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miércoles, 28 de septiembre de 2011

El hombre imaginado - Guillermo Fernando Rossini


Sentada en el jardín, con una taza de té en la mano, mira cómo el sol empieza a dibujar formas en el aire fresco de la mañana. Ella también está dibujando: el bosquejo del hombre perfecto para su corazón incompleto. Los trazos iniciales son necesidades corporizadas, idealización de caracteres y rasgos; no hay todavía un aspecto físico del engendro. No tiene en mente un rostro definido para agregarle, sólo un borroso e indefinido collage de caras imaginadas. Poco a poco, va incorporando virtudes y defectos de amigos y amores pasados: todo se acopla perfectamente y el bálsamo está cada vez más cerca de emulsionar. Se entrega al juego (tal vez necesario en una soledad prolongada) y descubre que el sol ya pasó la altura de los pinos y que dejó de dibujar con sus rayos.
La atmósfera del parque es un poco más cálida ahora y la mujer bebe su té despacio, cierra los ojos y su engendro aparece en la oscuridad de sus párpados. Se ve a sí misma caminando junto a él y también ve cómo entran a un departamento oscuro, cómo la noche se estira hasta la mañana, cómo se prolonga incansablemente el placer de los amantes.
Abre los ojos y el ensueño deja paso a una sospecha feroz: recuerda la frialdad del otro lado de la cama, la falta de perfume de piel, de un ronquido suave. El fantasma inventado, entonces, se esfuma de su cabeza y se despedaza en las sombras, volviendo cada parte a su origen real.
Yo, hombre, amigo, amante imposible, me levanto de la cama y siento que mi desaparición es inexorable: el corredor que lleva hasta el baño está inmerso en una bruma extraña. Otra vez la certeza de haber sido construido por un corazón solitario. Igual, siento la necesidad de ir hacia el lugar de la evanescencia total (que puede ser no más allá de la puerta del oscuro departamento). Camino y el espejo me devuelve una imagen borrosa, un rostro apenas definido; llego a la cocina perdiendo pedazos de memoria en el trayecto. Me aferro a mis recuerdos porque son la única manera de no olvidar quién soy, de percibirme real, pero la tarea me resulta imposible. En la mesa, que parece flotar en el aire, hay una taza de té humeante. Ya no veo mis brazos ni mis piernas, pero llego hasta el borde de la taza e intento ver mi reflejo en el líquido oscuro: no veo imagen alguna, pero ese mar caliente se agranda cada vez más y me absorbe.
La mujer se levanta y apoya la taza a medio tomar en el piso. Dubitativa, siente que tiene que comprobar algo en su dormitorio. No se acuerda bien de su corazón vacío. Golpea la taza con el pie y ésta se despedaza: mira los restos esparcidos con cierta preocupación, pero no le da demasiada importancia. Develar el secreto del hombre real o imaginario es más importante que recoger pedazos de una taza rota. Entra en la casa cuando el sol está bien alto; no hay demasiadas sombras alrededor.
No sé bien dónde estoy, pero una nueva soledad empieza a dibujarme de nuevo. Ya no estoy en la mañana fresca de un jardín ni en los pedazos de una taza de té destrozada. Descubrí que mi muerte es el olvido. Y mi renacer es la soledad.
El sol se escapa y las sombras son cada vez más largas. En el jardín de una casa de las afueras de la ciudad, se escucha el llanto de una mujer.
Parece provenir de una habitación.

domingo, 21 de agosto de 2011

Mirando el cielo - Guillermo Rossini


En la oficina las cosas estaban tranquilas. Ya había pasado la hora de la locura y tenía tiempo para relajarse, tomar café y descansar de las corridas bancarias. Prendió la computadora y leyó rápidamente las últimas noticias: accidente aéreo, choques, nuevo ministro de Salud, horarios de los partidos del fin de semana. Un recuadro, con un mapa, indicaba en su título que era la última versión del EarthMap, un mapa virtual tomado desde los satélites que circunvalaban el planeta. Entró en el link y empezó a buscar direcciones conocidas: la casa de sus padres, su colegio secundario, el club de sus amores... Todo se veía con una nitidez asombrosa. Llevó el zoom hasta el límite y, por ejemplo, en la casa paterna pudo ver hasta las cortinas de la habitación que había sido su cuarto. Su madre las había conservado y todavía se veían allí puestas. Miró la fecha en el ángulo inferior izquierdo del mapa y era la de hacía dos meses. Se quedó pensando un momento, mirando fijo el monitor y escribió en el campo de “búsqueda” la dirección de la casa donde había vivido hacía un tiempo. Acercó la imagen. La casa no había cambiado en nada: se veía el jardín con sus árboles y flores tal cual la recordaba. Se recordó a sí mismo cortando el césped, jugando con Reina, la perra de la familia o lavando el auto en una tarde de verano. No había nostalgia. Simplemente recuerdos de otra etapa de su vida. Antes de cerrar el programa, fijó la vista en una mancha que aparecía sobre la parte delantera de la casa, en el jardín. Trató de acercar más la imagen, pero no pudo.
Después de un tiempo volvió a entrar en el mapa y a buscar su ex casa. Esa mancha le había quedado dando vueltas en la cabeza.
Ahora, la mancha tenía forma humana. Masculina. Estaba acostada en el pasto, mirando hacia arriba.

El jardín estaba impecable. Terminó de recortar las malezas con una tijera especial y estudió el resultado con el detenimiento propio de un cirujano que acaba de realizar una cirugía plástica. Satisfecho, enrolló el cable de la podadora y guardó los elementos de jardinería en la bolsa correspondiente. Su mujer apareció en el porche con un vaso de agua en una mano y una pastilla en la otra.
–Es la hora, Juan-. La mujer se acercó y le puso la píldora en la boca. Juan tragó el remedio con un largo sorbo de agua y le devolvió el vaso. Ella entró en la casa y él miró el cielo; el sol estaba muy fuerte. Caminó dos pasos y se desplomó. Apenas pudo girar sobre sí mismo y quedar mirando las nubes; un extraño sopor lo invadió. Mientras cerraba los ojos, creyó ver un destello plateado allá arriba, entre los cúmulos.
Soñó que estaba frente a un monitor de computadora, mirando un mapa de su propia casa, y se veía a sí mismo recostado en el pasto, mirando el cielo.

domingo, 12 de junio de 2011

Tristeza fantasma - Guillermo Rossini


La niebla envolvía las calles del pueblo. Todos sabían que, cuando este fenómeno sucedía, no debían salir de sus casas, ni siquiera a los patios o a los jardines. María dejó el libro que estaba leyendo y fue a buscar algo para tomar. Su corazón dio un vuelco cuando vio la puerta que daba al jardín trasero abierta de par en par y a su pequeño hijo jugando en el pasto. Corrió, sin pensar en las recomendaciones, a abrazar a su bebé y, cuando llegó a su lado, éste se desvaneció en el aire, con una sonrisa en la cara y la mirada alegre y serena. Ella volvió a su sillón y, en lugar del libro, tomó un porta retratos en el que se hallaba la foto de un niño.

La niebla desapareció a la tarde y María caminó despacio hasta el cementerio. Se acercó a una pequeña tumba, dejó unas flores junto a la lápida y miró a su alrededor. Estaba lleno de gente con flores en las manos, con miradas perdidas, con la tristeza a flor de piel.

jueves, 5 de mayo de 2011

Otro cielo - Guillermo Rossini


La avioneta despegó desde Villa Mercedes a las seis de la mañana. Fumigar era un trabajo fácil y rentable, pensó Ramiro. Apenas se veía en el horizonte la claridad de un sol que asomaría sus rayos en cualquier momento. Levantó vuelo y viró en dirección sur, hacia el campo de los Roca. Revisó los instrumentos y estabilizó la altura: todo marchaba normalmente. Estaba cansado. Había tomado demasiado la noche anterior y las partidas de truco estiraron la hora de acostarse hasta las tres de la mañana. Pasó por encima del viejo establo y le pareció que se veía demasiado chico. Sin embargo, no estaba volando tan alto como para que esto sucediera. Volvió a mirar el altímetro y corroboró que estaba volando a mil metros. Algo andaba mal. Allá abajo, los campos se veían como una alfombra y los árboles no se distinguían. Además, el sol no había irrumpido en el cielo y la noche seguía instalada en el paisaje. Cerró las ventanillas y se ajustó el cuello de la campera; la temperatura de la cabina había bajado unos cuantos grados en cuestión de segundos. El altímetro ahora indicaba cien mil metros y la velocidad era de trescientos mil metros por segundo. "Una locura" pensó. Se aferró al comando y cerró los ojos, esperando que pase la alucinación. Cuando los abrió, estaba sobrevolando un paisaje muy similar al de Las Quijadas. Una hondonada gigante, llena de rocas redondeadas. El marcador de combustible titilaba; los otros instrumentos tenían las agujas inmóviles, muertas. Decidió aterrizar. Cuando encontró un lugar despejado, dejó planear el aparato hasta hacer contacto con la superficie y carreteó unos metros, como en cámara lenta. Era de noche y, en el cielo, una Tierra en Cuarto Menguante lo observaba como un deforme ojo azul y verde.

viernes, 1 de enero de 2010

La enfermedad de las musas - Guillermo Fernando Rossini



La certeza de la enfermedad de las musas la tuvo cuando su cuaderno de notas empezó a tener los primeros síntomas. Sus viejas poesías, sus esbozos de cuentos, sus cartas de amor inconclusas iban desapareciendo del papel como si hubieran sido escritas con algún tipo de tinta con fecha de vencimiento. Intentó copiarlas en otro cuaderno, en cien papeles diferentes y nunca llegaba a terminar de transcribirlas porque se escapaban de su memoria antes de terminar. Y cuando podía recordar una estrofa más o un párrafo, el anterior ya no estaba.
—Una especie de gripe —le dijo el dueño de la librería—. Libérese de todos sus escritos antes de que lo contagie a usted y le quite la inquietud por la escritura. Afecta a las musas. Están muriendo poco a poco.
—¿Pero, y todo lo que escribí? —preguntó angustiado el escritor.
—Está contaminado. Sus escritos están ahora en cuarentena, señor. Le sugiero que no siga escribiendo hasta que se declare el fin de la emergencia.
Antoine salió del local, cabizbajo. La luz mortecina de la tarde nublada no ayudaban a mejorar su estado de ánimo.
—¿Y qué voy a hacer yo, si lo único que sé hacer es escribir? —gritó en una desierta calle empedrada.
Caminó hasta la esquina y dejó caer su cuaderno, ya en blanco, en una alcantarilla.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Morfeo - Guillermo Fernando Rossini


La morfina es una potente droga opiácea usada frecuentemente en medicina como analgésico. Fue bautizada así por el farmacéutico alemán Friedrich Wilhelm Adam Sertürner en honor a Morfeo, el dios griego de los sueños. En la mitología griega, Morfeo (en griego antiguo, de morphê, ‘forma’) es el dios de los sueños. Según ciertas teologías antiguas, es el principal de los Oniros, los mil hijos engendrados por Hipnos (el Sueño) y Nix (la Noche, su madre), o por Hipnos con Pasítea. Era hermanastro de Tánatos (la Muerte).

Las dosis de morfina eran cada vez más altas.
Postrado en una cama de hospital, esperando que la muerte anunciada por los médicos llegara, Tomas empezó a tener un sueño repetido. La primera vez que lo tuvo, soñó que podía viajar en el tiempo y llegar hasta esa noche en que la vio por última vez. Se encontró sentado frente a ella, en aquel bar, apenas prestando atención a lo que ella le estaba diciendo. Se sirvió más vino y esperó a que María terminara de hablar, sin dejar de mirarla. Cuando ella bajó la vista, él le tomó la mano y le dijo que la amaba. El sueño, recurrente, llegaba siempre hasta ese instante. Después, el dolor lo despertaba
El médico de la mañana entró, lo revisó y anotó algo en la historia clínica colgada a los pies de la cama. Le preguntó si le dolía mucho y Tomas contestó que el dolor ya no importaba. El joven doctor lo miró como evaluando la respuesta, y, sin decir nada, siguió su recorrida por las otras camas de la sala. Tomas quería volver a dormirse para seguir soñando. Recién con la dosis de la tarde, pudo volver a dormir. Esta vez, el sueño era algo confuso, diferente: María estaba mirándolo fijamente, con ojos extraños.
—Anoche tuve un sueño muy raro —le dijo ella, con tono grave.
—Contame —dijo Tomas, ya sin dolor.
—Soñé que viajaba en el tiempo, al futuro. Y te iba a buscar a un hospital, y me llevaban a una sala llena de camas con gente moribunda.
—Seguí, por favor. —Algo anda mal, pensó. ¡Llamen al medico de guardia, por favor! (“¿Y esa voz?” —pensó-soñó-imaginó— Tomas).
—Yo te buscaba entre las camas —siguió contando María—, y no te encontraba. Me iba de ese lugar con una tristeza enorme, porque sabía que tenías algo que decirme.
Salieron a la calle y el amanecer los encontró abrazados en algún lugar. En un momento, Tomas recordó lo del sueño de María
—Vos sabes que esto no está pasando ¿no?
—¿Qué decís?
—En realidad yo nunca te dije que te amaba, esa noche cada uno se fue por su lado y el tiempo nos alejó cada vez más, hasta que el olvido hizo su trabajo. Nunca más te vi.
Ella lo miró asombrada y lo besó. Él se dejó llevar por sus labios hasta lugares inexplorados, inclusive por la morfina.
Pero no por la muerte, que también estaba besando el alma de Tomas.
La enfermera la llevó hasta la sala común y le mostró una cama vacía.
—Se lo llevaron esta mañana. Murió mientras dormía. ¿Usted era familiar?
—No precisamente —dijo la mujer.
—¿Viene de lejos?
María no contestó. Cuando la enfermera se alejó, se recostó en la cama y apoyó la cabeza en la almohada, esperando soñar.

lunes, 29 de junio de 2009

La hora de la siesta - Guillermo Fernando Rossini


Mientras salía del consultorio, decidió que elegiría el lugar donde morir.
En el enésimo pueblo, después de andar millones de kilómetros, llegó hasta la plaza. Era como la de cualquier otro pueblo. Caminó hasta uno de los bancos de madera y se sentó. Recorrió con la mirada la disposición de los edificios que la rodeaban; ninguna sorpresa, ningún detalle diferente. Iglesia, Municipio, Escuela, (en algunos había una comisaría, en otros una farmacia).
Eran las dos de la tarde. “Si la muerte –pensó- pudiera ser un paisaje, sería seguramente un pueblito, visto desde la plaza, a la hora de la siesta”. Se recostó en el banco y miró el cielo; un celeste tranquilo y un sol tibio eran el techo perfecto para su ataúd. Sintió el primer espasmo y no se inmutó: sabía que ese lugar estaba bien. Recordó apenas su vida, que le pareció, a la distancia, gris y aburrida. Cerró los ojos por última vez cuando los espasmos se hicieron cada vez más sostenidos, sintiéndose valiente por empezar ese viaje hacia ningún lugar.
Cuando el pueblo despertó, la plaza estaba vacía, como expectante.

domingo, 21 de junio de 2009

Entre la cocina y el baño – Guillermo Fernando Rossini


Otro sábado sin ella y la casa gritaba su ausencia. Dejó el cigarrillo y el libro que estaba leyendo y se apoyó en el marco de la ventana para mirar la calle empapada por una lluvia interminable. Pasaron dos mujeres charlando animadamente bajo un paraguas compartido; un hombre con un elegante piloto corrió para subir a un taxi detenido en la acera de enfrente. Allá, en la esquina, una mujer, cuya cabeza estaba cubierta por la capucha del impermeable, se movía indecisa.. Volvió a su sillón, a su lectura y a su tristeza. Después de un rato, dejó de leer; recostó su cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Otra vez la idea de que la vida ya no tenía sentido le rondaba la cabeza. Se levantó, fue hasta el botiquín del baño y apretó con fuerza el frasco de pastillas. Se miró en el espejo y sólo vio una caricatura, un imperfecto boceto de hombre. Sonó el timbre y Federico apenas relacionó ese sonido con la llegada de alguien; lo registró, más bien, como el molesto zumbido de algún insecto. Sin embargo, dejó de mirarse en el espejo y salió del baño.
En la puerta de calle, Isabel esperaba, nerviosa, el momento del reencuentro. Pensaba explicarle todo acerca de la carta que le había dejado aquella noche, cuando se había ido repentinamente. La puerta se abrió y Federico, apenas sorprendido, la hizo pasar después de un corto pero intenso abrazo. Se sentaron en el living y, mientras ella se sacaba el piloto, él fue a la cocina a preparar algo para tomar. La escuchó encender el equipo de música y, un instante más tarde, una canción empezó a sonar. Suspiró. Lavó los pocillos, sacó la pava de la hornalla y preparó café para los dos. Cuando estaba poniendo el azúcar, tomo la decisión.
La sala estaba oscura y las dos figuras apenas se recortaban contra la ventana empañada.
—Nada es como antes ¿verdad? —dijo uno de los dos.
—Nada. Salvo que estamos juntos —contestó el otro.
—Sí —sentenció el primero que había hablado.
Cuando sintió que el mareo era demasiado fuerte, Isabel se dejó caer hacia atrás mientras veía como Federico ladeaba la cabeza y caía de costado, en su regazo. Trató de levantarse, pero sus piernas no le respondieron.
La noche empezó a invadir la casa. Paseó sus sombras por el hall de entrada, el living, pasó por arriba de los dos cuerpos abrazados en el sillón y, camino a los dormitorios, atrapó entre sus brazos oscuros un frasco de pastillas vacío, tirado en el piso entre la cocina y el baño.

miércoles, 3 de junio de 2009

El prisionero del sueño - Guillermo Fernando Rossini


No supo como llegó a quedar atrapado en el sueño recurrente de la mujer, pero ahí estaba, esperando, con el coche en marcha, a que se abriera la puerta del caserón y ella viniera corriendo, con un bolso en cada mano y la cara marcada, y se subiera como una tromba y le implorara que arrancase lo más rápido posible, que si el marido los veía los mataba a los dos. Y él hundía el pie en el acelerador, sin saber adónde ir, ni quien era esa mujer, Ella hablaba y lloraba, mientras doblaban en una esquina y un cartel decía: "Amanecer 20 Km." y la esquina se convertía en ruta y la ruta en noche y la noche en cama y ella que despierta y el marido está con el cinturón - otra vez- en la mano mirándola con una furia alcohólica que inexorablemente mutará en placer para él y dolor, demasiado dolor, para ella, que va a volver a soñar esa noche que un desconocido la viene a rescatar de esa vida de mierda pero nunca la rescata del todo y ya implora que ese coche en el que huye, que va tan rápido, choque de una puta vez y se termine todo y ahora sí el hombre parece comprender mientras suelta el volante y se tapa la cara y ella también se tapa la cara porque el cinturón vuelve a caer una y otra vez y no tiene fuerzas para decir basta y el choque es inevitable y el tipo piensa ahora sí me salgo de este sueño de mierda y cierra los ojos y cuando los vuelve a abrir está en una sala de hospital, lleno de tubos y enfermeras que lo miran y lo tocan y le dicen que tuvo suerte porque la mujer que iba con él en el auto se había matado y él piensa que ahora ella no va a poder soñar y por fin va a poder volver a vivir normalmente, sin estar preso en los sueños de alguien que lo había elegido para algo que ahora no podía recordar con exactitud.

viernes, 24 de abril de 2009

El olor a café - Guillermo Fernando Rossini


Se despertó y el olor a café le recordó que las mañanas, que todas las mañanas de su vida empezaban de esa manera. Confuso y somnoliento, se lavó la cara y fue hasta la cocina, a cumplir el ritual de iniciación: la taza llena, las dos rebanadas de pan, el diario doblado sobre la mesa y su mujer, ahí, mirándolo desayunar. No encontró nada de eso. Salvo la cafetera destilando el oscuro liquido con su molesto gorgoteo. Emilia no estaba y sobre la mesa no había nada, salvo el diario, que estaba abierto y desordenado. Arrastró los pies descalzos y se sirvió en una taza grande, sin azúcar. Mientras bebía sin ganas, se preguntó dónde estaría Emilia a esa hora de la mañana. Miró el reloj y reafirmó su idea de que era demasiado temprano; trató de recordar si había escuchado el teléfono o el timbre, pero no lo consiguió. Afloró, si, el recuerdo de ella diciéndole algo grave, con la cara desencajada y los ojos llorosos. ¿Habrían discutido anoche? ¿Habría soñado? Otra vez el intento de recordar, y nada. Mucho sueño; malditas pastillas. Maldito (bendito) alcohol. Preocupado, volvió a la habitación.No vio el sobre al lado del teléfono.
El calefón se apagó cuando se estaba bañando y tuvo que volver a la cocina chorreando agua para prenderlo. Sóno el teléfono; vio el sobre apoyado en el viejo aparato. Sacó el papel, apenas. La letra nerviosa de Emilia: “No me atrevo a decírtelo cara a cara, pero...” Lo guardó y lo dejó donde estaba. Emilia estaba en todo el departamento; en el color de las paredes, la decoración, los adornos, los manteles, las fotos encima del modular... En ese sobre no podía estar la ausencia, la soledad. Lo rompió y tiró los pedazos: flotaron un instante y se fueron depositando, uno a uno, en la alfombra. El aire quedó vacío. Caminó hasta el balcón y se asomó a la calle, desnudo. Siete pisos, siete segundos.En ese momento, la puerta se abre y Emilia, con la cabeza gacha, vuelve a llenar por un momento, el departamento, la vida. La mano de José aferra la baranda del balcón.
Ella lo mira y, apenas da dos pasos hacia delante, José se reclina peligrosamente sobre el vacío. Emilia se detiene en seco, pisando los restos de su propia carta, de su propia declaración de libertad, de su final de etapa. - Me moría si no tenía el café de la mañana –dice José, sin soltarse de la baranda.- ¿Te hago uno? –Con los ojos esperanzados, Emilia suelta el bolso y va para la cocina, despacio, sin dejar de mirarlo.
José sabe que algo anda mal porque no parece ser la mañana, ni hay rebanadas de pan ni Emilia es la de antes.
Pone la pava con poco agua, y empieza a batir el instantáneo. “No puede estar tan mal” –piensa. Una especie de resignación la inunda y empieza a preguntarse para qué volvió.
La taza humeante en la mano, como ariete, entra en el living. Las cortinas flamean. Allá abajo, el sonido de una sirena inunda la calle. Un intenso olor a café inunda el departamento tan pronto la taza se rompe contra la alfombra gastada y el líquido empapa los despojos de una carta de despedida.