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jueves, 25 de marzo de 2010

La cuerda - María Fabiana Calderari


Flotaba en un líquido viscoso, caliente. En cada ademán que Daniel intentaba para escapar de ese fluido cerrado, se hundía más, sesgando su cuerpo. Permanecía atascado en un abismo extraño, en plena oscuridad, sin viento ni marea. Luego de unos instantes, una penumbra le mostraba el rostro desconocido de un niño que golpeaba contra unas extremidades sueltas. La oscuridad regresaba y sentía frío, una sensación de humedad que se escurría por sus muslos. El vaivén lo adormecía. Despertaba aturdido por los gemidos de una mujer que no lograba ver y luego se disipaban dejándolo mortecino. Sorpresivamente se rozaba con manos que se aferraban fuerte a él hasta lastimarlo. El líquido comenzaba a quemarlo y sentía dolor; ya ni siquiera podía moverse. Una luz circular crecía en lo alto reflejando su rostro en un espejo de agua clara; desde ese albor descendía una cuerda. Al pretender sujetarse de la misma, se resbalaba y la cuerda se movía en espirales virulentos que terminaban enroscándose en su garganta, hasta quitarle el último aliento.
Le bastaba cerrar los ojos para que este sueño lastimero le apareciera en su cabeza una y otra vez, recurrente y agravado.
Daniel tenía tendencias suicidas. Las marcas que se esforzaba por ocultar tras sus habituales atuendos se mostraban despejadas en sus ojos oscuros.
—Estos personajes que habitan mi sueño, ajenos e indiferentes entre ellos, comienzan a invadirme, como si la realidad no lograra esfumarlos. Buscaré ayuda —dijo para sí, mientras bebía pausado el café negro que encubriría entre los primeros atisbos del sol, las alargadas noches de insomnio salvaje.
El Dr. Gotier le pareció apropiado. La inmediata consulta al psiquiatra lo movilizó para afeitarse la barba descuidada y recortar los rizos de su frente.
La sala de espera era amplia y silenciosa y las paredes blancas le daban un aire de pureza. Al entrar sintió el miedo convertido en ganas de orinar.
El lugar olía a un revoltijo de desinfectante y encierro. No había ventanas. Se sentó en la silla de almohadones blandos, mientras olvidaba su mirada en la mesita de vidrio cuyo apoyo estaba formado por dos efigies indias. Se le agolparon recuerdos de su infancia. Las historias de su abuelo, desertor de la guerra. La supervivencia de los prisioneros en los campos de la India y las trapisondas de esos jóvenes obligados a ser patriotas. Las botas de cuero de reptil del tío Roan, los tacos y los pasos toscos que resonaban en el comedor de la casa vacía y su aliento fétido. Las remembranzas fueron detenidas por el estruendo de unas pisadas agitadas que se enredaban por la escalera. La puerta se abrió tempestivamente mostrando el rostro desconcertado de un muchacho.
—Hola —lo saludó Daniel, levantando la mano izquierda. El niño sin responderle se arrinconó en una silla alejada, sin respaldo y permaneció callado.
La expectativa le arrancaba a Daniel una impaciencia inusual. Se filtraba tras la puerta entreabierta el humo de un cigarrillo que traía consigo el cuchicheo de voces que por momentos sonaban confusas. El aire enrarecido le dio náuseas.
Daniel jugaba a abrir el picaporte con sus ojos pegados en la puerta del consultorio. Mientras el tiempo se eternizaba, una mujer llegó entre sollozos, con los ojos hinchados, la cara deforme y casi enterrada en un pañuelo mojado. Alternaba lágrimas y muecas nerviosas. Su presencia irritó a Daniel. Se puso en pie haciendo un gesto de molestia, mordiéndose los labios mientras se acomodaba la ropa. La mujer, se percató de la insolencia.
—¿Usted no llora? —le preguntó a Daniel.
—Nunca —le respondió con voz cruda—. Es un signo de debilidad —agregó fastidiado.
Ahogado en mudez y soledad, pegó una vez más sus ojos al picaporte. Esta vez se abrió y una voz ronca lo llamó a pasar.
—Acomódate en el sillón, en un momento estoy con vos —le dijo la voz ronca, como adivinando que no usaría el diván sino hasta entrar en confianza.
El cansancio vencía a Daniel lentamente, los párpados se le cerraban y cuando intentaba abrirlos dos piedras colgaban de sus ojos.
Recibió al psiquiatra casi dormido. La voz ronca se fue transformando en un conducto lejano. Le narró su sueño y todo lo demás.
—Has disociado tu personalidad. Cada personaje es soporte de tus traumas y debemos resolver los problemas para … —El psiquiatra fue interrumpido por un salto de Daniel—. Tranquilízate, debemos mantener la calma, te daré unas pastill… —Un empujón de Daniel lanzó al Dr. Gotier sobre el diván, desvaneciéndolo.
En una esquina del consultorio unas estacas ornamentales se sostenían mediante una gruesa cuerda. Daniel la desanudó con ágiles maniobras. Tras inmovilizar la cuerda sujetándola a una viga de madera, alzó al psiquiatra y retorciéndole el otro extremo por el cuello le dijo, casi con sus fuerzas agostadas: —No estamos hechos el uno para el otro —y siguió enroscándola en su garganta, hasta quitarle el último aliento.
Una sonrisa postrera y espantosa permaneció dibujada en la cara de Daniel Gotier, que la noche fue digiriendo en trozos lentos.

viernes, 25 de septiembre de 2009

El encuentro - María Fabiana Calderari


La garúa rebelde duró toda la noche, al igual que su insomnio. Las pequeñas gotas habían logrado fundirse pacientemente en las inmensas canaletas del techo vecino. La torrentera que caía impetuosa desembocaba en una endemoniada lata dejada al descuido. La estridencia casi lo había incitado a la histeria.
Uberto, juez de buen nombre, sobrellevaba esa amarga sensación de afrontar las particiones entre el éxito y el fracaso, lo favorable y lo adverso. Era una costumbre de su oficio.
Se aferró a la idea de soportar un amanecer oscuro y prefirió contemplar el sueño admirable de aquella dama de hermosos años que dormía plácida a su lado. En aquel instante, no supo si aborrecer el capricho de la vigilia o lamentar la profundidad del sueño vecino.
La ciénaga nocturna le recordó que aún estaban intactas las travesías de su nieto en el impermeable gris de confección distinguida. Reprochó tardíamente su descuido. En la mañana se debía conformar con su refinada elegancia adornada con un paraguas. Las primeras luces lo invitaron a sus rutinas varoniles. Ya en el baño, hizo cuanto pudo para que sus hábitos no desquiciaran la prolijidad obsesiva de su mujer.
A tientas presentó su cansancio a la concavidad del espejo. Descubrió la autoridad de sus arrugas en la sien surcada.
Había pasado toda su vida dedicada al oficio de brindar justicia. Se vanagloriaba del conocimiento y buen desempeño de sus funciones.
Comprendía el valor de la adustez del ceño. Comprendía también que una colección de antecedentes no se arrincona en los papeles ni justifican los sacrificios íntimos. Ni la trivialidad de los aduladores, que ven en esos historiales, el compendio personal de un ser humano.
El camarada apareció sorpresivamente. Joven, envidiablemente perspicaz. Imberbe y apasionado.
Los destellos de los ojos del muchacho confundieron al juez. Por momentos su cara se tornaba familiar, pero el diálogo tan irreverente trastornaba la búsqueda genealógica.
Ambos evidenciaron atropellos de conocimientos. El magistrado quedó sugestionado con la vehemencia del joven, quien se permitió remozarle algunos principios jurídicos. Al hombre le bastó la verbosidad fresca del chico, que continuaba retando su madurez y su cansancio. La aguzada dialéctica le devolvió la cordura.
La brocha y la rebeldía de la espuma de la crema de afeitar se aprovecharon de aquella meditación inusual. Aún así, no ocultaron la transfiguración. Era él. El mismo de toda la vida, acechado por las andadas del tiempo, pero era él. El muchacho de las épocas en las cuales los ideales eran fáciles de sostener, porque se desconocían las tórridas tentaciones de la vida.
Cuando terminó de vestirse la lluvia continuaba su cometido inicial.
Su mujer despertó seducida por el olor del café. —¿A dónde vas tan temprano? —le preguntó, con ronca voz.
—A estamparme contra el viento —respondió él.


Tomado de: http://facalderari.blogspot.com/