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viernes, 17 de octubre de 2008

Ídolos - Marcelo Luján


Acordate cómo te colgaste del cuello de tu viejo en aquella remota tarde de un año que no viene a cuento mencionar. El invierno estaba lejos, sí: y tu mundo era un mundo ardiente que volaba cargado de realidades. Acordate del grito, del instante exacto en que viste la pelota inflando un costado de la red lejana. Acordate que lo escribiste —intentando ser ficción: pobre de vos— en un cuaderno ya perdido para siempre. Y que mientras lo escribías, volvías a ver una y otra vez la acción precisa y talentosa del jugador número nueve. El nueve más exquisito. Tu viejo tenía los puños apretados y en alto y todavía podía resistir los embates de tu cuerpo; y tu cuerpo todavía ignoraba que el tiempo se iba a encargar de que ya no puedas volver a hacerlo. Pero acordate cómo gritabas aquel gol inolvidable, cómo la gente saltaba de alegría porque claro, era un partido imposible en una cancha imposible y contra un rival que durante cuarenta y cinco minutos dio clases de cómo se juega al fútbol. Acordate el color de las camisetas, del verde fluorescente que alfombraba el rayo de tu mirada. El baile había pasado y la garra todo lo puede. Baile y corazón. Corazón santo que bombea y bombea contra tantos diablos entregados inesperadamente a la derrota.

lunes, 13 de octubre de 2008

Yunques - Marcelo Luján


Es lo que pesa: tu valor. Es lo que tiene: tu coraje. Valor y coraje viajan juntos en el epicentro de tus átomos. Hierro que golpea el hierro, lanza que flota y también golpea. El hierro. Corazón golpeado con brazos y piernas incansables. Firme y paciente. Prisma de hierro acerado. Manos santas, laboriosas. Así sos. Pero en tu lanzadera metálica dejaste pasar lo que más querías: los paseos jubilosos, las tardes jubilosas y ardientes, la ilusión, el hilo de la memoria. Dejaste de volar porque el recuerdo te anega tontamente. Dejaste después de tanto luchar, de tanto arriesgar, de tanto. Dejaste de buscar, también: de crear: de posar tus ojitos firmes y pacientes en el verdadero supermercado de la vida. Seguí siendo asidua, perseverante. Seguí siendo alma y motor y placer. Seguí. No te olvides del mar. De lo que fuiste. De lo que todo el mundo sabe o intuye. Sos valor y coraje. Rescatalo y rescatate. Eso es el mar. Eso es el hierro. Eso sos vos.

viernes, 10 de octubre de 2008

Pirámides - Marcelo Luján


Vas poniendo las piedras una a una sobre un cuadrado medio cachuzo que trazaste -con tiza- en la explanada. Cada piedra pesa lo que pesa el tiempo y arrastrarla te supone contar los segundos, los minutos: el tiempo, que siempre son sudores. Pero ahí vas vos: fiebre y nicotina en un rinconcito de la almohada. La segunda parte es todavía peor. Y peor todavía será la tercera y la cuarta y la decimoquinta. Ya lo sabés: siempre lo supiste: alzar las piedras para colocarlas en el lugar exacto, una a una, trepar con el peso a cuestas hasta alcanzar el nivel y sólo entonces soltarla. Vas y venís, vas y venís. Vas cargado pero volvés sonriente, paciente y consciente de que pronto, cualquier día, al volver con el único peso de la sonrisa y la paciencia, verás que solamente queda una, la última, la que corona y hace pico y completa. La mejor: la que abra con una llave rota el candado milagroso de lo que siempre quisiste ser.

martes, 7 de octubre de 2008

Sirenas - Marcelo Luján


Viene nadando con su cola fluorescente desde por lo menos junio del 73. Porque viene a buscarte. Porque es para vos. Y porque vos sos su -clamoroso- destino: su nido y su descanso. Así está escrito en el libro de la gratitud. Su perfume flota entre los cabellos dorados y nunca es invierno en aquellas aguas claras. Nunca. Nada y nada y nada superando difíciles escollos, esquivando la maldad y las jornadas electorales. Y las turbinas que la revuelven. No hay pez que la convenza para abandonar su cometido de llegar a vos. En las noches heladas, esconde sus escamas en el fondo de cierta cueva oscura. Se arropa el torso hermoso y desnudo con esos brazos que aparecen en tus sueños. La soledad la pierde. El miedo le seca la cola pero no desiste. Porque viene a buscarte. Porque vos sos su único destino. Porque te seguirá buscando aunque la marea la arrastre a otras latitudes, aunque su perfume la convierta en presa fácil de analfabetos depredadores, aunque vos no consigas darle cuerda al faro que por fin oriente su aleteo.

domingo, 5 de octubre de 2008

Xenofobias - Marcelo Luján


El chino que vende los pollos flacos —asados— en la esquina de tu casa no es chino: es tailandés. Pero te da igual. El otro día fuiste a decirle que a ver cuándo iba a traer pollos de tamaño normal y el chino soltó una sonrisa que lo mismo valía para decir sí que para decir por qué no te vas a comprar a otro chino. Después le pediste una lata de gaseosa de regalo. El chino te la dio: la oferta era esa y te la dio. Pero tuviste que pedírsela. Vende barato el chino. Y pregunta poco. Nada, no te pregunta nada y comprarle los pollos flacos con la guarnición y la lata de regalo es facilísimo y rapidísimo. Tiene una calculadora en el cerebro que le impide equivocarse aun bajo cualquier tipo de presión, sea esta económica o espacial. También vende carne asada. Carne de vaca. Pero eso ya no se lo comprás porque el mito te lo impide y porque de la cocina —siempre que vas— salen miles de chinos y chinas y chinitos constantemente. No saludan y se empujan bastante cuando coinciden detrás del mostrador. Ah, y no son chinos sino tailandeses. En la otra esquina de tu casa hay una rotisería atendida por sus dueños. Son argentinos. Gritan y hacen chistes absurdos mientras atienden a la clientela. Fuiste una vez: era invierno y la noche se te había venido encima como una nube de polvo. Compraste empanadas y una fugazzeta chica. No regalaban nada. Ni la hora. Y te cobraron caro: pagaste con un billete de cincuenta y al otro día, cuando quisiste pagarle al chino de los pollos flacos, caíste en la cuenta de que te habían dado mal el vuelto.

jueves, 2 de octubre de 2008

Kilómetros – Marcelo Luján


Querés saber cuánto falta para llegar. Lo preguntás una y otra vez, impaciente. Cuánto cuánto cuánto. Tu insistencia te convierte en un nene de esos insoportables que no paran de agobiar. Pero ya no sos un nene. Y cuando lo fuiste molestabas poco. Pero ya no lo sos. Hace mucho que dejaste de serlo. Cuánto cuánto. Pensás —para entretenerte— que no te disgustaría regresar a los siete años. O a los nueve. A esas edades volver siempre significaba volver a casa. Recordás que para esa época la maestra de cuarto te encontró una hoja con dibujitos pornográficos. Eran garabatos absurdos que habías hecho junto a un tal Míguez, en algún momento en que la maestra se descuidó. Qué será de la vida de Míguez, te preguntás para entretenerte mientras el micro avanza con esfuerzo por una ruta desolada. El paisaje no es atractivo sino más bien reiterativo: no hay nada que puedas mirar: sólo campo y pasto y alguna vaca perdida que de lejos parece muerta. La maestra te prometió mostrarles los dibujitos a tus padres en una próxima y breve citación. Al calor de esa cimitarra en vilo, aquella buena maestra alemana con edad de jubilarse, te tuvo todo el año asustado. Míguez se reía: era medio gordito y de piel aceitunada y sus muecas lo perjudicaban bastante. Cuánto falta para llegar. Estás cansado y el viaje te parece infinito y los asientos del micro son asientos para morir. Volvés a preguntarle a tu acompañante cuánto falta para llegar, porque tu acompañante hizo este viaje mil veces y podría responderte sin siquiera mirar por la ventanilla ni consultar el reloj. Pero tu acompañante vuelve a cerrar los ojos y en posición de sueño te dice que intentes dormir, que todavía queda mucho, y que seguramente cuando eras chico volverías loca a tu madre repitiéndole mil veces cuánto falta para llegar a casa.