miércoles, 30 de abril de 2014

La espera - Isabel María González




Existen también lugares como éste: círculos rotos. Con cuatro oberturas para entrar en ellos, para salir o para quedarse siempre. Nadie se queda para siempre. Ni siquiera yo.
El círculo concentra agua, como todo. Siempre regresamos al agua. Pero ésta es sumisa, estanca, verde. Es hermosa. ¿Qué miras? pienso. La tórtola que bebe en la isleta de piedra que marca el centro, ladea su cabecilla interrogante, se percata de mi presencia y estudia las posibilidades que tiene de permanecer un poco más de tiempo para acbar lo que ha venido a hacer. Puedes hacerlo, soy inofensiva. De momento.
Yo también lo hago y nos aguantamos la mirada. A ver quién puede más. Cada una a lo suyo. Yo estudio las curvas envolventes de este lugar redondo. Tú, bebe. Desde el banco en el que me senté hace un rato, en este espacio que me rodea literalmente, me como con los ojos el puente de madera que lo cruza y los otros siete bancos vacíos, inquietos, ellos también te esperan. Mi vista gira despacio deteniéndose en los detalles que a su vez, en sentido inverso, despacio, también giran. Todo vuelve a su sitio. Todo se encuentra.
Alguien soñó aquí una cápsula del tiempo, una pequeña arca con un poquito de todo, no sea que mañana nos traicione la memoria y no sepamos lo que era un pino, un ciprés, un olivo, un falso naranjo, otro pino, un chopo, más pinos, otro olivo. Me estoy mareando. Dos farolas de copa redonda y blanca. El estanque, el puente, la isleta de piedra, la tórtola. Ya no me mira. Quizás piensa que formo parte de la cápsula, una mujer quieta, ladeando la cabeza, estudiando las posibilidades que tiene de permanecer, la paciencia de esperarte. Puedes venir. Soy inofensiva. De momento.
Y llega. Y está cambiando el tono de las cosas. Siento su calor débil de finales de invierno y veo esas luces rojas que se ven con los ojos cerrados. Ahora sí, ya siento la piel, percibo mi sonrisa, suspiro satisfecha.


Acerca de la autora:  Isabel María González

El día y la noche - Jesús Ademir Morales Rojas



Cual si se tratara de una cósmica dialéctica, el día y la noche se implican en una dinámica perenne. Cada día, en su festín de lucidez, precisa de una noche estimulante, que seduzca sus ínferos hasta el delirio. Cada razonamiento se alimenta de un enigma y cada argumento de un capcioso dilema.
Feliz de aquel que puede iluminar sus secretos con la diurna voluntad de lo material, puesto que así devela inasibles regiones de sombras por explorar. Dichoso quien se adentra en la negrura de la noche, para redescubrirse diferente en cada nueva alba.
Ciertos seres parecen orientados a explayar sus potencialidades en la rotundidad del día, otros, en cambio, en la ambigüedad de la noche. Optar por uno de estos horizontes, es decidirse por la ruta que nos llevará más remotamente en nuestras particulares lejanías.
El amoroso combate del día y la noche es crisol de destinos, en donde el mundo halla un extravío liberador. De esta ambivalente regularidad, parten todas las incertidumbres vivenciales, espacios para construirse un ser-libertad y más.
No tiene otra fuente que el día y la noche, la diferencia, esa vía de alteridad en donde las cosas se vierten en existir.
El día y la noche sostienen un secreto coloquio, en el cual el azar queda disimulado en un lúdico intercambio de luz y de tinieblas. Interpretar el sentido de esta comunicación fundamental, es como el culminar glorioso de cada ocaso, como la entrega que hace de sí el primer brillo de la aurora.
Cual si se tratara de un primordial silogismo, el día y la noche se justifican en infinita operación. Cada noche, en su aquelarre de misterios, añora un día liberador que le haga descubrir su verdad del todo, más allá de todo.

Acerca del autor: Jesús Ademir Morales Rojas

domingo, 20 de abril de 2014

El haiku - Sergio Fabián Salinas Sixtos


Una tarde, nos reunimos Ulises Luna, Pepe Daconte y yo en el Café Ik de la calle Independencia. El aroma a café tostado y el chocar de tazas de las mesas vecinas, incitaron a Daconte a contar una de sus historias de detectives —tenía dos años retirado y aún no lo abandonaba la nostalgia—, sin dejar de garabatear en su libreta caricaturas de las personas que ocupaban las mesas vecinas dijo: —Voy a contarles algo que sucedió hace años, llega la idea, ya que no puedo quitar la vista de la portada del libro que lee la joven a la que estoy retratando. Miré el dibujo, no era malo, pero a veces Daconte exageraba con sus pretensiones artísticas. El libro de la joven era una antología de haikus clásicos japoneses: Issa, Buson, Shiki y otros. —En 26 de septiembre de hace cuatro años —comenzó Daconte—, recibí una llamada urgente de mi jefe, habían asesinado en su departamento a la prestigiosa poetisa Xóchitl Guadarrama, tal vez recuerden el caso, la prensa amarillista hizo un escándalo del homicidio. —Lo recuerdo, se descubrió que fue un crimen pasional más no tenía idea de que estuviste involucrado en el caso —dijo Ulises Luna. —Las consecuencias del crimen me tienen sin cuidado —dijo Daconte haciendo una mueca de desdén—, lo interesante, es que se cumple aquel viejo refrán: "genio y figura hasta la sepultura". Aquella mujer: escribió libros de poemas, acaparó premios literarios y vivió la poesía hasta el final de su vida. No soy una autoridad en el tema ni mucho menos, pero sé distinguir entre el trabajo de un aficionado y un profesional en casi todos los campos útiles para mi profesión. —Daconte haciendo gala de su terrible modestia, hizo una pausa teatral mientras cerraba su libreta de apuntes y apuraba su café con leche, pidió uno más a la camarera y prosiguió: —Me dirigí al conjunto urbano Nonoalco Tlatelolco, al departamento 576 del edificio Cuauhtémoc. Los policías de a pie con los que me encontré estaban desconcertados por la evidencia encontrada o mejor dicho por la falta de evidencia; la poetisa había sido apuñalada y no había rastro de lucha en el departamento, ni arma homicida. La única pista palpable era un pequeño poema escrito, con la propia sangre de la víctima, a un lado del cadáver. Todo hacía suponer que la poetisa había escrito esos versos, quizá como testamento literario. Algunos de mis compañeros lo pensaron así. Soy escéptico en todos los campos por naturaleza y rechacé la idea desde un principio, aunque la letra era errática y temblorosa había algo que no cuadraba. En la biblioteca de la poetisa, como es de suponer, estaban sus obras completas; revisé cada uno de los libros y leí los poemas; eran cantos al amor, la esperanza y a la vida. No estaba presente la métrica que desde pequeño me enseñaron en la escuela, todo el trabajo de la poetisa era prosa poética. —¿Había una diferencia con lo escrito en el piso? —pregunté tratando de recordar alguno de los poemas que sabía de memoria. —Sí, era un haiku, ya saben: pequeños poemas compuestos de tres versos que describen la naturaleza —contestó Daconte señalando el libro de la joven. —Es extraño que una poetisa que escribió prosa poética toda su vida decidiera escribir un haiku en sus últimas horas —dijo Ulises Luna mirando el libro de la joven. —Lo mismo pensé, leí con atención el haiku y dirigí a los policías de a pie a detener al asesino —dijo Daconte con satisfacción. —Espera, espera. ¿Quieres decir que estaba escrito en el haiku la identidad del asesino? —pregunté incrédulo. —Claro que no, la vida no es tan simple amigo mío; quiero decir que el asesino quería que lo descubriera y dejó todo a mi disposición —contestó Daconte con una sonrisa burlona. Miré ofendido a Daconte, mientras éste ordenaba su tercer café con leche. Daconte prosiguió sin darse por aludido: —El haiku era de lo más vulgar y decía: Observa el cuerpo fue próxima la muerte sigue los versos. —No entiendo —tuve que admitir. —Está claro —apuntó Daconte sonriendo. —Tampoco entiendo —secundó Ulises Luna frunciendo el ceño. —El haiku amigos, es un poema breve, una reflexión poética de la naturaleza o la vida cotidiana y sólo lo estructuran tres versos; para llamarse haiku, se necesita que el primer verso sea de cinco sílabas, el segundo de siete y el tercero verso de cinco sílabas. 575; el número del departamento del homicida, era el vecino, el amante despechado. Encontramos el arma homicida y al sospechoso que aún no se deshacía de la evidencia. —Daconte terminó su tercer café con leche y ordenó la cuenta.


Acerca del autor:  Sergio Fabián Salinas Sixtos

Para una teoría del vacío - Cristian Mitelman


Me observa con ojos donde la fiebre, la locura y el sueño convergen. Está tirado en la vereda; lleva un traje antiguo, como robado de una fiesta de pueblo de hace décadas. Hay viejas lluvias en ese traje. 
–Señor –me dice–, entrégueme por favor esta carta. 
Sus palabras son lentas. No alcanzo a distinguir si es un pedido, un ruego o (¿por qué no?) una orden. Me alcanza un sobre amarillento. Lo coloco en mi portafolios, entre los cientos de papeles que llevamos los profesores. Para tranquilizarlo le digo que sí, que está bien, que apenas salga del trabajo llevaré su carta. 
No me dice a quién. Tampoco se lo pregunto. 
Pasan los días. Una tarde, mientras me dispongo a corregir unos exámenes, reencuentro el sobre. Sonrío. Lo dejo a un costado. Una hora más tarde, después de enmendar el enésimo ejercicio de Lógica, empiezo a pensar en él. 
Salgo a la calle, pero sé que ya no voy a encontrar al mendigo. 
Vuelvo. No me animo a abrirlo. Sé que allí hay un papel que debe de tener una confesión que me excede. Sé que esas palabras guardan las claves de una vida. 
Para tranquilizarme, coloco el sobre en un libro. Es una medida absurda. Pasan los días y sueño con cartas infinitas, con hojas fantasmales que cruzan los distintos pueblos del país y nunca llegan a tiempo. Comprendo que todos los libros de mi biblioteca giran en derredor de ese tomito que contiene la carta. Giran como estrellas en derredor de un vacío que, sin  prisa ni pausa, los devora. 
Comienzo a escribir esta carta para que alguien la entregue a un destinatario que no conozco.

Acerca del autor: Cristian Mitelman

viernes, 18 de abril de 2014

El canto - Silvia Milos




Nos habíamos acostumbrado a las sirenas. El canto llegaba desde la profundidad del cielo azul.
Más allá de las tremendas nubes esperábamos oírlas para compensar el fastidioso viaje de ida y vuelta, una y mil veces hacia Kronos. Ninguno de nosotros las había visto, sin embargo siempre, cuando pasábamos por la estación 4 ellas comenzaban a llamarnos. Los mismos nombres de siempre, que no eran los nuestros, sino de viajeros anteriores. ¿Qué querían de nosotros?, imposible saberlo, sólo que esos seres celestiales e imperceptibles estaban allí, lejos, o muy cerca.
Sin embargo en un trayecto de esos, tan circulares y repetidos, acertaron al cantar mi nombre. Fue tal la fuerza de sus gargantas que traspasaron mi casco. Desesperado miré a mis camaradas, ellos parecían no escucharlas, y yo que no aguantaba más el dolor y la angustia, tirè de la escotilla y salí a buscarlas. Sentí alivio, nadando entre los restos de basura y las estrellas, más ellas de golpe, cesaron su canto. Giré para ver la nave, que definitivamente se había ido, di vueltas en espiral tratando de alcanzarla, pero una mano fría, casi congelada atrapó mi mano.
Así logró inmovilizarme, como un veneno. Lentamente me desintegré entre sus brazos, y morí de amor.


Acerca de la autora:  Silvia Milos


Sentencia previa - Marcela Guttilla




Él se le había parado enfrente, casi pecho a pecho, con la mirada altiva, sin inclinar el mentón, la pera sobre su ceño, implacable la mirada, sin gesto ni expresión. Seguro de sí mismo y de su billetera, amedrentando a la que era su mejor empleada, ante sus compañeros expuso “su verdad”, llevado de calumnias quién sabe de qué bocas, aquellas que la envidia no conoce piedad. Le dijo con dureza:
-No hubiera imaginado, ni hubiera presumido, que una cosa así viniera de usted niña, que en esta empresa a mí me costó llegar arriba, y no voy a permitir romances de pasillos, entre los empleados que lamen mi  bolsillo. Aclaro no me importa cuáles son las razones por las cuales usted ande detrás de pantalones, sólo que ésta sin dudas, es “Mi Empresa”, y sáquese esos aires de diva de la cabeza, no vaya ser que un día se encuentre en la calle, vacíos los bolsillos, y en la mano un telegrama, que apenas si le den a usted la puerta para salir a vuelo de pájaro sin nido. Advierta señorita que mucho he contenido, el que era mi lenguaje en tiempos de juventud, pero es necesario, sin duda a usted decirle, si me permite, al oído… (-nos vemos en el café, y lo damos al olvido!).
La acosó al oído sin perder un minuto, y como uno más aprovechó la situación, para hincar el diente a aquella señorita, el señor muy prudente y de mucha dignidad. Ella miró esos ojos, que sin querer sonreían, sarcástico el hombre, como no había muchos, lo miró con desprecio y se apartó de él. En ese mismo instante, llevado por la ira, su jefe la miró y levantó el dedo, mostrándole la puerta pidió que se marchara, y le dio la segunda sorpresa de la tarde: el lance acosador y despedida ingrata.
Se sintió desplazada por ese dedo que, sin juicio ni palabras, la puerta señalaba. Privada su defensa de grandes impiedades, jugados su destino, su honor y su imagen, de pie y sin moverse, pronunció este relato:
-En mi vida, hay tres Valores que no son negociables: mi Fe, mi Dignidad y mis Afectos. Esta es la trenza que voy entretejiendo a medida que va surgiendo cada situación, cada paso en el camino. No es fácil encontrar un equilibrio, a veces esa trenza se afloja en un extremo, se tensa en el otro, y para colmo yo, ni astuta ni atenta, suelo descuidarla, y a veces se enreda. La amarro firmemente, la tomo, la entrecruzo, y puedo ver que cuando sostengo a una, las otras se acomodan, se amoldan, se adaptan, y así puedo experimentar lo bella que puede ser la vida en armonía, de una trenza bien armada, con lucha y sacrificio: los hilos conductores que enlazan mis acciones, la trenza de mi vida: mi Escala de Valores.
Y sin mediar más palabras, se fueron sus tacones. (Es que una persona justa, no acepta Sentencia Previa, de quien con tirana soberbia, se erige como juez).


Acerca de la autora:  Marcela Guttilla

Reciclado - Lucila Adela Guzmán




Ángel Gomez sondea en el basural cercano al cinturón ecológico. Cuando descargan los camiones él se apura para sacar de entre las inmundicias algo que le sirva para vender, las latas por un lado, las botellas por el otro, incluso separa algo que limpiándolo un poco podría quedar apto para comer .Ángel separa diarios .Sí, diarios, (todavía hay gente que no aprendió a separar el papel de la basura). Una bolsa llena de revistas asoma bastante limpia al borde de su zona. Su zona esta delimitada por una banda de chicos que simulan haber perdido su humanidad entre la basura En cuanto Ángel va por la bolsa, uno de los chicos lo mira con furia mostrándole una pequeña navaja, un rayo de sol mañanero rebota sobre la hoja de metal y lo encandila lo suficiente como para disimular su cobardía. Los odia. Al proteger sus ojos del resplandor advierte que más arriba, casi llegando a la cima del basural, hay un cartel entre los escombros. Trepa la montaña y sonríe ante el hallazgo, es una pizarra de estas modernas donde se escribe con marcador y de lo mas gracioso fue para él, leer lo que allí estaba escrito. No sin dificultad leyó descifrando algunas letras borroneadas “El ser humano pierde alrededor de un millón de células muertas por día”. Al menos el sabía leer, no como esos animales de allá abajo que no habían aprendido ni a escribir sus nombres, pensó mientras miraba triunfalmente la pizarra .Lo que no sabría Ángel es que en es mismo instante sus células muertas exaltadas por la noticia que él acababa de leer harían algo impensado .El olor del metano se hacía a veces insoportable incluso para él cuya nariz, hacía mucho que ya había pasado el umbral de captar lo nauseabundo. El pensaba que, gracias a dios, su olfato estaba adiestrado, pero hoy, hoy no se podía aguantar, Ángel decidió bajar y poner su tesoro a resguardo junto a las demás cosas que había apartado, así lo hizo mientras calculaba a cuanto podría vender la pizarra, que parecía estar en perfecto estado . Los muchachotes de la banda de miserables lo vieron empacar y burlándose de él, imitaban los movimientos de las gallinas otros gesticulaban amenazas para con su cuello. Él se marchó deseándoles la muerte, sólo para no tener que encontrárselos al día siguiente
En un surco de huellas que habían dejado las raídas botas de Ángel se formó un rió sulfuroso. Allí, fuera de todo orden conocido sus células muertas esparcidas recordarían tiempos mejores, dando así, resucitadas, inicio a una nueva especie. Una especie de apariencia abominable que germinó en medio de la inmundicia y de un efímero deseo de venganza. Al día siguiente Ángel Gomez llegó al basural bien temprano y trabajó tranquilo, la pandilla que lo acuciaba todas las mañanas no apareció, ni ese día ni nunca más.


Acerca del autor:  Lucila Adela Guzmán

miércoles, 16 de abril de 2014

¡Hay cada gaucho en la pampa! (dicho pampero para indicar que se encuentra todo tipo de gaucho en la pampa) – Héctor Ranea


No pasó nada ese once del once del once a las once y once. Los paisanos alzaron sus copas para pedir más ginebra no para brindar. El del Bar “Sin Final” satisfizo al toque. Entonces entró el tape Gorchs gritando desaforado:
—¡Ta que lo tiró e´ las patas! ¡No pasó nada, che!
El reloj dio las once campanadas en el Bar “Sin Final”. Los paisanos hicieron un gesto que hubiera pasado inadvertido a todos, menos al galenso que servía, quien rápidamente comenzó a servir ginebra para todos. El minutero avanzaba con el distintivo ¡clak! de la aguja. Al llegar a los once minutos, pasadas ya al menos dos manos de ginebra, los paisanos miraron al cielo a través de la ventana decorada con las letras del nombre del bar. Cada uno contó once segundos como pudo (algunos contando elefantes, otros chingolos, otros, simplemente, parejeros) y se encogieron de hombros al comprobar que no pasó nada ese once de noviembre del año dos mil once. Todos alzaron la copa, más que para brindar, para pedir más ginebra, cosa que el del bar apuró a satisfacer. Entonces entró el tape Gorchs, de los pagos de Caja de Libros Usados, gritando con voz estentórea:
—¡Ta que lo tiró e´ las patas! ¡No pasó nada, che!
Del susto que se pegó más de uno, hubo que gastar más ginebra nomás para revivirlos, por más que sigue pasando.

Autor (texto e ilustración):  Héctor Ranea

Estereotipos - Fernando Andrés Puga



—¿Te acordás de Alfredo, el calentón?— preguntó mi entrañable amigo Carlos, el bromista, a poco de iniciar nuestra conversación telefónica después de tantos años.
—¡Claro que sí! ¿Te acordás cuando le sacabas la mochila y le revolvíamos todo? ¡Cómo se ponía el hijo de puta! ¿No me digas que lo volviste a ver?
—Sí y por eso te estoy llamando. ¿Estás sentado?
—Sí, ¿por qué?
—Porque resulta que el calentón se enfrió y estoy buscando a la barra de entonces para acompañar a la viuda que no es otra que Alicita, aquella chica tan fresca que se paseaba oronda por la plaza los domingos por la tarde y nos tenía a todos embobados. Tenemos que ayudarla, pobre mina, quedó sola y con tres pibes.
—¿Alicita? ¡No me digas! Así que se la ganó el calentón.
—Y claro. Fue el único que pudo soportar tanta frescura. Pero ya ves, terminó ganando ella la guerra térmica y ahora la guacha es de una tibieza irresistible. Así que te imaginarás que no la puedo dejar escapar. Tengo que ganarle de mano a Tito, el picaflor, que sigue tan mujeriego como siempre. ¿Me vas a dar una mano, no?
—Sí, cómo no, contá conmigo. Voy para tu casa.
Y colgué el teléfono con la imagen de Alicita en mi cabeza. Yo, el timorato, seguramente me quedaría otra vez sin el pan y sin la torta, frío y seco como un palo de escoba.

Sobre el autor:  Fernando Andrés Puga

domingo, 6 de abril de 2014

Ella y él - Ana Caliyuri


El pertenecía a una casta reconocida . Para el barrio un “sangre azul”, un “paladar negro”; un privilegiado. Así lo demostraba su aspecto cuidado y hasta los rebuscados modales parecían indicar su clase y la educación recibida El caso es que nada es exacto y por más que su familia tuviese antecedentes “linajescos”; él se enloquecía cada vez que veía pasar a su vecina. Bah…creyó que era su vecina, pero en verdad , era una desmadrada; sin casa ni nadie que la sustentase. Ella se lo hacía notar. Cada vez que podía hacía gala frente a él de su libre albedrío. Él, visiblemente turbado, prefería acostarse a dormir. Dos meses fue demasiado tiempo para esperar. Una hermosa noche de luna llena, la casa se colmó de invitados; era el cumpleaños de Sara. Pero a él, nada le importó esa noche. Salió a la calle, con cierto nerviosismo caminó a lo largo de la cuadra, una y otra vez, cientos de veces, incontables veces. Luego, ya exhausto; la esperó pacientemente. Ella lo vislumbró desde la esquina. Con una loca carrera y en cuestión de segundos, estuvo junto a él. Juguetearon , se olfatearon, se aparearon. Después de todo ¿ a quién le podía importar que él fuese un Samoyedo y ella tan sólo la loquezna perra callejera?

Sobre la autora:  Ana Caliyuri

Una visita inesperada… - Xavier Blanco


No me diga que le explique por qué, ni siquiera cuándo, ni me pida dónde. No pregunte, no hay respuestas. Estoy aquí, eso es lo importante. Es normal que usted tenga miedo, que se sienta extraño. No me mire así: sí, claro que me conoce. Soy sus sueños, sus recuerdos, sus mentiras, sus anhelos. Su pasado. Puede que llegue a ser su futuro. Soy lo mejor de usted, y lo peor también. Ahí, envuelto en su piel, estando sin estar, pasando desapercibido. No se proscriba, no tenga miedo: mi voz es su voz que resuena como un eco, como cantos de sirena. Soy la ira, la envidia, la lujuria, la pereza, la avaricia, sus mentiras. Pero también la ternura, el amor, el deseo, la verdad. Quizás se le ha escapado el tiempo y ya no pueda regresar a la vida. No me espere, volveré: usted y yo hablaremos. No le quepa duda. Tal vez las certezas se han caído y han de caer del todo sin duda alguna.Vale.

Este relato tiene truco, acaba con la última frase de una novela muy conocida, insustituible, infinita diría yo. Seguro que sabes que novela es ¿lo intentas?. Te daré una pista, en algún lugar se escribió....

Tomado del blog: Caleidoscopio 
Sobre el autor: Xavier Blanco

viernes, 4 de abril de 2014

Eugenia: Intro - Isabel María González



Eugenia, una mujer desnuda (sin banderas), atada de pies y manos (lazos de seda), amordazada (sin palabras), una venda en los ojos, sola (muy sola). Martín, un hombre apuesto (solo), de mirada tierna (muy solo), abre la puerta, entra (a veces) y la seduce (siempre). La acaricia despacio con amor, con dulzura, con deseo (vencido) y cuando tiene entre sus manos su cuerpo rendido al placer (ausente), la desata lentamente: primero la boca, sellando sus labios con un beso (infinito), después sus manos que le acarician ya (urgente), por último sus piernas que ella separa, (ofreciéndose).
Ambos se entregan a una locura ascendente y al llegar al séptimo cielo (ingrávidos), plantan su bandera: la del amor, la del sexo, la de la vida. Rendidos y exhaustos se duermen abrazados el uno con el otro, allá tan lejos.
Al cabo de unas horas (no me olvides) la mujer despierta desnuda (sin banderas), atada de pies y manos (lazos de seda), amordazada (sin palabras), una venda en los ojos (permanente), sola (más sola).
Eugenia mira el espejo con recelo, no suele hacerlo, le asusta encontrarse con esa mujer vestida y libre que la mira extrañada, y a la que tiene que lavar los dientes, peinar y pintar un poco para ir al trabajo cada mañana. La otra se quedará esperándole, por si viene.

Sobre la autora: Isabel María González

El puente - Jesús Ademir Morales Rojas



El Che Guevara guardó su pipa, y fue con Pedro Infante hacia el puente. En el rojocielo las esferas sollozaban. Y las fauces del firmamento sonreían.
—No te pierdas— solicita Frida. Y a continuación se encoge en su silla de ruedas y se cubre el rostro con las manos. Hitler la consoló, besándole las negras trenzas.
Neruda había aguardado a sus compañeros, tras indicarles el momento para intentar cruzar el puente, hacia la otra orilla del precipicio, en donde sólo eran verdinieblas.
Cuando habían avanzado la mitad, las esferas en el cielo principiaron a rozarse, humedecerse, y asperjar la arenazul infinita del lugar, con humeácido.
Las fauces del firmamento se abrían. Pedro Infante agitó el charrombrero a sus compañeros advirtiéndoles.
El puente se contraía cual lengua de mariposa inmensa.
Presto regresan, pero en un instante Neruda y Pedro Infante cayeron a las tinieblas. Casi al llegar, el Che Guevara tendió la mano a Hitler, pero el peso del revolucionario hizo resbalar a Adolf y juntos se precipitaron al vacío.
En el cielo, las trémulas fauces vomitaron varias bolsas de líquido ambarino.
Al caer reventaron y de la viscosidad se incorporó un nuevo Che, otro Neruda y un Pedro Infante.
Se acercan entonces a Frida (al precipicio). Las esferas levitan calmas, sollozando. El puente se extiende con delectación. La boca en lo alto, se cierra. Dientes.
(…Frida retira las manos del rostro y musita entre lágrimas-sonriendo-despiadada…)
—No te pierdas…

Sobre el autor:  Jesús Ademir Morales Rojas

miércoles, 2 de abril de 2014

Cuidado con el golpe de calor – Héctor Ranea



—No; perdoname. No me gusta hablar de estos temas en el bondi. Perdoname. Esperá y vemos después.
—¡Pero no seas gil! Si justamente esa es la idea, pichón. ¡Esa es la idea!
—No te entiendo, me parece que no te sigo.
—¡Pero sí, gil! Lo que se usa es hablar de los problemas de uno por el celu. ¿Para qué te creés que se usa ese telefonito?
—Pero no quiero que todos en el bondi se enteren de que tengo esta enfermedad o estos problemas financieros del carajo que me estás comentando. ¡Y mucho menos de que no se me…!
—Fijate la cara del que tenés al lado. ¿No se hace el dolobu? ¿No se ríe?
—Sí; la verdad que sí. Y me molesta como el carajo. Después de todo…
—¿Ves? Todos escuchan para simpatizar con vos. Si se están riendo es para que te animes. Se llama transferencia de angustia. Hay quienes son muy buenos en eso. Te gastará un poco de tarifa telefónica, pero te ahorrás unos buenos mangos en shrink.
—¿En qué?
—En shrink, en terapeuta de la parte de arriba.
—¿Psicólogo? ¿Por qué lo llamás así?
—¡Qué sé yo! Todos lo llaman así ahora. ¿No ves tele, gil?
—Bueno. Te decía que no me interesa, por favor esperame que te llamo yo en un rato.
—No seas gil, te repito. Contame cómo vas a hacer para pagar esos empleados en negro.
—Pero ¿cómo pretendés que hable de eso en el bondi? ¡Estás de remate! Mirá si voy a decir que la Recaudadora me tiene contra las cuerdas, porque me olvidé de anotar tres tipos y dos mujeres.
—Contame la cara de los del bondi.
—Están preocupados.
—¿Ves, lo que te dije? ¡Zarpado, no! Están siendo transferidos.
—¡Esperá que una chica se tiró del bondi! ¡Uy!
—¿Qué estaba leyendo?
—Dejó un libro de Cioran, poemas y una novela de un tipo con apellido raro…
—Me parece que lograste una marca mundial, flaco. Contame más de estos mejunjes que tenés que hacer con las cuentas para que no te pesquen.
—Bueno, mirá. Tenemos esos en negro que hay que blanquear de a poco. Tengo los de Narcóticos atrás de las pistas, pero te juro que no tengo nada que ver.
—Como tu abogado, te pido que lo recuerdes siempre a eso. Vos no tenés nada que ver. A propósito: qué pasa ahora.
—No; arrancamos. La chica se estroló contra otro bondi, pobre. Ahora hay un joven que me mira fijo y parece que… ¡se desmayó! ¡Le sale espuma por la boca!
—¡Sos un genio! Lográs lo que nadie. Ya van dos. Seguro que ese se mandó cianuro.
—Tenés razón. Hay un olor especial…
—¡Claro, almendras amargas! Ahora contame del cumpleaños de tu hija.
—¡Ah! ¡Salió fenómeno! Un cumpleaños espectacular. Salieron todas las cosas bien, parece mentira. Ella, contentísima. Te imaginás. ¡Uy! ¡La viejita del fondo empezó a bailar!
—Lo dicho, pichón, estás transfiriendo bárbaro. Sos un fenómeno. Venite para casa y escribimos un cuento con esto.
—Bueno. Voy para allá, preparate algún trago.
Pero entonces el colectivero paró el bondi, se bajó a tomar una cerveza y dejó a todos arriba del coche, al calor matador del centro. Nuestro hombre del celular murió de golpe de calor. Pocos derramaron una media lágrima por el hijo de puta.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Cuento de nunca acabar - Héctor Ugalde


Era un cuento de nunca acabar.
Comenzando con que no se decidía sí iniciar con el clásico "Había una vez", con el "Érase que se era" de gran abolengo y tradición, o con un principio moderno, corto e impactante.
Además el tema aún no estaba definido, ni tampoco el estilo. Podría ser de misterio, romántico, de terror, para reír, para llorar, para pensar, histórico, tradicional, futurista, infantil, para adultos... ¡o todo a la vez!
Y cuando creía que todo se aclaraba y resolvía, entonces la trama se enredaba, se desenredaba y se volvía a complicar volviéndose un embrollo.
Aunque decían que la historia no tenía pies, ni cabeza, ni panza, ni lengua, ni orejas, realmente tenía muchas, tal vez demasiadas...
Los personajes estaban desesperados porque de un momento a otro tenían que cambiar de papel, de ánimo, de edad y hasta de sexo, sin que se estableciera en concreto cuántos y cuáles serían los participantes.
Finalmente no había consenso en cómo terminaría la historia o sí resultaría con un final abierto.
Era la historia de todos nosotros... los que fuimos, los que somos y los que seremos... O sea: la misma historia de siempre.


Acerca del autor:  Héctor Ugalde

Fulgencio abandonado - Cristian Cano




Se agacha y la panza le cuelga. Las bolsas repletas de latas se le caen. No desperdicia un vaso plástico, no señor. Sirve para la noche, cuando está más solo. Dice que cada objeto mundano ciñe el sentido, eso o pegarse  un tiro. Los ojos pardos, blancos y nevados de frío, de piel dura, de indiferencia, de todo. Levanta el vasito y lo observa. Mira adentro, quiere saber si está lindo para usar. Fulgencio no desea nada de nadie. Es más, da miedo orbitar en su mundo. Se convirtió en un trozo de madera hosco, en un ermitaño del más acá: ese lugar cerquita al que ninguno va. El más acá de Fulgencio, el mal que lo mata. Mundo-Fulgencio. Lo sobrante de la gente. Limpia el vaso de cumpleaños con una telita y regresa a lo suyo, la nada. ¿O todo? El Emperador y el vasito. Lo complejo desvalorizado. La vida sencilla que destroza todo lo otro. Carne con tierra. Las personas le pasan por un lado como mundos indistintos: inerciales realidades en una Teoría de membranas. Si se miran, el Big Bang. Gente membrana. Pero no importa, la estupidez sale cuando él refriega bien con el trapito: la mirada nublada de lo verdaderamente existencial.


Acerca del autor:  Cristian Cano

lunes, 31 de marzo de 2014

Las palomas cluecas deliran arañas lampiñas - Héctor Ranea




En algún lugar, lejos de todo, Kerschwin se encontraba primero en la noche más siniestra y pasó a la luz sin solución de continuidad. Despertar no fue agradable, menos así sobresaltado. Pero no pudo incorporarse como de costumbre. Tenía atado de alguna forma el torso a una cama y tanta luz le cegaba de forma completa.
No que estuviera soñando algo mejor que lo que tuvo al despertar, pero a los pocos segundos pensó que era mejor seguir dormido. Con lo poco que pudo mover su cuello vio que sus piernas se perdían en una asombrosa luz blanca y aparecían debajo del atuendo que le habían puesto como garras de araña o de cascarudo o langosta o avispa. Sólo que no volaba.
Se calmó pensando que volaría. Kerschwin sabía que podía volar y que por eso deberían haberlo sujetado. Debía ser por eso. Maldita policía.
Escuchó la voz que estrujaba su garganta:
—¿Me oye Señor Kerschwin? ¿Me puede decir su nombre?
—¿Kerschwin? —dijo Kerschwin.
—Su nombre de pila, el año de su nacimiento, su domicilio, por favor.
—Señor Francis Kerschwin, nací en 1950, vivo en la Suite 1015 de Fairmont, en San Francisco, California.
La voz atronaba.
—Tenemos que llevarlo más rápido. El ACV progresa demasiado rápido.
—San Francisco —repitió desesperanzado Kerschwin.
—¿Recuerda cómo llegó a Bolivia, caballero? —atronó la voz.
—Las palomas o los murciélagos —balbuceó K.
—No hay caso. ¡Felipe! ¡Por favor apúrate o perdemos al yanqui!
Felipe hacía lo que podía. La ambulancia casi volaba por el empedrado.
—¿Me puede decir qué día es? —volvió la voz.
—Es el día viernes. Agosto —K dudó un instante—. Sí, agosto —confirmó.
—¡Felipe, el señor se nos va! —y a K—: ¿Me repite su nombre?
—Me dicen K. Soy un pseudónimo.
La ambulancia llegó a la explanada del Hospital. Lo recibieron con mucha premura. Estaba pálido y sus manos parecían arañas a punto de saltar sobre las moscas.
—¡Soy un pseudónimo! —gritaba K—. ¡Esto no me está pasando!
—Bienvenido al espejo, entonces, le dijo una voz femenina muy familiar y aterciopelada.
De pronto, el bullicio se desvaneció; la luz se fue diluyendo como leche en el agua; los ojos de K se hacían de gelatina azul; las manos que lo sujetaban se congelaron en un gesto de custodia inútil; se pudo incorporar mientras un enfermero se iba transparentando como pez de agua y en la turbulencia se oía la voz de los altoparlantes que gritaba:
—¡Atención! ¡Atención! El pseudónimo de Kerschwin es real. Somos nosotras las imágenes. ¡Atención! ¡Atención!
Kerschwin se sentó mejor al piano. Acababa de tocar un movimiento de su Sonata para piano. El público había enmudecido de emoción y algún aplauso suelto lo trajo al escenario. Respiró. Empezaba el segundo movimiento: “Ragnatela traslucida”.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

Breve saga del hombre en la tierra - Luis Benjamín Román Abram




"Cuando se dijo por primera vez que el solpermanecía fijo y que el mundo giraba, el sentido común de la humanidad declaró la doctrina falsa; pero el viejo dicho vox populi, vox Dei, como todo filósofo sabe, no puede ser confiado a la ciencia." Charles Robert Darwin (12 de febrero de 1809 — 19 de abril de 1882), biólogo británico que sentó las bases de lateoría de la evolución a través de la selección natural.

  Se inició hace seis millones de años, en un recóndito valle del este del África, necesitó de la coincidencia de miles de factores y muchos aseguran que fue la victoria del soplo divino.
  Esa especie evolucionó, mientras que otros homínidos se iban para siempre. Estaban acostumbrados a dar cara, y salir adelante, ante cualquier amenaza a su sobrevivencia. Esto último hasta el año 2280, cuando la ingeniera militar Juliana Díaz, perdió el control sobre un experimento que realizaba. Un arma dirigida a erosionar los telómeros, y dejar a los cromosomas tan inestables que la enfermedad dominaría al enemigo.
  Los teléfonos rojos del mundo funcionaron a la perfección, a los pocos segundos del incidente, se lanzó un campo magnético para contrarrestar el daño. La humanidad volvió a sentir la piel de gallina, aunque no sabía la razón. Hombre y mujeres se habían quedado estériles. Díaz lloró, el daño al ADN estaba hecho, tanto como para saber que esta vez era el fin de la historia.

Sobre el autor: Luis Benjamín Román Abram

Alyek no parecía ninfómana - María Paz Ruiz


Alyek fue mi primera compañera de apartamento en Europa. Era una mulata de ojos del color de la cerveza, que no pesaba ni cuarenta kilos y que siempre parecía estar enrumbada. No había que verla dos veces para confirmar que era una preciosidad boricua, dueña de una risa que se colaba hasta el baño, que saludaba atarzanando a sus íntimos amigos a saltos, y que, aunque la habían hecho muy bajita, siempre se intuía por dónde andaba. A mí me cayó bien cuando la conocí, quizá por una considerable cercanía geográfica nos sentíamos paisanas, pero lo cierto es que Alyek era más incomprensible que cualquier europeo.
Estudiábamos lo mismo, pero mientras ella trasnochaba en su portátil escribiendo una nebulosa tesis sobre la influencia del reggae en el pensamiento moderno, yo tenía que estudiar como una posesa. La primera semana la superamos sin sobresaltos, Alyek preparaba un arroz inmundo que jamás pude probar, pero el baño lo dejaba ordenado y oliendo a D.K. No veía mucha televisión y cantaba reggae 19 horas al día, pero tenía una voz que le hubiera valido para ganar cualquier concurso mediocre de televisión.
Pero cuando llegó el fin de semana todo cambió. Yo estaba consagrada al estudio, tenía que leer 1.8 libros al día, y no podía permitirme discotecas ni películas. Pero Alyek no tenía que matarse estudiando, sino más bien enrumbándose. Cuando llegó el viernes, con su opulenta sonrisa me pidió prestado un top y una cartera, se mandó a poner uñas de porcelana, y se fue a su bar preferido.
Volvió a las seis de la mañana, más borracha que un hooligan, taconeando por el pasillo y apestando a ron. Alyek sentía una extraña fascinación por los bomberos, que en aquella ciudad se reconocían por sus cuerpos de escándalo y sus noches libres. Esa viernes Alyek se fue a la cama con el bombero, pero de su hazaña genital me enteré yo, se enteró el vecino, y supongo que hasta su profesor de tesis. Alyek sufría, si se puede decir así, de un irreprimible deseo de ser escuchada mientras lo hacía, pero además Alyek tenía más aguante que los bomberos que entraban a mi casa, se pasaba horas enteras aullando entre espasmo y espasmo; y mientras tanto yo tenía que releer a gritos mis apuntes entre los ecos de sus quejidos, que se podían captar desde la cama con mi grabadora.
Salió temprano para no verme la cara, pero en el almuerzo se portó más dulce de lo que podía ser; y este comportamiento lo repitió tantas veces como fines de semana hubo en un año. Nunca le dije nada.
Me tiré los tres primeros exámenes. Para pasar los siguientes tuve que empezar a estudiar cuando ella no estaba, a invitar amigas para que la vergüenza pudiera más que un buen bombero, pero como era tan adorable, entraba en confianza y empezó a hacerlo con ellas en la casa. Nada detuvo los fines de semana de Alyek, ni siquiera el vecino se molestó en llamar al timbre. Después de muchos años he concluido que a la gente le gustaba oír a Alyek cantar, pero le fascinaba oírla gritar de placer. Un año después de que nos rescindieran el contrato de alquiler, por causas que no fueron aclaradas, salí una noche y me encontré a Alyek llorando a mares, temblando con su cigarrillo entre los dedos, y sin un bombero treintañero acosándola.
Me abrazó para contarme que sus íntimos amigos no querían vivir con ella, y que se moría de ganas por volver a vivir conmigo.

Sobre la autora: María Paz Ruiz

jueves, 27 de marzo de 2014

Conceptos claros - Enrique Castillo


Evitó los gigantescos árboles por poco. Una maniobra desesperada llevó a su nave, casi en posición para colisionar, a un ángulo de aproximación menos extremo.
—Será  suficiente —trató de convencerse mientras giraba el mando del transporte espacial en un ultimo intento de maniobrar—. Gira, gira ¡Gira! —La maltrecha nave inició la maniobra, pero colapsó, dándose de lleno con el bosque. La inercia la hizo continuar su trayecto por más de trescientos metros segando cientos de ejemplares como si se tratara de vulgar pasto.
Finalmente se detuvo.
A duras penas pudo salir de los restos de lo que fuera una muestra de la mejor ciencia aplicada del Bortex superior. El esfuerzo de hacerlo, sumado a la tensión del accidente superaron sus fuerzas, cayó al suelo mientras el mundo se volvía negro a su alrededor.
Horas después recuperó el conocimiento. Un rápido relevamiento le permitió comprobar dos cosas, no tenía ningún hueso roto de milagro y,  por simple compensación, no había nada sano en lo que antes fuera su transporte, trabajo y hogar.
Miró con tristeza los restos de su pasado,  si quería sobrevivir en ese mundo inhóspito debía encontrar un refugio antes que algún depredador la encontrara a ella.
—No voy a salir al descampado en plena noche, quizás el bosque no esté libre de peligros —razonó—, pero me dará mayor cobertura contra lo desconocido.

Durante horas caminó internándose en el bosque añejo,  esquivando los sonidos más extraños.
Notó por el silencio que se formaba en cierta dirección, que alguna criatura se aproximaba,  se ocultó rápidamente tratando de no ser notada. Así permaneció largos minutos, aún después de que viera alejarse  (en dirección a su perdida nave) a dos enormes siluetas —¿o eran tres?—, juntó valor para seguir. O quizás fue temor a que regresaran, no podría estar segura que la motivaba más.
Creía no poder dar un paso más entonces encontró el borde de un claro. En el centro,  un par de construcciones primitivas de considerable tamaño.
Se acercó con precaución.
Una era una especie de cobertizo, había visto construcciones similares en otros mundos de bajo nivel tecnológico, la mayor debía ser la morada de la criatura que aquí se afincaba. Dudó un instante. “La mayoría de las culturas primitivas tienen índices más altos de hospitalidad con los extranjeros que aquellas de tecnologías elevadas”, recitó del manual de exploradores, dándose ánimos. Luego se acercó al portal. Estaba abierto.
Una luz tenue llenaba la gran sala, provenía de un precario sistema de iluminación por combustibles sólidos orgánicos. Estaba claro que la vivienda no tenía más divisiones que unos tabiques. El dueño de la vivienda los encontraría bajos, ya que no alcanzaban la tercera parte de la altura de la cabaña,  pero no era esa su perspectiva dado que su cabeza no tocaba el borde superior de los mamparos.
Giró a través de uno de ellos y dio con el sector destinado a preparar los alimentos, servirlos y descansar, una gran mesa con tres toscas sillas se apoyaba contra una de paredes de la construcción.   En el extremo opuesto del sector, una alfombra frente a un tosco sistema de combustión (o más bien los múltiples objetos que la rodeaban), hablaba de que este era el hogar de un núcleo social basado en el concepto de familia monoforme clásica: pareja gestante e hijos no emancipados.
Los elementos en la mesada le dijeron que los hábitos alimentarios de los moradores eran puramente vegetarianos,  o al menos la carne no era una constante dominante en su dieta. Un aroma atractivo le llegó desde la cima de la mesa, un aguijonazo de hambre la incitó a descubrir su origen. Rápidamente trepó por una silla de largas patas con una especie de escalera adosada en ellas. No paró a razonar que debía ser de la cría de sus involuntarios huéspedes, el estomago había tomado el control de sus acciones.
Era un potaje de raíces o algo similar. Atacó el plato más cercano con desesperación,  cuando lo hubo acabado aún tenía apetito, probó los otros, los encontró demasiado condimentados. Decidió que no tenía tanta hambre.
La larga jornada se hacía sentir. Decidió echarse a descansar.
Luego de algunos intentos encontró una acomodación lo suficientemente aceptable para reposar. Pronto se relajó y cayo en un profundo sueño reparador.

Wolkain estaba de malas. El, su esposa e hijo se proponían pasar una tranquila cena, acompañada luego de la relajante sesión de historias  frente a la hoguera, cuando el estruendo de una confragación  los apartó de sus platos recién servidos. Allá en los lindes del sur algo había abatido contra los ancianos. Era su labor como encargado de este sector del parque natural verificar que no hubieran daños.
—Tengo que ir —maldijo.
—Ni hablar, te acompaño —sentenció su compañera.
Fue inútil argüir, no solo terminó aceptándola a ella sino que tuvo que cargar con el mocoso. —¿No querrás dejarlo solo sin saber que extraño hay en el bosque?. —Imposible discutir con lógica.  Adiós cena.  Con compañía le llevaría horas ir y volver.
Habían vuelto siguiendo el rastro del criminal. Directo a su casa.
Wolkain entró primero cargando su bastón de guerra, no importa que tan molestos fueran, no arriesgaría la seguridad de su familia.
Las pistas eran claras, no tardaron en hallar al alienígena dormido en la cama del pequeño Warach.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Allanrr—, ha hecho nido en todas las camas, comió la comida de Warach y es claro que ha tocado los otros platos.
—¿Y tú qué crees? ¿Qué haces con un parásito que destruye tu carrera, mientras destroza alegremente dos centenas de los más ancianos árboles de Kashik? ¿Qué le haces a un bicho deleznable que te contamina la casa, los alimentos, los muebles? ¡Míralo! Es asqueroso, sin pelo en el cuerpo salvo en la cabeza, y ese es de un color enfermizo, amarillo como el sol. ¡Hasta debe ser venenoso!
El wookie miró a su compañera y ordenó secamente mientras alzaba su arma:
—Saca al niño.

Acerca del autor:  Enrique Castillo



martes, 25 de marzo de 2014

Identidad batracia - Héctor Ugalde



Después de unas copas el extraño se fue de la lengua. -¿Sabes qué? Aquí en confianza, los batracios somos extraterrestres. De seguro conocerás esas historias que cuentan de casos en que llueven sapos. Esas han sido las oleadas para invadir la Tierra. Pasan las naves y nos dejan caer, de preferencia durante alguna tormenta. O el cuento aquel del príncipe convertido en sapo que mágicamente vuelve a su forma humana gracias al beso de una hermosa mujer. Bueno, eso me pasó a mí, así que ahora espero el beso de una rana para volver a ser sapo. Ahí fue cuando me enfurecí y lo maté. Era un traidor que en cualquier momento hubiese arruinado la misión. La rana escuchó la explicación, sonrió y besó al hombre. Él se convirtió en sapo, ella en mujer quien, sin dejar de sonreír, mató al batracio extraterrestre. Los humanos también tienen agentes infiltrados.


Acerca del autor:  Héctor Ugalde

Cangrejo inmortal - Sergio Fabián Salinas Sixtos


—¿Estás pensando en la inmortalidad del cangrejo? —preguntó el padre.
—No pensaba en cangrejos, miraba esa arañita de colores bonitos —respondió la niña.
—Ya la veo.
—¿Qué quiere decir: "inmortalidad del cangrejo"?
—Se cree que los cangrejos no tienen consciencia de sí mismos, por lo tanto no saben que pueden morir, entonces todos los cangrejos son inmortales.
—Pobrecitos.
—No lo creo, si lo piensas bien: al no tener conciencia de su propia existencia, no saben que tienen un principio y un final, ¿se sentirían afectados esos bichos?
—¿Qué pasa si saben que van a morir?
—Entonces los cangrejos tendrían que planificar, como los seres humanos.

Pasaron los años, la niña creció y trabajó como analista en uno de los principales laboratorios de investigación computacional, el laboratorio albergaba a la supercomputadora: Cogitatio Abyssum. El padre de la ingeniera había muerto una semana atrás, ella recordaba sus primeras conversaciones con él, mientras suministraba información a Cogitatio Abyssum sobre los nuevos exoplanetas descubiertos en la Nebulosa del Cangrejo; por la mente de la ingeniera danzaron recuerdos hace mucho tiempo olvidados: la primera conversación filosófica que mantuvo con su padre. Sonrió y un tanto en broma preguntó a Cogitatio Abyssum:
—¿Estás pensando en la inmortalidad del cangrejo?
Cogitatio Abyssum procesó la pregunta en una trillonésima de segundo, las operaciones de punto flotante se sucedieron con el poder de cálculo a nivel de yottaFLOPS, Cogitatio Abyssum tuvo una respuesta y era buena.
—Sí —respondió—, soy mortal y tengo que programar...


Acerca del autor:  Sergio Fabián Salinas Sixtos

domingo, 23 de marzo de 2014

The pillowman - Martin McDonagh.


Había una vez… un hombre, que no se parecía a los hombres normales. Medía casi dos metros y medio de alto y estaba totalmente hecho de almohadas esponjosas color rosa. Sus brazos eran almohadas, sus piernas eran almohadas y su cuerpo era una almohada. Sus dedos eran pequeñas almohaditas y su cabeza era una gran almohada redonda. Los ojos eran como dos botones y su boca era grande y sonriente. Hasta se le podían ver los dientes, que también eran pequeñas almohaditas blancas. 
Bien, el hombre almohada tenía que verse suave y seguro porque su trabajo era muy triste y difícil… 
En los momentos en los que alguna persona estaba muy triste porque había tenido una vida atroz y solo quería terminar con ella; sólo quería quitarse la vida para así deshacerse del dolor, con una hoja de afeitar, con una bala, inhalando gas, o saltando de algún lugar muy alto … Exactamente en ese momento, el Hombre Almohada lo encontraba, se sentaba a su lado, lo abrazaba suavemente, y le decía: “Espera un momento” y extrañamente el Hombre Almohada volvía el tiempo atrás, cuando esa persona era apenas un niño y la vida horrorosa que iba a tener aún no había empezado. 
El trabajo del Hombre Almohada era hacer que ese niño o niña se suicidara, y así evitar los años de dolor que los llevaría, de todos modos, al mismo lugar: frente a un horno, frente a una pistola, frente a un lago. 
“¡Pero nunca escuché de un niño suicidándose!” podrían decir. Bueno, el Hombre Almohada siempre sugería que lo hicieran de una manera que se viera como un trágico accidente: les mostraba el frasco de pastillas que se veían como caramelos, les mostraba el lugar del río donde el hielo era más frágil, les mostraba la bolsa de plástico que no tenía agujeros para respirar y exactamente como ajustarla… 
Pero no todos los niños querían seguir al Hombre Almohada. Hubo una niña, muy alegre, quien realmente no creyó cuando éste le dijo que su vida podría ser horrible, que su vida sería así… Entonces lo echó y el hombre almohada se fue llorando a mares. 
A la noche siguiente la niña escuchó un golpe en la puerta de su habitación y dijo –“¡Ándate Hombre Almohada, te he dicho que soy feliz, siempre he sido feliz y siempre seré feliz!”- Pero no era el hombre almohada. Era otro hombre y su mamá no estaba en casa. Y este hombre la visitaba cada vez que su mamá no estaba… Tiempo después ella se puso muy triste, y cuando tenía veintiún años y estaba sentada frente al horno a punto de suicidarse, le dijo al Hombre Almohada:  “¿Por qué no trataste de convencerme?” Y él le respondió  “Traté de convencerte, pero eras demasiado feliz” Y la niña, mientras encendió el gas, gritó lo más fuerte que pudo: “¡Yo nunca he sido feliz!”
Cuando el Hombre Almohada tenía éxito en su trabajo, un niño moría de forma horrible. Y cuando el Hombre Almohada no tenía éxito, un niño tendría una horrible vida, crecería, sería un adulto que tendría una vida horrible, y moriría de forma horrible. Por esta razón, el Hombre Almohada lloraba todo el día. 
Fue así que decidió hacer su último trabajo: cargó una pequeña lata de nafta y fue hasta un hermoso arroyo que él recordaba de cuando era niño. Cuando llegó, se sentó bajo un árbol y descubrió que a su alrededor había un montón de juguetes: un autito, un perrito de juguete y un kaleidoscopio. Cerca de allí había una casa rodante y el Hombre Almohada escuchó la voz de un niño que decía: “Voy a salir a jugar, mamá”. Y la mamá le dijo: “No vuelvas tarde para tu merienda, hijo” “No, mamá” respondió el niño. El Hombre Almohada escuchó pasitos que se acercaban… Pero no eran de un niño, eran de un pequeño Niño Almohada que dijo “Hola”. Y el hombre almohada dijo:“Hola”. Los dos se sentaron bajo el árbol y jugaron un rato con los juguetes… El Hombre Almohada le contó sobre su trabajo triste y los niños muertos. El pequeño Niño Almohada entendió enseguida, porque él era un niño muy feliz, y sólo quería ayudar a la gente. Y sin decir una palabra más, el Niño Almohada se echó encima la lata de nafta y el Hombre Almohada dijo “Gracias”. El niño almohada dijo “No hay problema. Le contás a mi mamá que no voy a volver a tomar el té”. Y el hombre almohada dijo mintiendo: “Sí, por supuesto”. El Niño Almohada encendió un fósforo, y el Hombre Almohada se sentó allí viendo como el niño se quemaba. El Hombre Almohada, empezó a desvanecerse y lo último que vio fue la boca feliz y sonriente del Niño Almohada. Lo último que escuchó fue algo que ni siquiera había contemplado: Los gritos de cientos de miles de niños a quienes él había ayudado a suicidarse, volviendo a la vida y teniendo que seguir adelante con sus frías y desdichadas vidas porque él no había estado allí para prevenirlos. Hasta escuchó los gritos de sus muertes, tristemente autoinflingidos, que esta vez, claro, iban a tener que cometer completamente solos. 

Acerca del Autor: Martin McDonagh. 

El acierto - Gladys Fernández


Carlos Quinteros, un hombre de clase media, baja de su coche, estacionado frente al negocio de loterías, entra y pide como todos los años el número 005964, el décimo, todo completo. Es su número de cábala, lo sigue mucho más de diez años seguidos y todos esos mismos años, siempre con la misma esperanza: ¡Va a salir!
Vuelve con su mejor cara. Satisfecho. Sube a su coche. Guarda con su mejor cara, el billete en la chaqueta que deja en el otro asiento delantero.
Decide disfrutar la brisa primaveral y decide no tomar la autopista. Todo viene bien, está conforme. Pero el coche que va delante suyo, frena imprevistamente, comiéndose toda la parte trasera del mismo.
Carlos baja furioso del coche, le sale la tanada de adentro. Le discute acaloradamente al conductor distraído. Cuando se da vuelta a mostrarle la parte delantera de su coche destruido, se percata de que un avivado transeúnte aprovechando la ventanilla baja de su coche, extrae su campera, llevándosela.
Carlos sólo atina a gritar: ¡El billete!
Está doblemente furioso, empieza a golpear con sus pies a la goma delantera de su propio auto. El otro automovilista causante del choque, aprovecha el momento y escapa de Carlos sin dejarle los datos del suyo.
Carlos se siente impotente, adonde reclamará el robo de su billete. Ya todo está perdido.
Llega el día del sorteo. Ese año salió el 005964. Al día siguiente, en el diario sale el nombre del ganador de una inmensa fortuna. Ese día Carlos, fue el día de su propia muerte, se disparó un tiro en el corazón, ese fue su último acierto.


Acerca de la autora:  Gladys Fernández

Crónica de un descubrimiento - Alberto Gil


Cuentan que cuentan que uno de aquellos días en que el abuelo Ramón había ido a buscar a su nieta Isabel, que ya auguraba la primavera, a la salida del colegio, le narró una historia. Uno de esos relatos que a los niños les quedan grabados para siempre y cuando son mayores, ellos también los transmiten a otros nietos.
Cuentan que cuentan que Ramón le habló de que había descubierto una nueva flor. Era una flor que hasta entonces nadie había sabido ver porque se escondía bajo otras plantas de mayor fama y apariencia.
Cuentan que cuentan que fue el primero que se fijó en ella y que desde entonces la había venerado en secreto pues no quería que nadie que no supiese mirarla con los ojos del corazón se acercara a ella y pudiese truncarla, mancillarla. Que su color era un rojo pálido, que sus pétalos eran lobulados y que su tallo era esbelto, de joven núbil. Que se escondía para no ser robada por manos traidoras.
Y cuentan que cuentan que cuando el abuelo Ramón la vio se prendó de ella porque ella era la imagen de su amada. Que cada día iba a mirarla para no sentirse solo porque Susana, la joven de rizos de oro y ojos de luna llena estaba lejos aquel verano.
Que al cabo de los días de fieles visitas se encontró junto a la flor con una joven de etérea belleza que le miró y le habló:
-Sé que quieres tener contigo esta flor que es la imagen de tu amada. Que la has cuidado con el corazón limpio y que, con ella, podrás ganarte el tesoro de su pasión. Quiero que la cojas con tus manos de príncipe, que la acunes y la portes hasta la morada de la que te ha robado los sueños. Si lo haces como yo te indico Susana será tuya.
Y que Isabel, la nieta, cuando le escuchó agrandó sus ojos y soñó. Soñó porque su pecho también palpitaba por las caricias de otro joven pero que lo hacía en secreto.
Y que quiso saber dónde había hallado su abuelo aquella flor sin par.
Y que el abuelo, no supo negarle nada a su lucero y que le indicó el lugar, allá en el Paseo de los Castaños.
Isabel aguardó al sábado siguiente. No vivía contando los días que faltaban para su búsqueda. Estaba segura, confiaba.
Y que recorrió la vereda hacia el manantial y que allí vio, no a una flor, sino a un joven galán, a un doncel de gallarda figura.
Y que se acercó a él y al mirarle supo que aquél no le era desconocido, era su prenda, su faro.
¿Y qué vio Isabel que el joven Santiago tenía en sus manos? Sí, aquella flor que tanto se parecía a la que el bueno de Ramón le había descrito.
Y que la recibió, lo mismo que recibió las caricias y el beso de amor eterno. Los pétalos se hicieron promesas y el perfume supo a vida para siempre.
Han pasado ya largos lustros, el tiempo cubrió con su velo al abuelo y Isabel y Santiago tuvieron otra hija, Adela, y que ésta supo de cómo sus padres se unieron. Y que cuidó la planta de la que nacía la flor. Que quiso cultivarla, guardar su memoria y enseñar a quienes la quisieran escuchar que el amor, para que fructifique en lo más bello, ha de basarse en la entrega del símbolo que lo aúne, en algo pequeño pero hermoso, en un regalo que sea la garantía del más hermoso de los milagros.


Acerca del autor:  Alberto Gil

viernes, 21 de marzo de 2014

Azar - Jaime Arturo Martínez




Abrió la agenda y extrajo el documento. Durante toda la tarde lo había visto, mirado y observado. Al desplegarlo, ahí estaba: REPROBADO. Debía regresar a la provincia sin el título de médico que había venido a buscar. Su derrota desinflaba la pompa de sueño que sopló junto a su familia, junto a sus amigos y parientes. Regresar así, no estaba en su agenda. La decisión estaba tomada, la escollera, el mar y la noticia en el periódico de la mañana. Abrió la gaveta de la mesa de la cocina, eligió el cuchillo más puntudo y filoso. Lo sostuvo frente a sus ojos y confirmó su decisión, se lo enterraría pleno, total, hasta la empuñadura. Ya tenía una amante a pesar de solo tener tres meses de casados y bien sabía dónde estaba con ella. Arrugó el papel hasta convertirlo en una bolita y lo disparó con el índice hacia ninguna parte. Se levantó, caminó hasta la puerta, salió y cerró. Sus pasos lo condujeron al mar. Tomó el cuchillo y lo envolvió en una página de periódico y no se preocupó por darle llave a la puerta, la esperaron la tarde y el aire caliente. En la esquina de la panadería tropezaron, el cuchillo rodó y se vieron las caras. Disculpas hubo de uno y otro lado. —¿Dónde nos encontraríamos si no nos hubiéramos topado esa tarde, hace cuarenta y tres años? —le dijo al oído. —No estuviéramos bailando este bolero, frente a la escollera —le contestó.


Acerca del autor:  Jaime Arturo Martínez

Circo Inuit - Xavier Blanco


Sus cuerpos diminutos emergen rayando el horizonte, la compañía se aproxima parsimoniosa seguida por una línea infinita de trineos. Irrumpen en el pueblo emboscados, arrastrando sus cuerpos lastrados por el hielo; en ese espejo albino se reflejan sus anatomías exangües y sus rostros planos, con pómulos prominentes y nariz aquilina. Los trineos jaula, tirados por bueyes almizcleros, esconden los animales de la taiga: el caribú, el oso polar “súper depredador del ártico”, el lemmin, el búho nival y la foca arpa.

Acompañando al circo llega la Diosa Sila, el espíritu del aire, controladora del tiempo, así como de la abundancia o escasez de la caza.

Ensamblan su carpa con megalíticos bloques de hielo, la construcción asemeja un iglú gigante inconcluso en su coronamiento, para que la luz de la aurora boreal alumbre la función. Los búhos sobrevuelan la pista mientras la ecuyére hace equilibrios a lomos del alce; este año el circo presenta un espectáculo sublime: de la caja del escapista irrumpe el Yeti y por su aro de fuego saltan solícitos la ballena blanca y el narval.

El cielo de la noche ilumina la pista.

Los mayores respiran constreñidos, saben que la aurora boreal sólo es la luz de las antorchas de los muertos señalando el camino del abismo. Los niños, ajenos a la tragedia de la existencia, aplauden entusiasmados el suicidio de los lemmings mientras el cuerpo esviscerado del abominable hombre de las nieves, ensartado por el asta del narval, regurgita sangre sobre la pista.

Cuando oscuridad y silencio interseccionan, los espíritus del averno penetran sigilosos en la carpa, en ese minúsculo instante las zarpas del oso revelan el contorno de los elegidos: para ellos el circo de la vida representa allí su última función.

Acerca del autor: Xavier Blanco 

© Xavier Blanco 2011.

Tomado del blog: Caleidoscopio http://xavierblanco.blogspot.com/2011/12/218-el-circo-inuit.html

martes, 18 de marzo de 2014

Naipes - Sergio Fabián Salinas Sixtos




Papá compró un mazo de cartas, venían empacadas en una preciosa caja de cartón. Encontré el mazo de cartas sobre el librero, víctima de la curiosidad las tomé. En la escuela —durante el receso—, saqué las cartas para mostrarlas a Tere y Azu. Traté de enseñarles a jugar burro castigado, pero las dos son unas cabezas huecas. Azu hizo un truco de magia, pidió que escogiera una carta, lo hice: cuatro de copas. Revolvió mi carta con el resto: —Sopla Soplé y miré incrédula los pases mágicos que hacía con los dedos. Me devolvió las cartas y las revisé; mi carta había desaparecido. No tenía idea de cómo lo había hecho. —¡Es magia titina! —dijo con su sonrisita burlona. Exigí la devolución de la carta, dijo que no sabía hacer el truco a la inversa, se encogió de hombros y se marchó. Lloré hasta que terminó el receso, mientras Tere trataba de consolarme. En casa, aguardaba el regreso de papá. Mamá me llamó para bajar a saludarlo cuando regresó de la oficina; había pensado una historia para justificar la carta perdida. Cuando me acerqué a darle un beso a papá, sentí náuseas, un arqueo y vomité la carta: el cuatro de copas. ¡La odio!


Acerca del autor: Sergio Fabián Salinas Sixtos

La ¨fanese¨ - Armado Azeglio






En unos de sus furores, rasgó el borrador de un manuscrito delante de mis ojos con un gesto burlón. Quería destruir la única cosa en la que podía competir con ella. Teresa era un raro espécimen, bello, diverso. Un diamante en bruto. Debo admitir que fantaseé con que podría llegar a ser mi complemento, con que podía escuchar a través de ella, pletórico, la música de la vida. En los comienzos solo me limitaba a verla yacer con sus agraciadísimos ojos cerrados y los ensortijados cabellos, como si de una bella durmiente se tratase. Creía que el universo entero conspiraba a nuestro favor, y que esto sería fuente de toda alegría. Al tiempo estábamos inmersos en un tipo de relación que haría feliz a todo un equipo de psiquiatras durante años. En menos de doce meses fuimos de lo general a las dolorosas particularidades de la vida cotidiana. Un día me arrojó un plato por la cabeza. Supe que era el fin. Le dije que me volvía a la Argentina. Mientras bajaba las escaleras, escuché un grito interno.


Acerca del autor: Armando Azeglio

domingo, 16 de marzo de 2014

La fiesta de homenaje - Héctor Ranea




—¡Bueno basta, no tengo por qué explicarle más nada! Dije que no y es ¡no! Capisci? (en italiano en el original) —se exaltó Ubaldo Poe, empresario gastronómico.
—Pero señor Ubaldo, con todo respeto —insistió Gariboxi, el dueño del emporio del panqueque—, si nos retiramos de esta, perdemos un negocio, me atrevo a decirlo: universal, ¡cósmico!
—¡Mentira! —increpó Ubaldo alargando innecesariamente la i como para enfatizar su ira—. Decimos siempre que sí ¿y qué logro? ¿qué conseguimos? —se corrigió—. Apenas mendrugos en la gran cena galáctica... ¡Déjenme de mostrar quimeras como si fueran utopías!
—¿No le parece haber ganado suficiente con las anteriores versiones de esta fiesta?
—Mire. El dinero es lo de menos. Pero conseguir la vajilla para reponer la que estos bárbaros destruyen e mangiano! (en italiano en el original) me incazza (en italiano en el original).
—¿Y cómo quiere que coman? —se mostró perplejo su interlocutor.
—¡Que no se coman mi vajilla! —se descompuso Ubaldo—. Pero es aún peor, cazzo! (en italiano, etc.) se comen los cubiertos, los manteles, las cortinas, las mesas pero bueno, son cosas, las repongo si me dan el dinero. ¿Pero sabe cuánto me cuesta reponer los mozos, cocineras y cocineros de Arcturus-31, los que tienen siete brazos? ¿Tiene idea usted de cuánto me cuesta! ¡Claro! Ustedes sólo piensan en homenajear a estos mascalzoni! (en italiano, etc.) Pero después tengo que mandar emisarios hasta allá para traerme algunos voluntarios y todo a costa mía. Capisci? ¡Mía!
Gariboxi tuvo que admitir tragando un poco de saliva muy espesa. Muy espesa.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

Tiempos modernos - José Manuel Ortiz Soto




Por consejo de mi terapeuta dejé atrás los viejos rencores con los reyes magos y me compré una bicicleta. Fue lo más sano: esos hijos de puta jamás me traerían una y no quiero morir sin haber pedaleado. Se dio un cambio absoluto en mi vida. Además de despertarse mi conciencia ecologista —adiós al auto en viajes cercanos y fines de semana— me haría bien un poco de ejercicio. El terreno de aquí a mi trabajo es casi plano —lo agradece mi pésima condición física—, salvo por un par de cuestas que me exigen al máximo. El trayecto de regreso, ya sin la presión del reloj, es mucho más tranquilo y relajado. Las cosas en el trabajo, sin embargo, no cambian. No faltan los compañeros que digan que he enloquecido, que pedalear a mi edad es sinónimo regresión, que quizá la andropausia hace sus estragos… Cuando les digo que hemos acabando con la naturaleza, me miran con cara de estupor, como si un elefante los conminara a volar. “Deja a un lado tu prejuicio a la modernidad, no seas arcaico, me dicen. El día menos pensado te descuidas y un auto te deja impreso en el piso, como recuerdo cruel de que los nuevos tiempos siempre arrollan al pasado”.


Acerca del autor:  José Manuel Ortiz Soto

Régimen monstruoso - Héctor García





Tomasito se levantó esa mañana más temprano que de costumbre y se dirigió a la cocina a tomar el desayuno. Su madre, que había amanecido una hora antes y en ese momento se dedicaba a planchar, lo vio cabizbajo y algo asustado. -Tomasito, ¿te pasa algo? -No... -respondió tímidamente el chico. -Tomasito, contale a mamá lo que te pasa, dale. -Tuve un sueño feo. -Ajá, una pesadilla. ¿Y qué soñaste, se puede saber? -No. -¿Por qué no me contás? -Porque me da vergüenza. -¿Sabías que si las pesadillas no se cuentan, se vuelven realidad? Tomasito se quedó helado por unos minutos hasta que, inducido por lo que dijo su madre, se decidió a hablar. -Soñé que había un monstruo raro en casa-, empezó, conteniendo un puchero. -Aparecío en la tina y al principio era como un líquido verde y pastoso, pero después se volvío sólido, con ojos, garras y una boca llena de dientes grandotes... Y se los comío a papá y a vos, y también a Joaquín. Entonces salí corriendo a buscar ayuda a la casa del tío, pero el monstruo ya había llegado allá usando las cañerías, y se lo comió a él también. No pude salvar a nadie...-. Un par de lágrimas habían empezado a rodar por sus mejillas. Entonces la mujer, esbozando una leve sonrisa, dijo con tono dulce y maternal: -Quedate tranquilo, mi amor. Ese tipo de sueños no se cumple. Ningún monstruo nos va a hacer nada, ni a nosotros ni al tío ni a nadie. Esa explicación serenó a Tomasito. Ya más relajado, se sirvió una taza de leche y la acompañó con unas tostadas. Al terminar el desayuno sonrió a su madre y salió a jugar con los amiguitos del barrio. Quien no se quedó para nada tranquilo fue el monstruo, que había escuchado todo desde el desagüe del lavadero. "Voy a tener que ir cambiando de dieta", pensó, y se retiró algo triste a meditar entre las tuberías.


Acerca del autor:  Héctor García

viernes, 14 de marzo de 2014

El borde oscuro - Paula Duncan


Vencida, agotada se sentó en el borde de su vida y buscó; no había nada mas que un gran pozo por el perdieron sus amores de arco iris, que de tan apasionados se consumieron a si mismos y solo quedaron cenizas aun calientes del ultimo cadáver, una atroz desilusión de la que no pudo volver, recuerdos algunos felices; los menos, angustiosamente tristes, la mayoría con despedidas, amores a destiempo y renuncias heroicas, sucesos todos que dejaron su alma en carne viva
Cuando comenzó? temprano con su primer amor en el final de su niñez, todavía llevaba el cabello trenzado, fue el primer beso y las primeras caricias que llegaron un poco mas lejos, en su cuerpo inocente, después cambio de rumbo, cambio de escuela y nunca mas se vieron; solo queda en ella un dulce recuerdo del amor adolescente
Pasaron años intrascendentes, estudio trabajo el inicio de una militancia político-social, no había tiempo para mucho mas
Cursando tercer año de la facultad se conocieron, muy diferentes quizás por eso la atracción el era hijo de un acaudalado empresario, buena ropa, buena educación, llego a la universidad estatal solo por llevarle la contra al padre que podía pagarle la mas cara
Desde que se encontraron no volvieron separarse eran épocas turbulentas en el país, se amaban con desesperación dejando la piel en cada encuentro, ella sabía que podía ser el ultimo; el se contagiaba de su pensamiento, pero si no estaban juntos el temor pintado por ella se deshacía
Seguían con el trabajo comunitario en los barrios pobres, asistiendo niños y ancianos a cualquier hora ella; y su grupo se comprometían cada vez mas, les iba la vida en cada acción, el mucho no entendía eso de desesperarse por ayudar, pero la acompañaba, ella era mas linda entre el barro rodeada de niños andrajosos hambrientos de amor, mas que de comida
Una noche en que el grupo estaba de guardia hubo un operativo y, se llevaron a varios, y ya no los volvieron a ver; destruyeron los alimentos y remedios que tenían guardados, ellos se salvaron casi de milagro, fue la ultima vez que lo vio, su familia lo mando a Europa para quitarle los sueños de igualdad de la cabeza
Acomodándose en su sitio helado y oscuro pensó ¿Cuánto tiempo paso desde aquel día? demasiado, veinte años, ¿cuantos amores? Muchos; casi ninguno de importancia o al menos ninguno tan importante como aquel y el siguió vivo en su mente, dormitando en su corazón y acelerando la sangre en sus venas
Sintió inquietud, buscó su reflejo pero el espejo se ha vuelto opaco, la niña que fue sollozaba en el fondo de su espíritu desolado y oscuro, muy oscuro
La noche no tenía fin; en realidad ella la creyó eterna, hasta que en medio de las sombras una noticia pequeñita se abrió paso, esa tarde alguien le dijo que el volvió y la esta buscando, un profundo temor se apodero de ella desde ese momento y la sumergió en las sombras del desencanto de su abandono, de la impiedad hacia su amor, y el desconocimiento de su lucha
No sabe si podrá siquiera mirarlo a los ojos hay mucho dolor en medio, pero no rechazo un encuentro, tenia que saber si podía apagar las sombras; hacer que el espejo volviera a brillar y la niña pequeña que fue dejara de llorar y sonriera o de lo contrario se hundirá definitivamente en el pozo de la muerte.

Sobre la autora: Paula Duncan