La mujer joven y la lluvia tenían una relación.
La mujer tardó
en aceptarlo. Por años creyó que la relación no existía, que lo que
acontecía era pura coincidencia. Una coincidencia demasiado frecuente,
una coincidencia extraña, pero una coincidencia. Qué otra cosa podía
ser.
Desde la niñez, y en la adolescencia y lo que llevaba ya
cumplido de juventud, cuando intentaba salir a caminar sin que su paseo
tuviera un rumbo determinado, un destino específico, una justificación,
tan pronto la mujer ponía un pie al aire libre, comenzaba a llover.
La
lluvia aparecía de inmediato. Primera pisada de la mujer fuera de una
superficie techada, y caída de la primera gota de lluvia sobre el
cabello largo y negro de la mujer.
Esta lluvia en cada ocasión solía tener la misma persistencia, la misma densidad, parecía ser la misma lluvia.
Inmediatamente que la mujer decidía un rumbo, un destino, daba dirección a su paseo, la lluvia cesaba.
Estuviera donde estuviera la mujer al aire libre, si su andar adquiría un propósito, cesaba de llover.
La mujer se admitió rara.
Y
después de perder a la que había considerado su amiga más próxima, que
fue quien la etiquetó de rara, y se fue distanciando a partir de
escucharle lo de su relación con la lluvia o, más bien, lo de la
relación de la lluvia con el inicio de todos y cada uno de sus intentos
por deambular; la mujer no le comentó el asunto a ninguna otra persona
ni viva ni muerta.
Ni siquiera volvió a hablar del asunto en voz
alta durante sus soliloquios o durante las pretendidas conversaciones
con su sombra.
Esta suerte de secreto fue convirtiendo a la mujer en una persona cada vez más solitaria.
Cómo
iba a establecer una verdadera compañía con alguien si no podía decirle
que parecía poseer una inexplicable y sin duda desconcertante relación
con la lluvia.
Y no es que lo de rara le creara un conflicto consigo.
No, en absoluto.
La
mujer creía, decidida y profundamente, que hay que aceptarse, que cada
cual debe reconocer sus peculiaridades, admitir sus diferencias, y tiene
que seguir hacia delante al hallazgo de su lugar en el mundo. Por lo
tanto, lo que sí hizo la mujer, cuando no tuvo dudas de que si salía
simplemente a caminar, llovía, fue poner dos anuncios pagados en el
diario de mayor circulación de la ciudad.
Uno anunciaba:
“Mujer
rara se emplea por horas para provocar la lluvia. Mitad de los
honorarios cuando empiece a llover. El resto, al concluir el tiempo
deseado de lluvia.”
Y el otro anuncio decía:
“Mujer joven,
de veintitantos años, entrenada físicamente y muy buena caminadora,
busca compañero para caminar que haya descubierto que, si está
lloviendo, al poner un pie sin rumbo fijo fuera de cualquier superficie
techada, cesa de inmediato de llover.”
La mujer, leyendo los anuncios el primer día que aparecieron publicados, sintió dentro de su pecho un desacostumbrado sosiego.
Y la certeza de que era rara, sí, rara entre los raros, pero había tomado las riendas de su deambular futuro.
De Historias de raros y amorosos
Sobre el autor:
Francisco Garzón Céspedes
1 comentario:
Hola,Francisco, muy lindo tu micro. Muchos éxitos.
Neli :)
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