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lunes, 18 de julio de 2011

Globo - Jorge Ariel Madrazo


Última noche en Paris. Abris la ventana que te permitirá acceder al pequeño balcón, y seis pisos más abajo la calle, el collar de piedras que contornea al árbol flaco. El perfil de aquel edificio, enfrente, rematado en una chimenea casi caricaturesca, es ahora una sombra extrañamente atravesada por presagios de algo indefinible. Los parroquianos del restorán, en la esquina, ríen de pronto, todos a un tiempo. Seis chicos y chicas, en la vereda de tu hotel, juegan a la mancha. Se detienen más tarde, gritando eufóricos: uno de ellos enarbola un globo azul que sin embargo en un momento fatal se desprende de sus manos y sube, sube mucho más arriba de la copa del árbol, más arriba de tu balcón, de ese manotazo con que pretendés agarrarlo y que te impulsa a sacar imprudente medio cuerpo sobre la baranda al punto de que aun en el instante en que te precipitás a tierra, hacia la veredita donde los chicos gritan pero mucho más fuerte, estás sumamente irritado por no haber podido aferrar aquel maldito, aquel indiferente globo azul.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Nocturno de tango - Jorge Ariel Madrazo



«Me hallaba solo, disponible, desafecto y tranquilo. Tenía veintiséis años.»
El juego del revés, «Teatro», Antonio Tabucchi.

¿Me creerá si le digo que en esa época yo me sentía extrañamente identificado con el joven solitario, desafecto y tranquilo que se abría paso, sin saber por qué ni hacia adónde, en la escondida región de Kaniemba, Africa? ¿Y que en cierto exacto minuto se sentiría perplejo frente a aquel inglés, Sir Wilfred Cotton, y sus sorprendentes “funciones teatrales”, proezas fantasmales de un ex actor que, roto el hilo umbilical de su vida, reviviría su ayer en homenaje al joven, su único invitado vestido de etiqueta en una residencia al borde de la selva, residencia y a la vez improvisado escenario, verdad Antonio Tabucchi?
A decir verdad, yo tenía veintiocho años y a la inversa de aquel joven me sentía muy poco disponible, sumergido en un océano de intranquilidades. Lejos del sitio, fuera cual fuese, en el que debería estar. Y, claro está, lejos del África que nunca visité.
Por eso, para esconder mi imprecisa angustia, cierta noche decidí mantenerme estático dentro de la oscuridad del salón, allí en la casa familiar, tan lejos del Africa, a sabiendas de que mi camisa blanca recién planchada brillaba como una luciérnaga. Y que desde el patiecito abierto a la luna ella estaría observándola –observándome, aun sin verme del todo- fascinada. Todavía enamorada.
No, no me veías. Pero sí ahora, cuando han pasado muchos, excesivos años. Y en la noche, mezclado con el prestigio vegetal de los arándanos sin duda rojos, se oye un tango.
La camisa que ahora llevo es azul, casi negra. Por contraste, mi cabello es blanco. La sala está a oscuras. Tú permaneces quieta, esfinge tal vez triste, tal vez dolorida ante la silente comprobación de que la rueca llamada vida se desmadeja más rápidamente cada vez, y que ya no eres la muchacha que reía por nada y miraba la luna en orgulloso desafío.
Tampoco estás aquí, es cierto. No estás conmigo desde hace muchos años.
Y sin embargo, sólo ahora puedes verme. Porque estás muy en mi y no ya en un patiecito lleno de luz.
Sólo puedes verme ahora que estás muerta.

martes, 2 de febrero de 2010

Inconvenientes de Facebook – Jorge Ariel Madrazo


Alineó las fotos, con un suspiro. Qué joven era su mujer al irse (ah, la enfermedad maldita). Y aquel amigo, el del absurdo suicidio. Si él pudiera acompañarlos; pero el don no deseado, la inmortalidad, lo condena a vivir más y más de recuerdos; tendrá que reaprender en terapia a vivir con alegría el eterno Tiempo Presente y a recordar cómo era tejer proyectos de futuro. Porque el futuro ya es sólo un proscenio que apenas si le exige esperar lo bastante y… ¡zas! se corporizará. ¿Amar a otra mujer? Para qué, si ella también va a morir. ¿Propiedades, bienes? Se deshacen ante sus ojos. Ya ha presidido su país en dos ocasiones. La primera, fue un héroe. La segunda, un canalla.
Implora la muerte. Del Diablo le llega una risa burlona. Vuelve a maldecir el momento en que trabó amistad con Dorian Gray. Y ni siquiera hay un retrato salvador, una efigie de tela y óleos sobre cuya corrupción creciente clavar el cuchillo que lo redima: todo el miserable contrato con Satán se celebró por Facebook…

lunes, 16 de noviembre de 2009

Presentación - Jorge Ariel Madrazo



A Javier Villafañe, i.m.

De entrada nomás te sorprende la disposición de las sillas, injertadas unas en otras de un modo que suponés casual. Pero basta sentarte y quedás acollarado por un andamiaje de cuerina, de rodillas propias y ajenas. Y nalgas, horrendas nalgas, deleitosas nalgas. Estas últimas, lo sabes bien, incitan a la femenina seda a resbalar con languidez. Y sobre ella, las puntas de tus dedos.
Sentarse allí era un acto de arrojo al que te lanzaste sin pensarlo. Y allí estabas, apoltronado, soñando (el diablo sabe por qué) con «Rose of Picardy» en las grabaciones de Al Jolson e Ives Montand. La primera, de 1949, cuando con unción guardaste tu flamante libreta de enrolamiento; la segunda, del 80, el mismo año en que quedarías prisionero de una silla Tudor, dentro de un saloncito empenumbrado en reflejos celestes, esperando algo. ¿Tal vez a Fred Astaire, con su media sonrisa en aquel old fashion way? ¿Quizás una visión espléndida y distinta, como la que suspiraron los colonos Juan Cruz, Santiago Armella, Wladimiro Katz y Hermenegildo Aguirre, quienes al atardecer del 17 de setiembre de 1934, en las inmediaciones de Cerro Redondo, allá por Olavarría, embobados pero sin extrañeza vieron surcar el cielo a la poetisa Felipa Salgado, igual a un esquife, tan arriba y tan tranquila? ¿O estarás esperando una nueva, infinita función de «El Caballero de la mano Roja» y su villafañesco caballo «Temerario»?
Las caras de los contertulios empiezan a borrarse. Brota de ellas, en crescendo, un coro: «Rose of Picardy», «In the old fashion way». Felipa sobrevuela tu cabeza.
Tantos hechos te impidieron constatar el cerrojo de las sillas presionando a tu cuerpo enflaquecido. El momento cuando unas nalgas te oprimieron; primero te ganó una estimulante excitación, luego supiste: te arrastraban hacia el fondo, al subsuelo donde moran los insectos y adonde fluirán (algún día) tus cenizas.
Rogaste por auxilio, casi sin esperanza. Desde el escenario proseguía, imperturbable, la erudita presentación de un poemario a cargo de una profesora en Letras provista, cómo no, de esos anteojos de carey. En eso, Felipa Salgado arrojó, desde lo alto, su cable de heliotropos. Y por él trepás, jadeante. Hasta donde Temerario te aguarde sudoroso, entre brincos a lo Fred Astaire y en aquel viejo estilo elegante. Hasta un espacio abierto donde no te alcancen, ya, los poéticos aplausos de la jauría.

martes, 27 de octubre de 2009

Chateo pasional — Jorge Ariel Madrazo



Mi amigo, el periodista Enrique Pock, estuvo traicionando a su mujer de un modo asqueante, troglodítico. Pero Dios castigó sus excesos.
Al principio, la PC era para él un símbolo de la insoportable atadura laboral. Pero en los últimos seis meses Pock se pasó las noches en vela: solo, en piyama y pantuflas y con el enfermizo auxilio de una luz verde, mientras tipeaba con frenesí sobre el teclado blancuzco emitía sordos ronquidos de pasión. “Tengo tanto trabajo”, mentía a su comprensiva esposa.
Pock siempre fue callado. Los torrentes de locuacidad los volcó tan sólo en el chateo con la Otra (así, con inicial en mayúscula).
Escribía: Anoche noche soñé con vos. Estabas mona, parecida a la foto.
—Ella: “Mi mago, qué cosas decís, me calientan no sabés cuánto. Has de ser tan viril, mi amor…”
—Pock: Tengo ganas de tomarte una mano.
—Ella: “Ay, otra vez el fuego que me consume hasta hacerme perder el juicio. Esas porquerías que me decís me excitan, creo que voy a convertirme en una pecadora, Dios me valga…
—Pock: Sos linda.
—“No, no me empujes al desliz, mi bien… Ya me siento toda húmeda y ardiente. Como si un rayo flamígero del Señor estuviera hincándose en mis carnes corruptas, tan indignas de Él.
—Pock: Hoy formé tu nombre con la sopa de letras.
—Ella: ¡Mi salvaje! Voy a aferrar tu espada húmeda y roja, como un marlo desquiciador, y a correr loca por el prado, enajenada de placer…
—Pock: Je.
—Ella: Basta, no aguanto más, creo que deberé arrojarme por la ventana, tus palabras son más perversas que las de la Serpiente bíblica. Has hecho de mí una piltrafa de pasión, una mujer toda Eros y lista para seguirte al mismísimo Averno.
—Pock: Debes tener mejillitas suaves, ¿no?
—Ella: ¡Basta, mi Bestia! ¿Hasta dónde crees que podrás arrastrarme por el fango con esa elocuencia abrasadora? Aquí mismo abandono estos diálogos que han hecho de mí un ser malvado, despreciable; mi deseo de vos me llevó hasta a abandonar a mi madrecita enferma, soy tu esclava pero ya  me insubordino. Adiós, mi Henry. Nunca te olvidaré.
Y así, la verba apasionada de mi amigo le hizo perder a la única mujer que, quién sabe, pudo hacerlo feliz.

viernes, 9 de octubre de 2009

Miedo - Jorge Ariel Madrazo


Era el fin. La hora cúspide de la semana más cruel de su vida.
Fulminado por el virus desconocido.
Tras horadarlo como vitriolo, la fiebre era reina y señora de sus facultades. Los temblores agitaban el cuerpito consumido, empapado en sus miasmas. Por ruego suyo lo rodeaban sus últimas amantes: Eulalia le administraba esos tecitos de arándano, Silvia le ponía las ventosas del doctor Fucus, Lucía corría con la parte más complicada: hacerle ingerir, por un embudo, la pizza a la calabresa pasada por un rayador. Ah, y el anís Chinchón, infaltable. De a cucharadas, claro.
Temblaba como un pollito, gritaba de miedo. Oprimía las mano de alguna de sus bellas cuando la Implacable se agigantaba llenando de sombras la habitación. La ronda de esqueletos danzaba en la pared, Una Forma Blanca lo espiaba desde los pies de la cama: “Basta de farra, andá abriendo la boca que debo extraerte el alma”.
Todo muy bizarro, ya se ve.
Lo más terrible no fue nada de eso. Lo terrible fue cuando el amigo, el pánfilo de la barra, interrumpió su agonía con la peor noticia imaginable:
—Perdoná, Negro, pero llegó la factura del gas.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Hielo - Jorge Ariel Madrazo


Al caserón abandonado hay que aceptarlo como es. Una inmundicia de paredes chorreadas, letrina con costras, enchastres de mil generaciones. Y la ruindad levantando su cabeza en los yuyales y las baldosas podridas. Y el pozo, al que es inútil reclamar agua.
Y aquel olor.
Ni ganas daban de comer. Allí: en medio de los cadáveres.
Si la cosa cambió, fue porque Elisa trajo el hielo. 

Pedro se asomó al pozo, en el centro del tercer y último patio, creyendo que iba a ver el agua. Sólo vio negrura. A lo sumo aquello, moviéndose en el fondo.
Se le encimaron imágenes: roedores de la profundidad, murciélagos que hubieran canjeado su hábitat en Cueva de las Animas por las delicias de aquel pozo, sus entrañas llenas de restos pútridos.
Cuando Pedro terminó de inundar con formol el cuerpo del joven fanático de fútbol asesinado el domingo al cabo de lo que cualquiera supondría una discusión natural, a raíz de las incidencias del juego, Elisa lo había sorprendido. Al caer con el hielo. 

Los pantalones le chorreaban a Pedro como una lágrima, revelaban una indudable propensión rastrera. Porque, ¿por dónde, sino por sus pantalones, se ha de juzgar a un varón? Cierto: no era agradable eso de transportar a los fallecidos arriba de una carretilla: pegaban brincos, berreaban un tufo que ni le cuento. Por eso Pedro —los blancos bigotes llovidos, párpados de comadreja, evitando tragar pues se le hacía estar comiendo cadáver— reclama airadamente cuando los muertos son más de diez por quincena.
Y ni gracia le hace esta tarea que excede, en mucho, a las funciones estipuladas por el Estatuto del Auxiliar Necrofílico.
(Las jefaturas le ordenan obtener los cuerpos como sea. Sin reparar en medios. Y acondicionarlos conforme a las reglas, que enseñan cómo se los ha de conservar para las experiencias de laboratorio en el ex Instituto Malbrán, ahora "Centro de Investigaciones Reservadas Erich Priebke". O-ká. Pero, últimamente, la faena le insume sus buenas diez horas diarias. Promedio. De Elisa, ni recordaba el color de los ojos.)
Hasta que ella cayó, nomás, con el hielo. 

Pedro siempre había arrojado las vísceras inservibles al pozo, en el centro del último patio. En el fondo del pozo —accedió un día a explicarle el comandante— un enorme aspirador-reciclador de residuos especialmente importado daría cuenta de los restos humanos desechables; cartílagos incluidos. El agua ayudaría a la succión. Pero él nunca vio ni atisbos de líquido. Hoy ha vuelto a asomarse: sólo negrura. Más aquello, quizás, que repta en lo hondo. 

El arribo de Elisa, al volante de un camión cargado con containers rebosantes de barras heladas, tuvo la doble significación del reencuentro con la amada y de un drástico giro en las condiciones de labor.
Porque a partir de allí, los cuerpos retozarán sobre un colchón de icebergs casi indisolubles, gracias al conservante ad-hoc preparado por los laboratoristas de la Escuela Mariscal Roemmel. Ahora podrá almacenar, en el galpón destartalado y crujiente de telarañas, los cuerpos enteritos, bien distribuidos dentro de las parvas frígidas.
Para los órganos blandos, riñones, hígado, páncreas, bazo, y sobre todo corazón, Pedro y sus cómplices se han confabulado (el Lieutenant General ni sospecha) con la conexión mafiosa Berlín-Oruro-Parque Chas. Ya no los tiran a la negrura del pozo; los intermediarios han prometido el cinco por ciento de la reventa, un montón. Una catarata de oro lista para brotar, supuración benefactora, de aquellos despojos alguna vez bautizados Raúl, Juanita, Zoraida, Héctor.

Hasta que otra vez esos ruidos desde el pozo. He aquí que Pedro se asusta. Pega gritos como: —Eh, anda alguien allí abajo, si es una ánima vaya apareciendo, no temo a bestias ni bultos que se meneen, y si es un espía del señor Administrador General, sepa que no hice nada. Y además no hay pruebas.
Entonces salió. La Cosa. Con uñas, rodillas y hombros sangrantes por el esfuerzo. Sin aliento salió. Los colmillos: casi tan crecidos como el pelo, que le cubría los hombros.
Pedro supo, de golpe, que eran ciertos los rumores. El Lieutenant General había concebido un engendro que nadie nunca vio. Salvo Pedro, el entrometido. La Cosa se alimentaba con aquellas vísceras providenciales. Que cesaron de fluir. Y el hambre, el odio, son ya excesivos.
La Cosa, el infeliz opa enclaustrado en el averno, decidió cobrarse esa deuda. La próxima remesa de hielo le sirvió, también a Pedro, para no deteriorarse antes de lo debido. Elisa lo acomodó en el montón.

sábado, 31 de enero de 2009

Cristo y el otro - Jorge Ariel Madrazo


Cuando Jesucristo empujó la puerta, usted dormía. Miento, hacía como qué. De puro empeñoso, para olvidar penas.
Bajito, con los jeans raídos y el poncho gris, más bien morocho y melenudo pero canchero: Jesucristo. Usted, del susto pegó un salto hasta el techo.
Y Jesucristo le dijo: —Yo soy...
—Ya sé, Maestro —cortó usted espabilándose, algo más sereno.
Más sereno y balbuceante le ofreció una silla, la cara chorreando agua tras haber hundido la cabeza en el lavabo mugroso. Así, medio abotagado y en calzoncillos, usted daría lástima, se dijo.
Jesucristo no pensó igual. Pensó: —Este tipo es una mierda.
Esa noche se quedó a comer con usted. A la suerte de la olla y aguantando estoicamente el magro arroz con un huevo quemado (peor habrá sido aguantar el via crucis y los clavos, allí colgante mientras todo el cuerpecito se rasgaba contra el madero).
Con los días El Ungido habrá alquilado su propia pieza en el hotelucho. Con el pecho fornido al aire, ascendía cada mañana por la escalerita hacia la tarima donde el baño, que más parecía una ratonera, y la ducha.
Jesús traía a cada personaje: encerrados por horas, a través del ventanuco se lo veía hablarles con gestos circulares y persuasivos.
—Don Jesús, no le conviene juntarse con esa gente; no sabe de qué son capaces. ¿Y eso de andar de aquí para allá meta cervezas con el inspector de la Impositiva, ese que los bolicheros sacaron corriendo a patadas?
Cristo sonríe. Está un poco harto de usted.
—Recuerda, hijo, que si no me convertí en un filisteo o un rabino más, fue por haber escogido a los míos entre el populacho, y así el odiado recaudador de impuestos Mateo, y aquel otro Simeón a quien coseché de la secta de los fanáticos, y el Buen Ladrón por quien también morí.
Usted, con la boca abierta.
Esto sí, piensa, que es gastar pólvora en chimangos. 
Otro día, un memorable día, cayó por allí María Magdalena, pelirroja, tan hermosa como quiera imaginarla.
El abordaje no fue fácil: horas de hablarle como por casualidad cuando el Maestro iba a hacer trámites y amistades equívocas al Once.
—Perdón doña María, pero le quiero pedir...
—María Magdalena, que María es única y la Madre.
—¿No le sobraría algo de azúcar, y si gusta acompañarme con un café sería un honor?
 —El azúcar ya enseguida; para lo otro, encantada cuando El Redentor esté de regreso. Me inquieta la tardanza.
—Caray ¿no lo habrán enchufado en la cárcel los romanos?
(Romanos, lo que se dice romanos, sólo los tanos de la piecita del fondo, pero usted se dejó arrastrar por un comprensible lapsus. Por ahí lo traicionó el subconsciente, las ganas de que el Pantokrator fuera hecho prisionero o crucificado y la Magda le llorara el hombro. Y usted la abriera muy despacito, desde las nalgas hasta el pelo llameante). 
Fíjese que no.
Fíjese que venir a producirse la Vuelta del Salvador justo cuando usted se le arrimaba a la Magdalena y la agarraba de un codo y empezaba a insinuarla disimuladamente para la pieza. Y ella se le retobó: —Te has confundido conmigo, infeliz, ¿tienes idea de a cuánto alcanza la pasión de Nuestro Señor, de mi marido ante los hombres, Ese que viene allí?
Usted piensa: —Pero éstos habían sido matrimonio, o será otra de esas parábolas de la Biblia y que el curita Rigoni ni minga, cuando pibe, en las clases de catecismo.
En eso llega, nomás, Jesús. Apoya pesadamente en el piso la bolsa con las redes de pesca, el pan y el vino: —Ya había dicho yo que este hombre era una mierda.
A la mañana siguiente, al tercer canto del gallo se habían esfumado. Dejaron sólo una libretita con signos en sánscrito ¿o arameo? 
Usted dice: —Y todo por esa hembra. —Agrega: —Estas putas son todas iguales.
Se lava las manos.
Y hoy, no lo niegue, lo espera todavía con el pretexto de devolverle aquella libreta. Pero déjeme que le desnude la verdad: usted, de nuevo y como siempre, tiene miedo. Entonces, usted deja oír algo como llanto. Vuelca, torpe, el vino.
Y yo le digo: —Hágame el favor. Si El vuelve a esta tierra, me avisa. Porque yo también espero. Y tengo miedo.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Presentación - Jorge Ariel Madrazo


A Javier Villafañe, i.m.

De entrada nomás te sorprende la disposición de las sillas, injertadas unas en otras de un modo que suponés casual. Pero basta sentarte y quedás acollarado por un andamiaje de cuerina, de rodillas propias y ajenas. Y nalgas, horrendas nalgas, deleitosas nalgas. Estas últimas, lo sabes bien, incitan a la femenina seda a resbalar con languidez. Y sobre ella, las puntas de tus dedos. Sentarse allí era un acto de arrojo al que te lanzaste sin pensarlo. Y allí estabas, apoltronado, soñando (el diablo sabe por qué) con «Rose of Picardy» en las grabaciones de Al Jolson e Ives Montand. La primera, de 1949, cuando con unción guardaste tu flamante libreta de enrolamiento; la segunda, del 80, el mismo año en que quedarías prisionero de una silla Tudor, dentro de un saloncito empenumbrado en reflejos celestes, esperando algo. ¿Tal vez a Fred Astaire, con su media sonrisa en aquel old fashion way? ¿Quizás una visión espléndida y distinta, como la que suspiraron los colonos Juan Cruz, Santiago Armella, Wladimiro Katz y Hermenegildo Aguirre, quienes al atardecer del 17 de setiembre de 1934, en las inmediaciones de Cerro Redondo, allá por Olavarría, embobados pero sin extrañeza vieron surcar el cielo a la poetisa Felipa Salgado, igual a un esquife, tan arriba y tan tranquila? ¿O estarás esperando una nueva, infinita función de «El Caballero de la mano Roja» y su villafañesco caballo «Temerario»?
Las caras de los contertulios empiezan a borrarse. Brota de ellas, en crescendo, un coro: «Rose of Picardy», «In the old fashion way». Felipa sobrevuela tu cabeza.
Tantos hechos te impidieron constatar el cerrojo de las sillas presionando a tu cuerpo enflaquecido. El momento cuando unas nalgas te oprimieron; primero te ganó una estimulante excitación, luego supiste: te arrastraban hacia el fondo, al subsuelo donde moran los insectos y adonde fluirán (algún día) tus cenizas.
Rogaste por auxilio, casi sin esperanza. Desde el escenario proseguía, imperturbable, la erudita presentación de un poemario a cargo de una profesora en Letras provista, cómo no, de esos anteojos de carey. En eso, Felipa Salgado arrojó, desde lo alto, su cable de heliotropos. Y por él trepás, jadeante. Hasta donde Temerario te aguarde sudoroso, entre brincos a lo Fred Astaire y en aquel viejo estilo elegante. Hasta un espacio abierto donde no te alcancen, ya, los poéticos aplausos de la jauría.

viernes, 31 de octubre de 2008

¿Qué hijo? - Jorge Ariel Madrazo


Los tréboles. Pisaba un campo trebolado. Había salido de la casona entre hondas aspiraciones de un aire que presentía único. A lo lejos Elisa lo llamó. Una vez, dos veces. De modo compulsivo y, creyó, con angustia. Más allá, en el río, desde los hoyos en los bancales de la orilla varias avispas escarbaban hasta recoger esas bolitas de barro. Y llevarlas luego entre las patas, quién sabe adónde, sobrevolando los sauces en vastos círculos repetitivos. Un niño, un pequeño desconocido, vecino circunstancial en la colonia de veraneo, llegó de pronto en un trote irrefrenable. Sus zapatillas de goma demolieron las parecitas barrosas de la orilla, un pie aplastó a la avispa que volvía de esos viajes. Ernesto sintió que debía acudir, a la carrera, al llamado de Elisa. Se le corporizó que algo podría haber ocurrido al hijo. Que lo hubiera agredido algún zapatón en la tráquea, en la columna vertebral. Dos minutos más tarde entraba en la pieza. Jadeante. Elisa  no recordó haber llamado. Ni que tuvieran un hijo.