sábado, 8 de diciembre de 2012

Los últimos minutos de Bérenger de Lacroisille - Daniel Frini


Fray Bérenguer de Lacroisille ha sido torturado. 
Hoy es sábado, once antes de las calendas de noviembre del año de Gracia del Señor de mil trescientos siete. 
Hasta hace diez días, Fray Bérenger era Turcoplier de los Pauperes Commilitones Christi Templique Solomonici, la Orden de los Caballeros Templarios; y ahora está en la Tour Grosse de la que fuera la Fortaleza del Temple en París, y en manos de los verdugos que dirige Guillaume Imbert, Inquisidor General de la Fe en Francia y confesor de Felipe IV, el Hermoso.
Fray Bérenger ha sido sometido al strappardo; le ataron dos grandes campanillas de bronce a sus testículos, a modo de burla; y también pasó por la squassation, con lo que le han dislocado hombros y brazos, y quebrado las piernas en varias partes. Ha sido fustigado y le han arrancado tiras de piel y carne con garras de gato. Le han sacado las uñas de los dedos y en su lugar han colocado clavos candentes; y le han quemado las plantas de los pies con planchas de metal al rojo.
Fray Bérenger ya se reconoció sacrílego, hereje, apóstata, idólatra, sodomita y simoníaco. Ha declarado que él y sus hermanos del Temple escupieron sobre la Santa Cruz, renegaron e insultaron a Cristo, rindieron culto a dioses paganos, veneraron a vírgenes negras, adoraron al Bafometo y practicaron ritos obscenos, incluso el Osculum Infame.
Fray Bérenger no sabe de las intenciones del rey Felipe, de su canciller Nogaret y de su chambelán Portier de Marigny, ni de la indecisión del Papa Clemente V. 
Está solo y desnudo en una celda sin, siquiera, el confort de un poco de paja sobre la fría piedra del piso. Desconoce que su Gran Maestre Jacques de Molay ha caído, también, en desgracia y está prisionero a unos cuantos pasos de él.
Supone, sí, que no es el único cautivo. Cree haber escuchado a los verdugos cuando nombraban a sus amigos Fray Robert de Plessiez y Fray Reinald de Milly; y entre idas y venidas de los continuos desmayos, le parece haber escuchado las súplicas de su Senescal, André de Périgord, que venían desde una celda no muy lejana.
Sin embargo, el dolor que siente en algún lugar de su pecho es infinitamente más fuerte que aquel que le provoca la tortura. Fray Bérenger respondió afirmativamente a todas y cada una de las aseveraciones de sus inquisidores;  no por temor al tormento, si no como resguardo para no delatar a la única persona que le importa: Cécile de Monssac. 
Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos participaron en orgías en las que no había mujeres, mientras pensaba en los destellos de los hermosos y grandes ojos negros de Cécile.
Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos reverenciaban al demonio encarnado en un gato, mientras recordaba una radiante y franca sonrisa dorada.
Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos quemaban niños y bebían sus cenizas mezcladas con vino consagrado, durante la celebración de la Santa Misa, mientras evocaba unas trenzas azabache, que brillaban como el ébano de Santa Helena a la luz del sol. 
Dijo que si cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos afirmaban que Cristo había sido un falso profeta, y que no había padecido en la cruz para la redención del género humano, mientras rememoraba la tersura de una piel blanquísima y el rubor del decoro de su amada.
Pero Fray Bérenger de Lacroisille jamás vio a Cécil de Monssac. Ni siquiera sabe si existe. Hace más de diez años, en uno de sus tantos viajes por el Rousillon, oyó la cansó que trovaba Amanieu de Sescars, y se extasió ante aquella declaración de amor que imaginó suya: 

«La belleza y el bien que hay en mi dama 
me tienen gentilmente atado y preso.»

Y Bérenger imagina que no es la Inquisición quien lo tortura. Sueña que es Cécil quien maneja la fusta o arranca sus uñas, y delira que ella le canta, aunque las palabras sólo suenan en su mente afiebrada.
«No está curada la llaga que me hiciste, amor, 
cuando me heriste con tu cruel espada.»

No le importa el Temple, ni su Maestre, ni su Senescal, ni sus compañeros. Está dispuesto a firmar cualquier confesión, y hasta renegar de la gracia del perdón ofrecido por los domínicos, si se lo ofrendasen. Está dispuesto, incluso, a inventar cuanta maldad le insinúen y ponerla en boca hasta del mismísimo Papa, si se lo ordenasen.
No sabe porqué, pero espera ardientemente la sesión de tortura venidera en la que le arranquen la lengua con tenazas para asegurarse de que ni en el delirio de la fiebre que lo abrasa va a nombrarla.

«Yo ardo sin ser quemado
en vivas llamas de amor.»

Fray Bérenger soporta todo sin desmayarse porque teme pronunciar su nombre y que sus jueces se interesen en ella, y la busquen. Le espanta la idea de que Cécil exista, y los verdugos de la inquisición la encuentren y la sometan al espanto por el puro placer de apagar su hermosura. 



Acerca del autor: Daniel Frini

viernes, 7 de diciembre de 2012

Un día cualquiera - Xavier Blanco


Era un día cualquiera de esos fríos del otoño. El sol empezaba a caer y coloreaba de rojo el horizonte. Se ciñó el abrigo y miró a su alrededor: quedaba poca gente. Hacía tiempo que su carácter frío y distante la habían dejado sin amigos, pasaba demasiado tiempo sola y las aglomeraciones le incomodaban. No era día para lamentaciones, no era día para nada. Le había pedido pocas cosas a la vida, muy pocas, y la vida no le había concedido ninguna. La vida es así de caprichosa.
Tenía dieciocho años cuando conoció a Pedro, su marido. Recordaba aquellos primeros meses con dulzura, y cuando eso sucedía le costaba contener las lágrimas. Sacó el pañuelo y  secó sus ojos llorosos de melancolía. Luego se casaron: “hasta que la muerte os separe” sentenció el párroco del pueblo. Las cosas no fueron bien. Él no era un buen marido. Tampoco era un buen padre. En realidad no era siquiera una buena persona. Primero fue la bebida y después lo otro. No tuvo valor. Confiaba en su madre: “hija, no lo dejes, no me hagas pasar esta vergüenza en el pueblo”. Era su madre. 
Le faltó arrojo. Perdió el tren, para siempre y la existencia se le fue, día a día, por un camino lóbrego y frío como el del invierno. Pasaron los años y el libro de la vida fue garabateando sus páginas una detrás de otra.  Primero falleció su madre. Luego marcharon sus hijos, se fueron lejos escapando de aquella realidad a la que no querían enfrentarse. Pero ella seguía allí, inmóvil y distante, viendo como se escapaba el futuro sin llamar a su puerta.
Ya no quedaba nadie. Sintió su propio suspiro en el silencio. Guardó las gafas en el bolsillo del abrigo y fijó su vista en aquel mármol blanco, impoluto y reluciente. Observó por última vez el nombre de su marido escrito en la lápida recién puesta: “A Pedro Blázquez, con cariño de su mujer e hijos. Descanse en paz". Ironías del destino. Giró sus pasos y empezó a caminar hacía la salida. Se detuvo un instante. Miró el reloj: las seis. Toda una vida por delante, pensó.

Sobre el autor: Xavier Blanco

Detrás de la barrera - Fernando Puga


En el momento en que el micro cruzaba las vías, comenzó a sonar la chicharra anunciando que se acercaba el tren. Entonces fue cuando nacieron las dos lágrimas en mis ojos y ya no pude ver. Hundida en una neblina de solitario día de agosto, mi mirada no alcanzaba a distinguir con nitidez los objetos y caras que se sucedían tras la ventanilla. Yo sabía que la parada en donde tenía que bajar no estaba a muchas cuadras de la barrera, pero no recordaba cuántas. Hacía ya tiempo que no volvía por aquí. Acertar y descender a tientas del micro no resultaría sencillo. 
Giré mi cabeza hacia la izquierda con la intención de preguntar a mi vecino de asiento. Pretendía que me avisara al llegar a la avenida Rivadavia, pero al querer hablar sólo alcancé a balbucear sonidos guturales sin sentido. El hombre me miró con extrañeza y supe que no lograría hacerme entender con la palabra; un nudo sólido, como de acero templado, se instaló en mi garganta apenas quise volver a intentarlo. Nada salió de mi boca, salvo una baba espumosa como de rabia. Incliné mi cabeza pidiendo disculpas y volví a mirar hacia la ventanilla.
Me levantaré. Iré hacia la puerta de descenso, tocaré el timbre –siempre que esté en el lugar acostumbrado- y descenderé en la próxima parada. Una vez en la calle ya encontraré la manera de resolver este problema. Esta fue la idea que creció en mi mente, pero cuando quise ponerla en acción una fuerza de imán impidió que mis pies ejecutaran la orden. Por más que concentrara toda la energía en pararme, me resultaba imposible.
Vaya situación en la que me encontraba. Sin luz, sin palabras, sin impulso y con toda la lucidez de quien vuelve de un largo viaje. Por lo visto el pasado quería esquivarme; pretendía evitar que mi cuerpo viviera el estallido del regreso.
El micro sigue su viaje un largo rato hasta llegar a la terminal. Alguien se acerca a mí, seguramente el chofer, y me habla. Intuyo que debe estar diciéndome que tengo que bajarme porque llegamos al final del recorrido, pero apenas lo oigo. A través de panales de abeja llega su voz a mis oídos. Insiste. Grita. Me sacude. No puedo contestarle. Sólo unas muecas con mi cara y unos gestos con mis manos. Se va y vuelve acompañado. Entre dos me bajan del micro y me llevan hasta la oficina de la terminal. Una silla me recibe como bulto y a mis pies arrojan mi bolso. El rato que siguió fue eterno; creo que hasta me dormí y en mi sueño un bebé lloraba y sus lágrimas saltaban a mis ojos como notas musicales voladoras.
La cercanía de una mujer logró desentumecer mis pensamientos y por un instante creí que conseguiría captar su atención, pero entre sombras sólo pude notar que tomaba mi bolso, lo abría y revolvía. ¿Quién soy? ¿A dónde debe dirigirse para comunicar mi situación? ¿A quién hay que avisar? Pronto descubrirá que no hay documentos.
En una cama de hospital, inmóvil, sordo, mudo, casi ciego. Apenas luz y sombra y las abejas. Los olores señalan el paso de los días. Hoy manda un penetrante aroma a jazmín. Ha de ser domingo; acaso primavera.

Sobre el autor: Fernando Puga

Appassionata - José Manuel Ortiz Soto


—Con manos así no se hace música, dedícate a otra cosa —sentenció el examinador del conservatorio y dio por terminada la entrevista.

El golpe, duro y contundente, me tumbó. Coartado mi deseo de hacer carrera como pianista, mi vida se escurría por el caño. Me daba lo mismo dormir en un sitio conocido que despertar en otro. Sin importar adónde fuera, siempre sería una más de las sombras anónimas que pueblan los rincones del mundo.
Cierta ocasión que vagaba por el muelle de la ciudad antigua, ante el avance de la tormenta, me refugié en el primer bar que asomó en mi camino. Buscando una mesa lejos del bullicio de la barra, di con un piano abandono en un rincón. Fue amor a primera vista: incapaz de contener la pasión que me embargaba, me senté ante el viejo instrumento, que parecía aguardar mi llegada. “Si buscas trabajo, ya lo tienes”, ofreció el patrón luego de escuchar un par de piezas. “Desde que el otro pianista murió, nadie tocaba esa cosa”. Desconfío de la gente que habla así, pero estuve dispuesto a poner mi arte al servicio de marineros ebrios y prostitutas displicentes, a los que apenas importaban las canciones que berreaban entre tragos. Después de todo, pensaba entonces, ¿qué mejor manera de precipitar mi catástrofe? Sólo debía esperar.
Una noche, mientras recogía las escasas monedas dejadas por los parroquianos, escuché la voz de una mujer a mis espaldas. No entendí lo que dijo, pero gruñí acremente. En respuesta, ella me ofreció su copa. Aunque no estaba de ánimo para complacer a nadie, bebí desconcertado.
—¿Qué quiere escuchar? —ofrecí, volví a levantar la cubierta del teclado.
—Lo que tú quieras —respondió una vocecita salpicada por la tenue gravedad de los cigarrillos fumados.
—Aquí a nadie le importa lo que...
Posó sus dedos en mis labios; los besé. Antes de que ella dejara entrever alguna manifestación de incomodidad por mi acto, dejé que fueran mis manos las que se hicieran cargo de la situación. Del interior del viejo piano comenzó a brotar una gama de sonidos entrelazados armoniosamente por notas que creía imposibles. Era como si mis dedos hubieran cobrando vida propia y se rebelaran contra mí, contra el mundo, contra todo aquello que nos mantenía oprimidos; como si para ellos no existiera más vida que la música, pero en su más pura esencia. Cuando se hizo el silencio, la mujer tomó mis manos y comenzó a lamerlas delicadamente, aspirando con fruición el aroma a tierra húmeda y vegetales que desde siempre las acompañaba.
—No sé qué has hecho conmigo —le dije, y la cubrí con mis ramas.

Sobre el autor: José Manuel Ortiz Soto

Improvisación - Jesús Ademir Morales Rojas


K baja por la escalera. No sabe a ciencia cierta a que planta del edificio tiene que acudir. La hora de su cita se aproxima. Junto a él hay varias personas que luchan por descender por el estrecho pasillo. Pugnan por adelantarse unos a otros y ganar un peldaño más. Como no tiene una referencia clara del número de planta, en donde tiene que presentarse, se guía por el número de personas que salen de la escalera para ingresar a cada uno de los pisos del viejo edificio. K conjetura, que el que le corresponde, es en donde más personas descenderán. Pero hasta el momento esto no ha sucedido. La bajada se va volviendo ya muy larga. K ni siquiera recuerda ya como ha podido ascender tanto. Algunas parejas se han formado, por el trato continuo que han desarrollado al proseguir en su dilatado contacto. Estos enamorados buscan abrazarse sin dejar de avanzar, y se atraviesan al camino de los otros. Resuenan maldiciones e improperios mezclados con palabras de ternura y arrumacos. La marcha continua. K percibe a sus espaldas ronquidos y murmuraciones. Algunos de las personas participantes del descenso de la enorme escalera se han dormido ya. Pero impulsados por los demás, siguen avanzando, dejándose llevar por la voluntad abstracta del bloque humano. K se sorprende, personas que creía ya habían dejado la fila en movimiento, vuelven a aparecer, inesperadamente, para estorbar su marcha con un pie necio o un codo insolente. Aburridos, varios comienzan a entonar melodías de taberna. En el pasillo en penumbras de la escalera, rebotan los ecos de risas y chistes de color subido de tono. K se indigna. Algunos se han comenzado a desnudar y agitan su ropa al son de las canciones. K se debate desesperado: siente que se ahoga en ese mar de abrazos y apretujones. Finalmente, parece notar que la masa se calma, es posible, de acuerdo a su actitud, que por fin hayan podido alcanzar el piso que deseaban: comienzan a darse los buenos días y a desearse la mejor de las suertes. K vuelve a respirar. Abren una puerta. Comienzan a salir todos. Cuando K finalmente lo logra, se llena de estupefacción. El umbral que han atravesado no conduce, sino a una escalera en ascenso. Pronto es arrastrado por la multitud que se apresura a llevar a cabo la marcha obligada. Su rostro lleno de confusión queda oculto por ese río de cuerpos y pasos, que se pierden y lo pierden, en una vuelta de la escalera en espiral. Suben.

Sobre el autor: Jesús Ademir Morales Rojas

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Disposición - Claudio Leonel Siadore Gut


Corresponde Exp. Nº 4763-9-2687/10 

Señor Subgerente Administrativo Contable: 

Se remiten las presentes actuaciones para su conocimiento y posterior pase al Departamento Zona X (Mar del Plata), para que a través de su encargado Patrimonial de 1º Orden, se adjunte el formulario de Baja Patrimonial (C-102).
Motiva el mismo, la baja producida por la quema del lote de 2.187.634 libros de la Colección Kafka, Editorial Castillo Carmesí (cuenta 5.1.0 subcuenta 2) y muebles de biblioteca (cuenta 5.1.0 subcuenta 1): estanterías, atriles, mesas, movimiento registrado en el sistema de Contabilidad Patrimonial Uniforme cumplimentando lo dispuesto por la Resolución Nº3490/10 de fojas 13.683, confeccionado por este Departamento Patrimonial, a través de la División Contabilidad Patrimonial.
Asimismo, una vez desglosado el formulario C-102, girar las presentes actuaciones al Departamento Biblioteca, para su debida intervención, concluido pase a la Dirección Provincial de Bibliotecas y Editoriales Oficiales (D.B.E.O.), a fin de tomar conocimiento e intervenir los presentes.
Ejecutado, vuelvan las presentes actuaciones a este Departamento para la prosecución de su trámite.

Departamento Patrimonial 
La Plata, 30 de Diciembre de 2010

Sobre el autor: Claudio Leonel Siadore Gut

La curva (Leyenda urbana) – Marcos Zocaro


Tres de la madrugada.
El camión se detiene a la vera de la ruta y aguarda a que la dueña de aquel rostro empapado de tristeza, de edad indeterminada y vestido blanco inmaculado, suba y se acomode en el asiento del acompañante. El conductor se presenta y le dice que puede alcanzarla hasta la entrada del pueblo cuyo nombre figura en el cartel que hasta hace segundos ella sostuvo en sus manos y que ahora esconde enrollado entre sus piernas. Intercambian alguna que otra palabra, hasta que el camión retoma la marcha y el silencio inunda la cabina: el hombre está muy cansado como para entablar una conversación, mientras que la mujer permanece, sin motivo aparente, compenetrada en el oscuro camino. Sus ojos vacíos se pierden en el horizonte y la tristeza de su rostro se agudiza. Hasta que de improviso abandona el mutismo: “¿Ve aquella curva a lo lejos?”, le pregunta al conductor, esforzando notoriamente sus cuerdas vocales. Y sin esperar respuesta: “Al aproximarse procure reducir la velocidad y tomar las debidas precauciones”; su voz ahora es clara pero distante. “Hágame caso: si yo lo hubiera hecho hace un año, hoy no estaría muerta”.
Al voltear, el conductor ya no ve a la mujer.

Sobre el autor: Marcos Zocaro

Corre dijo la tortuga - Fernando Andrés Puga


Una tortuga no hace ruido. Durante al menos seis meses se esconde entre los muebles y duerme. Uno llega a olvidarse de su presencia hasta que durante un día cálido de comienzos de primavera volvemos a cruzarnos con ella y a sorprendernos; como la primera vez.
Una tortuga apenas come. Restos de lechuga, cáscaras de pera o manzana, pepino y algunos otros desperdicios. Una tortuga no mordisquea juguetes como sí lo hacen los insoportables cachorros caninos; no rasguña la cuerina del sillón como los gatos; ni siquiera nos entristece como los canarios que, encerrados en jaulas de colores, nos hacen sentir culpa.
No.
Una tortuga no es más que una piedra que a veces se mueve. Pocos excrementos que limpiar y que además sirven para abonar la tierra de las macetas. Ninguna molestia. Tener una tortuga como mascota no tiene pérdida; es todo beneficio. Eso sí: no consigue engañarnos y hacernos creer que no estamos solos.

Y así estaba yo. Gozando de mi soledad, contemplando a mi tortuga pasearse oronda sobre las baldosas del patio una tarde tranquila de verano, viendo cómo mastica con su habitual parsimonia un tronquito de coliflor.
Sonó el timbre. A regañadientes me levanté de la hamaca paraguaya donde dormito apaciblemente bajo la sombra del níspero que yo mismo planté hace ya más de quince años y fui hacia la puerta de calle.
Era mi hermano. Hace tiempo que no viene por acá. No desde que tuvimos la gran pelea. En fin, culpa de las mujeres, por supuesto. El asunto es que vino y trajo una pequeña tortuga entre las manos. Al parecer mi sobrinita, tan parecida a la madre, se puso a gritar desaforadamente cuando abrió el regalo de cumpleaños y no paró hasta que vio a su padre alejarse velozmente en el auto con ese bicho horrible que le recordaba los dinosaurios. Mi hermano dice que no quiso tirarla por ahí y se le ocurrió traérmela. Se acordó de mi vieja tortuga y creyó que yo la recibiría con los brazos abiertos. Y la dejó nomás. Ni tiempo a pensarlo me dio. Es cierto que no había mucho que pensar. ¿Qué mejor que una compañía para mi Manuelita?

No sucedió de inmediato. Al principio nada parecía haber cambiado. Las dos tortugas se ignoraban mutuamente. Mi viejo quelonio doblaba en tamaño a la recién llegada y a lo mejor la despreció en secreto, a su modo claro, un modo difícil de percibir para un simple humano como yo.
Empecé a sospechar que algo pasaba cuando noté que la intrusa, luego de los primeros días de adaptación, llegaba antes al lugar donde deposito los restos vegetales que come mi tortuga y se los devoraba con una velocidad asombrosa sin dar tiempo a que la pobre vieja pudiera probar bocado. No sé si como consecuencia de ello o por simples cuestiones genéticas, la tortuguita comenzó a crecer aceleradamente. Hace apenas un mes que está en casa y ya duplica en tamaño a la otra que, a su vez, parece estar cada día más débil. Es que casi no come la pobre. He llegado a darle en la boca pequeños trozos a escondidas para evitar que la muy maldita recién llegada se los arrebate antes de que pueda deglutirlos. Vamos mal, a este paso creo que le queda poco.

Hoy no me levanté de buen ánimo. Estaba teniendo un sueño placentero en el que caminaba por una playa de arenas blancas muy bien acompañado, el sol se ponía a lo lejos sobre el mar, las gaviotas graznaban... Nos revolcábamos, nos besábamos... No sé quién era ella, hace mucho tiempo que no gozo de compañía femenina y las del pasado no han dejado rastros en mi memoria. En un momento dado, cuando la tenía de espaldas y la montaba, ya a punto de eyacular, la tomé por el cuello desde atrás con la intención de traer su cara hacia mí y besarla. Giró y me miró a los ojos. El susto me hizo despertar. Algo había en ese rostro que rompió con el encanto y a punto estuvo de transformar el sueño en pesadilla. No puedo recordar qué, pero no pude volver a dormir. Tuve que cambiar las sábanas y en el ir y venir entre la cama y el baño terminé por desvelarme. Así que acá estoy. En la cocina. Puse agua en la pava para tomar unos mates y cuando voy hacia el patio a vaciar el porongo de ayer en el cantero, la veo.
¡Pero si es ella! Sí, sin duda alguna. Tengo ante mí a la grácil muñeca que alegraba mis sueños hace apenas unas horas. Está de espaldas, como en el sueño. Sin ropas sobre ese cuerpo arrobador. Un impulso me lleva hacia ella y, desnudo yo también, me apoyo sobre su espalda húmeda que se eriza al sentir mi contacto. La tomo del cuello con la intención de besarla y mirar su rostro, pero me sobresalta un grito extraño que llega desde el patio.
Para mi sorpresa es mi vieja Manuelita que en perfecto castellano grita:
—¡Corré, pelotudo!
Aturdido, suelto a mi musa que termina por darse vuelta, abre sus fauces desdentadas y se dispone a masticarme como si yo no fuera más que una apetitosa hoja de lechuga criolla.
Pude escapar gracias al grito de mi vieja compañera. Lo triste es haber tenido que abandonarla a su suerte. Seguro que ya es alimento del cantero.

Fernando Andrés Puga

sábado, 1 de diciembre de 2012

Bioma - Claudia Sánchez


Dos millones de piedras planas llovieron el último día sobre el pueblo. El sol que disolvió las últimas nubes, comenzó a calentar las piedras negras, haciendo hervir el barro que tapaban. La primavera comenzó a brotar. La vegetación se hacía cada vez más exuberante sobre aquel lugar signado por las tragedias. Sus habitantes, con la alegría recién recobrada, volvían a sentirse intranquilos con el avance inexorable del verde sobre el negro. Un verde que iba tomándolo todo; paredes, techos, postes, hasta los cables del precario tendido eléctrico quedaron ocultos por el vergel, que aceleraba su crecimiento si alguna raíz, un tallo, una hoja siquiera era cortada. Comenzó la emigración de los pobladores que, en caravana, iban en busca de otro lugar donde vivir.

Ya se había marchado el último hombre cuando unos niños, escondidos en el jardín de una casa, comenzaron a jugar a la payana con las piedras negras del suelo. Cada vez que levantaban una, el aire se calentaba y se detenía el crecimiento de su planta. Entonces comprendieron su misión. Pronto formaron las tribus payaneras, que desde aquellos tiempos pueblan la impenetrable Amazonia para mantener en equilibrio el clima ecuatorial.

Sobre la autora: Claudia Sánchez

Juego de corazones o juego de palabras - Fernando Moncada Ospina


Uno siempre piensa que el corazón va a aguantar, hasta llega a creer que si no sale de su casa no arriesga la vida. Uno no sabe que empieza a morir cuando no es capaz de decir te amo, cuando no sabe lo que quiere, pero uno sabe lo que quiere, cuando empieza a morir.
Uno a veces piensa que uno es distinto, que la vida le dio a cambio de la soledad y la tristeza un aura de sabiduría poco común, uno se llena de angustia cuando entiende que es apenas uno más y uno se pone triste cuando sabe que puede ser apenas uno menos.
Uno ama y sueña y se siente eterno cuando es feliz y quiere compartir esa felicidad con todo el mundo porque el instante eterno de la felicidad es un sueño.
Uno termina solo y llorando y cuando descubre que todos lloramos y todos nos sentimos solos, entonces de tanto amor, uno termina llorando por todos.
Uno es un complique y uno se complica tratando de entender a otro; quizá el otro sea como uno tratando de entendernos, uno entonces juzga y en ese instante uno es juzgado.
Uno escribe con mucho cuidado tratando de encontrar un poema y el poema se cuida de ser tratado con tanto cuidado;  uno entiende que el poema no está en las palabras sino que está en uno y uno de tanta tristeza termina alegre porque sabe que después de todo, de tanta soledad, uno escribe para alguien que no es uno.
Uno sigue viviendo con la esperanza de que el corazón aguante y el corazón aguanta siempre y cuando haya esperanza.


De: Gaviotas de azogue 237
Sobre el autor: Fernando Moncada Ospina

jueves, 29 de noviembre de 2012

Grandes pensamientos - Fernando Andrés Puga


No me distraigan con tonterías. No golpeen. Mi cabeza no es una cacerola. No me zamarreen. No estoy dormido. Yo, como tantos otros que me precedieron y tantos otros que vendrán después de mí, espero agazapado mi momento. No vengan a molestarme cuando me ven así. Estoy meditando y aunque no lo parezca es la tarea más ardua del mundo. El enojo de tener que soportar el tedio durante largas horas pesa en mis párpados y no me deja en paz. No se va por más que intente pensar en cosas bellas. Ya probé imaginando que estoy en medio de un lago azul en calma, luminoso, o que vuelo sobre bosques y montañas, o cabalgo a campo abierto rumbo a los labios jugosos de esa mujer que habla ahí delante desde hace un buen rato. ¡Qué húmeda estará después del beso que voy a propinarle!
—No sé, señor director. No alcanzo a comprender por qué de repente y sin aviso la señorita de inglés interrumpió la clase, dejó la tiza sobre el pizarrón, caminó entre los pupitres hasta detenerse junto al mío y me propinó semejante cachetazo. ¿Acaso lee la mente? ¡Lo único que faltaba!

Acerca del autor: Fernando Puga

martes, 27 de noviembre de 2012

Los fantasmas - María del Pilar Jorge


“No creo en los fantasmas”, murmuró, mientras contemplaba el luminiscente reflejo del monitor. Sus dedos se negaban a moverse sobre el teclado, su mente estaba en blanco. El escritor se sentía muy frustrado: el escepticismo le impedía, siquiera, imaginarse una aparición fantasmal y mucho menos una historia de terror. Pero le habían pedido que escribiera un relato sobrenatural; iba a salir publicado en una revista  muy popular, y eso le convenía: era publicidad.

Un ruido proveniente de la cocina interrumpió el curso de sus pensamientos, mejor dicho, el ruido lo distrajo de ese dejar de pensar en el que se encontraba inmerso. Se levantó con desgano y arrastró los pies hasta la cocina: no encontró nada, todo estaba en orden. Pero el ruido había venido de allí. Comenzó una inútil búsqueda, que lo único que logró fue incrementar su mal humor. Regresó a su escritorio y escribió el título del relato: “No creo en los fantasmas”, y se detuvo. Buscando inspiración, intentó enfocarse en aquel sonido sin dueño ni destinatario, pero que tenía que tener alguna explicación lógica. Tal vez algo se había caído en el departamento que estaba en el piso superior al suyo, o tal vez en el piso de abajo. En un edificio de departamentos nunca se puede saber de dónde vienen los sonidos.

En ese momento el ruido se repitió por segunda vez; el escritor se precipitó hacia la cocina. En su carrera, tiró al suelo a una de las sillas del comedor y terminó golpeándose la cara contra la puerta de la cocina. Un momento: él no la había dejado cerrada. Miró detrás de la puerta: nada.  Miró arriba, abajo, a derecha e izquierda: nada de nada. Todo se veía en orden.

Fastidiado, volvió a sentarse ante su computadora y leyó, una vez más, el título de ese cuento aún no nacido: “No creo en los fantasmas”. En la cocina se escuchó el eco de un quejido, pero el escritor esta vez no se movió de su asiento. Se limitó a borrar las tres primeras palabras y luego comenzó a escribir.  

Acerca de la autora: María del Pilar Jorge

Califagia – Jaime Arturo Martínez


Aquella noche en que la vio reír en medio de las matas de anturios, pensó en una alta palmera meciéndose en el aire y se dijo que algún día la haría suya para siempre. Tres semanas después le declaró su amor. Le manifestó su deseo de casarse con ella cuanto antes, pues no veía la hora de buscar su pie con su pie, de arroparla con sus brazos y de comérsela a besos.
Tres meses después, la boda se celebró. En medio del fasto, ella lucía como un hada encantada, que renovaba el espacio por donde pasaba. Luego que partió el último invitado, él la condujo a la alcoba, la servidumbre apagó las luces y sólo se mantuvo alerta la madre de ella, que velaba desde la habitación contigua. La madre oyó el murmullo de la conversación. Oyó la risa de ella como una alta palmera meciéndose en el aire, oyó los suspiros, oyó los quejidos y el llanto de amor, oyó - luego – el silencio.
En la alta mañana, la madre aventuró el oído en la puerta de la alcoba nupcial. Sólo escuchó unos besos espaciados y sonrió. Tocó la puerta, pero nadie respondió, volvió a hacerlo en tres ocasiones y sólo respondían los besos, siempre espaciados, cada vez más espaciados. La madre intrigada, accionó el picaporte. Abrió con lentitud la puerta. Preparó su mejor sonrisa, cantó unos buenos días y asomó su cabeza al momento en que por sus ojos penetraba el hielo, que congeló su sonrisa. Lo vio, tendido a lo largo de la cama. Su vientre estaba inflado y tenso como un globo, en su mano derecha sostenía lo que quedaba de ella, su dedo anular con el anillo de bodas, que él consumía beso a beso.

Acerca del autor: Jaime Arturo Martínez

La mujer y la lluvia – Francisco Garzón Céspedes


La mujer joven y la lluvia tenían una relación.
La mujer tardó en aceptarlo. Por años creyó que la relación no existía, que lo que acontecía era pura coincidencia. Una coincidencia demasiado frecuente, una coincidencia extraña, pero una coincidencia. Qué otra cosa podía ser.
Desde la niñez, y en la adolescencia y lo que llevaba ya cumplido de juventud, cuando intentaba salir a caminar sin que su paseo tuviera un rumbo determinado, un destino específico, una justificación, tan pronto la mujer ponía un pie al aire libre, comenzaba a llover.
La lluvia aparecía de inmediato. Primera pisada de la mujer fuera de una superficie techada, y caída de la primera gota de lluvia sobre el cabello largo y negro de la mujer.
Esta lluvia en cada ocasión solía tener la misma persistencia, la misma densidad, parecía ser la misma lluvia.
Inmediatamente que la mujer decidía un rumbo, un destino, daba dirección a su paseo, la lluvia cesaba.
Estuviera donde estuviera la mujer al aire libre, si su andar adquiría un propósito, cesaba de llover.
La mujer se admitió rara.
Y después de perder a la que había considerado su amiga más próxima, que fue quien la etiquetó de rara, y se fue distanciando a partir de escucharle lo de su relación con la lluvia o, más bien, lo de la relación de la lluvia con el inicio de todos y cada uno de sus intentos por deambular; la mujer no le comentó el asunto a ninguna otra persona ni viva ni muerta.
Ni siquiera volvió a hablar del asunto en voz alta durante sus soliloquios o durante las pretendidas conversaciones con su sombra.
Esta suerte de secreto fue convirtiendo a la mujer en una persona cada vez más solitaria.
Cómo iba a establecer una verdadera compañía con alguien si no podía decirle que parecía poseer una inexplicable y sin duda desconcertante relación con la lluvia.
Y no es que lo de rara le creara un conflicto consigo.
No, en absoluto.
La mujer creía, decidida y profundamente, que hay que aceptarse, que cada cual debe reconocer sus peculiaridades, admitir sus diferencias, y tiene que seguir hacia delante al hallazgo de su lugar en el mundo. Por lo tanto, lo que sí hizo la mujer, cuando no tuvo dudas de que si salía simplemente a caminar, llovía, fue poner dos anuncios pagados en el diario de mayor circulación de la ciudad.
Uno anunciaba:
“Mujer rara se emplea por horas para provocar la lluvia. Mitad de los honorarios cuando empiece a llover. El resto, al concluir el tiempo deseado de lluvia.”
Y el otro anuncio decía:
“Mujer joven, de veintitantos años, entrenada físicamente y muy buena caminadora, busca compañero para caminar que haya descubierto que, si está lloviendo, al poner un pie sin rumbo fijo fuera de cualquier superficie techada, cesa de inmediato de llover.”
La mujer, leyendo los anuncios el primer día que aparecieron publicados, sintió dentro de su pecho un desacostumbrado sosiego.
Y la certeza de que era rara, sí, rara entre los raros, pero había tomado las riendas de su deambular futuro.

De Historias de raros y amorosos
Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

Mujer caminaba con serenidad por la avenida – José Víctor Martínez Gil


La mujer caminaba con serenidad por la avenida y observaba las marquesinas, las ventanas, los edificios, el cielo. Caminaba des-prendida de cualquier preocupación. De pronto se detuvo porque desde algún lugar le llegó una canción que no escuchaba desde que tenía cuatro años. Sobre todo la melodía le trajo aromas, sabores, texturas, distintas sensaciones: tristeza, melancolía y también una alegría vinculada a la presencia de esa canción cuando iba a bailarla en una fiesta del colegio. Se quedó paralizada y se dio cuenta de que la música provenía de una tienda. La canción terminó, pero la mujer la seguía escuchando por dentro. Adquirió conciencia de que deseaba tener el disco de esa canción. Fue, entró, se acercó a un encargado y le dijo que quería comprar la canción que acababan de poner. Y le precisó el título. El encargado le respondió que ellos no habían puesto esa pieza ni tenían ese disco. La mujer salió frustrada, no por no haber conseguido la canción, sino por advertir que en realidad ella no iba caminando con serenidad por la avenida.

De: los cuadernos de las gaviotas 67 Mujeres de piel de arena y otros cuentos
Sobre el autor: José Víctor Martínez Gil

domingo, 25 de noviembre de 2012

Leyes verdaderamente necesarias – Héctor Ranea


Tengo para mí que hay que prohibir ciertas cosas nocivas. Propongo empezar por el efecto Kelvin-Joule. Una porquería que jamás debió haberse instituido. Se enfrían los gases cuando salen de las toberas, y se condensa la humedad, por ejemplo. Además, enfría cosas y por su culpa tenemos heladeras con freón, que se inventó para servir a este efecto tan pernicioso y ahora el mundo está lleno de mierdosas heladeras, por no decir los senderos de vapor condensado que dejan los aviones y todas las porquerías que traen, incluido el dihidrógeno de oxígeno. Otra que habrá que prohibir son las moléculas. Pero a la que le tengo ganas realmente es a derogar la segunda ley de la termodinámica. Esa farsa de ley que nos impide tener infierno, que dice que el Universo terminará alguna vez. Y, de paso, seguro que es responsable del efecto Kelvin-Joule que mencioné antes. Seguro, porque las desgracias no vienen solas. Es más. Me gustaría prohibir esas leyes peligrosas para la civilización, que son las leyes de Maxwell. Responsables de esa porquería infame de las ondas, de las microondas que se usan para cocinar para desnaturalizar las comidas y reventar los huevos duros. Todo eso lo quiero prohibir. Más aún, erradicar para siempre jamás de la mente de esos bichos que son los físicos, los químicos. Todo eso. Y hacer las leyes verdaderamente necesarias. Por ejemplo, la ley del movimiento perpetuo, para que las cosas se muevan sin petróleo (eso ¿por qué no prohibir el petróleo?). Me gustaría que aprobaran una ley que hiciera que nada fuera relativo y que el Sol fuera fuego, como corresponde, así no hay energía nuclear ni tanto barullo que nos llena de porquerías, bazofia. Tampoco me gusta que el sonido no se propague por el vacío o que la velocidad de la luz sea la mayor de todas. ¿Por qué? ¿Y las ideas? Nada. Cerremos camino a este avance de esas leyes injustas. ¡Ah! Y por favor... deroguen de una vez la incertidumbre ¡qué quieren! ¿El caos? ¿Acaso quieren caos? Quiero que los dioses tiren rayos, no la electricidad. Eso es denigrante. Le voy a pedir a los diputados. Por ahora pruebo con el maniquí. Me parece que me escucha con atención. Lo que pasa es que él me entiende. Es un tipo de una sola pieza.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Mutación, según el ánimo – Cristian Cano


Así como otras tantas, la palabra fe difiere más y más con su uso, de lo que una vez significó en principio. Es sabido que la lengua que empleamos está viva y muta a cada momento en que la requerimos, hasta es posible embotarla en un diccionario de mala muerte, o como Cortazar les decía: el cementerio de las palabras, para sólo hacerlo más extenso y caro de comprar. La lengua, es imposible de inmortalizar como los eruditos pretenden; las palabras viven en la boca del más ignorante, en los diarios de mala caña y hasta en una parada del bondi. A veces, creo que cambian dependiendo de cómo se encuentre mi ánimo (otra que no me gusta), y veo el símbolo de tinta “fe” sin sentido, sólo al leerlo cobra vida, una vida que no es la misma de antes y la siento distinta. Hoy, la percibo diferente: Tal vez, como una ilusión, un anhelo; cada día más incomprensible.

Sobre el autor: Cristian Cano

viernes, 23 de noviembre de 2012

Piedras y piedritas - Daniel Frini


En soledad, alrededor del sol, gira el Asteroide Zadunaisky, Una gran piedra de más de más de cuatro mil millones de años. Un poco por debajo de su Norte hay un gran cráter de unos diez kilómetros de diámetro, originado por el impacto de otra piedra en épocas remotas. Dentro de él, hay otros cráteres más pequeños y, lógicamente, más nuevos. Uno de ellos, bastante curioso debido a su forma elíptica, se formó por el choque de otra piedra hace unos cincuenta millones de años. Allí, sentado con la espalda apoyada sobre el borde de acresión, hay un astronauta. Su casco muestra un agujero de bordes limpios, consecuencia de otra piedra del tamaño de un garbanzo que lo atravesó de lado a lado. Está allí desde hace unos seiscientos mil años. En su pecho, quemada por una larguísima exposición al Sol cercano, puede verse una insignia de la Unión Soviética.

Sobre el autor: Daniel Frini

Cerezas con crema – Ada Inés Lerner


“El hombre es un animal bípedo, implume”
Platón.

Hace unos días recibí la visita de un niño, venía a visitar a mi hijo que, por un rato, había ido con su abuela a una plaza cercana.
—Soy Huguito —me dijo y sin esperar a que lo invitara cruzó la puerta— ¿ está Gabriel? —Apenas entró en la cocina de mi casa se dirigió a la mesa, se ubicó en la silla alta y se apoderó del pote con nueces picadas que acababa de preparar para una torta. Intenté explicárselo, se encogió de hombros, enseguida volcó una parte del contenido en una pequeña compotera de cerezas con crema.
—Ey! – le dije – eso estaba preparado para mí.
—¿Me alcanzás una cucharita?
La respuesta me desorientó quizás porque fue dicha con el desparpajo de sus cuatro añitos. ¿Cómo negarme? Estaba subyugada por sus rulos y los rasgos, aún imperfectos, de su cara como si fuera un boceto artístico a mano levantada.
Pensé que en un libro de sicología no hubiera estado tan claro. Aprendí mucho con él. Aprendí que tenía el alma de todos los hombres, quiero decir el egocentrismo de los hombres (primitivos y modernos). Sonreí para mis adentros mientras mi pequeño visitante engullía el postre.
—¿No te parece que deberías convidarme un poquito? – sugerí
—¿ Por qué? Si no te conozco, no sos mi mamá ni mi papá – contestó con la boca llena.
Bien, pensé. Ésa es la moral de los hombres, los conocidos son mi familia, los otros (otra raza, otra religión, otro país) son potenciales enemigos.
En este momento regresa mi familia.
—Hola Hugo – dijo mi hijo -- ¿venís a jugar conmigo?
¡Sorpresa para mí! Gabriel lo tiene todo claro. ¿A qué otra cosa podía venir Huguito, sino a satisfacer las necesidades de mi hijo?
Abren el canasto de los juguetes, hunden sus bellas cabecitas en él y desde la cocina, mamá y yo los escuchamos charletear durante un buen rato, hasta que por los gritos intempestivos y alternados de los dos corremos a hacer justicia.
—Pero, chicos ¿qué sucede? ¿podemos ayudarlos? – mamá está en justiciera.
—Hugo quiere llevarse mis juguetes, abuela. Son míos, sólo míos. – ante nosotros los dos chicos tironean y se abrazan, sucesivamente, a diversos objetos.
—Bueno, pero Huguito es tu amigo, prestale alguno hasta la hora de ir al Jardín Me mira con la decepción pintada en su carita furiosa. Pienso: esta escena se volverá a repetir en el futuro ante situaciones más graves, pero ¿para qué pensar en eso ahora?:
—¡Mamá! los juguetes son míos... mirá Hugo los juguetes son míos... y te presto esto – y le ofrece un osito rotoso con una oreja mordida por nuestro perro y las vísceras de algodón al aire. – Y por un rato. -- Mi hijo defiende sus posesiones tal como lo haría un hacendado capitalista y entrega, en nombre de la caridad, lo que le sobra.
Les pido a ambos que se saluden cortésmente y acompaño al visitante a la puerta de su casa; de regreso compro cerezas, crema y nueces mientras pienso en “La Isla de los Pingüinos” de Anatole France y en qué lejos están los hombres del placer de compartir o de compartir el placer.

Sobre la autora: Ada Inés Lerner


miércoles, 21 de noviembre de 2012

Costos – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


Se despierta a la misma hora, todas las madrugadas. Siente que una fuerza más poderosa que él lo invade, que lo lleva a querer matar a toda su familia. De hecho, no es la primera vez que intenta estrangular a su esposa. Incluso una noche ha descuartizado al perro. No es el único de la casa que experimenta los fenómenos. Pero todos aceptan que el alquiler de Amityville es una ganga. Les resultaría imposible marcharse en ese momento, por ello se someten a la cruel malignidad que invade la residencia. Padecen las perturbaciones, las alucinaciones, las sensaciones pútridas que les invitan a lastimarse entre ellos.
Se despierta. Esta vez lo va a hacer. Se dirige al cuarto de su mujer primero. La asesina de seis martillazos en la cabeza para no hacer ruido. De inmediato, se dirige el cuarto de sus dos pequeños hijos. Los cocerá a balazos. Pero sucede algo imprevisto: recibe un golpe en la cabeza, cae al suelo, sangrante. Acto seguido es bañado con gasolina, y le prenden fuego. Se le han adelantado. El poseído ha sido atrapado por alguien más listo que él y arde en vida.
Después de matar a su padre, los niños retornaron a su cuarto y se golpearon con ferocidad el uno al otro hasta que fueron consumidos por las llamas.

La pata de pollo - Carmen Belzún


“Yo haría cualquier cosa para complacer a Fernando. ¡Hemos viajado tanto! También compartimos estudios y proyectos. El primero creo que fue la casa. Yo quería algo pequeño e íntimo; pero él prefería los lugares espaciosos. Y por eso vivimos en esta casona tan antigua, con techos altos, pisos de madera lustrada, con cortinas tejidas al crochet por su abuela –¡ni eso nos faltaba!-. Aprendí a nadar para acompañarlo durante sus largos en la piscina. Hasta acepté el perro. Siempre les tuve miedo a estos gigantones todo dientes y gruñidos. Pero con el tiempo el ovejero alemán pasó de mascota a miembro activo de la familia y ahora me es imposible comer uvas sin invitarlo. ¡Glotón!. Todo lo he ido aceptando con naturalidad, aunque no me gustara o le temiera. Y ahora esto...No sé. Hubiera preferido otra cosa. Tal vez si lo natural no resultaba (como ya comprobamos), podríamos haber recurrido a la ciencia, o a nada. Yo estoy bien así. O estaba, creo. Nuestro mundo empezó a temblar cuando a Fernando se le ocurrió que también quería una familia. Técnicamente, no lo éramos. Familia: padre, madre, hijo. A mí nunca se me hubiera ocurrido. No necesitaba nada más que a él. Con absoluto desgano (y sonrisa de circunstancias) lo acompañé a llenar formularios, enviar carpetas, realizar entrevistas. Creí que se iba a cansar o a aburrir. Contrariamente a lo que pensaba, el muy terco se salió con la suya y ahora está acá la criatura, un extraño que no se levanta un metro del piso. Cierto que el mocoso es muy mono y bastante despierto; también concedo que me he ido acostumbrando a su inquietante presencia, sin embargo...” 
La mujer cortaba ensimismada, en trozos muy pequeños, la pata del pollo. La carne tierna se desmenuzaba sin esfuerzo. El hilo de sus pensamientos se interrumpió cuando el chiquito de no más de cuatro años tironeó su ropa y le exigió: 
—¡Dale! ¡Dame comida! 
A ella le molestó la insolencia del tono imperativo. Con sequedad, alcanzándole el plato, subrayó: 
—¿Qué se dice? ¿Qué se dice? 
El nene levantó la mirada y casi gritó lo único que necesitaba:
—¡Mamá!... 

Sobre la autora: Carmen Bezún

Contrabando - Daniel Frini


«No sé que pasa en tierra. Desde la cubierta del Patty y a unas doscientas yardas, puedo ver el Fuerte y, si me paro en uno de los barriles que descansan cerca del palo mayor, la cúpula de la Recova y la torre del Cabildo. Desde temprano veo gentes que afrontan la llovizna y el frio y entran, por la alameda y la Calle del Fuerte, a la Plaza Mayor. Ayer estuve en tierra, bajando las telas que las spinning jennys fabrican en Lancashire, y vi a los hombres discutir acaloradamente. El viejo Douglas, despensero del Patty, que entiende algo de castellano, oyó decir que estos monkeys quieren liberarse del yugo de los godos. Ignorantes, herejes y revoltosos. Como si fuera posible desafiar al Señor Dios, que por algo nos ha dado reyes. No van a llegar muy lejos» Esto decía Birger Evans, gambucero, mientras ayudaba a envolver con lonas —para proteger del clima y bajar a tierra— los bultos con ediciones de Du Contrat Social de Rousseau, Promenade du sceptique de Diderot y The Wealth of Nations de Smith; tan apreciados por los abandonados criollos del Real y Puerto de Santa María de los Buenos Aires.

Sobre el autor: Daniel Frini

lunes, 19 de noviembre de 2012

Algunas aves de jardín – Héctor Ranea


Todo empezó cuando mi esposa me pidió que trozara los mendrugos para que los pájaros se divirtieran un rato en nuestro jardín, llevándose las migas al nido. Lo hice bien. Diría excelente. Trocé pedazos aptos para calandrias, que pueden con las aceitunas de nuestro olivo y hasta con las semillas de la palmera (tal parece que les encuentran una aplicación que los humanos aún no conocemos) cuando no se llevan algún libro de novela que me he dejado olvidado (aunque no tengo pruebas para acusarlas). También troceé algunas partes de la miga como para los mistos que a veces vienen con su harén. Ellos, emplumados de amarillo, ellas más pardas. Siempre la misma historia, dos por tres los halconcitos de la banquina se dan un banquete de plumas amarillas porque son más vistosos aunque, según parece, también tienen más músculo. Y claro, no me olvidé de los chingolos. ¡Cómo olvidarme, si después me lo recuerdan con recriminaciones!
Entre las migas en trozos, no me olvidé, a instancias de mi esposa, que los ama, el calibre de miga para ratoneras. Así que he sido felicitado con una visita de estas bolitas de color barro al balcón. Los que protestaron primero, porque siempre protestan, fueron los horneros. ¡qué gritones! Pero que se arreglen con las calandrias. Ese día fue muy interesante ver el tráfico de migas y demás entre diferentes especies.
Luego, mi señora me pidió que trozara unos restos de carne cruda. El tamaño debía ser principalmente para los gatos, pero siempre quedan pedazos más pequeños que aprovecharon sin duda algunos pájaros, como las palomas, las gallinas, los halcones, los teros. El asunto es que los gatos, más que comerse mis trocitos, se comían pájaros bastante atiborrados de comida. Nos sobra mucho, ciertos días. Es verdad.
Todos los días, pan; todos los días carne.
Por ahí empezamos a tener nuestras diferencias con mi mujer. Yo insistía en mezclar la comida para ofrecer una dieta balanceada; ella quería mantener la dieta disociada. Un día, algo enojado, por qué no admitirlo, trocé una carne en pedazos grandes. Desproporcionados a los animales de nuestro jardín. La sombra no se hizo esperar. Los vecinos ya la veían (porque tenían ángulo) y huían aterrorizados. El Ave Roc, con extraordinaria habilidad (al menos para mí, que no soy un experto ornitólogo) empezó a tomar trozo por trozo, poniéndolo en una bolsa ecológica de supermercado.
Cuando la llenó me miró con sus ojos inyectados en sangre. Yo, congelado, lo miré con mis ojos saltándoseme de las órbitas. Dio un paso que para él debió ser corto y me puso el pico inmenso tocándome la nariz. Supongo que debe haber sido porque ya no me veía. Calculé que de un bocado me cortaría la cabeza. Lo que no me esperaba era que hablase
—Diga, che. ¿No tiene la cabeza de la vaca que le sobre? —No podía creer lo que estaba escuchando.
—Espere, voy adentro a ver.
Saqué una cabeza o dos, tal vez tres, no recuerdo.
—Acá tiene. Me temo que no las pelamos.
—Da igual, flaco. ¡Gracias, Maestro!
Respetuosamente se fue al fondo y desde allí remontó vuelo, que si lo hacía de donde hablamos me destartalaba todo con el viento. Mi mujer sigue insistiendo en que tiré las cabezas a la basura porque soy un derrochón, no me cree. Ahora, para armar otro cadáver ambulante vamos a necesitar otro sodero y otro panadero y tal vez otra cobradora del club. Por otra parte, el Ave Roc será fuerte y grande, hablará castellano y todo, pero no sabe nada de zoología. Nada de nada.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Carta abierta a Dios - Daniel Frini


Estimado Señor que está en los cielos:
En nombre de todos los hombres que habitan éste, su mundo, me atrevo a dirigirme a su elevada Divinidad con el objeto de reclamar la devolución de la costilla que le fuera sustraída por Usted a nuestro padre Adán, en oportunidad de hallarse éste descansando en las instalaciones de la finca vacacional conocida como Edén; y retrotraer el devenir de la historia al instante inmediatamente anterior a tan desventurado hecho. También le reclamamos la indemnización correspondiente, más los intereses devengados en los años transcurridos desde la creación (ateniéndonos a los cálculos del arzobispo Ussher, el cuatro mil cuatro antes del nacimiento de Su Hijo) a la fecha; honorarios y costas. Nos reservamos, además, el derecho a iniciar ante los tribunales del Cielo por Usted dirigido, las acciones penales correspondientes para bien pagar tan desafortunado hecho, cometido por Usted, y que consideramos, lisa y llanamente, un robo. Confiamos que Su infinita Sabiduría no interferirá en la administración de Justicia.
Sí, digo bien: la costila de Adán, nuestra costilla, nos ha sido sustraída, robada, usurpada, hurtada, timada. Y lo que es mucho peor, usada de manera temeraria para la creación de un personaje siniestro que, desde entonces, no hace más que entorpecer en normal y apacible transcurrir de la vida del hombre.
Bien estaba sólo nuestro padre Adán y no dudamos de que Usted lo dotó de la inteligencia necesaria para procurarse, él mismo, la satisfacción de sus necesidades; sin que fuese necesaria la intrusión de un nuevo personaje en Su Creación, que no hizo más que entorpecer el camino y, entre otras cosas, que Usted perdiera contacto con el más excelso producto que saliera de Sus manos. No lo dudamos: Usted actuó de manera correcta expulsando a Adán y la chirusa, pues no le quedaba otra posibilidad, atendiendo a la normativa imperante en Su cielo. Pero estamos convencidos de que Usted no se habría visto en la tal disyuntiva, a no ser por la acción de la susodicha.
Confiamos en Su discernimiento.

Acerca del autor: Daniel Frini

Piedras no olfatean - Federico Laurenzana


“Mi olfato no me falla.”

En un alto edificio sus escalinatas de piedra habían sido recorridas por tres niños que anhelaban llegar a la cúspide. Verla era deseable, aunque más aún situarse sobre ésta para contemplar lo bajo del mundo. Eran visiones que se ensimismaban –por altaneras- a quienes temían el ascenso mediante sus cinco sentidos, como si éstos les dijesen, les repitieran un riesgo.
Comenzaban escalón por escalón. Sobre algunos descansos no hubo albergue para los tres, y por eso uno debía seguir el paso. Seguros se sentían mientras a baja distancia del suelo se mantuvieron; inseguros se detenían –de vez en cuando- para mirar hacia abajo, aunque no había alejamiento suficiente como para satisfacer sus deseos.
Persistiendo, escalando procuraban no hablar ni propiciar diálogo alguno que reste un amuleto de valor sobre el cuello del compañero afligido. Es que eran sólo tres niños aventureros dentro de un deshabitado edificio jamás en funcionamiento. Y sin embargo, ellos ya no pensaban en retroceder por mero agotamiento o miedo amenazante.
En un solo día habían llegado al piso veinticuatro sabiendo que tras semanas al menos habrían de alcanzar el tercio del total. Pues cada uno medía ocho metros de altura. Y sin tener en cuenta los de dieciséis donde se habían establecido juegos.
Aún así, seguían.
Durante la primera semana, uno de ellos se había resignado y, los dos restantes, no lo vieron más. Creían que se había perdido, o quedado en alguna habitación recreativa. Asimismo, habían continuado sus escaladas. Es que no meditaban en que la altura podría ser un manto inalcanzable cubriendo la desfachatez de recriminarlos demasiado osados.
Durante la segunda semana, uno de los dos había susurrado que nunca llegarían, que no había sido pánico ni flaqueza alguna el motivo causante de su decisión. Y se detuvo en un balcón donde observó al primer compañero en desistir un poco más abajo, y mirando hacia arriba.
Un único niño se había encargado de cumplir el viaje hacia el trono sublime de la altura, hacia lo que le devolvería el poder de saberse premiado por un inusual denuedo.
Durante la tercera semana, él ya no insistía. Ya no había interés alguno en sobrexigirse y parafrasear junto a las nubes el divino ícono de censar a los de abajo suyo. Se había sentado junto a un borde para ver a sus dos amigos.
Al fin de cuentas, nadie había llegado arriba, nadie había sido presunto dignatario de demostrarse elevado. Aunque sí, las piedras de la escalera, porque éstas no sentían. Ninguna de sus percepciones era como la de ellos. No eran capaces de sentir y sufrir temor alguno. Cualquier aspecto del peligro jamás sería presenciado por ellas. Por esto no lo olfateaban como los niños, no podían decidir por su protección. Entonces quedaban siempre quietas, inmóviles una sobre otra.
No es que yo no las aprecie. No. No es que yo por haber sido el primero en detenerme las envidie. Es al contrario: pues desde tan baja altura veo la cúspide rígida. Y mis compañeros, afectados por la búsqueda de concederse prestigios, me miran. Están viendo hacia acá, cuando soy yo el que entiende y ve la más alta torre de agudo pico.

Sobre el autor: Federico Laurenzana

sábado, 17 de noviembre de 2012

Emigrantes al planeta Azul - José Enrique Serrano Expósito


Salvador y Ana estaban en la lista de los numerosísimos jóvenes que se presentaron como voluntarios para emigrar al planeta Azul. El plan era que viajasen juntas dos naves hacia ese remoto confín de la galaxia, las dos naves terrícolas de última tecnología ––Pegaso y José–– llegasen a Azul al mismo tiempo, y una se quedara ––nave José––, y la otra regresara ––nave Pegaso–– con un nuevo cargamento de tulipauras ––unas plantas medicinales cuyos grandes pétalos eran la única medicina capaz de curar la Nueva Lepra que asolaba a la mitad de los habitantes del planeta Tierra.
––¡Salvador!, algo me dice que iremos a ese lindo planeta.
––¿Estás segura, Ana? Todavía estamos a tiempo de borrarnos; sabes que es una decisión que cambiará nuestras vidas para siempre. Y nuestras familias…
––Tomamos una decisión. No vamos a echarnos atrás, ¿verdad, querido?
––No. ¿Qué importa dónde estemos? Lo importante es que permanezcamos juntos.
Nave José estaba casi a punto. En cuestión de una semana aproximadamente efectuaría el viaje de prueba a la cercana estrella alfa de la constelación Centauro. Un día o dos más tarde, si todo marchaba bien, emprendería su primer viaje interestelar con nave Pegaso, esta vez comandada por Régulo, los demás cautivos liberados que habían pertenecido a la primera tripulación de nave Pegaso y catorce de los jóvenes seleccionados. Nave José iría comandada por Rafael ––el insigne inventor de ese tipo de naves, capaces de viajar a la inmensa velocidad de 371 años-luz/24 horas–– y otros veinticuatro tripulantes: el resto de los seleccionados. A esa velocidad, las naves eran capaces de recorrer la inimaginable distancia al planeta Azul, unos 28.153 años-luz, en poco más de 75 días ––28.153 años-luz / 371 años-luz/día = 75,88 días––. El bello planeta se encuentra en las afueras de un pequeño universo-isla, el cúmulo globular M80, que tiene alrededor de 200.000 estrellas.
Régulo, sus compañeros y esos treinta y ocho jóvenes eran verdaderos emigrantes a Azul, pues iban para quedarse, en principio durante el resto de sus vidas. También nave José permanecería en Azul, pues constituía la segunda parte del pago acordado entre el Rey de ese planeta, Arturo, y las autoridades de la poderosa empresa privada Hangar Córdoba, sita en las afueras de Córdoba, la urbe más grande e importante de la Tierra en aquellos tiempos.
En el anterior viaje de aprovisionamiento de tulipauras, la primera parte del pago fue enviada a Azul: un robot de última generación que el Comandante Rafael había denominado robot José. Se acercaba el momento de efectuar el segundo pago en especie.
Conforme a las bases de la convocatoria publicitada en su día por el Consejo Rector de la gran empresa aeroespacial Hangar Córdoba, los aspirantes eran todos chicos y chicas, casados o novios, especialistas sobresalientes en al menos una de las materias de una lista de ciencias y técnicas. Fueron reconocidos por el equipo médico de Hangar Córdoba para asegurarse de que estaban perfectamente sanos de mente y cuerpo, y de que podían tener hijos ––querían cuantos más terrícolas mejor viviendo en Azul.
Salvador y Ana formaban un matrimonio joven, como jóvenes eran todos los inscritos. Experimentados rehabilitadores osteópatas, practicaban Taekwondo y Capoeira desde hacía bastantes años, y muy bien. Los terrícolas sabían que existía solo un maestro de Artes Marciales en el planeta Azul, Fénix... Por lo tanto vendrían bien dos profesores de otras dos disciplinas marciales que impartieran clases junto a la ruinosa Colina Verde, como continuaba haciendo el maestro Fénix… Esto último podría ser el detalle definitivo a la hora de inclinar la balanza a favor de ese simpático matrimonio entre tantísimos aspirantes de todo el planeta Tierra, a pesar de que en la lista de ciencias y técnicas no se incluyeron Artes Marciales.
Por fin llegó el gran día. Una audiencia inmensa en internet seguía en directo el acto en que se harían públicos los nombres de los seleccionados, sus conocimientos y habilidades... Salvador y Ana brincaron de alegría cuando mencionaron sus nombres a mitad de lista. Casi se les cayó al suelo el ordenador de bolsillo conectado a internet, pues el alboroto entre los familiares y amigos que abarrotaban la sala de estar de su casa fue considerable. La madre de Ana y la de Salvador se abrazaron, llorando de alegría y pena al mismo tiempo:
––¡Ay, Ana!, no volverás a ver a tu hija.
––¡Ay, María!, no volverás a ver a tu hijo.
Sus maridos las abrazaron, llorando también; aunque en el fondo estaban contentos, pues sus hijos eran ahora más felices. La inmensa distancia impedía las comunicaciones con el planeta Azul… Solo sus corazones estarían unidos para siempre.

Registro de la propiedad intelectual en SafeCreative

Cambio de género - Daniel Sánchez Bonet


Lucía sólo tenía 14 años cuando vio su primer partido de fútbol tumbada sobre el sofá. Un año después, se aficionó a hacerlo junto a algunas latas de cerveza que amontaba allí, sábado tras sábado. Dos años más tarde, cambió su vestuario y decidió llevar pantalones, americanas, corbatas y camisas a cuadros. A los 18, se apuntó a un gimnasio para fortalecer sus músculos y cuando por fin terminó de alimentar su ego personal, ya en la treintena, se acostumbró a liberar sonoros eructos por la calle mientras rascaba su trasero. Con 32 años ya se había tragado todas las películas de acción disponibles en el videoclub y tres años más tarde, muerta aburrimiento, Lucía ingresó en el club de borrachos del bar de la esquina, quienes no dudaron en aceptarla, a pesar de ser mujer.
Por fin, a los 36 años, se casó y desde entonces, al llegar a casa, nunca se olvida de dar algún azote a su marido.

Sobre el autor: Daniel Sánchez Bonet

Asesinando blátidos - Rita Vicencio


Las cucarachas son los seres más resistentes del mundo, dicen; serán los únicos sobrevivientes de una guerra nuclear junto con "los mojados", dicen. Yo de esos bichos se poco, salvo que son cafés, les encanta el calor y la oscuridad y que a más de uno le ponen nervioso, además de crujir como galleta crocante cuando se aplasta su exoesqueleto. Se reproducen a una velocidad brutal, como cucarachas, y todas son iguales, como los hombres diría alguna.

Hoy las he estado observando mientras leía en un banco de terraza. Silenciosas, rastreras, precavidas; asomando de la coladera con precaución, lentamente. Más de 5 min. en la boca del desagüe. Mi paciencia ha sido mayor, leyendo con un ojo al blátido y otro al garabato.
Son asquerosas, sí, pero ese sonido crocante es tan gratificante. Mientras mayor la cuca más crocante el sonido, ¡como una deliciosa barra de granola al desgajarse! Y Mientras más grande es la cuca, mayor es el tiempo que tarda en morir mientras sus convulsas patas y antenas marcan un beat inaudible y desconocido.

Heme aquí, acechando a uno de esos insectos que se desgranan lentamente por las baldosas de la terraza, esperando que se aleje lo suficiente de su pertrecho. Desde aquí logro distinguir su oscuridad ocre que se desvanece en la negra oscuridad del desagüe. Y espero pacientemente, mientras observo a otra cuca que realiza su espasmódica danza junto con otras más, que lentamente han caído bajo mi suela. Hoy soy una asesina de cucarachas.


Tomado del blog: http://saborajenjo.blogspot.com/
Sobre la autora: Rita Vicencio

Base Luna 2. Desencanto e hipogeo – Héctor Ranea


La base Luna 2 tenía tantas personas, que había sido necesario llevar muchos sacerdotes de diversas religiones. Todos se habían adaptado a la vida en gravedad un sexto así que los costosos aparatos que arruinaron la economía de Luna 1 no eran más necesarios, de modo que todas las dimensiones eran mayores para evitar colisiones y permitir a los novatos desplazarse más cómodos por el territorio.
El mayor de los problemas era beber en esas condiciones, pero habían desarrollado la tecnología necesaria para evitar pérdidas de agua, elemento tan esencial como escaso.
Ese fue uno de los primeros años del Padre Pardo en la base Luna 2 así que aún no tenía los reflejos acostumbrados a la gravedad más pequeña y no hubiera sido nada de no ser que ocurrió el primer caso registrado de posesión demoníaca en la Luna desde que se habitó cien años atrás. Y justo le toco al curita recién llegado.
Lo llamaron de la conserjería del edificio de habitaciones de solteros. Era un hombre joven que había caído desde una gigantesca grúa y al levantarse, casi sin daños, fue poseído sin mucho esfuerzo por una serie de diablos selenitas que empezaron con travesuras pero continuaron con verdaderos dolores de cabeza para toda la corporación. Al ser el único con capacidad de emprenderla contra estos diabólicos seres, se convocó al Padre Pardo y él pidió auxilio a dos budistas y un zoroastriano aunque más no sea para que aportaran ideas, ya que tenían más antigüedad en el lugar.
Cuando empezó se dio cuenta de que no tendría éxito fácil. De hecho, al arrojar el agua bendita no más tuvo problemas, porque entre que él hacía que salieran las gotas hacia el poseído y que éstas llegaran a destino había para el conjunto de demonios tiempo como para alzarse, saltar, freír dos huevos o hacer fideos, ya que el agua salía disparada de modo tal que caía mucho más lejos que lo que el curita esperaba. Con cada vez que esta operación le fracasaba, no sólo se quedaba con menos agua y menos confianza en sí mismo, sino que los diablos se hacía más fuerte. Esas y otras zarandajas hicieron del exorcismo lunar una de las más grandes chapuzas del nuevo orbe. Para peor concluyó con los diablos poseyendo a los libres católicos (eran tan racistas que no toleraban otros pensamientos).
Esto fue uno de los comienzos del caos en Lunar 2. Los católicos se veían bastante más felices que los otros, así que comenzó una migración religiosa, a la par que aumentaba el número de posesos. Algunos religiosos emprendieron la retirada pero otros, envidiosos, empezaron a lanzar habladurías sobre el Padre Pardo. Finalmente, éste fue expulsado y lo cambiaron por otro que sí sabía el oficio y logró exorcizar a más de la mitad de los afectados en menos de una semana. Pero hete ahí otra paradoja, los nuevos curados declaraban no tener felicidad, por lo que comenzaron a suicidarse o pasarse a otras religiones. Ya que no eran más felices, también se frenó el transfuguismo, por lo que volvieron otros sacerdotes con un poco más de línea ideológica que soltar. Tanto que lograron que algunos poseídos se pasaran al budismo, con lo cual esta religión comenzó a tener revolucionadas algunas costumbres ya que, se sabe, los diablos que intentan ser budistas no pueden con su genio y le meten a todos sus deseos.
Era obvio para los Grandes Jueces que el culpable era Pardo, así que lo condenaron a pegar estampillas de correo electrónico en cada envío de teletransportación pidiendo agua bendita o cloro o vituallas para los mimos.
Luna 2 no descansará nunca en paz.

Sobre el autor: Héctor Ranea

jueves, 15 de noviembre de 2012

Salón de rechazados – Héctor Ranea


—Es cierto, Doctor, pero no vamos a poder dejarlo acá. Las órdenes son que nadie en su condición ocupe un lugar de los pocos que tenemos.
—Mire —hice una pausa tratando de dejar que hablara el Doctor, pero al ver que enmudecía me animé, aunque la voz decúbito me sale mal— entiendo las regulaciones, pero o me admiten o la vamos a pasar mal acá. Y no me malinterpreten, no es una amenaza. Es la biología, ¿sabe?
—Como sea. Usted habla, se mueve. ¿Qué quiere que le diga? No puede quedarse acá.
El Doctor parecía que pensaba, pero me daba cuenta de que estaba estupefacto. Balbuceaba cosas incomprensibles.
—No le entiendo, señor —dijo el encargado de la Sección. —¿Podría ser más claro?
El enfermero que me había llevado se había corrido del centro de la escena. Parecía decir que a él lo enviaron conmigo pero que no quería hacerse cargo y se liberó de todo pasándole el fardo, vale decir yo, al médico.
Éste me miraba con aprensión e indecorosamente. Me había hecho trasladar hasta acá y en el trayecto le habían cambiado las cartas. Parecía que, mirándome, entendería cómo se había equivocado. O peor. Estaba seguro de no haberse equivocado.
—Doctor, hagamos una cosa —dijo el encargado, notando el desconcierto del médico. —Lléveselo por ahora y vuelva más tarde con el señor, si es necesario.
—El problema —atinó a decir el médico— es que arriba no tenemos más lugar. La cama del señor —me señaló— ya fue ocupada. Se suponía que no la necesitaría, después de todo.
—Mire —dije— a mí no me explique nada. Mándeme a casa.
Se hizo silencio. En verdad, nadie sabía qué hacer conmigo.
—Yo no sé —dijo el encargado con las manos en jarra —pero sáquenmelo de acá. Tengo trabajo que hacer y en el mismo acto, con un sello que tenía en la mano me estampó en el pecho una leyenda en rojo: rechazado.
En tanto fui el primero de la morgue del Hospital, formé primero un grupo de autoayuda, después una cooperativa de trabajo para zombis y, finalmente, estamos organizando grupos musicales que después tocan en los salones de rechazados. Con algunos amigos, nos dedicamos al rock. Nuestra banda se llama: Los Rechazados de la Morgue. Esta noche salimos de teloneros de Los Rolingos, una de medio-muertos que tuvo más éxito que nosotros porque el bajista es mujer. Sí; ésa que se electrocuta en todos los recitales. Ésa misma.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Un trato difícil – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


En la encrucijada, el músico hizo el ritual tal como le habían dicho. Un profundo olor a azufre le indicó la llegada del Maligno.
—Quieres un trato —dijo el Diablo.
—Sí, quiero ser el mejor músico del mundo.
El diablo parecía un hombre como cualquier otro. Aunque sus ojos eran insondables.
—¿Qué instrumento tocas?
—El ukelele —dijo el músico.
El Diablo frunció el ceño. De inmediato, mencionó:
—De acuerdo. Solo firma aquí.
—¿Qué es este conjunto de papeles?
—Es un contrato.
—¿Puedo leerlo, verdad?
—Por supuesto. Lo resumo, aceptarás darme tu alma y te entregaré el talento.
—Quisiera sacar mis propias conclusiones, por favor, démelo.
—Ten. Chequéalo todo lo que quieras.
—¿Es necesario que lo revise un abogado?
—Nada de eso. Este trato es entre tú y yo solamente.
—De acuerdo, pero son varias páginas… quisiera revisar el documento un rato.
—Claro, tómate tu tiempo, esperaré.
Después de dos horas, el Diablo comenzó a impacientarse. Iba a llamar al músico, pero este se acercó, fastidiado, y le dijo:
—¿Sabe qué? Hay muchos puntos que no entiendo, ¿me los podría explicar?
Será un trato de jodido, pensó el Maligno. Pero valdrá la pena.
Los idiotas hacían que el fuego infernal ardiera con especial intensidad.

Acerca de los autores:
Alejandro Bentivoglio
Carlos Enrique Saldivar

El sofá de cuero - Maritza Ramírez Suárez


Fue hace años. Dicen que eran las seis de la mañana y don Aníbal puteó su mala suerte: los ascensores no funcionaban y subió los cuatro pisos, arrastrando los pies, por una escalera estrecha y sin luz. Temía despertar a su mujer. Le dolían los pies, la cabeza y las cinco caipirinhas. Sólo necesitaba llegar hasta el living. Chocó varias veces con los muebles y las puertas. Por fin llegó al sofá de cuero. Sofocado, se desnudó con dificultad y luego desparramó sus ochenta kilos. Se durmió como un bebé.
Era lamentable que la oficina estuviera en un cuarto piso, al igual que su departamento, era lamentable que en el mismo llavero, tuviera las llaves de la oficina y las de su casa. Era lamentable ese sofá de cuero en medio de la recepción.
Su secretaria, la primera en llegar, declaró en el sumario. Aún recuerda el ronquido, los calcetines grises, una pierna apuntando al cielo y la otra apoyada en el piso, su humanidad al aire y el olor. Al final, lo echaron. Después pasó al olvido, hasta ayer, que me mandaron a limpiar la bodega y me encontré con el famoso sofá de cuero.

Acerca de la autora:
Maritza Ramírez Suárez