sábado, 7 de diciembre de 2013

Cuadro de paisaje con ciervos - Fernando Andrés Puga


Se esconde detrás de los matorrales que hay cerca de la orilla. Acecha a los pobres ciervos que se entretienen junto al agua e ignorantes del peligro, beben confiados. Las montañas que rodean el lago brillan espléndidas bajo el sol estival y dan al atardecer una belleza deslumbrante. A contraluz y sobre el risco que se alza en el extremo de la pequeña punta, la pareja juguetea feliz.
No saben. Al principio yo tampoco sabía, pero de tanto mirar el cuadro mientras vocalizo los ejercicios que me indica Diego, terminé por descubrirlo; bastó que una de las ramas se moviera, agitada por la suave brisa. Y ahí está; se los aseguro. Agazapado. Espera el momento preciso para lanzarse sobre ese par de criaturas inocentes y devorarlos sin piedad.
¿Cómo advertirles? ¿Cómo ponerlos sobre aviso?

— ¡Pará, Diego! ¿No ves que no llego hasta esa nota? — suplico con la garganta enronquecida.
— Sí que llegás. Y perfectamente. Tenés que concentrarte. ¡Dale! Probá otra vez — insiste el profe.
De repente sale de mi boca un sonido inesperado. Es la nota inaccesible, la que sólo unos pocos elegidos han podido alcanzar. Y es entonces cuando mis ojos se clavan en el centro del cuadro y lo ven arrojarse sobre los ciervos que, sobresaltados por mi agudo, dan un gran brinco justo a tiempo y quedan fuera del alcance de la fiera hambrienta.

Satisfechos, maestro y alumno damos por terminada la clase. Diego me felicita por lo bien que canté hoy, pero no sé si se habrá dado cuenta de que en el cuadro ya no hay ciervos. A veces me parece que no es muy observador.

Acerca del autor: Fernando Andrés Puga

Al-Bujari, descubridor de Tahuantinsuyo - Daniel Alcoba


Durante quince siglos nada había sabido el mundo acerca del viaje de al-Bujari, realizado en el año 625 del siglo VII cristiano, (año 4, siglo 1 de la Hégira). A finales del XXI cristiano, o 15 de La Hégira, gracias a la revelación de Asadun ibn Yupanqui, el actual incalifa, el mundo pudo conocerlo.
Cuando los fugitivos de El Cairo llegaron a la Pampa de Nazca, Asadun ya conocía esa región mejor que su propia cara. Hacía más de veinte años que una espesa barba le hurtaba el rostro a los espejos; y además, en las últimas setenta y dos horas no había hecho otra cosa que estudiar las imágenes de Wu Ghel Jert en el monitor del puesto de mando. Aventajado estudiante de antropología cultural, cuando fundó la organización de Predicadores Islamoincaicos por la Revolución y la Confluencia Precolombinas (PIRC), ya era un político hábil, aunque en aquellos tiempos se limitara sólo a reclutar y entrenar predicadores guerreros para viajar y combatir en El Cairo.
Pero además de militante, en primer lugar, fue arqueo antropólogo. Él y ninguno de esos sabios ingleses, alemanes, franceses, norteamericanos, que se dicen científicos y van a todas partes con su lector de carbono radiactivo para fechar cacharros, farolillos, amuletos o momias… Esos no descubrieron nada, pero en cambio Asadun ibn Yupanqui, aunque perseguido por los agentes de la policía peruana y de la CIA, igual pudo desentrañar el secreto de las líneas de Nazca.
Así cambió de un plumazo la arqueo antropología peruana, desentrañando de una vez por todas el misterio de los geoglifos pintados a partir del siglo VII (1 de la Hégira).
El Gran Pájaro de trescientos metros por cincuenta y seis resultó ser un retrato esquemático en escala natural de la hembra del pájaro Ruj (Roc o Roq para los guiris que no pronuncian la “j”), llamada en quechua la Piskkurujinmama, estirando el pescuezo hacia La Meca para dar gracias al Omnipotente, después de poner un huevo tan grande como la cúpula de una gran mezquita allí mismo, en la Pampa de Nazca.

La imagen, que en efecto, representa a la Rujina en oración después de desovar con la mirada y el pico vueltos hacia los Santos Lugares, el día 23 de junio del año 4 de la Hégira (625), tras volar desde los Montes Altos de Persia hasta la Pampa de Nazca con un gran baúl o barquilla pendiente del cuello, en el cual viajaban, justos pero cómodos, el santo predicador Abdel al-Bujari, a quien la tradición creía perdido para siempre, o bien muerto en el laberinto de su jardín palaciego de Basora, a un criado de éste, Ismail al-Mosk, muy docto en la Ley y en lenguas bárbaras como el griego, el latín y el abisinio, y a una hermosa esclava llamada Qúdiya.
Los tres, después de valerse de su ingenio y también de la magia de Abdel para cruzar el Atlántico remolcados por la hembra de Ruj, predicarían la ley coránica en el territorio del futuro imperio incaico, que dejarían manuscrita en siete cuerpos de pergaminos de piel de guanaco, los célebres Rollos del Lago Titicaca.
Esos precursores de la predicación islámica en Tahuantinsuyo, también consiguieron hacer traducir el Corán al quechua por medio de quipus. E igual que en el lugar y el momento oportunos, Asadun ibn Yupanqui supo encontrar los rollos del Titicaca perfectamente conservados y caligrafiados en lengua árabe por el propio Abdel al-Bujari que firma al margen de su puño y letra como copista autorizado por el propio yerno del Profeta.
En el siglo XXI o 15 de la Hégira, el Guía Espiritual que entonces no era más que un joven islamista peruano perseguido por la policía, sabría encontrar los quipus correspondientes a siete azoras en una huaca sorprendente de la región de Cuzco, datada en el siglo VIII d.C., 2 de la Hégira.
Sin embargo, hasta el presente, de más o menos diecisiete kilos de quipus con decenas de miles de nudos, los letrados quechuas no han podido descifrar, más que largos listados de animales, y cosas. Verbigracia: cuatro yamalun [camello], siete corderos, dos sacos de semillas, tres burros, tres vacas, una araña, tres gordos, un vientre, dos pies, cuatro patas, cuarenta y cinco versículos…
La academia no dio fe de que los quipus encontrados fueran en verdad los buenos, es decir, aquellos que se anudaron por encargo de Abdel al-Bujari , y sus compañeros de predicación (Ismail al-Mok, Qúdiya). No descartaban que fuesen los ejercicios escolares de un aprendiz de contable que llevaba los libros de la comuna agropecuaria del lugar, y que había incorporado la palabra árabe yamalun (camello) como aumentativo del vocablo quechua kkarhua (llama), por haberla oído en alguna leyenda contada por un coraquenque decrépito una noche de enero muy posterior al desembarco de los españoles, que fueron quienes llevaron las vacas, los burros, y los versículos, tanto a Tahuantinsuyo como a los quipus de la posteridad.
No obstante la ausencia de quipus documentales, la tradición tiene por cierto el viaje de al-Bujari al continente americano, adelantando a los de Cristóbal Colón (1492) y aún al del viking Erik el Rojo (hacia 985).
Si Colón se valió de los reyes católicos y de los hermanos Pinzón, el adelantado predicador sobre todo usó de su ingenio. Sí, Abdel al- Bujari se habría valido de un arnés confeccionado con gruesas cuerdas tejidas con haces de telarañas, que consiguió criando grandes arañas cazadoras en el terrario de su palacio. Apenas tuvo el arnés terminado listo, en compañía de Qúdiya e Ismail al-Mok marcharon hasta los Montes Altos de Persia y escalaron la cumbre donde anidaba la Rujina. Con magia sujetó el arnés al ave. Y pocas horas después el entramado de telarañas se llevaba la barquilla por el cielo hacia Occidente, cuando la hembra Ruj emprendió el largo viaje hacia el hemisferio sur para desovar tranquila y empollar en paz. Lo más lejos posible de Sindbad el Marino que en los últimos tiempos era el que más le tocaba los huevos.

Acerca del autor:  Daniel Alcoba

jueves, 5 de diciembre de 2013

Los hombres sombra - Candela Robles Ábalos


Desde siempre Noir supo que no era igual a los otros niños en el orfanato. Esto no se hizo tan evidente como cuando escuchó en una novela de casualidad la palabra noir e incluso antes de conocer su significado creyó que ninguna otra sonaba mejor en sus oídos. A partir de ahí insistió en que se le llamara de ese modo. ¡No más Pablo, él era Noir! Al principio los mayores quisieron tomarlo por un capricho infantil, fugaz, pero se rindieron al ver que continuaba incluso en la adolescencia. Bueno, qué más se podía esperar de un niño que jamás jugaba con los otros en el parque y observaba el mundo desde una esquina, negando invitaciones. Su único amigo era un chico al que se evitaba cual peste, porque creían que la marca roja en su rostro con la que había nacido era síntoma de una enfermedad contagiosa.
Debido a su naturaleza tímida y constitución débil, al crecer ya poco importaba si enfermaba o no estar cerca suyo, ya que a nadie más que a Noir le interesaba su compañía. En esos tiempos instalar cámaras de seguridad o tener un ojo atento sobre cada cabeza eran imposibles, por lo que si los dos jóvenes decidían salir a la biblioteca de la ciudad y quedarse ahí hasta la mera hora de la cena, o incluso un poco más tarde, estaba bien para los encargados.
Vivían en una ciudad segura, confiable, donde el habitante más viejo era su mayor celebridad y con un par de centavos se podían comprar batidos de chocolate en Bar´s Joe. Incluso tenían sus leyendas para contar a la luz de las llamas en los campamentos anuales, cuando la mina yace silenciosa y parece increíble que hayan debido clausurarla por una serie de sucesos desafortunados, involucrando muertos y desaparecidos. Sólo un superviviente, un hombre tuerto, vio las figuras responsables de todo en el acto de merodear las casas de los mineros. Eran altos, delgados, con cuchillas insaciables en lugar de dedos, y ninguna expresión. Sombras gigantes, letales, horribles, infernales, llevándose a sus compañeros a las entrañas de la tierra. El hombre intentó salvarlo, pero era demasiado tarde. ¡Ahora venían por él! Corrió a la superficie y preparó los explosivos en los puntos exactos. Un gram boom hizo llorar a los bebés en sus cunas. Las criaturas no volvieron a salir y, según se dice, ninguno de los hombres que aún quedaron sufriendo torturas.
La mayoría de los muchachos se fueron a acostar tras que el encargado apagara el fuego. La luna llena vio a dos de ellos escurrirse por una ventana y perderse en la espesura.  Uno de ellos agarró a su compañero y dijo:
—Deberíamos volver. No me gusta este sitio.
El otro, con la mancha en su rostro más roja por la emoción, se zafó de su amigo.
—No. Siempre he sabido que no pertenecía aquí, que mi sitio estaba en otra parte. Cuando empezamos a investigar sobre las sombras y que a veces continuaban yendo a la superficie, sabía que significaba algo. Siento que me llaman, como si me susurraran al cuerpo. Debo ir. Vuelve tú si quieres.
Noir insistió a oídos sordos. Sentía que algo irreparable iba a suceder. Al final llegaron a la entrada de la mina y no fue sorpresa hallar una entrada perfectamente redonda más adelante. Noir quiso hacer un último intento de echarse atrás, con iguales resultados. Su amigo parecía sumergido en un éxtasis incomprensible. Sueños de familia, pertenencias y sitios donde sí valorarían sus cualidades iluminaban su rostro, tal como lo hacía en la biblioteca. La linterna le mostró el interior. Un crujido.
Cuando las sombras vinieron, Noir abrió la boca pero no gritó. La fuerza oscura que él intuyó desde el inicio salió de él, respondiendo al llamado al que deseaba evitar, envolviendo su cuerpo. Recordó cada momento feliz de su vida en un flash intenso: la muerte de aquel gato que ahogó en el lago, la mirada del chico que cayó en el pozo y todavía se creía desaparecido, la vez que puso pedazos de vidrio roto en la comida de la enfermera. ¡Qué divertido cuando chillaban, cuando miraban sorprendidos e idiotas, ese olor exquisito de la sangre y carne, la sangre y el aliento, la piel y los huesos descubiertos! Su sabor le llenó la boca desde la nariz. Delicioso. Miedo. Iba a explotar. ¡Iba a estallar de tanta alegría!
Abriendo los ojos, vio sus manos húmedas y un brillo apagado. Agarró la linterna y enfocó lo que quedaba de su amigo, cuya mancha de nacimiento ya no era lo único rojo en su rostro. Las sombras miraban desde las paredes. Una de las más altas salió de una roca y se acercó. Era el que con más ansias lo había estado esperando y, al sentirlo entrar en contacto con su mejilla, suave, delicadamente, Noir supo por qué. Cuando la sombra abrió la boca llena de picos puntiagudos, Noir suspiró mientras su corazón se agrandaba en su pecho, lleno de todo aquello de lo que había oído hablar pero nunca experimentado hasta ahora. Era mucho más horrible y hermoso de lo que pudiera haber imaginado.
—Padre —susurró, antes de aceptar su beso posesivo.
En medio de un mutuo abrazo frenético, el resto de la familia se acercó, dándole la bienvenida.


Acerca de la autora:  Candela Robles

Cadáveres - Rafael Blanco Vázquez


Al llegar a casa esa noche, lo primero que vio el inspector Villena fue a su mujer con una maleta en cada mano:
—Te dejo a vos y a tu micropene sonrosado. Me voy con Martín que es géminis.
El inspector Villena no reaccionó. Se limitó a quitarse el sombrero y la gabardina y a colgarlos en el perchero. Su mujer se fue dando un portazo.
Había sido un mal día para el inspector. Había visto ocho cadáveres humanos, dos de gorrión y uno de perro. Peinazo, su compañero del alma, había perdido el prepucio en un tiroteo. Y su jefe no paraba de gritar desde que había dejado el tabaco.
Se dio una ducha rápida, se cascó una paja lenta, se preparó una comida ligera y se sirvió un coñac cargado.
Se puso un disco de jazz y se encendió un buen puro.
—Y ahora a ver si consigo desentrañar ese maldito minirrelato.

El inspector Villena se había aficionado a los textos breves. Fue una noche de insomnio en que vio un cortometraje que culminaba con un aforismo. Le pareció que aquellas pocas palabras que desfilaban por la pantalla recogían el universo entero. Poniendo en ello la pasión devoradora que nunca supo que llevaba dentro, pronto se convirtió en un experto en la materia, y no le importaba que sus compañeros y su mujer se riesen de él, que lo llamasen el rarito, el niño especialito, el tontolhaba. A él sólo le importaban sus silogismos, sus microcuentos, sus videominutos.
(¿Por qué nunca le interesaron las canciones ni los poemas?)
No había sido fácil. Todo universo requiere un aprendizaje. Se había tenido que ir acostumbrando a unos conceptos, a un lenguaje, a una concisión. Pero lo había logrado, vaya si lo había logrado. Hoy por hoy se jactaba de comprender cualquier narración, reflexión, meditación (en prosa), que no superase las cinco páginas o el cuarto de hora.
Hoy por hoy. En fin, mejor dicho hasta la semana anterior.
Y es que hacía exactamente seis días que había leído un minirrelato de tres páginas cuyo sentido profundo se le escapaba. ¿Cómo era posible? ¿Se estaba haciendo viejo? ¿Se le estaba derritiendo el cerebro de tanto trabajar? Lo que estaba claro es que la cosa tenía tres bemoles.

En ese momento sonó el teléfono. Chasqueando la lengua, el inspector Villena descolgó el auricular.
—Sí.
—Gumersindo, soy tu hermana.
—¿Qué tal estás?
—Mal, me ha dejado Antonio.
—A mí me ha dejado Mariela. Pero yo estoy bien.
—Normal, era una petarda.
—Antonio es un palurdo y ya ves.
—No te permito que hables así del padre de mis hijos.
—Bueno, ¿qué quieres?
—Tienes que curarte, Gumersindo. No puedes seguir así. Te estás volviendo huraño, hosco, retraído.
—Tampoco es que antes fuera la alegría de la huerta.
—Fíjate cómo le hablas a tu hermana. Me tienes muy preocupada, que lo sepas. Miniescritores, os odio.
—¿Algo más?
—Sí. ¿Quieres que mañana vaya a tu casa y te haga de cenar? No es bueno que estés solo.
—No, necesito reflexionar.
—Como quieras. Un beso.
El inspector colgó, se levantó del sillón, fue a la biblioteca, sacó el volumen en cuestión, lo abrió por la página de marras, releyó el susodicho minirrelato y se echó a llorar. Lágrimas como huevos de avestruz. No lo entendía. No había forma ni modo ni manera. No lo entendía.
Arrellanado en su sillón se quedó dormido.

Soñó con su madre muerta. Soñó con su amigo Peinazo, circuncidado para siempre por un calibre 22. Soñó con todas las veces que la suerte les había librado de las balas. Soñó con los cuerpos de los gorriones. Soñó con películas de John Carpenter. Soñó con Un perro andaluz. Soñó con su infancia, su adolescencia, su primera paja. Soñó con Hitchcock. Por un cielo de aforismos blancos aleteaba una bandada de minirrelatos que de pronto se abalanzó sobre los paseantes, todos con sombrero y gabardina.

Se despertó con el cañón de una pistola en la boca. Todo estaba oscuro. No podía ver la cara de su agresor. Intentó hablar.
—No entiendo nada de lo que dices. Así sin la pistola será más fácil.
—Que digo que no quiero morir.
—¿Y a mí qué coño me importa?
—¿Quién eres?
—¿Y eso qué coño importa?
—Necesito comprender ese maldito minirrelato.
—Todos necesitamos comprender.
—Pero.

El disparo rompió la calma de la noche.
El cadáver del inspector Villena fue encontrado al día siguiente por su hermana, que le llevaba un plato de sopa caliente, una chuleta y un poquito de gazpacho.

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

martes, 3 de diciembre de 2013

Un kilómetro bajo tierra – Sergio Gaut vel Hartman & Ana Caliyuri


—Todos los experimentos realizados —dijo Kirb— llevan a una triste conclusión. Los microorganismos irradiados han alcanzado un estado de crecimiento desmedido y azaroso, lo que los ha llevado a producir órganos sensoriales cuyas funciones no podemos siquiera imaginar.
—Eso ocurre, como siempre —argumentó Yaz— porque ustedes, los científicos, juegan a ser Dios.
—Los resultados catastróficos son obra de Dios; nosotros solo hacemos lo que manda el instinto.
—¡Qué ingeniosa coartada! Pero no le va a servir, Kirb. Usted ha enrojecido el mundo, ha convertido la brújula de las creencias en caos y ha logrado que sobre el  hirviente techo de este refugio hayan comenzado a movilizarse los bigmost.
—Querido Yaz, los bigmost son hijos de la oscuridad. Jamás podrán descifrar el entorno. Son sólo energía vítrea de calidad monótona. No constituyen un peligro cierto.
—Necesito saber más sobre los otismutis. ¿Cuál es la condición de esos órganos que en algún tiempo sirvieron para percibir los sonidos?
—Ellos son nuestros híbridos rebeldes. De algún modo hay que escapar del canto de las sirenas. Es hora de conquistar la Tierra…
—Dios no quiere más sangre derramada.
—Dios es etéreo, Yaz, y los terrícolas están hechos a Su imagen y semejanza.

Acerca de los autores:
Ana Caliyuri
Sergio Gaut vel Hartman

La intuición de Luisa Wilkinson - Fernando Andrés Puga


—Ante todo me declaro inocente.
A continuación, la señora Luisa Wilkinson se acomodó el amplio escote, sacó un espejito de su pequeña cartera, retocó su maquillaje con delicadeza, y entonces sí, se dejó llevar por el dúo de agentes policiales como si fuera a subir al escenario a estrenar el papel de su vida.
El trío salió del museo al mismo tiempo que Jean-Pierre Brulet intentaba escabullirse entre la multitud que se había agolpado al pie de la escalinata principal. El afamado pintor surrealista no pudo evitar el choque frontal con la estrella de cine, la que por otra parte lucía más obesa que la última vez que departió con ella, la velada en que estuvieron a punto de besarse en el balcón de la mansión que Luisa tiene en la campiña, a orillas del Paraná.
— ¡Él es el culpable! — gritó la gorda diva.
Los agentes, sobresaltados, salieron disparados cual resortes tras el pintor, al tiempo que ella volvió sobre sus pasos, hacia el interior del museo.
¿Por qué fue arrojado al vacío el pobre anciano solitario? Esa era la pregunta que daba vueltas en la cabeza de Luisa, y se disponía a averiguar la respuesta.
Quien lo haya hecho desde luego me ha hecho un gran favor, pensó. Ella es la viuda, y por lo tanto, la única beneficiaria de la suculenta póliza del seguro de vida del emperador del aceite, don Arturo Sanguinetti.
¡Tantas veces había planeado deshacerse de él! En dos oportunidades estuvo a punto de conseguirlo: Mientras recorrían el Museo de Bellas Artes y de repente se hallaron solos en el ascensor de servicio, y a punto de apuñalarlo por la espalda se abrió la puerta para dar paso a Jean-Pierre, ese pintorzuelo engreído, que pareció notar lo que iba a suceder, pero con disimulo y elegancia logró dejar clavada una duda en la actriz.
O cuando quiso golpearlo con esa herramienta desconocida para ella, pero pesada como una maza, y el grito repentino de la niña Marisa, su ahijada, la sobresaltó, haciendo que el arma cayera de sus manos. Ahora que lo piensa, también en esa ocasión Jean-Pierre andaba rondando por ahí.
—¡Eureka!— exclamó. Una sospechosa coincidencia venía a echar luz en la maraña de sus pensamientos.
Acaso había dado con el culpable, al que había acusado sólo para encontrar una manera de zafar de los tontos agentes. Pero, ¿por qué lo habría hecho?
Mientras tanto, en la comisaría, Jean-Pierre mascullaba su bronca. La bruja se había dado cuenta, ya no podría enamorarla para, luego del casamiento, compartir con ella la fortuna dejada por Arturo.

Sobre el autor: Fernando Andrés Puga

domingo, 1 de diciembre de 2013

La última conquista de la Xiuhcóatl - Jesús Ademir Morales Rojas


Antes de organizar su expedición en busca de Aztlán, Moctezuma tuvo un sueño en el que enviaba a Tlacaélel a apoyar con hordas de guerreros al gran dios Huitzilopochtli, en su lucha por conquistar la morada de Coyolxauhqui .
Y así, los Caballeros Águila y los Caballeros Tigre entraron en la colosal estatua del dios a través de sus fauces monstruosas. Poco después, Tlacaélel ordenó a los chamanes que despertaran a las tonas de los guerreros haciéndoles aspirar el copal sagrado.
Ellos comenzaron a estremecerse febriles, pero sin soltar sus rodelas y espadas de obsidiana. Pronto la Xiuhcóatl cruzaba el firmamento y arribaba a la morada de Coyolxauhqui, la dueña de las noches.
Tlacaélel y sus mexicas llegaron a ese mundo frío y lleno de polvo, justo en el momento en el que el gran dios Huiztilopochtli iba a ser sacrificado por los Cuatrocientos Surianos y su hermana, Coyolhauxqui, la señora de la Luna.
Cuando el dios colibrí estaba a punto de ser devorado por el pavoroso Tochtli, Tlacaélel dio la orden y los mexicas comenzaron la batalla. Pronto los hombres luminosos fueron abatidos por la ferocidad de esos guerreros llegados del Anáhuac, el cual brillaba azul en el firmamento.
Cuando Coyolhauxqui quiso escapar en el gigantesco Tochtli, Huitzilopochtli arrojó su serpiente de fuego sobre la bestia. Tanto la diosa como el inmenso conejo estallaron en llamas y se hundieron en aquel terreno gris metálico.
Tlacaélel y los mexicas vencedores se postraron ante el dios colibrí, el cual les auguró dicha y gloria, aunque solo de manera efímera. Los aztecas retornaron al Anáhuac en las fauces de la Xiuhcóatl y Huitzilopochtli a los divinos ámbitos del Sol, más allá de los jardines eternos del Tlalocan.
En la luna, tras esta batalla, se formó un cráter con la forma de un conejo inmenso (al descomponerse los cuerpos de los vencidos), mismo que Moctezuma contemplaba- entre escalofríos y presentimientos- sobre la Pirámide del Sol, en cada peregrinaje que hacía a la vacía Ciudad de los Dioses, Teotihuacan.

En una pescadería allá lejos – Héctor Ranea


Terminé pidiéndole sin miramientos: ¡Pues Nazca! Es que estaba indeciso. Insistí con las mismas palabras. Pero nada. Tanto insistí que parecía un tango posmoderno. Repetía y a la vez tenía la sensación de estar enredado, demasiado enredado en esa malla de locura y terquedad, pero a la vez de misantropía y nostalgia. Nostalgia por los barrios que no he pisado y que tal vez nunca podrán existir más que en mi recuerdo.
Nazca y Beiró, o por ahí. De esa zona de Buenos Aires es el cuento de un pescadero que vendía peces en tan mal estado que nadaban cojos. Era una esquina asquerosa de tranvías moribundos, pasos a nivel abandonados, semáforos angustiados y poetas que buscaban la entrada al inframundo que había logrado encontrar Adán Buenosayres en otro lado. Decían que lo buscaban ahí porque tenían la certeza de que el olor era del Demonio, pero era el pescadero. O mejor, sus peces cojos. Un día de verano, en que los peces habían salido a matear con los transeúntes desprevenidos, ahí en Beiró no me acuerdo cómo se los llama, el pescadero decidió colgarse de un anzuelo de cocodrilo y pataleó como tres horas, pobrecito, porque los anzuelos esos son complicados y los bomberos no pudieron sacárselo sin alguna cirugía que mejor no cuento. A todo esto, un escritor joven para aquella época, ahora llegaría a los noventa si no calculo mal el paso del tiempo, se preocupó de ponerlo en su diario. Como el pescadero había envuelto a sus peces en papel de diario, le había usado algunas páginas al poeta que, claramente, no lo amaba. Le había vendido sus años de juventud, cuatro poemas de amor que después vio hechos canciones en el programa de la televisión y una idea para serie de tele que vio en Hollywood sobre un vaquero que tomaba soda. Imagínate. El poeta trinaba y no como un pajarito. Encima, muerto el pescadero no se terminó la rabia. Los pescados habían armado una que no te cuento con los trolebuses porque no sabían cómo ir al mercado, nada. Fue un poco de descontrol, pero por suerte los vecinos de Beiró los acomodaron en casas de familias muy honradas que no los vendieron ni nada. Así que sí. Me trae lindos recuerdos que Nazca. ¡Pues Nazca, Nazca pues!

Sobre el autor:  Héctor Ranea

viernes, 29 de noviembre de 2013

La fiesta - Nélida Magdalena González


Los duendes bailan en el bosque. La espera se hace larga. Todo fue preparado para ella la reina de reinas.
Ella llega de la mano del caballero. Ellos danzan la danza dispuesta para la ocasión rodeada de flores y perfumes que engalanan su vestido de telas sedosas. Julia, la soberana del lugar, es la mujer más dulce que ellos conocen y adoran.
El astro luminoso se esconde en el horizonte y aparece la diosa de los enamorados. La Luna blanca, muy grande, esparce una cortina de luz sobre los festejantes; los árboles dejan filtrar a través de sus ramas sus luminosos rayos que caen como hilos de plata.
El jolgorio se extiende, los animales que habitan el lugar se suman a él. Cada uno de ellos expone para la dama lo mejor que la naturaleza les dio.
El cabello de Julia se desparrama sobre sus hombros como una cascada de oro. Las luciérnagas se colocan sobre ellos, se encienden fosforescentes y los irradian con su luz. Una leve brisa trae aromas de flores y frutos autóctonos; la reina recoge el perfume y lo esparce sobre su piel delicada.
Dos duendes traen jarras con vino dulce, beben hasta el amanecer. Apresurados recogen pétalos de orquídeas y forman con ellos una alfombra. La reina la recorre descalza, antes que el sol los sorprenda y les promete regresar para la próxima primavera.


Acerca de la autora:  Nélida Magdalena González de Tapia

Problemas técnicos - Héctor García


 —Buenos días.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?
—Mire, hace un mes compré esta unidad para el aseo del hogar y ahora resulta que no está funcionando bien.
—Ajá. Déjeme ver… ¿Qué le ocurre, puntualmente?
—Luego de comenzada cualquier tarea, el equipo se queda tildado por completo durante unos minutos. Después vuelve a empezar, y a parar, y así sucesivamente. He observado que no ventila bien y que la temperatura se eleva demasiado.
—¿Ha tenido los recaudos necesarios?
—¿A qué se refiere?
—A seguir las instrucciones del manual en cuanto a mantenimiento y precauciones.
—La verdad es que ando escaso de tiempo y se me ha complicado para seguir al pie de la letra las indicaciones de fábrica.
—Entonces hemos encontrado una posible explicación al problema. Discúlpeme que se lo diga de esta manera, pero es natural que la unidad termine en estas condiciones si no se cumple adecuadamente con el protocolo de cuidado. No me entra en el gabinete cómo hoy en día una computadora puede ser tan irresponsable.
—Lo entiendo y asumo la responsabilidad. Supongo que la garantía no cubrirá nada. Lo único que deseo es tener a este humano funcionando de nuevo como corresponde.
—Bien, pero no va a ser sencillo.
—¿Tiene alguna idea de qué pasa?
—Parece que tiene un virus. Por los síntomas que me describió, debe tratarse de alguna variedad de influenza. Puedo usar un antivirus, aunque tomará un par de días.
—No puedo esperar tanto...
—Entonces tendré que formatear. Pero sale más caro.

El autor: Héctor García

Stormy weather – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


La tormenta estaba sobre Grego, y al muchacho no le hacía una pizca de gracia tener que soportar un diluvio de agua hirviendo. Si bien los equipos de la nave han sido diseñados para soportar altas temperaturas, reflexionó, no creo que pueda sobrevivir a una inundación de esas características. Pero si en verdad se trata de una tormenta debería oír los truenos, ¿no es cierto? En ese caso tendré tiempo para alcanzar la cima de la colina.
—Imposible —dijo una voz turbia y taimada sonando dentro de su cabeza—, como está cerca de los mil grados, el agua es gas a presión.
¡Maldición!, pensó Grego. Cuando la montaña se desmorone impactada por un meteorito, los instrumentos colpsarán y la nave saldrá disparada hacia el infinito por efecto de la fisión nuclear; todo el planeta estallará en nanopartículas y quedaré envuelto por una nube de metales, azufre, polvo celestial y partículas iridiscentes. Viajaré a la velocidad de la luz, me fagocitará un agujero negro y será mi fin.
Sintió que cesaba todo movimiento. Abrió los ojos. Estaba en la cima de la montaña rusa.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

miércoles, 27 de noviembre de 2013

El espacio interior - Ada Inés Lerner


Cuando Juan regresa, tras haber estado sometido a las condiciones de microgravedad y a la radiación del espacio, suele volver muy débil.
Pero nada se pierde porque nada puede existir sin su doble, por eso la información que se almacena en las células queda en el ángel de la guarda y los dobles de los astronautas están en algún lugar del mundo. Si esos dobles se encontraran, alguna vez por casualidad frente a la Torre Eiffel no se reconocerían, porque encerrados en sus paradigmas verían lo que quieren ver.
Juan vive con su cuerpo sus sentimientos y en otro tiempo su doble vive con otro cuerpo otros sentimientos.
Esto puede convertirse en un juego mortal. Juan pasó por esta experiencia metafísica atravesando miedos.
Pasaba por la Strassenbauer cuando ve sentado en una mesita, en un pequeño bar, a un sujeto parecido a él. Demasiado parecido. Pensó que era un engañoso reflejo y se volvió. El hombre seguía sentado en el lugar y aunque iba de camisa verde, traje marrón claro, zapatos al tono, era evidente que el parecido era asombroso. Se detuvo y lo enfrentó pero el otro siguió conversando con su vecino de mesa sin prestarle atención. Juan se sintió ridículo y se alejó muy intrigado. Como se dirigía a la universidad buscó en la biblioteca a Frau Kreimer quien comenzó a explicarle sobre el desdoblamiento del tiempo.
Más que confundido se dirigió a una iglesia pero el sacerdote le aconsejó conectarse a sí mismo y perdonarse el pecado original. Juan se quedó intrigado frente al altar y le preguntó al Señor, pero ya sabemos que en ciertos momentos el silencio de Dios puede ser agobiante.
El chaleco de fuerza suele dejarlos débiles y exasperados pero le dio cierta seguridad: nada más podía sorprenderlo. Y no es poca cosa para quien regresa del espacio interior.

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

La cruz gamada - María Ester Correa Dutari


Le habían dicho que allí encontraría la paz, que estaría a salvo. El sitio: el gran Hotel Viena en Laguna Mar Chiquita. Un lugar de bosques vírgenes, frente a una laguna de cuenca cerrada y avistaje de pájaros
Mete la mano en el gabán. Toca el objeto que es su salvoconducto. Águilas imperiales en mármol, y la insignia en el frontispicio. Hombre alto, peinado a la gomina, pelo cruzado sobre su frente, barbilla, grande, ojos negros profundos. Bigotes estilo germánico. Lleva un maletín de cuero negro. Escapa de la guerra y de una segunda muerte. Germanófilos hay en todos los sitios.
La noche y la bruma tornan el lugar en lúgubre. La tormenta arrecia. El rostro surcado por gruesas líneas de agua salada. Sube los escalones, y golpea el portal.
—¡La contraseña! —gritan desde dentro, en alemán. Por la mirilla muestra el símbolo de las SS.
Al abrir la puerta todo le es extraño. Objetos que en su vida no existen. Pantallas que emiten luces, muestran personas. Sonidos estridentes escapan de esas cajas. Los adornos futuristas, algo ha visto en las distintas ferias en Hamburgo. Camina. En la cocina el almanaque, diciembre 1974. Sorprendido y asustado aprieta su tesoro. Claves, y resultados de experimentos genéticos. Nadie lo recibe, extrañado se da cuenta que ha viajado a través el tiempo, desde 1945. —Otra oportunidad —murmura. Sonríe cínico. Se detiene, recuerda. La hoguera, el pacto, el arma, el tiro de muerte, Eva, los soldados, la mañana, la sangre, los despojos humanos por doquier, las bombas, Berlín sitiada….los rusos, los americanos, los soldados en la madrugada lluviosa haciendo el pozo en el fango, tapando con cal los cadáveres…
Abrumado, toma asiento. Emprolija papeles, los mira fijo y se frota las manos satisfecho, allí están…. Disfruta y descansa. Las huellas del pasado están en su cuerpo. Parecen cien años, o más. Los espejos del comedor reflejan un hombre de sólo cincuenta. Oye pasos. Tras de sí aparecen los que ya no están. Mutantes que se desarman y emanan olor fétido.
—¡El oro, queremos el oro! —reclama uno de ellos que luce un raído uniforme del Reich del que salen gusanos y alimañas.
—¿Qué oro?
—Ya sabe, el de la guerra. También queremos los informes que dan la juventud eterna. —A medida que habla caen brazos, manos, dientes. Los otros deambulan por las habitaciones desordenando el mobiliario.
—¡Jamás entregaré lo que piden! —Se aferra al futuro y el de las generaciones de nazis por venir. El sueño de lo eterno y la pureza de la raza no será objeto de mercadeo.
Forcejea. Saca la cruz gamada que esconde bajo el abrigo, la dirige hacia la luz, abre una pared cristalina. Escapa, corre por el parque. Se acerca a la humarada.
El cielo sangra, jadea, el lodo hace imposible la marcha. Resbala, se incorpora. A punto están de atraparlo, abre la maleta, el viento helado se lleva las hojas que contienen los secretos.
Se acercan. Los tiene encima, babosos, malolientes.
Divisa los soldados encargados de rociar su cuerpo. Remueven los cuerpos. Desaparece en las cenizas que han quedado como rastros del suicidio.

Acerca de la autora:

lunes, 25 de noviembre de 2013

Nunca hicimos – Lucila Adela Guzmán


—¿Podrían ustedes decirnos en qué nos hemos equivocado? Hicimos todo lo necesario para lograr el éxito, anotamos las fechas de ovulación, nos hemos hecho todos los controles y seguimos todo el tratamiento hormonal al pie de la letra. La substancia ha sido minuciosamente manipulada, traída especialmente desde el planeta YY 540. La leche vital fue teletransportada siguiendo las más rigurosas normas de mantenimiento y almacenaje. Fue inoculada en nosotras frente a la mirada esperanzada de toda la humanidad, y nada...
—Tranquilícese... una comisión investigadora estudiará en profundidad los pasos a seguir —dijo el hombre proyectado sobre una pared de aire.
—¡Queremos ya una respuesta! Nos queda poco tiempo... nuestro planeta, la Tierra quedará, según los cálculos, vacío para el año 2594, es imperioso lograr la continuidad de nuestra especie. Necesitamos engendrar hombres que traigan consigo la capacidad de ser fértiles. La organización mundial de la salud nos ha notificado que la medida de abolir los primitivos celulares ha sido tomada demasiado tarde, nuestros hombres nacieron estériles y por alguna inexplicable razón no podemos reestructurar el ADN. Así es que esperamos una rápida respuesta de parte de sus investigadores.
—¿Sabía usted que los habitantes de YY 540 siguen utilizando aquellas prácticas obsoletas de procreación? Quizás si... —titubeó el ministro de planificación poblacional junto a su holograma
La mujer se ruborizó pero se animó a entender la causa del fracaso, el gran error... Ninguna de ellas había pensado en utilizar otro método que no fuese el establecido por el ministerio de salud pública y hacía siglos que la mujer no usaba al hombre para conseguir placer... en el planeta Tierra ya no se practicaba aquel antiguo método y la realidad es que nadie recordaba... como hacer el amor.

Acerca de la autora:
Lucila Adela Guzmán

Hojarasca - Laura Olivera


Nada más estéril que enredarse en conjeturas sobre el pasado; el que se interna en ese laberinto de preguntas sin respuesta pierde el tiempo y además está condenado a no salir jamás. ¿Qué hubiera sido de mi vida si en lugar de esto hubiese hecho aquello? ¿Y si hubiese tomado aquel camino en vez de este? Qué inútil, qué estúpido es mirar atrás con remordimiento. No lo hice nunca y no voy a hacerlo ahora; solo me arrepiento de no haber visto nunca el mar.
Entre mis recuerdos, más que nada veo caras: las caras que fueron pasando. La primera, naturalmente, es la de mi vieja: mamá joven y hermosa, los ojos negros, el eterno rodete sobre la nuca. Todavía puedo cerrar los ojos y dejarme envolver por el olor a primavera que tenía mamá. Puedo oírla incluso, hablando en susurros, con su ritmo pausado y modos tan suaves que podría haber acabado con todas las guerras del mundo. El día en que murió me sentí más solo que nunca y algo de esa soledad se quedó conmigo para siempre.
Después está la cara del loco Artuzzi, con esa nariz de pájaro tropical que toda la vida se empeñó en ocultar a la sombra de una gorra con visera. Recuerdo que en el velorio del loco la hermana se peleó con el funebrero porque no admitía que lo hubiesen expuesto en el cajón sin su gorra. Decía, me acuerdo, que el hermano se hubiese vuelto a morir si se veía así, con la nariz expuesta a la mirada morbosa de todos. Fue mi amigo del alma, el hermano que no tuve, y aquel día en el velorio me volvió ese dolor a medias físico, un vacío en el pecho que no puede ser otra cosa que la más irremediable soledad.
La cara de mi viejo aparece también, pero más difusa, y se me ocurre que quizá todavía esté vivo, vaya uno a saber. Alguien me dijo alguna vez que crecer sin padre lo hace a uno más débil, o más fuerte, no me acuerdo. A mí no me hizo nada, así que hace ya tiempo le perdoné la fuga.
La última cara, por supuesto, es la de Lucía, la única mujer que amé. Era una cara redonda y hermosa, con ojos verdes, con labios finos, con pecas hasta el cuello. La primera vez que la vi, el instante preciso en que me enamoré de ella, tenía un vestido azul que la hacía parecer madura, aunque no pasaba los veinte años. Trabajamos en el mismo piso durante diez años y jamás encontré el coraje para acercarme a hablarle porque ¿qué puede uno decirle a un ángel? No. No hubiera sabido cómo hablarle. De modo que a Lucía la amé de lejos y me pasé los años mirándola en secreto y tramando sueños. Imaginaba que Lucía me quería y que vivía conmigo y que teníamos hijos y que éramos felices. Un día se fue y no la vi más, y tiempo después supe que se había casado. Recuerdo que me alegró saber que quizá Lucía hubiese cumplido la mitad de mi sueño. Todavía me pregunto si alguna vez supo mi nombre.
Lo cierto es que me enorgullece haber tenido un amigo como el loco Artuzzi, una madre como la vieja y una mujer como Lucía.
En cuanto a mí, estoy satisfecho con el hombre que fui; habré tenido mis errores pero todo lo abordé con intenciones nobles. Lamento no haberme hecho el tiempo para creer en Dios. Ahora, porque sé que me estoy muriendo, me gustaría creer que existe. De todas formas lo voy a saber muy pronto y la noción de estar a punto de cruzar el umbral me hace arder la sangre y además me dan ganas de llorar porque, carajo, la vida es linda. O, al menos por un tiempo, fue linda. No es fácil ser un croto. Es otra forma de vivir en la que, contrariamente a lo que pueda pensarse, el hambre es lo de menos; yo dejé de sentir las tripas hace años. Lo curioso, lo nuevo, lo extraño, es ser ignorado. Porque al cabo de un tiempo uno empieza a dudar de su propia existencia. Yo concluí que ser croto es ser un fantasma, un espíritu perdido vagando entre la gente de ciudad. Los cientos de hombres y mujeres que a diario me ignoran siguen haciendo sus vidas: aman, ríen, lloran, mueren. Y los pájaros siguen cantando, y las luces se encienden y se apagan, y las hojas caen y vuelven a crecer. El mundo sigue girando y uno es un croto.
Hace ya diez días que decidí dejarme morir. Aquí, ¿dónde más? Me dejé caer aquí, en la plaza que fue mi hogar durante tantos años, y ahora espero. Sin prisa, pues el tiempo sobra cuando de morir se trata. Solo que empieza a cubrirme la hojarasca y las ramitas me hacen cosquillas pero ya no puedo moverme. Hay niños jugando muy cerca, madres conversando en los bancos, viejitos que arrojan migas a las palomas. Lo sé porque los he visto, aunque ellos nunca me vieron, no realmente, porque soy invisible, soy nadie, soy nada.
Aquí voy, ya la siento cerca. Las hojas revolotean en círculo sobre mi cuerpo inerte, pues se ha levantado un viento fresco que tiene olor a final.


La nave surca el mar – Héctor Ranea


—¡Rayos y centellas! —gritó Michael Sandokan a bordo de la “Tetas Ardientes” al ver que la nube mammatus le había escondido la visión en el horizonte de la tsunami.
Era la ola más exagerada que hubiera visto –y había visto tantas– y viajaba tan rápido que tuvo que pedirle a sus compañeros que se esforzaran al máximo para virar hasta enfrentar de pura proa a esa pared de veinte metros de altura (el doble de su mástil).
—Espero que no me falle el motor, maldito uranio empobrecido —gritó en medio del viraje y sin saber por qué, al tiempo que veía que la mammatus hacía su trabajo generando, en su evolución compleja, una enorme proyección cónica.
—Me caigo y me levanto; si encima tengo que sortear el tornado me hago pis acá mismo.
La nave tomó la enorme ola de manera elegante, con agilidad y sin sobresaltos. La navegó como un mar empinado y cruzó la abrupta cresta encontrando que la siguiente ola estaba lejos como para presentar demasiada caída en la cara trasera. Habría que pasar la próxima.
—¡Derecho avanti! ¡A toda máquina! —gritó sin necesidad. Sus compañeros comprendían la situación perfectamente y, sin decir ni agua va, prestaron toda la atención a la situación de los motores. La “Tetas Ardientes” ronroneaba sin fatiga. Pero en la cobertura nubosa el tornado era inminente. Por un golpe de fortuna, sin embargo, éste se dirigió a babor del barquito y no lo afectó, es más, al poco rato, una vez superada la segunda cresta del tsunami, llovieron buenos peces, la mayoría de ellos con poca radiactividad, la suficiente como para dejarlos libres de piojos. El problema era el faltante de uranio empobrecido para la propulsión, claro.
Michael Sandokan llevo la nave hasta el puerto pero no entró en la bahía. Los barcos robots tenían todo controlado y no dejaban traspasar cierto límite, pero permitían el comercio. Hecho el pedido de uranio empobrecido para sus turbinas, Sandokan miró a su alrededor. De la isla quedaba poco: afloraba un par de centenares de metros el otrora orgulloso volcán tantas veces retratado por el gran Hokusai. Lo demás eran islotes artificiales. Entregó la carga de peces a cambio de su combustible. Esta vez le salió barato, gracias al tornado. Contento con el tráfico realizado, puso proa a la isla de California.
Cuando tuvo todo bajo control, dio las últimas instrucciones a sus androides compañeros, cenó un pescado apenas macerado en un contenedor de aceite, luego encendió un cigarro cubano, se sirvió un sake fluorescente de medusa y entornó los ojos dirigiéndolos hacia el infinito.
—Mientras tenga para hacer negocios, que me la manden todas como las de esta tarde. ¡Sí señor! Puedo ser optimista esta temporada.


El Autor: Héctor Ranea

sábado, 23 de noviembre de 2013

El miedo del Señor Lagunsa - Cristian Cano


Salgo afuera porque no aguanto más el encierro. Las llaves me parecen cuerpos extraños, como maquinas frías y ajenas. Les tengo miedo. Cierro y las olvido en un bolsillo de la campera. Decido ir a lo de un amigo y a la mitad del trayecto me doy cuenta de que no es más mi amigo; si lo fue, hoy quedan los restos. Freno para prender un Benson y hago como que me olvido algo metiendo las manos en los bolsillos. Pego media vuelta. Sé que los intereses ya no son los mismos: hay vestigios de oscuridad y no le encuentro asidero a la incongruencia. Termino metido en un café o en alguna librería. Después de hablar con la empleada cuestiono qué clase de persona escribe un libro junto a una desconocida. En primera instancia es confuso y hasta parece una hazaña literaria, pero no lo es. Es algo más. Es un desafío disfrazado. Pongo los puchos y el llavero sobre la mesa como si fuesen un trofeo: el recuerdo constante de la derrota del miedo. El mundo irreal que te devora. Los dos cuerpos extraños, las dos piernas del monstruo.


Acerca del autor:  Cristian Cano

Dama negra - Fernando Andrés Puga


Estaba yo sentado en el banco de la plaza, enfrascado en la lectura del último libro de mi poeta favorito, cuando me distrajeron unos pasos apenas perceptibles a mis espaldas.
Me volví y nadie. A estas horas, cuando el sol cae y comienza a refrescar, la plaza suele estar deshabitada, y hoy no era la excepción. Sólo yo, demorado en la lectura, y una silueta a lo lejos. Algo intrigado, continué con el poema que tenía entre manos:

No fue la pereza de las gotas,
ni las agujas en las plantas de los pies.
No la rotunda ausencia de luz,
ni las sonoras pisadas.
No fue el reflejo de la angustia en las vidrieras,
ni el neón tartamudo del kiosco de la esquina.
No el chiflete entre las articulaciones de los huesos cansados.
No el silbar de ruedas en la noche.
No.
Descubrí sus intenciones recién cuando la tuve frente a mí.
Tarde.
Ninguna artimaña podrá librarme de su abrazo.

Levanté la vista y allí estaba. Negra y con un brillo seco en los ojos. Me tendió la mano y dijo con dulzura:
—Vamos, Fernando. Ya es la hora.
Como humilde peón, seguí sus pasos.

Acerca del autor:
Fernando Puga

jueves, 21 de noviembre de 2013

ELEctrizante carrera de caballo y torre (microcuento de ajedrez) - Héctor Ugalde


El caballo juguetón tenía ganas de correr, por lo que retó a la torre a una carrera hasta el final del tablero.
Soltando una carcajada, la torre aceptó dándole al caballo la ventaja de comenzar primero una carrera que creía ganada fácilmente.
Así que el caballo comenzó tomando impulso y dando un salto ELE...vado.
La torre vio el esfuerzo del caballo que a duras penas lo llevó un par de casillas más adelante y sabiendo que podía llegar de un solo movimiento a la meta, se sonrió y solamente dio un paso adelante.
El caballo entonces, hizo una cabriola ELE...mental.
La torre ya se estaba aburriendo de esta tonta carrera, y bostezando dio otro pasito imitando al peón.
En respuesta, el caballo relinchó alegremente dando un brinco ELE...gante.
Distraída en sus propios pensamientos, la torre ya no estaba al tanto de la carrera, soñando en la gloria de ser la gran y única campeona en carreras de ajedrez de todo el mundo, caminó tranquilamente otro paso.
El vivaracho equino terminó con una pirueta bien ELE...gida, y llegó a la meta.
La torre se quedó con la boca abierta. No podía creer que el caballo, con aquellos pequeños y zigzagueantes brinquitos le hubieran ganado a ella, una torre, de extrema y directa velocidad.
¡No te preocupes! Yo sé que no soy un caballo de carreras. Soy un caballo de brincos, saltos, giros y piruetas, es decir que soy un caballo de ajedrez.

Acerca del autor: 

Moscas - Héctor García


Ismael A. Hopkins, el antropólogo más controvertido de los últimos tiempos, estudió durante años la relación histórica entre el hombre y la mosca. Producto de sus esfuerzos podemos citar dos obras colosales: por un lado, su tratado de once volúmenes Sobre la influencia de las moscas en la vida social y espiritual del Homo Sapiens y sus ancestros, donde describe de qué modo este insecto inspiró verdaderos sistemas culturales y religiosos, que en muchos casos sentaron las bases de algunas de las civilizaciones más poderosas de la Edad Antigua; y por otro lado, el libro de divulgación Las moscas del Señor, un intento de giro copernicano lleno de ejemplos que buscan demostrar, de manera contundente, que estos dípteros son en realidad nobles y dignos del más acérrimo respeto.
Cada uno de los tomos de "Sobre la influencia...", fruto de una investigación meticulosa y de un trabajo científico impecable, se encuentra impregnado de incontables datos reveladores. Allí mismo se habla del culto a Baal-Zebub, el Señor de las Moscas, muy difundido entre ciertos pueblos de Asia Menor y del norte África. Los adeptos se reunían y danzaban alrededor de ciclópeos ídolos de arcilla, imitando el revoloteo de la mosca en torno a un cadáver, para reforzar vínculos con el plano inmaterial de sus existencias, ya que veían en la aglomeración de estas criaturas la manifestación incorpórea o los remanentes del alma de lo que alguna vez fue un ser vivo.
Si deseamos indagar más profundamente en el origen de este tipo de costumbres, debemos remontarnos a los albores de la humanidad. Hopkins, tenaz defensor de la hipótesis de que fue el Homo Habilis el primer primate en desarrollar el sentido de lo espiritual, encontró evidencia de que algunos de estos homínidos veneraron a la mosca como deidad relacionada con la Vida, al notar el surgimiento de larvas sobre diversos tipos de materia orgánica en descomposición, anticipándose en varios miles de años a la aparición de la teoría de la generación espontánea. Pero también existen indicios de que, simultáneamente, otras tribus asociaron a este insecto con la mismísima Muerte: el conjunto de moscas que rodea a un cuerpo inerte y putrefacto trabaja en él para llevar el alma al Más Allá.
"Vemos que el hombre consideró a la mosca, entre muchas otras cosas, como su primer Dios de la Muerte y como su primer Dios de la Vida. Dos aspectos de la Naturaleza tan antagónicos proyectados sobre un único objeto de culto; ¿no es esto prueba suficiente de la importancia que han tenido estas criaturas en la historia de la humanidad? ¿No resulta por lo menos execrable, entonces, que el género humano, haciendo caso omiso de estos hechos, haya terminado vilipendiando y persiguiendo por tanto tiempo a tan ilustre especie?", escribiría posteriormente el destacado investigador en Las moscas...
Sin embargo, todos saben que su ardua tarea no fue bien recibida en el ámbito científico mundial. Famoso es el altercado que protagonizó en el Séptimo Simposio Internacional de Especies Extintas. "Vamos, amigo, tanta espiritualidad no borra ni justifica la masacre que exterminó a los humanos hace tres siglos. Sólo ha conseguido dejar en claro que las moscas, además de ser bichos desagradables, son de lo más vengativos", le espetó un colega odonato en medio de una acalorada discusión. Hopkins, molesto por el improperio, zumbó dos o tres injurias y voló raudo en busca de algo dulce con que entretener sus velludos palpos maxilares.

Acerca del autor:
Héctor García

martes, 19 de noviembre de 2013

El viento sopla cosas extrañas - Héctor Ranea


Como siempre que sopla el viento norte, las cosas se ponen raras en el pueblo. Los viejos se vuelven locos por las mujeres más jóvenes, las botellas de cerveza parece que se gastan solas, las polleras de las mujeres se pliegan para arriba. En suma: un desorden. Encima, en el patio de casa aparecen pájaros raros, traídos de quién sabe dónde, del norte, claro.
Una vez cayó un pajarraco bien zancudo, con el pico largo, el cuerpo con plumas negras, bastante golpeado porque debe de haber volado a los tumbos. El primero en verlo fue mi hermana, pero apenas la bestia bípeda empezó a graznar, tiramos la filmadora y nos guarecimos en el refugio para bombas hasta que se fuera.
Hoy, uno de los primeros días de viento fuerte, apareció un pájaro aún más raro. Ni idea de dónde pudo venir. Primera vez que veo un pájaro con brazos y piernas como de los nuestros, pero con alas, aunque bastante hechas pelota, por cierto. Y puteando como el verdulero de la esquina cuando encuentra media docena de naranjas picadas. Sus alas eran raras, multicolores, llenas de brillos, luces, sedosas.
Un aura que emanaba de la cabeza del pájaro me sonaba parecido a algunas pinturas que habíamos visto en el refugio. Como mi hermana no está más, me acerqué solo al pajarraco, le apunté con la pistola que nos había dado mi padre y, justo cuando le iba a dar un buen tiro, se da vuelta, me ve y me dice, airado:
—¡Bajá la pistola, piba! ¿Nunca viste un paracaidista?


Acerca del autor:  Héctor Ranea

La revolución cuasihípica – Daniel Alcoba


En las bodegas del carguero acqua- photonic Al aslakus, y en los tres furgones de arrastre, además de las aeromotos, las piezas de artillería, los fusiles de asalto, los misiles, las cajas de explosivos y los ejemplares del Corán trilingüe (árabe, quechua y castellano), viajaban cuatrocientas noventa cuasiecas árabes y siete sementales de diversos pelajes, que procedían de las caballerizas del instituto Yafar al-Mawkibun , que eran todos los animales que habían podido salvar del avance de las tropas de la OTAN hacia el sur, hacia las fuentes del Nilo, al final de la III Guerra de El Cairo, y medio millón de embriones congelados, que procedían de una cabaña de cría de Damasco.
Los cuasiecos, una especie transgénica que Zan el-Din y Yafar al-Mawkibun consiguieron insertando en células madres de caballo árabe, genes de dromedarios, jirafas de Nigeria y aún otros animales que sólo ellos y el Todopoderoso sabrán.
Son capaces de beber agua de mar con buen provecho, porque están dotados de un órgano desalinizador, y también se pueden alimentar tanto de pura celulosa; verbigracia: tres paquetes o resmas de quinientas DINA 4 por día y animal, más una pastilla de complementos lipoproteícos vitamínicos–. Pero también comen trapos viejos, siempre que se trate de fibras vegetales, madera sin pintar, pescado, mariscos y verduras de cualquier clase, con la excepción de las coles, que digieren muy mal con meteorismos intestinales profusos, en ciertos casos borrascosos.
Zan el Din, padre de la bioingeniería militar muyaidín y Yafar, más lírico que su maestro, crearon, antes que un arma de guerra, la cabalgadura que siempre habían soñado los beduinos que fueran sus antepasados: más veloz en la marcha, el trote, el galope que los caballos de carrera a causa de los remos más largos y poderosos, resistente a la sed y al sol de desierto, pero también al frío y a la humedad extrema. Capaz de beber agua salada y reciclarla en dulce como una pequeña planta potabilizadora viviente, gracias a un órgano específico llamado nadhun . La especie era también apta para almacenar grasa como reserva alimenticia contra las hambrunas, en una giba horizontal pareja, estable, muelle como un cojín, que permitía montarlos en pelo sin apenas otras molestias que el ir sentado sobre una especie de brocha gorda colosal y de alambre, que atravesaba el algodón de la chilaba y la tela de los pantalones como si fuese manojo de alfileres.
¿Para qué podían querer los beduinos nuevas cabalgaduras, puesto que ya habían abandonado los dromedarios a los parques temáticos del desierto desde hacia tiempo para traficar con aerofurgones, cargueros solares, grandes cáfilas de eco zepelines?
Los querían para dar largos paseos, competir en las carreras, saltar obstáculos en los concursos saharianos, alturas que los caballos no podían superar, y sobre todo usarlos en las paradas, tanto militares como nupciales; y también por apego ancestral de jinetes recalcitrantes, enviciados con esto de llevar un buen montón de carne entre o debajo de las piernas.
Que los cuasiecos enamoraran tanto –y más aún– a los quechuas del altiplano y de las tierras costeñas, como lo hicieran en primer lugar con los árabes sus diseñadores, y las tribus del desierto arábigo y nordafricano, no es tan misterioso, los quechuas son versátiles. Y además, en principio, la población andina los percibió como llamas o guanacos gigantes. Eso explica las toponimias que cuajaron en los primeros cinco años de cuasiequerías andinas chúcaras: Jhatumpachakkarhuapampa (Pampa de las llamas gigantes) en el emirato del Cuzco, se llamó la primera reserva de cuasiecos en libertad, y largo fue también el nombre de la llanura alta boliviana que vio criar a las primeras cuasiecas bravías de sudamérica en el Emirato de Bolivariyya: Hachatansahuanacupatanakata, largo como tristeza de indio, y hasta japonés parecía.
Quechuas y aymará hablantes no tardarían en coincidir adoptando la palabra “cuasieco”, es decir, la castellanización apocopada del nombre científico latino de la especie: quasi equus dromedarius camelo pardalis formæ .
De ese modo, los lingüistas indios, académicos conservadores donde los haya, que prefieren las palabras kilométricas de raíz aborigen a los neologismos latinizantes, devolvieron a las toponimias la realidad del habla y las reservas ganaron su nombre natural: Cuasiecokunapampa, ya del Cuzco, ya de Bolivariyya. No hay más que esas dos, los cuasiecos restantes del país viven en campos cercados, haras, cuasiequerizas militares, establos y clubes cuasihípicos de las grandes ciudades.

Acerca del autor:
Daniel Alcoba

domingo, 17 de noviembre de 2013

Frente a frente – Héctor Ranea


Quedó frente a frente con el monstruo.
—Vine a comer —dijo el recién llegado.
—En eso estoy, míster —le dijo, tragando saliva.
—Ábrame paso.
Le dejó un lugar cercano a él a la mesa. El resto de la gente del restorán había ido en dirección a Villadiego.
—No le quedó mucho, para serle franco. Hace un segundo no sabe lo que era esto. ¿Qué le hubiera apetecido? Podría ver si quedó algo de sopa.
—Francamente, no tengo nada pensado. Puedo comer cualquier cosa —dijo mirándolo con ludibrio, el que cuando llega a comer no hay tutía.
—Puedo ofrecerle algunos snacks —dijo rebuscando en su mente algún alimento adecuado para el monstruo. Pero éste contestó:
—¿Me va a arreglar con papas fritas, maníes, esas cosas?
—Me toma usted por sorpresa. Podríamos salir a cenar si no encuentro guiso. ¿Qué le parece?
—Mmm… ¿Le parece guiso, con esta calor?
—Este calor. No se dice más esta calor.
—¿Me está enseñando hablar castellano? —Para el final de la frase, la entonación era francamente audible como el trueno de un rayo a cien metros.
—Es un hábito, ¿vio? Los docentes tenemos eso. Cálmese, que aún podemos hacer una buena comida juntos. ¡Vamos a la heladera, acompáñeme!
Con recelo, lo acompañó. Sus experiencias en una cocina eran cualquier cosa, menos agradables. Habían intentado clavarle cuchillos, cortarle con hachas, incluso encerrarlo en las conservadoras. De todas había salido gracias a su fuerza descomunal.
—Pero antes, déjeme que ponga un poco de música. ¿Le gusta Bach? Creo que el dueño tiene las Suites para cello por Pierre Fournier. Le va a encantar. Es como si las cuerdas fueran de seda antigua, destilan profundidad, como cantadas por la garganta de un dios antiguo. Palabra. Usted busque en aquel anaquel, yo me quedo en este.
Ganas de salir corriendo no le faltaban, pero iba a ser inútil.
Entró en la cocina mientras el otro revolvía con todo el cuidado posible el exhibidor de discos. En la cocina había, efectivamente, unos cuantos cacharros llenos con comida de la buena. Pocas porciones de cerdo asado con adobo de perejil y ajo caramelizado, un par de pechugas de pato confitado, la pierna de un borrego breseada con buena cantidad de verduras, una olla con bisqué de langosta del Pacífico con ensalada de locos e hinojos, un par de dorados medianos a la parrilla y mucho helado: de coco, de mandarina y mango, de chocolate amargo, de limón con arándanos… probó de éste para tener un último sabor agradable en el gaznate.
El monstruo abrió con violencia la puerta que casi se cayó de los goznes.
—¿Dónde está el vino? —preguntó —Tengo apetito de vino.
En el salón sonaba Bach. La Suite en Sol Mayor.
—Allá tienen el depósito. Esta comida ¿la juntamos toda o seguimos las reglas de cortesía del conde ruso para comerla?
El monstruo dio una ojeada.
—Empecemos por el principio. El bisqué me puede.
Empezaron por el bisqué. No se puede saber si siguieron por orden alfabético o qué, pero lentamente fueron dando cuenta de todo. Él servía porciones proporcionales al tamaño e inversamente proporcionales a las ganas de salir corriendo. Pero al cuarto vaso de Malbec estaba más con ganas de abrazarlo al monstruo, si hubiera podido, que de huir.
No quedó ni helado de frambuesa y menta. Ni una porción de yogur para el curry, el pollo tandoori y las porciones de basmati descomunales que desaparecieron dentro de las fauces del monstruo como Jonás dentro de la ballena.
Se bebió los litros de vino, masticó las piernas de novillo, trituró las achuras de cordero, desmenuzó las heladeras de pescado friéndolos en un santiamén, digirió las langostas antes de llegar a los postres, rumió las escarolas, los purés, las salsas sin pausa, casi sin detenerse a pensar, como si el orden estuviera inscripto en alguna instrucción prenatal.
Mientras, el parroquiano decidió que era hora de pegar el también el camino a Villadiego. Había amanecido hacía rato, de hecho era el segundo día.
Pero al salir, estaba el dueño del mesón, hacha en mano y fusileros del Rey en ristre.
—¿Adónde vas, camarada, sin pagarme un puto peso?
—¿Te salvé el negocio de este ogro y me pagas con esa imbécil ironía?
—¿Y con qué armas me salvaste, seré curioso? —dijo el otro con escarnio en su tono.
—Lo alimenté para que no se alimentara conmigo. Obvio.
—¿Alimentaste? ¿Le diste de comer a esa bestia? ¿Qué carajo has hecho, imbécil? ¡A quién se le ocurre darle de comer al huérfano?
—Con más razón si lo es, ¡coño! No vas a dejar al ángel hambriento. Bendito sea quien me acoja en su casa…
No lo alcanzó a terminar. Al menos no con la cabeza en su lugar, porque el tabernero se la cercenó de un golpe de hacha.
El verdugo se dio vuelta ante los azorados fusileros que no acertaban a entender de dónde les venía el chorro súbito de sangre.
—El imbécil le dio de comer a Pantagruel. Ahora volverá el desgraciado.
Cuando entraron a la cocina, el monstruo se había ido habiéndose llevado consigo todas las morcillas, los quesos y una bolsa de papas.
Había dejado un cheque por una suculenta suma. El mesonero pagó con una pequeña parte de ella el funeral del infortunado parroquiano decapitado. Un entierro parco, se entiende.

Acerca del autor:

Escondite - Laura Olivera


Durante horas me han perseguido sin tregua y ahora, desde mi magistral escondite, puedo observarlos sin miedo: ahí están los tres hombres, cobardemente refugiados bajo sendos paraguas negros, tres figuras espectrales envueltas en una bruma violácea, tramando sin duda una nueva estratagema para atraparme. Sus voces no me llegan pero sé que están recriminándose el fracaso de la pesquisa porque habían pensado que este predio, casi un descampado, sería una ratonera. El más bajo de ellos gesticula con energía, diríase que reprendiendo a los otros dos, que parecen agachar la cabeza, aunque apenas puedo verlos bajo esos enormes paraguas. Creo estar sonriendo. ¡Qué extraordinario ha sido mi escape! Increíble verme a salvo en mi escondite después de haber estado tan cerca de caer en sus garras, cuando uno de ellos, cuyo rostro no llegué a ver, cuyo aliento pútrido me produjo náuseas, cuyas manos me asieron brutalmente por los pelos, arrastrándome unos metros sin soltar el estúpido paraguas y pareció ser el final. Es cierto lo que tantas veces he oído decir: cuando uno cree que está a punto de morir ve imágenes de toda su vida. En un solo y fugaz instante vi la casa de mi infancia, las manos de mi abuela, la matinée de mis años tontos, la cara de Raúl, mi compañero, mi otra mitad, mi único amor, que ahora está perdido, o desaparecido, como dicen. Aún no sé cómo lo hice, de dónde provinieron esas fuerzas demenciales, pero el caso es que luché y me retorcí como un pez encabritado, sentí sus dedos de bestia estrujándome la carne, luego la caída y la punzada de dolor en el vientre, mis piernas batiéndose en el fango hasta verme libre. Logré así burlar al canalla que me persiguió como un imbécil, pisándome los talones pero trastabillando aquí y allá, resbalando en el suelo viscoso hasta perderme. En la tiniebla húmeda corrí como nunca, y cuando ya las piernas flaqueaban me sentí caer en este providencial agujero en la tierra desde donde puedo ver sin ser vista. Me queda esperar a que mis verdugos desistan para salir del hueco y escapar definitivamente. El que parece dar las órdenes hace un gesto y los otros dos lo siguen. ¡Vienen hacia mí! ¿Cómo es posible? ¿Me han descubierto? Sin alternativa, permanezco inmóvil, de cara al cielo, bebiendo un poco de la lluvia que me moja los labios, sin perder la calma que me invade desde que hallé este escondite. De pronto pareciera que ha dejado de llover, pero no tardo en comprobar que no, que en realidad son tres paraguas que me hacen las veces de techo y ahí están ellos, mis perseguidores que, apenas inclinados hacia mí, me miran como a un animal que ha caído en una trampa. Continúo inmóvil, como si quisiera camuflarme en el barro que ya comienza a inundar mi zanja, el escondite que había creído infalible pero que ha fallado. Curiosamente no tengo miedo pero me preparo para defenderme, en guardia, despierta, lista para lo que sea, y sin embargo, no siento la sangre bullir en mis venas, pero entonces ocurre lo inaudito: los tres hombres se miran y se van. ¿Me han perdonado la vida? Aún alerta, intento comprender, pero ya el caudal de barro es una catarata constante, mejor será salir de este escondrijo lo antes posible, pero no puedo. Mis miembros no se mueven, mi cuerpo no responde y ya el barro me cubre la boca cuando, como en un sueño terrible, el cielo se ilumina y le arranca un destello a la hoja del cuchillo hundido en mi vientre. No estoy despierta entonces, pero tampoco estoy dormida; cuánto tiempo habré pasado aquí, haciendo conjeturas bajo la lluvia como si hubiera estado viva. Y entonces me vuelve el recuerdo del hombre que me sostiene por los pelos, sólo que esta vez lo veo arrojar el paraguas a un costado, lo veo alzar el cuchillo y me parece estar gritando otra vez. Le veo la cara, es blanco y feo, me arrastra hasta la zanja y allí me arroja, luego vuelve con sus compañeros de faena para relatar lo ocurrido; lo habrán reprendido sin duda por no capturarme viva. Le doy gracias a Dios por eso, mientras el obstinado barro se desliza sin cesar por las paredes de mi zanja, de mi escondite, de mi anónimo e irremediable sepulcro.


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viernes, 15 de noviembre de 2013

Consecuencias de un terremoto – Héctor Ranea


Tal vez fuera consecuencia del terremoto en Aldwych o de algún factor relacionado con el amor a Ariabella, pero un día Kirlian Josephson se despertó sin poder recordar nada de lo que había leído. No recordaba “De profundis” de su amado Wilde, ni ninguna novela de Joyce, mucho menos algo de Kipling de quien, se decía, nada había leído. Tampoco recordaba los trabajos de la relatividad de Einstein, su pasión en la vejez. Su mente estaba casi en blanco; aclaro, recordaba haberlos leído, pero no qué decían allí o sólo vagamente. Entonces emprendió la tarea de releerlos.
Comenzó, claro, con Homero. Ahí se enteró de la muerte de Héctor, su compadre. Lloró amargamente, como así también, en su momento, la ceguera de Edipo y muchas otras cegueras.
Durante una noche con Ariabella, toco algo de ella que le hizo recordar un libro que había olvidado leer sobre el que retornaría a la mañana siguiente: “Así hablaba Zarathustra” fue leído con dos vasos de agua y tres de whisky.
Pero el tiempo no le alcanzaba. K-J estaba desesperado. Ahí entró en su vida la chance que todos esperamos: una araña providencial.
Era del tipo araña lobo. Fea, ni siquiera veloz, salvo para atrapar moscas. Pero tenía la maravillosa aptitud para transmitir la velocidad de lectura y de escuchar música a alta velocidad. Tan alta que en media tarde, con dos gins y un capuccino, fue capaz de bajar media biblioteca casi sin pestañear.
A la semana del terremoto, Kirlian Josephson recordó todo lo leído durante su vida y la emprendió con otro de sus famosos libros inconclusos: “Citas de famosos e ignotos”. Pero mezcló todo sin perdón ni vergüenza. Por suerte, se sofrenó en la letra C cuando empezó a mentir frases de Confucio.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Todo un caballero - Fernando Andrés Puga


Dulcinea, dañada, se ensueña entre las sábanas sucias. Vendrá, se dice a sí misma. Pronto vendrá el caballero y abrirá la puerta de la limusina y me invitará a subir, dispuesto a arruinar su armadura de piel de camello extendiéndola sobre la bocacalle para que no se estropeen mis tacos de aguja en el charco que deja la lluvia en otoño. Y correrá la silla para que me siente a la mesa en algún coqueto restó a la luz de las velas y me llenará la copa de champagne y elogiará mi figura y la suavidad de la piel de mis manos, mientras saca una cajita del bolsillo del traje y, preguntando en voz baja si quiero casarme con él, la abrirá ante mis ojos y refulgirá el brillante tornasolado que corona el anillo de oro. Después Dulcinea se levanta y camina hacia el baño rengueando. La despabila el espejo rajado y entrevé las marcas oscuras que dejó en su rostro ese otro, no tan caballero, antes de salir sin despedirse por la puerta torcida de este mísero cuarto de hotel, olvidándose incluso de dejar los billetes sobre la descuajeringada mesita de luz.

Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Sin red – Ana Caliyuri


No puedo detenerme, ya es tarde. El pensamiento se hizo palabra hablada. Jack, me miró con ansias. Tal vez codicia la impronta de mi carácter. A orillas de la mar los pájaros hacen sus libres vuelos, él, mi compañero de picada, es amo de su mente; sin embargo se nutre de frío y tinieblas. Es inexorable su aparición, yo lo sé. Le teme al estribillo de los fuertes. No cualquiera asume el desafío de lo indómito. Es más fácil la tregua de quien nunca estuvo en guerra -pienso- mientras dibujo un cielo límpido. Tras el aire, las nubes se empeñan en caer a tierra. Huele el paisaje a tierra mojada, y todos los emisarios se convierten en lluvia. Es necesario abrazar las pupilas de una buena historia para subirse a su lagrimal y vibrar salado. Se acerca Jack, la lentitud con que lo hace habla bien de la consecución del relato. Es necesario destripar el miedo para escribir sin red.

Sobre la autora:

Solos y solas - Eduardo Betas


Hay personas a las que la soledad las resquebraja. Y hay personas a las que vivir con alguien las agrieta, y entonces crujen y hasta, quizás, se desmoronen. Lo que fuere, en ambos casos, esas existencias se van transformando en vidas percudidas.
En las mujeres, por ejemplo, las raíces crecidas del pelo teñido se transforman en metáfora del desarraigo. Ese desarraigo del deseo de ser visto, de ser deseado, del ya fue…
La ropa usada hasta el cansancio es, con seguridad, una alarma encendida…
El gesto atrapado en la costumbre; la costumbre atrapada en la arruga; la arruga que es la gramática de la dejadez; la dejadez que es sinónimo del más cagón de los suicidios, ese suicidio sin gas ni balas, sin muerte al contado pero sí a cuentagotas…
Sólo los ojos permanecen ilesos. Porque los ojos no engordan ni se arrugan. Pero sí se ajan. Se abrillantan como telas demasiado usadas.
La lengua tampoco se arruga y engorda. Pero sí puede convertirse en un trapo viejo. Bandera al viento que hiere al vacío.
La lengua del que está solo es la sed y no el desierto.

Sobre el autor:  Eduardo Betas
Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/