuando llegaste de aquel largo viaje tuyo y apenas se te distinguía de tan flaca detrás del vidrio esfumado de la puerta de calle, con el polvo entre esos pelos revueltos y tan negros y tus mejillas apenas salidas de la adolescencia y tan chupadas, como cansadas de haberse quedado sin aire en la larga peregrinación que habías empezado aquel día de marzo, subida a ese camión entre papas, cebollas, zapallos..., en busca de ti misma.
O como cuando no te decidías a tocar el timbre en el quinto B de la calle Amenábar y te arreglás el pelo, el cuello de la blusa, buscás una pastilla de menta en el bolsillo, tan seca la boca que no vas a poder, frente al espejo de ese amplio hall al que llegaste diez minutos antes de la cita, esa impuntualidad al revés, por no hacer esperar, los nervios de que pueda pasar algo en el camino y me demore y por las dudas... pero nada, no sucede más que tu impaciencia por sacarte de encima la cita, tu apuro. Sin embargo son más de diez los minutos que transcurren desde el primer intento de apoyar el dedo en el timbre y aún das vueltas y cuentas las baldosas y vuelan tus pensamientos vaya a saberse dónde, te distraes y entonces tu dedo índice decide por vos y toca.
Como que perder ese impulso te sacó de nuevo del camino y entre los matorrales te escondiste por creer que alguien te seguía de cerca con el objeto de sorprenderte y con una soga apretar fuerte tu garganta hasta quitarte la respiración, hacerte sentir la muerte ahí, al alcance de la mano como queso en ratonera y la trampera que se cierra y quedás atrapada entre barrotes que no se pueden doblar por más que te esfuerces..
Como donde dormías de niña, entre la basura que amontonaba el viejo y los bichos que la disfrutaban como elixir que da vida y juventud, ahí, con los otros apretándote, lloriqueando, ay, de hambre o calentura en la frente que no deja dormir del ruido que hace crujir las tripas y entonces una mamá, o quien sea, que trae algún abrazo que todavía le quedaba por ahí y a todos como si fuéramos uno nos estruja susurrando algo que vaya a saber si alcanza para ser canción de cuna.
Como quien fue el que se hundió entre esas piernas blanquitas todavía y en el callejón te acomodó entre dos chapas y de prepo y sin más arrancó la pollera con bombacha incluida que fregás y fregás en la palangana ahora y queriéndole borrar esa angustia pastosa que no termina, no podés de tan sucia y tan rota y tanto que dolió y no se olvida.
Como porque nadie entendía lo que hablabas dando señas desde adentro del agua y entonces te perdés entre burbujas de aire que escapan de tu boca y te vas reblandeciendo hasta llegar a no ser más que barro en el barro del fondo y pasa una vieja que succiona lo inservible y allá vos, con tu vida y tu carita que se destiñó de tanto llanto.
Como cuando rompiste bolsa y goteaste hacia la luz sin saber lo que vendría y a pesar del espinoso sendero, contra molinos o contra toros o contra bolas de nieve que bajan desde la cima y es un único alud que arrastra tanto tiempo perdido en insignificantes cavilaciones, y terminás revuelta, una más en el último guiso, bien condimentado y espero que a Su Señoría le guste, ¡Oh, gran Zeus! Padre y verdugo de todo lo que en este mundo es.

Acerca del autor: Fernando Andrés Puga

lunes, 8 de octubre de 2012

Lo que a la gente le gusta - Fernando Andrés Puga


—Peor está este muchacho, el que está cantando en la radio, pobrecito—. Dijo después de quejarse un buen rato de su propia mediocridad.
—Claro, qué vivo, comparándonos con él a nosotros no nos pasa nada—. Contesté—. Pero eso no es excusa. Si nosotros no somos capaces de romper nuestras murallas interiores, de expresarnos cada vez más plenamente en lugar de acomodarnos a lo que a la gente le gusta, el pobre Cerati no tiene la culpa.
—¡Ahora ya es otra cosa!— exclamó Toni a mi lado luego de unos minutos en silencio en los que se dedicó a modificar sobre el tablero la fachada de la cabaña que proyecta hacer en Colón, Entre Ríos. Al parecer, haber hablado del temor a la mediocridad liberó su imaginación y pudo dar rienda suelta a sus ideas arquitectónicas, que por cierto, no suelen coincidir con lo que a la gente le gusta.
—¿Qué quiere decir con que está satinado?—. Y lo pregunta así, de improviso. ¿De qué está hablando? A continuación, en la radio suena Spinetta y la letra de su canción dice justamente eso: “Estoy satinado”. ¡Vaya! ¿También tiene poderes adivinatorios? ¿Cómo supo que sonaría esa canción?
En ese estado de cosas permanecimos durante varias horas. El dibujando y diciendo cosas que no son tan incoherentes como parecen; yo intentando atrapar con palabras lo que va sucediendo. Me pide que para concluir el relato lo introduzca a Pappo. Mientras medito acerca de la forma más interesante de hacerlo aparecer en esta narración suena el timbre del taller. Me asomo a la ventana y no veo a nadie en la puerta. Vuelvo a mi asiento y antes de apoyar el culo en la silla el timbre vuelve a sonar. Sucede dos o tres veces más y cada vez que uno de nosotros se asoma, nadie en la puerta.
La radio se calló repentinamente. Las luces se atenuaron. Comenzó a entrar un chiflete frío por debajo de la puerta de calle y cuando levantamos la mirada, apenas inquietos, estalló el solo de guitarra más apabullante que hayamos oído jamás. Pappo festejaba con nosotros la magia de crear otros mundos, ya bastante alejados de la mediocridad cotidiana y de lo que a la gente le gusta.


Acerca del autor: Fernando Puga