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martes, 25 de febrero de 2014

Pequeñas inquietudes - Anahí González


I
El pequeño era uno con su pierna-mamá y no había caso. Ella le pidió, le explicó, le ordenó, le gritó que la soltara —en ese orden. Pero el monito, colgado de su pierna-rama, entró con ella al baño. Cuando mamá se sentó en el inodoro a hacer pis, él observó todo con indisimulada curiosidad hasta que...post higiene materna sobrevino su cara de pánico.
—¡Mamá! ¿Por qué te sacaste el pitooooo?

II
Matteo —6 años— se baña con espuma. Se recuesta sobre las burbujas y mira su cielo blanco algo descascarado desde la bañera. Sus profundos ojos negros hacen contraste.

—¿Sabés, mamá...? Cuando iba al jardín me gustaba una nena que se llamaba Yanina. Y ahora me gusta otra, pero de verdad. Porque antes, cuando era chiquito, no entendía nada... No sabía nada del amor.

III
El pediatra se asoma a la sala de espera para anunciar el próximo turno. Entonces ve a una mini ricitos de oro, con un caramelo en la boca.
—Te estás comiendo otro caramelo y a mí no me convidaste ninguno...
—¡¡No!! Te hace mal a la panza, doctor.

Tomado de Espejitos de colores
Sobre la autora: Anahí González

jueves, 10 de octubre de 2013

Péinate y anda - Anahí González


Cuando la tarde gris, fría y con amenaza de lluvia, no se ajusta a las expectativas que tenías sobre ella, hay que inventar.
Así que tras calzarme los patines eché a andar.
La pista circular al aire libre no estaba lo que se dice concurrida. Solo un Sr. Ciclista formaba parte de mi coreografía improvisada.
Al principio fue como siempre: impedida de atender otro asunto que no fuera mi cuerpo y su precario equilibrio, intenté controlar los furcios.
Delante y en curvas, el gris. Arriba, verde y mojado. Había empezado a lloviznar.
Pie va, brazos vienen, minutos más tarde era Natalie Portman en el Cisne Negro –claro que, objetivamente, mis movimientos eran más similares a los de un bailarín sin muchos reflejos ensayando los pasos de alguna rara danza nueva.
Así las cosas me complacía imaginar que el Sr. Ciclista, con su casco y sus calzas, disfrutaba tanto como yo del paisaje, de su respiración y que hasta, tal vez, repetía para sí alguna canción mientras le ganaba interiorimente una pulseada a la llovizna.
Pero mi sueño de armonía se derrumbó al mismo tiempo que mi anatomía rebotaba varias veces contra el cemento antes de quedar en una posición final digna del kamasutra.
El Sr. Ciclista pasó tan rápido por el bulto amorfo que significaba mi cuerpo que no alcanzó a frenar –por un momento pensé que había obrado aconsejado por la sabia vergüenza ajena.
El intento por reincorporarme fue menos decoroso que torpe pero no hubo testigos oculares.
Una vez con los sentidos en su lugar me pasé la mano por el pelo suelto que a esta altura era una especie nido, me sacudí un poco y eché a andar como si nada.
Así estaba, remando para volver a lo de Natalie Portman cuando escuché a mi espalda una voz que debía ser la del Sr Cicilista –y efectivamente lo era.
—Veo que estás bien. ¡Sos dura! –dijo, y pasó como un rayo.
Si supieras cuántas veces me caí, Sr. Ciclista.
Pero siempre me piené, me acomodé un poco y como fuera, volví a la pista.
En ese orden.

Tomado de Espejitos de colores
Sobre la autora:  Anahí González

domingo, 30 de junio de 2013

Mi agua - Anahí González


Hoy descubrí un mecanismo de mi mente que escribo para no olvidar, para que nunca más me encuentre desprevenida y así poder manipularlo a gusto y piacere, en cualquier momento que sea que me asalte, o que lo intente.
Desde hace bastante tiempo se me dio por pensar que no sé lo que quiero. Se me dio por buscar, cual perro obstinado y hambriento, el hueso que supongo alguna vez enterré en cierta tierra fértil de mi espíritu y que se llama esencia. Debo haberlo escondido muy bien entonces, porque no se deja ver, oler y menos tocar.
¿Quién soy? ¿Para qué estoy acá? ¿Cuál es mi camino? ¿Quién deseo ser? ¿Qué destino quiero forjarme si es que puedo escribir las hojas de cada día de mi existencia hasta que el libro se agote?
Ahora sé que el hueso siempre estuvo delante de mi nariz.
Una situación que puede parecer de lo más trivial me develó el misterio que encierra el control remoto de mi cerebro. Es un aparato que funciona en automático, pero que, conociendo sus tretas, podría intentar accionar a mi antojo. Play. Ahora stop. Pause, apreté pause. Ya me vas a obedecer.
Desde hace un tiempo me cuesta leer. No por pereza ni falta de entusiasmo, las palabras han sido siempre una tabla de salvación en medio de incontables tsunamis devastadores.
Me cuesta leer porque me da placer. Pause. Rewing. Me cuesta leer porque me da placer. ¿A qué clase de bicho le cuesta proporcionarse placer? A mí. Freno el goce en tanto y en cuanto osa asomar el esmalte de la delicada uña de su pie en punta de bailarina clásica.
Si en pleno invierno, recostada en el sillón de tres cuerpos del living de mi casa, con sahumerio de limón, té con leche con miel, frazada, llego a la mejor parte de un libro —situación que es para mí una de las caras auténticas de la felicidad— el éxtasis no puede durar más que un breve instante, el que tarda mi cabeza en hacerme jaque mate.
Cuando estoy llegando al núcleo proporcionador de orgasmos intelectuales, como puede ser el capítulo 32 de Rayuela, cierro el libro y me dispongo a hacer las cosas más estúpidas que haría el más estúpido de los hombres si le pidieran que hiciera las diez cosas más estúpidas que se le ocurrieran.
Y lo peor es que cumplo con el ritual autoimpuesto como si de ello dependiera la salvación de todas las fuentes de agua dulce del planeta o la paz de las naciones de todos los continentes conocidos y por conocer.
Confecciono listas de estupideces. A saber. Se me ocurre que mis repasadores están bastante gastados. Pienso que tengo que renovarlos. Un pensamiento de esa magnitud no debería ocupar en mi mente más tiempo que el que dura la frase “Tengo que renovarlo”. Pero no. ¡Soy infectamente capaz de creer que NECESITO recopilar todos los repasadores de la casa para saber cuántos merecerían ser renovados!
Así me hundo en infructuosas búsquedas —que me demandan el doble del tiempo que me hubiera llevado leer el capítulo 32 varias veces y de derecha a izquierda— y que me dejan, justamente, hecha un trapo sin ganas de nada más que de tirarme al sillón a lamentar mi cansancio.
Busco por horas en cajones en desuso, reviso los cestos donde se apila la ropa para lavar, abro y cierro el horno varias veces, miro debajo de las camas, desguazo los roperos de todas las habitaciones, le echo un vistazo a la ropa de la estación contraria, prendas que se me caen encima ni bien abro puertas a las que nunca llego sin subirme a una silla.
Al finalizar la tarea, en realidad, nada finaliza excepto mi inquietud de continuar leyendo. Jamás voy a saber cuántos repasadores tengo porque me importa un pito saberlo. Es más, me importa menos que un pito; los pitos me han importado más de lo que quisiera y en más oportunidades de las que quisiera.
Así opera mi mente. En cuanto ve que la felicidad o el placer, que se le parece bastante, están por asomarse al lago calmo de mis horas idénticas, activa un resorte que me dispara a millas de ahí. Es como si creyera que tanta belleza fuera demasiado para mí. “Tenés que…” lo que sea. Hacer compras, contar las baldosas que faltan en la vereda, sacarle los pulgones al rosal, hacer un llamado postergado que tal vez vuelva a retrasar por alguna otra actividad infértil.
Basta, mente podrida. Te agarré de las pestañas. No voy a tirar mucho, pero sí lo suficiente como para que no cierres los ojos. Te voy a mirar de frente para fumigar con mi insolencia tu mala entraña.
Desde hoy estamos en guerra. Voy a leer cuanto se me cante, voy a viajar a los países que quiera, como quiera, con quien quiera. Voy a inventarme un nombre que no conozcas para burlar tus prácticas. Me voy a reír de vos.
Y en mi mochila no voy a guardarte ni un chicle. Todos los bazooka de banana para mí. Te voy a dedicar los globos, eso sí. Globos bien grandes que voy a explotar de cara al cielo mientras pienso en Oliverio, en Neruda, en el toco tu boca. Llegó la hora de temblar como la luna del último verso del capítulo 7. En el agua. Mi agua.


Acerca de la autora:

domingo, 24 de julio de 2011

Elecciones – Anahí González


En mi primer día de clases en la Escuela N 11 me toca compartir banco con Etelvina cara de pánico y trenzas apretadas. Miro hacia atrás y ahí está ella, Euge, movediza y sociable, dispuesta al primer intercambio de palabras (es gracioso, cuando pienso en la Euge de ahora, también me la imagino hablando y moviendo las manos) No sé cuánto tiempo pasó hasta que decidimos dejar atrás a Etelvina y propiciar su mudanza a mi banco, pero fue una decisión tenaz: a partir de entonces compartimos pupitre los siguientes 13 años de nuestras vidas (toda la primaria y toda la secundaria, decimos con orgullo)

En cada foto de fin de año, esa en las que todos posamos de blanco con la maestra al costado y un cartel que indica el grado, aparecemos juntas. Basta buscarla a ella para saber donde estoy yo, y viceversa. En esas imágenes desfilan distintos peinados, distintas maestras, rasgos más o menos infantiles en nuestros rostros, pero siempre la misma ubicación. Una al lado de la otra como siamesas que se eligen.

Sólo una temporada pasamos separadas en el aula, no me acuerdo si fue en segundo o tercer grado. La señorita nos separó por hablar mucho y terminamos sentadas; ella con “Palito”, el más flaco del aula y yo con “Sendra”, el más rubio y cabezón. Euge decía “Seño, Palito se tira pepes”, pero aún así no lograba convencerla de la necesidad de volver a sentarnos juntas. Fue la época en que mordí el trasero de todos mis lápices en señal de aburrimiento o agonía.

Una vez, en primer grado, me largué a llorar porque no sabía picar con punzón el papel glacé. En el recreo Euge me abrazó, me consoló y caminamos por el patio de la escuela. Entonces le dije la verdad: “No lloro porque no sé picar, lloro porque extraño a mi papá”. Él estaba en diálisis en Buenos Aires a la espera de un donante de riñón. No sé que dijo Euge entonces, pero sí sé que a los seis años ya la había elegido para siempre.

viernes, 4 de febrero de 2011

Teorías - Anahí González


Según tratados de la ciencia, la luciérnaga hembra, de la familia de los coleópteros, ilumina su vientre con fines reproductivos, para atraer a una posible pareja sexual.
Es cierto que una pancita relampagueante puede ser un buen comienzo, pero desde el punto de vista científico, se trataría de una teoría insuficiente.
Como antropólogo e investigador, estoy en condiciones de desarrollar mi teoría sobre los “efectos hipnóticos de las luciérnagas”.
Y para fundamentar esta teoría he dedicado gran parte de mis estudios al comportamiento de una población asentada en una isla ajena a los progresos de la civilización.
Dicho asentamiento se dedica a la adoración de las luciérnagas. Sus isleños viven para alimentarlas, construyen altares en su nombre, preservan su hábitat natural y las protegen de las inclemencias del tiempo. Basta una lluvia, para que grandes y chicos se den con alegría a la recolección de babosas, alimento exclusivo de estos insectos.
Yo mismo fui testigo de un extraño ritual devoto.
Aquella noche no había luna y el cielo era un techo esponjoso que parecía descender cada vez más. La laguna al costado de la cual se emplazaban las casuchas de madera de los pobladores estaban en silencio y sumidas en una oscuridad sin fisuras. De repente, sobre los pastizales, comenzaron a aparecer tímidos destellos, mínimos focos lumínicos que transformaron las inmediaciones en una relampagueante alfombra de luces.
Por obra de las luciérnagas, en sólo unos segundos, aquel paraje virgen y remoto, se convirtió en la porción de tierra más iluminada del mundo.
En ese instante, todos salieron de sus viviendas en una especie de sopor y se colocaron uno al lado del otro bordeando la laguna hasta que el más anciano dio la señal. Tomó entre sus dedos una luciérnaga, la colocó en un recipiente traslúcido y luego lo tapó. Cuando el frasco se hizo luz, todos lo imitaron y comenzaron a avanzar como fervientes religiosos en medio de una procesión hasta entrar en el agua. Sus rostros parecían no tener edad. Formaban, en conjunto, un collar de fosforescencias en comunión con un orden superior. Así, mojados y absortos, extendieron sus brazos hacia el cielo y danzaron hasta caer rendidos.
Si bien aún no he publicado mis hallazgos, estos se vieron recientemente avalados por informaciones confidenciales que se infiltraron de la NASA.
Según estos informes ultra secretos, cinco astronautas americanos, habrían divisado desde las alturas a este islote luminoso y habrían quedado tan fascinados por el guiño intermitente de los pastizales, que habrían abortado la misión espacial para dedicarse a la cría de caracoles y adoración de luciérnagas.
Según la versión oficial se estudia la posibilidad de que estos pobladores sean parte de una célula terrorista que busca dominar el planeta utilizando a las luciérnagas como instrumentos de destrucción e hipnosis masiva.
En breve, desde las altas esferas del poder, se planea atacar el objetivo y salvar la paz mundial.

Tomado de: http://www.misespejitosdecolores.blogspot.com
Ilustración: Tres (detalle) Marco Maiulini. http://www.flickr.com/photos/marcomaiulini Todos los derechos reservados. Reproducido por gentileza del autor.

Acerca de la autora:
Anahí González

martes, 19 de octubre de 2010

Función privada - Anahí González


Noche de cine en casa.
Mi vieja trajo dos películas, “Cartas a Julieta” y “El amante” (The Other Man) Ni pálida idea de qué tratan, pero no me asombra en ella, sólo las alquila cuando lee en las sinopsis que incluyen algún paisaje italiano.
Después de una búsqueda desquiciante de mis lentes, me dispongo a acondicionar el living-sala de cine. Como soy parte del 1 % de la población que no se compró un plasma para ver el mundial, el primer paso es acercar dos silloncitos a la pantalla, tanto que si quemara, habría olor a pestaña chamuscada (todos sabemos cómo huele, a todos nos ha jugado una mala pasada el encendedor alguna vez).
La cercanía al TV verifica, en este caso, la herencia de la miopía.
Todo dispuesto. Matteo duerme y sueña seguramente con las figuritas que le faltan en el álbum del mundial. Su última frase, mientras lo cargoseaba con almíbares y mimos fue “disculpame, pero quiero ver los dibujitos ¿sí?”. Es textual, lo juro. Cría monstruos…
Juan, en un asado, lejos del despliegue artístico que involucra apagar las luces para emular la sala de cine. Nos miraría con cara de espanto, mezcla de envidia y admiración, así como las mujeres observamos ciertos rituales masculinos que no alcanzamos a comprender, pero sobre todo porque, en su caso, una movida de estas características sólo valdría la pena por Tarantino o Kusturica, jamás por dos títulos de los que desconociera el elenco y con nombres como Cartas a Julieta y El amante. Vomitaría.
¿Qué peli pongo?
La de Julieta, que tiene paisajes de Italia.
Lo sospeché desde un principio.
Gael García Bernal. Guau. Arrancamos bien.
Si la película no valiera el desvelo, el fin en sí mismo pasaría a ser el mexicano. ¡Mierda! ¡No tiene subtítulos! Estoy a punto de lanzarla a la hornalla. Detesto escuchar Coño justo ahí donde debe ir un bien puesto MADER FAKERRRRRR.
"Cartas... " es correctamente romántica. Libre albedrío a las interpretaciones de esta frase y no pienso contar que la protagonista está muerta (es chiste).
La Thatcher (mi vieja) parece entusiasmada, por lo menos enciende cigarrillos como una adolescente que se quiere hacer ver. Pero en el punto álgido de la tensión dramática, pide pausa. Concedo. Lo que sigue es increíble. ¿Pueden quitar a los menores de la pantalla?
Me agarraron ganas de tomar algo rico ¿Tendrás una botellita de GANCIA por ahí? Dejá, no te muevas, decime donde está y yo la busco.
Sí señores, después de ver a García Bernal catar vino en bodegas italianas, le pintó alcohol. No sé por qué imaginó que yo tendría una botella de gancia, "por ahí" (el diminutivo, botellita dijo, ya es preocupante). Después de revisar entre los cadáveres de botellas, encuentro un espumante de fresa, sin abrir. Voilà. Vasos de vidrio con forma de copa con muy poco glamour pero el hielo suena bien igual. Como en las publicidades.
De vuelta en el sillón individual, frente a la pantalla, me envuelvo en un acolchado turquesa de Matteo, los lentes sobre la nariz y la copa llena con el hielo bailando. Mi vieja, con un vaso en una mano y pucho en la otra, intercala galletitas frutigran con chips de chocolate.
Tánatos se hace una fiesta.
Lo sé, la felicidad puede ser patética, a veces.

Tomado de http://www.misespejitosdecolores.blogspot.com/

Acerca de la autora:

martes, 13 de julio de 2010

Irremediable – Anahí González


Si el destino no hubiera trazado entre nosotros esta distancia de guerras mundiales y holocausto.
Si hubiera podido ofrendarte mi vida mi muerte lo que fuera, arroparte en vez de desnudarte y cubrirte con mi cabello como sólo se puede cubrir la maravilla.
Pero este amor fue desde el principio como pretender tomar un trozo de cielo y ahogarse de verano.
Hay pasiones tan condenadas como esos ríos que a los que no llega la lluvia y terminan secándose.
En las noches de desearte, retuerzo mi conciencia como un trapo húmedo porque la culpa es menos tuya que mía y debo sufrir en silencio como pez en la orilla.
Si no me persiguiera tu imagen, tu torso desnudo en actitud de entrega.
Si no tuviera que gritar hacia adentro y morder mis gemidos en madrugadas febriles de tu ausencia.
Sin tan sólo hubiera nacido antes y me hubieran llamado María Magdalena.
No hubiera dudado en ser tu puta.
No estaría tomando los hábitos y preguntándome por qué tuviste que morir en la cruz.


Tomado de : http://www.misespejitosdecolores.blogspot.com/

Acerca de la autora:
Anahí González

viernes, 18 de diciembre de 2009

Nómade - Anahí González


Solíamos amarnos bajo la noche abierta desnudos como heridas. Entonces éramos ingenuos. No sabíamos que la felicidad es una mariposa que muere en el aire, en plenitud de su belleza.
Todo empezó a estar mal cuando la vi en tus ojos ¿Quién era ella? ¿Por qué se adhería a tus pupilas como un mal bicho? Hubiera querido ahuecar tus órbitas, apretar los puños hasta quebrarme los dedos. Ciego, dejarte ciego, condenarte a la imbécil vida del topo y alejarme para siempre de tu laberinto.
Pero al dudar me convertí en cómplice de tu juego perverso y una consigna obsesiva guió mi estrategia: los hombres infieles sólo buscan placer.
Entonces, hice todo por borrar el camino trazado por su saliva.
Fue inútil: ella vivía en tu mirada como una certeza. Era la imagen invertida del naufragio. Nosotros; la vela rota, el barco hundido, el esqueleto de óxido pudriéndose en el fondo.
Es que el amor, como el viento, no tiene casa.
Hubiera querido arrancarte los ojos, pero ella se hubiera convertido en tu última imagen.
Hubiera. Estúpido verbo.
Ahora sólo me resta tomar coraje y apretar el gatillo.

Tomado de : http://www.misespejitosdecolores.blogspot.com/

Acerca de la autora:
Anahí González