Mostrando las entradas con la etiqueta Italo Calvino. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Italo Calvino. Mostrar todas las entradas

lunes, 6 de abril de 2009

La oveja negra - Ítalo Calvino


Érase un país donde todos eran ladrones. Por la noche, cada uno de los habitantes salía con una ganzúa y una linterna para ir a saquear la casa de un vecino. Al regresar al alba, cargado, encontraba su casa desvalijada.
Y todos vivían en concordia y sin daño, porque uno robaba al otro y este a otro y así sucesivamente, hasta llegar al último que robaba al primero.
En aquel país, el comercio, sólo se practicaba en forma de embrollo, tanto por parte del que vendía como del que compraba. El gobierno era una asociación creada para delinquir en perjuicio de los súbditos, y por su lado los súbditos sólo pensaban en defraudar al gobierno.
La vida transcurría sin tropiezos, y no había ni ricos ni pobres.
Pero he aquí, no se sabe cómo, apareció en el país un hombre honrado. Por la noche, en lugar de salir con la bolsa y la linterna, se quedaba en la casa fumando y leyendo novelas. Llegaban los ladrones, veían la luz encendida y no subían. Esto duró un tiempo; después hubo que darle a entender que si él quería vivir sin hacer nada, no era una buena razón para no dejar hacer a los demás. Cada noche que pasaba en casa, era una familia que no comía al día siguiente.
Frente a estas razones, el hombre honrado no podía oponerse. También él empezó a salir por la noche para regresar al alba, pero no iba a robar. Era honrado, no había nada que hacer. Iba hasta el puente y se quedaba mirando pasar el agua. Volvía a casa y la encontraba saqueada.
En menos de una semana el hombre honrado se encontró si un céntimo, sin tener qué comer, con la casa vacía.
Pero hasta ahí no había nada que decir, porque era culpa suya; lo malo era que de ese modo suyo de proceder nacía un gran desorden. Porque él se dejaba robar todo y entre tanto no robaba a nadie; de modo que había siempre alguien que al regresar al alba encontraba su casa intacta: la casa que él hubiera debido desvalijar. El hecho es que al cabo de un tiempo, los que no eran robados, llegaron a ser más ricos que los otros y no quisieron seguir robando. Y por otro lado, los que iban a robar a la casa del hombre honrado, la encontraban siempre vacía; de modo que se volvían pobres. Entre tanto, los que se habían vuelto ricos, se acostumbraron a ir también al puente por la noche a ver correr el agua. Esto aumentó la confusión, porque hubo muchos otros que se hicieron ricos y muchos otros que se volvieron pobres.
Pero los ricos vieron que, yendo de noche al puente, al cabo de un tiempo se volverían pobres. Y pensaron: "Paguemos a los pobres para que vayan a robar por nuestra cuenta". Se firmaron contratos, se establecieron salarios y porcentajes. Naturalmente, eran ladrones y siempre trataban de engañarse unos a otros.
Pero como suele suceder, los ricos se hacían cada vez mas ricos y los pobres, cada vez más pobres. Había ricos tan ricos que ya no tenían necesidad de robar o de hacer robar para seguir siendo ricos. Pero si dejaban de robar se volvían pobres porque los pobres les robaban. Entonces pagaron a los más pobres de los pobres, para defender de los otros pobres sus propias casas, y así fue como instituyeron a la policía y construyeron las cárceles. De esa manera, pocos años después del advenimiento del hombre honrado, ya no se hablaba de robar o de ser robados sino sólo de ricos y pobres; y sin embargo todos seguían siendo ladrones. Honrado sólo había habido aquel fulano, y no tardó en morirse de hambre.

Tomado de Almacén, el blog de Guillespi

sábado, 20 de septiembre de 2008

Las ciudades y los cambios - Italo Calvino


A ochenta millas de proa al viento rnaestral el hombre llega a la ciudad de Eufamia. donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufamia sino también porque de noche junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice -como «lobo», «hermana», «tesoro escondido», «batalla», «sarna», «amantes»- los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufamia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.