Mostrando las entradas con la etiqueta Gladis Lopez Riquert. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Gladis Lopez Riquert. Mostrar todas las entradas

martes, 21 de febrero de 2012

Sin recuerdos - Gladis López Riquert


Amanda, su amiga, era la única que sabía la verdad. Balbuceante, esa terrible noche, se lo había contado. Cada día recordaba ese momento. Dolían los recuerdos. Empezaba a querer olvidar. Felizmente Ximena no había escuchado nada. Gracias a su familia estaba bien cuidada. Hizo los últimos trámites. Imaginó los primeros encuentros. Jamás le diría la verdad a la nena. Kalinda opinaba distinto, porque era psicólogo. Le sugería entrevistas para todos.
—Mejor déjelo así doctor. No quiero más reuniones.
Ñoquis, eso le pediría a su madre para el domingo. O un asado al viejo.
Pensó que sería muy difícil al principio. Quizá Ximena no la aceptara. Recordó algunos consejos que le dio la Trabajadora Social. Salió de la celda. Transitó por última vez ese pasillo.
Una nunca sabe lo que le espera en la vida, pensó.
Volvió la cabeza una vez más como para grabarse el lugar y la decisión. Walter se quedaría allí, más muerto que antes, como deberían estar todos los degenerados. Ximena la necesitaba sin recuerdos.
Y por fin atravesó la pesada puerta del penal que se cerró a sus espaldas.
¡Zas!

La autora:
Gladis Lopez Riquert

lunes, 5 de diciembre de 2011

Desde las estrellas - Gladis Lopez Riquert



En ese tiempo yo era una mujer muy joven, la finitud de la vida no se presentaba ante mi conciencia más que ante alguna muerte cercana y ajena, por supuesto, y la vida era muy larga. En realidad era infinita. A veces dolorosa, otras increíblemente feliz.
Lo conocí en una salida en bicicleta en una pequeña ciudad del interior, donde se podía andar por la ruta y cada auto que pasaba cada diez minutos promedio, tocaba bocina para saludar. 
Apareció de pronto, en una pequeña curva, sobre la banquina, apoyado en su pequeño auto azul, y que tardé en notar que no era un auto. Y a veces era una bicicleta y otras lo que yo le pidiera que fuese.
Y nadie nunca me había brindado tanta paz.
Fue al único que le pude pedir todo lo que se me antojara, sin culpa ni vergüenza: por ejemplo su presencia en cualquier momento en que lo llamara, un paseo, una caminata, una larga charla, un momento para llorar sin motivo aparente, una semana de soledad sin explicaciones ni reproches. Y siempre me brindaba un abrazo justo a tiempo. O un claro e implacable comentario ante un error mío y una amorosa sugerencia para corregirlo. Conocía el nombre de todas las plantas que veíamos y de todos los pájaros que cantaban a nuestro alrededor.
Me ofreció varias veces un viaje a las estrellas, una recorrida por todas las maravillas del mundo, una colección de corales y diamantes que abundaban en su planeta, una fórmula para lograr el mayor conocimiento universal, una vida mucho más larga que la de la tierra y muchas otras cosas que ya no recuerdo.
Pero entendió cuando le dije que no a todo eso. Que con nuestras charlas, los breves paseos en sus diferentes medios de locomoción y su compañía y su comprensión, a mi me bastaba.
Nunca me mintió sobre lo efímera que sería nuestra relación si yo elegía quedarme en la Tierra. Y yo le respondí que lo extrañaría muchísimo cuando se fuera, que nunca, ninguna mujer podría tener todo lo que él me había dado. Pero que mi lugar estaba acá, aunque sabía que lo perdería todo cuando él se fuese. Entonces, recuerdo que se sonrió enigmáticamente y me aseguró que no debería estar tan segura.
En el momento de partir para siempre y mientras yo secaba mis lágrimas mezcladas con la tierra que levantó su cohete al elevarse, apareció otro joven en bicicleta, con la sonrisa más seductora del mundo y me dijo:
—¿Me convidás con un poco de agua? Hace mucho tiempo que te veo andando por acá y nunca me animé a acercarme.

Hoy hace cincuenta años que intenté explicarle a ese hombre que aún está a mi lado que debería escucharme siempre cuando le hablara, que no debería enojarse demasiado ante mis errores aunque no supiese como corregirme, que era imprescindible dejarme sola de vez en cuando, pero luego volver. Y que no precisaba saber el nombre de todas las plantas ni de todos los pájaros, pero que de vez en cuando debería tenderse a mi lado a mirar las estrellas y aguantar verme derramarme en llanto, por un rato, sin motivo. Nunca me animé a preguntarle por qué él me aseguró conocer esas reglas, y no sólo porque siempre las cumplió, sino porque muchas veces lo sorprendo mirando las estrellas con los ojos un poco húmedos y brillantes.

jueves, 7 de abril de 2011

El aprendiz - Gladis Lopez Riquert


En el patio, las últimas luces se empecinaban en detenerse antes del tilo. Detrás de su copa se escondía el sol todos los días. Y, en esa media hora final que anticipaba la noche, doña Giulia terminaba de barrer el patio, regar las plantas, retirar alguna ropa de las dos sogas que atravesaban el fondo…
Las sogas. Dos sogas. Dos eran mucho, a decir verdad. A veces las miraba… y se animaba a recordarlas sin un solo centímetro vacío, abarrotadas de ropa. Era como si las prendas se unieran de manos por los broches de madera. Pero eso era antes, cuando le andaban iluminando la vida los hijos y los nietos. Y ahora… ahora a doña Giulia se le había quedado la casa vacía.
—¡Quieta vieja! —apareció la voz—. ¡Quedate quieta!
—¡Quién sos vos, por dónde entraste! —gritó segura y severa Doña Giulia, que tenía setenta y cinco años y ahora apretaba la escoba contra su pecho—. ¡Qué querés acá!
—Dame la plata, vieja. Eso quiero. Así que portate bien. Calladita, y no te pasa nada.
En aquel muchacho enclenque y sucio Doña Giulia adivinó el revólver, la poca experiencia en usarlo, el miedo en su tembloroso brazo libre. Optó por bajar el tono, hablar pausado.
—¿Vos estás loco? —dijo—. ¿De dónde pensás que voy a sacar plata? Todavía no cobré la jubilación.
—Ustedes los viejos siempre dicen que no tienen. Pero tienen. Entrá a la casa.
—Esperate, pibe, esperate. Primero, no me grites. Desde que enterré al Fabrizio, nadie más me gritó…
—Dejate de joder y entrá.
En medio del patio, doña Giulia descarga el peso de su cuerpo sobre la escoba, como afirmando su decisión.
—Mirá, pibe: si vos querés, entra y revisá. Pero no me rompas nada, tengo muchos recuerdos…
—¡Viste, vieja! —grita el muchacho acercándosele—. ¡Ya aflojás, tenés cosas!
—Ma no, querido. Mis recuerdos no valen plata, son chucherías.
La vieja entra lentamente a la casa por la puerta de la cocina. La sigue el muchacho, que cierra después de pasar y grita:
—¡Dónde está!
—¿Qué cosa?
—La plata, vieja. Dame la plata que no te quiero pegar.
Doña Giulia enciende la luz, y por primera vez lo estudia de cerca: no tiene mucho más de quince años, pelo corto, un arito en una oreja y dos hermosos ojos azules.
—¿Qué mirás, vieja?
—¿Cuántos años tenés, vos? Sabés que sos parecido a mi hijo más chico, el Mario, cuando tenía tu edad.
Se sobresalta el muchacho. Y dice:
—¿Tu hijo vive acá?
—No, quedate tranquilo. Él está muy lejos. Vive en Italia, en Módena. Los tres hijos se me fueron. Ahora estoy sola en este país donde trabajé tanto.
Y de golpe la cara del muchacho aflojó la expresión… y hasta el voseo desapareció con la pregunta:
—¿Y usted por qué no se fue? ¿No quiere irse?
—Ay, Dios —exclama doña Giulia mientras se sienta en la silla de paja junto a la mesa—. ¿Sabés una cosa? Yo hace cincuenta años que quiero irme. El Fabrizio siempre lo prometía, sobre todo después de cada paliza.
—¿Era su marido el Fabrizio ese?
—Sí, claro. Pero se murió hace veinte años. Siempre decía: “Cuando volvamos…”. Pero nunca se pudo volver. Después me quedé sola para terminar de criar a los hijos. Y cuando ya estaban grandes, aparece en este país la misma miseria que yo pasé allá, cuando me vine.
—¿Y sus hijos no la ayudan? —pregunta el muchacho mientras se sienta en una banqueta.
—Vos estás loco, pibe. Mis hijos siempre me ayudaron. Pero hace muy poco que se fueron y están ahorrando.
—¿Y usted de qué vive?
—De qué voy a vivir: de la pensión que pude conseguir por el Fabrizio. Cobro ochocientos pesos por mes y la caja pami. Hoy es martes. El viernes cobro.
—Yo tampoco tengo trabajo —confiesa de pronto el muchacho.
Doña Giulia decide mirarlo bien de frente.
—¿Y qué sabés hacer vos, además de robar?
El joven levanta la cabeza y mira a la anciana a los ojos con un esbozo de sonrisa:
—No doña, yo no sé robar. Mire a donde entré. Pero está muy difícil todo…
—¿Y vos comiste hoy? —lo interrumpe la mujer.
—No, pero lo que me preocupa es mi hijo, ¿Sabe Doña? Yo tengo un pibe de un año con la Loli…
Doña Giulia baja la mirada.
Ella también, mucho, muchísimo tiempo atrás, la había pasado mal, muy mal. ¿Cómo olvidarlo? Hay cosas que quedan adentro de una, piensa, para siempre quedan. Ella y el Frabrizio, recién bajados del barco, cuando no hablaban más que dos o tres palabras de español, habían pasado hambre. Hambre y frío y miedo.
Y entonces doña Giulia se levanta despacio, pasa por delante del muchacho, y olvidando el revólver y recordando el hambre, abre la vieja alacena.

Gladis López Riquert
Publicado en Acomodando palabras

miércoles, 28 de abril de 2010

Le tocaba a Yolanda - Gladis López Riquert


Yo me acuerdo bien de ese día: ese día, yo le tocaba a la Yolanda. Y por eso se pelearon con la Paula. Primero se reputiaron en el andén: que lo llevo yo, no que me toca a mí, que vos lo tuviste el feriado largo… Y en un momento la Yoli la empujó mal a la otra, que era más flaca y más chiquita. Pero también, siempre pensé, esa caída de Paula del andén a las vías, fue con mala suerte. Porque si venía el tren, vaya y pase, pero caerse de un metro, y pegarse justo justo en la nuca como para quedar seca, ahí, de una, eso es de mala suerte. Digo: podía haberse salvado, la pobre.
Lo que pasaba era que a Paula la gilada le daba más plata que a Yolanda. Creo que con Paula yo pasaba más de hijo: ella era rubia y chiquita como yo, que tenía casi seis años, pero parecía de cuatro por lo flaquito. Todos dicen que debo haber salido a mi papá, que capaz que era rubio, porque mi mamá era morocha, como la Yolanda, y siempre fue de pesar más de cien kilos. Y por eso casi no podía caminar, y me alquilaba por cinco pesos por día a cualquiera de las dos. A ella no le importaba con quién de las dos salía: Ustedes arreglen como se les cante el orto, pero lo quiero en casa a las ocho.
Y creo que por eso aprendí la hora antes de aprender a escribir. Como me cansaba mucho, trataba de dormir la siesta en el tren, entre las dos y las cuatro. A esa hora siempre hay algún asiento libre.
Con el quilombo del accidente todo cambió. Siempre digo: la verdad, podrían haberme compartido sin pelearse. A la final, para lo que sirvió: la Yolanda estuvo un tiempo en cana, y después se fue del barrio. Y la otra pobre, muerta. Y yo fui a parar al Instituto, y ahí se cansaron de preguntarme cómo fue la pelea en la estación. Yo toda la vida me mantuve en que no había visto nada. Por supuesto que hasta el día de hoy me acuerdo todo muy bien, y por eso estoy seguro que ese día le tocaba a la Yolanda. Después de un tiempo se conformaron con que me había olvidado de todo por el trauma del accidente y esas cosas que chamuyan los psicólogos. Y como ya no moqueaba más a la noche y de día me portaba bien, dejaron de darme bola.
A mi vieja la vi dos veces en todo este tiempo: si no podía moverse ni para ir hasta la estación, menos llegar al Instituto, la pobre. Y para colmo yo, que ya no aportaba con nada en la casa. Cuando volví al barrio, me dijeron que se había muerto. Los vecinos me contaron que a veces hablaba de mí.
Ahora ya pasaron más de veinte años. Tengo treinta pirulos y tres pibes con la Sonia. Pero la experiencia me enseñó. Por eso a ella, a la Sonia, la tengo bien cortita en el tema de los chicos: los que ella no usa los puede alquilar, pero sólo medio día. Los chicos tienen que ir a la escuela y ella tiene que atender la casa. Que para eso se forma una familia, qué embromar.

Gladis Lopez Riquert