Mostrando las entradas con la etiqueta Juan Manuel Valitutti. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Juan Manuel Valitutti. Mostrar todas las entradas

sábado, 18 de diciembre de 2010

Sexagenario - Juan Manuel Valitutti


Fue un superhéroe. Pero su tiempo había pasado. Contempló el antifaz que por tantos años lo había secundado en su tarea de combatir el crimen. Lo sopesó en sus manos con cariño paternal y, finalmente, lo remontó por sobre el barandal que se abismaba a la calle. Los peatones que circulaban por la arteria céntrica atisbaron un destello de carmín descendiendo en la brisa solariega. “Algún niño travieso”, pensaron. Pero interceptaron la prenda, y cuando comprendieron de qué se trataba quedaron enmudecidos. Entonces vieron caer la malla protectora, las armas, ¡y la capa, la capa carmesí de…!
—¡Es el Capitán Carmesí! —Las manos señalaban el balcón del edificio—. ¡Sabremos quién es!
Corrieron. Corrieron, y ocuparon los elevadores y las escaleras, y al rato llegaron los reporteros, con sus ansiosas cámaras.
El ahora sexagenario Capitán contempló el despliegue con una sonrisa nostálgica. “Está hecho”, pensó. Se volvió en el balcón e ingresó a la sala de estar. Las puertas se abrieron de un empellón y el público penetró en el secreto santuario. Las voces de asombro y los aturdidores flashes estallaron al unísono.
—Tiempo al tiempo, muchachos... —El ex Capitán trataba de calmar a la turba—. Contestaré a todas las preguntas que quieran formularme, ¡y hasta firmaré autógrafos!
Un reportero se adelantó e hizo alarmantes señas al Capitán.
Entonces el superhéroe retirado lo entendió…
“¡Demonios!”, pensó. “¡Estoy en bolas!”

viernes, 23 de julio de 2010

Shakespeare contra el dinosaurio - Juan Manuel Valitutti


—¿Me quiere decir qué tiene de literario el cuento del dinosaurio de Monterroso?
Miré al tipo por enésima vez, y junté aire.
—Sí, ya sé que soy un jodido —continuó él—, pero, ¿qué quiere? ¿O usted sabía que nos íbamos a atorar hoy en este ascensor?
“No, la verdad es que no lo sabía”, pensé apesadumbrado.
Abandoné la contemplación de las puntas de mis zapatos y traté de sostenerle la mirada a mi interlocutor.
—Soy un plomazo, ¿no? —me dijo.
Solté la risa.
—¡Y bueno! Las cosas son así... —Me extendió un cigarrillo—. ¿Gusta? ¿No? —Se guardó el cigarrillo—. Hace muy bien, ¡muy bien! Yo, lo que pasa, ¿sabe?, es que soy un jodido... —Sacó el cigarrillo de nuevo y se lo llevó a los labios—. Con todo este trabajo que me encajaron para el fin de semana, y yo que ni siquiera puedo salir de un ascensor... —Empezó a dar saltitos de risa, y encendió el cigarrillo—. ¡Qué jodido! ¿Y? —Me miró—. ¡No me dice! ¿Para qué carajo sirve el dinosaurio de Monterroso? Porque usted dice Shakespeare y... ¡bué! Para qué le cuento, ¿no? —Frunció el entrecejo—. ¿Cómo era que le entraba el tipo...? ¡Ah, sí! —Me alcanzó el antebrazo con las puntas eléctricas de sus dedos exaltados—. “¡Ser o no ser!” —recitó—. ¡Qué lo parió, qué lo parió! —Movía la cabeza al tiempo que escupía el humo—. El psicoanálisis entero en cuatro palabras, ¿eh? ¡Qué tipo! Pero, con Monterroso, ¿qué mongo hace? —Se rascó la barbilla—. “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Creo que decía así, creo. ¿Y? ¿Qué hace con eso? —Me miró—: ¡Nada!
“¡Ascensor!”, pensé yo.
—¡Uyyy! ¿Lo sintió? ¡Se mueve!
¡Efectivamente, el ascensor se había apiadado de mí!
—¡Escúcheme! —me dijo—: Le doy exactamente... siete pisos para que me convenza de que el dinosaurio ése sirve para algo, ¿vio? —Mordió el cigarrillo—. Shakespeare... —susurró el tipo, mientras bajábamos al infierno de la planta baja—: ¡Qué lo parió!
No tenía nada que perder, así que me animé, y ensayé una respuesta:
—Bueno, ¿sabe? Si me permite… —El tipo me miró con la más genuina consternación reflejada en el rostro: aparentemente no podía creer que fuera yo un ente con vida—. Si me permite usted, digo, creo que el Maestro guatemalteco elabora una Poética, cuyo sentido último aspira a convencer mediante el recorte…
—Ne entiendo nada —me soltó el tipo, en medio de una nube de tabaco.
—Quiero decir —intenté yo—, usted mencionó al isabelino...
—¿Yo mencioné a quién? —El plomazo empezó con sus saltitos de risa—. ¡Mire que encontrarme a un jodido más grande que yo! —tosió—. ¡Y en un ascensor!
A todo esto, el ascensor se había vuelto a trabar: ¡ahora, en el tercer piso!
—Pruebe con la alarma —me dijo mi acompañante.
Yo oprimí el botón, pero no ocurrió nada.
—¡Qué jodido! —juzgó el pro-isabelino.
Debo admitir que en ese momento perdí la cabeza.
—¡Pero, carajo! —rugí—. ¿Puede pasar algo más?
¡Para qué hablé!
Falló la luz y Shakespeare y yo nos quedamos a oscuras.
—Grite —sugirió el buen hombre.
—¿Qué?
—¡Grite! —insistió el tipo—. ¡No ve que no nos van a encontrar ni con antropólogos!
No sé por qué, ¡pero lo que dijo me hizo gritar como una niña en apuros!
Gritaba y gritaba, hasta que…
¡Las luces volvieron y las puertas del ascensor se abrieron!
—¡Qué la parió…! —susurró mi compañero casi en un hilillo de voz.
Había entrado al ascensor una morocha de ojos verdes. Las puertas se cerraron a sus notables espaldas. Yo traté de recomponerme lo mejor que pude porque estaba hecho un estropajo. De pronto, sentí que el sujeto me chistaba. Lo miré, mientras me ajustaba el nudo de la corbata. Con señas me dio a entender que retomáramos la confrontación Shakespeare/Monterroso. Mientras tanto, la morocha se afanaba con el botón de la planta baja: ni la gloria de ese dedo podía con la encabritada tecnología.
Yo no atinaba a hacer nada, así que…
—No se moleste —le comunicó mi compañero a la nueva pasajera—: el ascensor anda mal.
La morocha se volvió, con la alarma en los ojos.
—¡No se preocupe! —se apresuró a agregar el tipo—. Lo mejor en estos casos es esperar, ¿no, mi amigo? —Me guiñó el ojo y yo esbocé una diminuta sonrisa—. Y si el asunto se pone peor —continuó el adalid de las Letras—, aquí está mi compadre que sabe gritar como una “magdalena-dele-que-llora-a-moco-tendido” —concluyó, articulando el entrecomillado con sus manos.
La morocha se rió, lo que puso en guardia a Romeo.
—Hablábamos de Monterroso —atacó—. ¿Lo conoce?
—¿El del dinosaurio…? —preguntaron los ojos verdes.
¡Para qué! El tipo se encendió como un arbolito de Navidad.
—¡Ése, ése! Justamente…
Entonces el ascensor arrancó, rumbo a la consabida planta baja.
—¡Ése, sí! Qué lo pario, ¿eh? ¡El Psicoanálisis entero en cuatro palabras!
El ascensor culminó su viaje al fin, y las puertas se abrieron a la recepción del edificio.
Romeo y Julieta emprendieron la retirada.
—Yo creo —le deslizaba el tipo a la morocha— que el Maestro isabelino trata de recortar una Poética cuyo sentido último…
Salí también del ascensor.
¿Cómo dicen? ¡Ah, sí! Shakespeare contra el dinosaurio…
¿Qué les parece si lo declaramos un empate, eh?

miércoles, 2 de junio de 2010

Impronta de autor - Juan Manuel Valitutti


Las luces tempranas descubrieron el lomo del caballo.
Del campamento, sólo quedaban cenizas.
—¡Epeo! —Meges se aproximó presuroso al anciano—. ¡Amanece, Epeo! ¡Echarás a perder el plan! ¡Vámonos!
—No, muchacho; me quedo. Vuestra estratagema necesita de un fugitivo que confirme la retirada de la flota griega; seré yo.
—¡Cianipo encarnará la voz del engaño!
—Demasiado joven. Poseidón no consiente. Además, ésta es mi obra. —Epeo recorrió con la mirada la mole de su creación—. ¡Míralo! ¿No es magnífico? ¡Tendrán que romper sus orgullosas murallas para pasarlo! —Meges asentía, sombrío—. ¿Qué esperas, muchacho? Los años venideros te justificarán: una buena mujer, tus hijos, tu labor… Yo no he tenido hijos ni he logrado nada bello, sólo lo que mis manos de carpintero han ideado.
Meges se adelantó.
—Te matarán, feocio. Para cuando los bravos de Odiseo pongan los pies sobre la tierra, habrás caído.
—¡Gran holocausto serán mis canas para Atenea! —sentenció Epeo, y sonrió.
Meges bajó los brazos.
—Sí así lo quieres, carpintero… —suspiró—. Estaremos en…
—En Ténedos, sí. ¡Vete ya, muchacho!
Meges partió.
Las puertas de Troya se abrieron. Unos jinetes se acercaban al simulacro erigido por Epeo.
El viejo carpintero no perdió tiempo: hurgó en su morral y extrajo una gubia y un martillo. Buscó un espacio en uno de los laterales de la inmensa plataforma rodada y comenzó a tallar. Trabajó con ahínco, mordiendo la rugosa superficie; trabajó con los golpes de su pecho ardoroso y el compás de sus sienes palpitantes, mientras el galope teucro se redoblaba fatídicamente a sus espaldas; trabajó, inagotable, hasta que obtuvo una hermosa “E”.
Entonces Epeo apartó sus herramientas y estudió su obra.
Y se sintió feliz...
—¡Que tu vientre me justifique! —dijo, y esperó la muerte a la sombra del enorme caballo de madera.

martes, 4 de mayo de 2010

La Lata - Juan Manuel Valitutti


La Lata rodaba o reptaba o traqueteaba o escalaba, según los accidentes del terreno. La Lata había partido de Base con un objetivo: arribar al foco de mayor virulencia y…
—¿Está seguro de que ya hemos probado todo? —indagó el mayor Rogers.
El capitán Distéfano desvió la vista del visor-mural y la posó en su superior.
—Todo —afirmó, secamente.
Ambos oficiales volvieron a concentrar su atención en el visor-mural, donde una pequeña cruz rodaba, reptaba, traqueteaba y escalaba con un único propósito; ambos oficiales echaron una nerviosa mirada al botón rojo intermitente del tablero de pilotaje.
La Lata —un macizo caparazón arrastrándose sobre una superficie devastada— llegó finalmente al vórtice señalizado y, atenta a su programación, se detuvo.
—¡Observe! —Distéfano buscó el botón rojo del tablero—: ¡Ya llegan!
Un enjambre de furiosos puntos invadía los márgenes del visor-mural, dispuesto a rodear a la cruz, que había superado la penosa superficie del invierno radioactivo.
—¡Primera Fase! —rugió el capitán Distéfano, y esperó en un tenso silencio.
La Lata se armaba: un negro panel se desplegó y se alzó por sobre la multitud de hombres-mutantes, que no dejaba de castigar con furia animal el blindaje del rodado.
—¡Última Fase! —Distéfano posaba el dedo sobre el botón rojo, cuando sintió que la mano de Rogers se cerraba en torno a su brazo—. ¿Qué demonios quiere, mayor?
—¿Está seguro de que ya hemos probado todo? —balbució Rogers.
—¡Afirmativo! —bramó Distéfano, y presionó el botón de destellos escarlatas.
Hubo una explosión…
El Danubio Azul, de Richard Strauss, estalló con la fuerza de sus potentes acordes.
La turba de desastrosos se paralizó. Tomaron distancia de la Lata y la rodearon. Entonces redoblaron el ataque con uñas y dientes, con palos y piedras, y se alejaron nuevamente…
¡Pero el milagro de la música continuaba!
Un mutante se desprendió del grupo. Su figura meliflua e inquietante se recortó en el aura nítida del amanecer.
No tardó en hacer algo que hubiera demudado a sus compañeros, pero éstos sólo balbucieron y emitieron roncos chillidos.
El mutante había adelantando la palma, ¡y había tocado la superficie de la pared musical!
Las armas cayeron de las descarnadas manos de sus congéneres, y los pasos vacilantes rodearon al monolito.
Todos miraron a lo largo y ancho de la inmensa y oscura placa, y adelantaron sus manos, y tocaron la bituminosa superficie, mientras la melodía proseguía.
En Base, los oficiales aplaudían y elevaban vítores.
—¡Uf! —lloriqueó Rogers. Y repitió—: ¡Uf!
Mientras tanto, en la escena post-nuclear, el sol asomaba por encima del negro panel de la Lata, como una nota de esperanza.