
Había matado muchas, muchas veces; y aunque siempre supo que eso era malo, no fue capaz de evitarlo.
Finalmente, lo habían atrapado.
Ahora, el peso de sus crímenes lo va aplastando como a una mosca; sin matarlo nunca del todo, apenas un poco cada día, hora tras hora, sin esperanzas, sin apuro, sin olvido.
Los jueces no han tenido piedad. ¿Por qué no condenarlo a muerte? ¿Es que no la merece, acaso? ¿Por qué darle una no-vida dentro de este ataúd blanco, de esta jaula? ¿Piensan, acaso, haber sido generosos?
El sol se burla de él a diario, pero la luna es peor aún.
Ella despega fantasmas de los muros, llena la noche de ojos, de voces, de lamentos.
Bajo su luz helada revive aquel sonido, como de cristal quebrado, entre sus manos, y vuelven las miradas que apagaba así, sí, así de fácil, igual que cuando se sopla la llama miserable de una vela.
Relojes rotos. Títeres con los hilos cortados. Siempre llorando, siempre pidiendo clemencia, como antes, de nuevo, todavía, esas sombras hambrientas.
Suele hacerse un ovillo en el rincón más oscuro, para que ellas no lo alcancen, y grita, grita, grita...
Hasta que vienen los pasos blancos, las voces sólidas, para envolverlo en sus redes apretadas.
En su mente, vuelta un rastro lento de babosas o un estallar de luces, las palabras de la súplica no llegan a formarse. O si lo hacen, no alcanzan los oídos de ningún dios misericorde. Sólo sus demonios lo escuchan. Y le han regalado este infierno.
Una noche sueña que llega hasta una cuna. Mejor dicho una caja. En ella hay un chico.
Y él sabe. Los dos son uno. Germen y fruto. Pasado y presente.
Y mientras agradece a quien sea que le brinda la ocasión de huir, por fin, de sí mismo, aprieta ese cuello endeble. Fuerte, muy fuerte.
Con alegría ve a la oscuridad que guardan sus manos extenderse otra vez sobre un rostro, ese rostro-espejo y, apagando su larga pesadilla, devorarlos a ambos.
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