miércoles, 3 de septiembre de 2008

Atrapado - Francisco Costantini


Me levanté a las 8, tomé una ducha, me afeité y me vestí. Miré por la ventana para ver cómo estaba afuera; un típico día primaveral. Coloqué en el bolso las evaluaciones que había estado corrigiendo la noche anterior. Bebí un mate, comí la última tostada, y abrí la puerta. Lo que vi me dejó paralizado.
En vez de la calle, en vez de las casas vecinas, se abría ante mí un desierto de arena, de límites difusos, al menos desde mi posición. Creí, apelando al recurso de aquellos que se topan con sucesos extraños, que seguía dormido. Avancé unos pasos y pisé la arena. Me agaché y recogí un puñado. Todo muy real. Arriba, un cielo diáfano. Aunque esto no duraría demasiado.
A lo lejos, el horizonte comenzó a ponerse oscuro; una columna negra brotaba desde el suelo, muy rápido y avanzando hacía mí. Pronto comprendí que se trataba de una tormenta de arena. Reaccioné a tiempo, mientras el cielo ennegrecía y las primeras ráfagas de viento arañaban mi piel; ingresé al hogar y cerré la puerta. Corrí desaforado a asegurar las ventanas, pero, nuevamente, quedé sorprendido por lo que descubrí: detrás del vidrio se veía la calle de siempre, donde había vivido por años y, del otro lado, la casa de los Saez; incluso pude ver a la señora que barría la vereda.
¿Qué había sido aquello? Transpiraba tanto que necesitaría otra ducha. Observé la hora; era demasiado tarde, dentro de diez minutos comenzaba la clase. Pensado en eso enfilé hacia la puerta. Entonces, advertí los granos de arena en el piso. Me puse nervioso, tuve miedo. Mi mano permaneció suspendida varios segundos sobre el picaporte. Cuando por fin lo giré y quise cruzar el umbral, comprobé que el desierto seguía allí, impasible, sin tormenta. Caí de rodillas y comencé a llorar, desesperado.
Una idea cruzó por mi mente. Fui hasta la ventana, traté de abrirla, traté de romperla incluso… Nada. Lo mismo sucedió con las demás aberturas. Quise llamar a Julieta por teléfono: no había tono. La única salida posible me internaba en un mundo desconocido, ajeno al que contemplaba a través de la ventana. Insulté a Dios.
Decidí, entonces, cruzar ese desierto, comprobar sus límites. Apenas puse un pie sobre la arena, la tormenta se desató. Intenté continuar, hasta que perdí el conocimiento. Cuando desperté, estaba tirado en el piso de la cocina, con arena por todos lados. Pese al anhelo inicial, entendí que nada había sido un sueño y que detrás de la puerta el desierto persistía.
Me acerqué hasta la ventana; pasó un auto. Me largué a llorar de bronca, de miedo, de desolación.
Días después volví a intentar la fuga, con idénticos resultados. Está claro que debo esperar a que se acaben los víveres que ya escasean, o, de una buena vez, tendré que tomar coraje y ser yo quien abra la puerta que me saque al fin de este infierno.
Y esta soga será mi llave.

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