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domingo, 14 de diciembre de 2008

Negocios con Serpiente - Claudia Suberbordes


—Oye, Hombre —dijo la Mujer—. La Serpiente me acaba de confesar que conoce el Hechizo secreto que transforma en un dios a quienes lo pronuncien. Y está dispuesta a revelárnoslo por un precio razonable.
—Eso es un disparate —contestó prudentemente el Hombre—. Si es cierto que la Serpiente posee tal Secreto, ¿por qué no lo usa ella misma para transformarse en un dios?
—No se me había ocurrido —dijo la Mujer—. Pero la idea de que tú y yo podamos llegar a ser como los dioses me resulta irresistible. 
—A mí también —admitió el Hombre—. Sin embargo, la Serpiente nunca me ha simpatizado. Para ser francos, ni siquiera confío en ella. Pero de todos modos, veamos, ¿cuál es el precio que pide a cambio de ese Hechizo?
—Una insignificancia: tan sólo desea conversar cinco minutos a solas conmigo, en el jardín de su casa.
—La Serpiente es demasiado estúpida o demasiado astuta —dedujo el Hombre. Pero luego de meditar en el asunto durante cierto tiempo, decidió: —Está bien, mujer, dile que aceptaremos su oferta. Quiero saber de qué se trata todo esto.
La Mujer sonrió, y corrió al encuentro de la Serpiente.
Al cabo de dos horas regresó junto al Hombre, anunciado que el Secreto le ha había sido efectivamente revelado.
—Me alegro mucho, Mujer —dijo el Hombre, satisfecho. Pronunciaremos ahora mismo el Hechizo, y nos transformaremos en dioses. Pero dime, sólo por curiosidad, ¿qué han hecho tú y la Serpiente, a solas durante tanto tiempo?
—Nada —contestó la Mujer—; sólo me convidó con unas deliciosas manzanas que crecían en su Huerto.

sábado, 6 de diciembre de 2008

Kalima – Claudia Suberbordes


Cierta vez los dioses primordiales encargaron a Kalima, la diosa del placer y la alegría, que creara para ellos un mundo lleno de belleza y esplendor, que les sirviera de morada y esparcimiento.
Pero Kalima, que es también la diosa del engaño y la ficción, decide jugarles una pequeña broma. De modo que crea en efecto un mundo maravilloso, y lo llena de bellos árboles, verdes prados, flores multicolores, montañas inmensas y ríos cristalinos, y lo puebla con toda clase de hermoso animales. Pero al final de su creación, la diosa toma un pellizco de tierra, lo amasa humedeciéndolo con su propia saliva, y moldea una figurita semejante a los dioses, creando de esta forma al hombre. Lo primero que el hombre ve es el rostro resplandeciente de la diosa, de modo que se dispone a adorarla como a su Creadora, pero entonces ella lo detiene diciéndole: 
—Tú también eres un dios, hijo mío, pues te he creado a partir de mi propia saliva, de modo que tu espíritu participa de la divinidad. No debes adorar a los dioses, sino tratarlos como a iguales.
Así fue como los hombres, creyéndose semejantes a los dioses, comenzaron a competir con éstos, tratando de ganarles en belleza, inteligencia o piedad, y en lugar de rendirles culto los despreciaban y se burlaban de ellos.
Sin embargo, los dioses primordiales no se atrevieron a quejarse ante Kalima, pues amaban el mundo que ella había creado, y temían que si despertaban la ira de la diosa, ésta destruiría el jardín de las delicias en el que los dioses tanto se deleitaban.
Así pues, los dioses toleran a las infames y soberbias bestiecillas que Kalima ha puesto en su mundo para molestarlos, pero cada vez que la diosa se distrae, no pierden oportunidad de darle un rápido y sorpresivo golpe a alguno de ellos, ocasionándole toda clase de desgracias y miserias, y luego huyen rápidamente, de modo que el hombre atribuye sus dolores a la mala suerte o al destino.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Las putas más viejas del mundo - Claudia Suberbordes


Tamarindo es un pueblo de putas. Desde tiempos inmemoriales, sólo han vivido en él las más bellas mujeres, dedicadas al noble arte de servir al prójimo, motivo por el cual la fama de Tamarindo se fue extendiendo por todas partes, de modo que no sólo llegaban a él clientes de los pueblos cercanos, sino también de la Capital, y hasta de los países limítrofes, tanta era la hermosura de las mujeres que vivían en Tamarindo.
También llegaban al pueblo muchas jóvenes que deseaban probar fortuna, pues cuando una niña era muy bella, y tenía vocación de servicio, sus allegados le aconsejaban: “Deberías irte a vivir a Tamarindo”. Y fue así como el pueblo de Tamarindo se fue convirtiendo en un gran burdel, lleno de hermosas samaritanas dispuestas a alegrar la vida de los hombres tristes.
Durante mucho tiempo, aquel pueblo prodigioso alimentó las fantasías y calentó los corazones de todos los hombres de los alrededores.
Pero los buenos tiempos de Tamarindo han pasado. Ya no llegan jóvenes en busca de un futuro promisorio, y las pocas putas que aún quedan en el pueblo son ya muy viejitas, todas usan gruesos lentes y dentaduras postizas, y caminan lentamente dando pequeños pasitos y ayudándose con sus bastones. Nadie sabe cuántos años tienen las putas de Tamarindo, puesto que hace muchos, muchísimos años que han dejado de llegar a él muchachas jóvenes. Los ancianos más memoriosos de los pueblos vecinos narran que sus abuelos alguna vez pasaron una noche de juerga en Tamarindo, y aún recuerdan los nombres de las chicas que los acompañaron. 
Las viejitas se reúnen por las tardes en la plaza del pueblo a tomar mate y a hablar de mejores tiempos, cuando todo el pueblo era una fiesta de amor, y las luces de las casas quedaban encendidas hasta altas horas de la madrugada, y había baile y se bebía y se amaba al prójimo.
Pero como la mayoría de ellas ya ha perdido la memoria, los relatos son en general inventados, de modo que la historia del pueblo se va enriqueciendo cada vez más con fantásticos relatos sobre reyes y príncipes famosos que alguna vez pasaron por allí.
Como ya ninguna de ellas puede trabajar, porque apenas sí pueden con sus vidas, los vecinos de los otros pueblos les llevan de vez en cuando canastas con alimentos y bebidas, y así sobreviven las pobrecitas. Cada vez que ven llegar a uno de sus vecinos ellas creen que se trata de un nuevo cliente que viene a verlas, y le brindan toda clase de honores, disputándose el privilegio de atenderlo.
Con todo, Tamarindo sigue siendo el pueblo más divertido de los alrededores, y vale la pena ir a llevarles algo de comer a las viejitas para escuchar aquellas fabulosas historias sobre las épocas doradas del pueblo de las putas.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

El monstruo que vivía debajo de la cama - Claudia Suberbordes


Soy el monstruo que vive debajo de la cama.
Durante el día me oculto dentro de las valijas o las cajas de zapatos que los dueños de la casa abandonan debajo de la cama por no tener más espacio en los armarios.
Durante el día duermo: no constituyo ningún peligro para nadie. Durante el día soy apenas una sombra; el que me busque descubrirá sólo pelusas y polvo.
De noche me dedico a asustar a los niños que duermen arriba de mi cama. 
Una vez que la madre les apaga la luz del cuarto, les da las buenas noches y sale de la habitación, yo intervengo.
Primero me dedico a producir toda clase de ruidos que provienen inverosímilmente de cualquier rincón del cuarto, y de ninguno. Mi especialidad es la perfecta imitación de una gigantesca serpiente que se arrastra por el parquet de la habitación, aguardando el momento de atacar a su presa. Pero también produzco otros ruidos, igualmente horrorosos: por ejemplo el del enterrador que clava rítmicamente la pala en la tierra fresca para cavar la tumba, o el del insecto gigante que devora los libros de la biblioteca; en fin, todos mis ruidos son terribles: de todos me enorgullezco.
Luego dejo entrever una de mis zarpas por el costado de la cama y la retiro enseguida, a continuación emito una especie de gemido ahogado. Si el niño se atreve a asomar su cabecita debajo de mi cama, lo que ve son un par de relucientes ojos rojos brillando en la oscuridad.
En este punto, por lo general el niño se pone a llorar llamando a su madre; entonces corro a ocultarme nuevamente entre las sombras.
Me gustan los niños que no son fáciles de asustar: a esos los trato con una crueldad refinada; elijo con todo cuidado los ruidos más horrendos especialmente para ellos, y los conduzco poco a poco por el camino del miedo, hasta llevarlos a las cimas del más exquisito terror.
Aborrezco en cambio a los temblorosos niñitos de mamá que se ponen a chillar histéricamente en cuanto comienza la función. No hay peor público que un niño cobarde. No tengo piedad para los cobardes.
Eventualmente, el niño crece y deja de temerme. Entonces sé que ha llegado la hora de mudarme y buscar un nuevo hogar debajo de la cama de algún otro niño.
Soy un monstruo, pero no carezco de sentimientos. Cada vez que debo abandonar para siempre al niño de cuyo terror he sido el dueño absoluto durante tantos años, no puedo evitar que una lágrima de nostalgia se deslice por mi mejilla.