martes, 13 de agosto de 2013

Licores para el camino - Rafael Blanco Vázquez


En realidad no sé si me gustan los hombres o simplemente yacer con ellos, porque luego tampoco es que los aguante mucho.
(Estamos todos locos, decía el narrador de un relato de Carver).

El caso es que yo voy tan tranquila por la calle, veo pasar a un tipo que me gusta y pienso: “Éste para mi coño”. Y le entro y, más tarde o más temprano, me lo meto en el coño.
(Más temprano que tarde, porque soy impaciente y si me hacen esperar no insisto).

También me gusta besarlos. Me gustan todos los licores del hombre.

Soy una chica solitaria. Me gusta follar y decir yacer. No me gusta que me molesten cuando estoy leyendo. Me gusta acostarme sola y pensar que moriré sola. Me gusta estar sola en casa y pensar: “A ver a quién me cepillo hoy”. Y salir y buscar y encontrar y bajarme las bragas y fornicar, otro gran verbo. Creo que lo que más me gusta del mundo es el momento en que me bajo las bragas. Me gusta la emoción que se dibuja en las caras de algunos cuando ven los primeros pelos (debe de ser el misterio de la creación). Y me encanta el calor de mis tetas contra sus torsos.

Los tipos me duran más o menos, eso es una angustia que yo no tengo. A veces compartimos momentos inolvidables que al cabo se nos olvidan. A veces todo queda en un único encuentro. Pero siempre pregunto sus nombres y apellidos (me encantan los apellidos) y todo lo que empieza acaba.

Soy de llorar en soledad. Las lágrimas me lavan y a empezar de nuevo por donde lo dejamos. Soy de cambiar de país, de ciudad, de barrio. Soy de pocos amigos, soy de mis lecturas, mi música, mi nostalgia. Me alegra y me entristece no ser más que yo misma, quisiera y no quisiera ser todo el que no soy.

Deambulo por el mundo a la búsqueda de nada, quisiera perecer desposeída. Ni ancestros ni herederos, como un suspiro gratuito, como un viento arbitrario, sin haber sido más que mi trayecto.

domingo, 11 de agosto de 2013

Sueños y complementos – Cristian Cano



 

Hubo una época en la que, por las noches, solía despertarme exaltado; pero esos sueños anteriores no los recuerdo. Sí vienen a mi memoria los bellos erizados de mis brazos y la electrizada frazada. Sí recuerdo el particular centelleo que producía el chasquido de la electricidad estática al tocar las sábanas, y nunca olvidaré las innumerables lavadas de cara al espejo del baño, para poder mojarme un poco el cabello. Años después extrañé despertar de esa forma, uno se acostumbra a la gran mayoría de las cosas, aunque no profundicé al respecto. ¿Por qué tanta estática? No había tipo de frazada que sorteara la situación.

Con los años surgió un insistente sueño, siempre agazapado por detrás de la media noche, como un real recuerdo. Los personajes del televisor conversaban y el parpadeo del flash en la oscuridad regaba todo el ambiente. Las voces parecían alejarse para repentinamente regresar en presencia y volumen. Eso mismo me despertó. Al entender las imágenes que recibía, la esquina superior derecha del film se volvía verde para después amoratarse y finalmente regresar a la normalidad ―No dejo más los parlantes sobre el televisor. Sus imanes lo van a romper―. Pensé. Continué observando y el verde llegó de un respingo hasta la mitad de la pantalla. Era una onda monocromática, curva y deformaba la imagen. Con cuidado miré mis brazos y ahí estaban: los pelos erizados. Me senté en la cama mientras recordaba esas noches en las que despertaba exaltado y supuse que el televisor ya no iba a servir. Levanto la mirada y ahí está, muy cerca, espiándome a través de la venta de vidrio repartido. Los papeles que están sobre la mesa se mueven sin que nadie atente contra ellos. Sólo asoma su cabeza y parte del torso. Le emerge luz de la carne y no es más que una tenue luminiscencia. Cuando le encuentro los ojos el hielo trepa por la espalda hasta el centro de mi cuero cabelludo en una milésima de tiempo. Son negros, muy negros; como un exótico y ajeno ébano. Estoy paralizado por la eternidad adentro de tres segundos, hasta que se va. Cuando se va, la liberación es concreta. Al instante la verdosa aureola del televisor se opaca en morados dibujando media sombra en el yeso de la pared y la película vuelve a entenderse. Los pelos erizados persisten.

¿Por qué este sueño termina diciéndome que encastra a la perfección en aquellas noches de insomnio? ¿Por qué siempre me despertaba con tanta electricidad estática en el ambiente? Siento que en esos segundos en los que lo completo se resumen todos mis miedos y que, claramente, son los segundos que faltaban para seguir entendiendo los eslabones que no comprendo.
¿Y si por aquellas noches algo que desconozco yacía sobre el techo? ¿No sería ese el origen de aquella cantidad de electricidad estática? ¿Fue un sueño o no? Cada vez que intento profundizar más borroso lo encuentro. Hoy tengo otras certezas que me hacen dudar.


El autor: Cristian Cano

El extraño caso de Benjamín Ramírez – Alberto Sánchez Arguello

Antes que Benjamín Ramírez estremeciera al país por sus actos aberrados, no era más que un chavalo moreno y larguirucho, de rostro fino y ojos tristes, uno más entre tantos otros que se ganaba sus realitos pescando descalzo en las orillas del lago de Managua.
Se mantenía cerca del asentamiento convertido en barrio de Los Martínez, sitio donde había vivido quince años en compañía de su madre María Arguello, una mujer flaca y encorvada, tuerta del ojo izquierdo. La señora tenía problemas para hablar y un reumatismo que cada día agotaba más sus posibilidades de subsistir, a base de elaborar las tortillas, que Benjamín vendía en Las Brisas, Linda Vista y Los Arcos.
El papá de Benjamín había sido un campesino venido de Jinotega, que entre borrachera y borrachera, apareció muerto un día por el parque Las Piedrecitas, cuando Benjamín comenzaba a gatear. Doña María era nacida en León. Se había venido a Managua, con la idea de montar una costurería, pero el destino le había dado muchos tumbos y terminó dedicando las horas en recuperarse del dolor de los reumas, para coser alguna camisa que le habían dado a reparar, antes de amasar las tortillas.
Dicen los vecinos que los dos vivían solos en una choza de plástico negro y latón oxidado. Adentro, solo contaban con una hamaca vieja de tela en la que dormían los dos, una mesita de plástico, un televisor cubano y algunos trastes de aluminio, para el fogón hecho de barro. De Benjamín nadie tenía quejas, aunque dicen que era arisco como gato de monte, no había forma de meterle plática. Cuando pescaba no hablaba con nadie y si era a la hora de vender las tortillas, solo las entregaba y extendía la mano mientras decía el precio, nada más.
La gente hasta había llegado a pensar que era sordo, pero luego lo miraban con su mamá y se daban cuenta que alrededor de ella, el muchacho era otro. Solo hablaba con ella, aunque en una voz tan bajita que nadie más podía escuchar.
Los investigadores de los diarios reportan, que unos meses antes del asesinato de doña María, ella se tuvo que ausentar una semana para ayudar a una hermana que estaba muy enferma en Chichigalpa. Benjamín quedó solo por primera vez.
Parece ser que en esos días el muchacho anduvo desolado por las calles de tierra de los Martínez y que un grupo de chavalos mayores que él, le dieron a probar piedra y aprovecharon para violarlo en el sueño de la droga. Benjamín no volvió a ser el mismo. Se volvió aún más huraño y agresivo. Se manejaba por las esquinas mordiendo a quien se le acercara y fue el retorno de Doña María lo que evitó que se lo llevaran preso.
Raquel Huerta, la vende nacatamales de los Martínez, narra que los dos se desaparecieron de las calles por una semana, nadie los miraba y la gente se empezó a preocupar. Un día, el pastor del culto local entró en la mañana a la choza y se encontró con el cuadro grotesco de doña María, muerta de días, en el piso, desnuda de la cintura para abajo y encima de ella, Benjamín, penetrándola con rapidez.
El caso estalló en todos los medios, la comisaría de la mujer, a partir de la insistencia de la gente, hizo pública la única declaración del parricida: “Mi mamá no quería darme un hermanito para que me acompañara, así que la maté para tener uno”
Nicaragua tuvo un nuevo monstruo al que examinar. Corrieron todo tipo de opiniones científicas y moralistas. Al final, en medio de complicaciones legales por el código de la niñez y la adolescencia, Benjamín fue trasladado al hospital psiquiátrico con un peregrino diagnóstico de esquizofrenia.
En aquella cárcel para enfermos mentales, Benjamín pasó las peores noches. De acuerdo a los enfermeros, no podía dormir pensando obsesivamente en el cuerpo de su madre, descomponiéndose lentamente en un féretro de madera, aprisionado entre tierra infecta de gusanos y cucarachas. Tuvieron que amarrarle a la cama para que dejara de salirse al patio a lanzarse contra las mallas, en su desesperado intento de marchar hacia el cementerio, con intenciones no del todo expresadas.
Fue sometido a punta de duchas heladas y psicofármacos y poco a poco, su delirio fue mermando. Meses después solo presentaba un afán inofensivo de respirar en exceso cada dos horas, con la idea fija de aspirar las partículas de polvo de su madre, que irían subiendo desde las profundidades de su tumba.
Algunos años después, el país se olvidó de él, ya no era noticia. En algún punto entre el bajo presupuesto y el aspecto anodino de Benjamín, no se dieron cuenta de que un día no estaba ya, se había escapado, como tantos otros.
Pocos días después, lo encontraron en el cementerio. Al momento del hallazgo, estaba hundido en la tierra con el féretro de su madre abierto y el celador nocturno en la superficie, muerto de una pedrada en el cráneo. Para ese momento, ya había terminado de comerse los restos óseos de su progenitora.
No opuso resistencia alguna a la policía y se le miraba plácido y tranquilo durante el juicio que finalmente le condujo por treinta años a la cárcel modelo en Tipitapa. Ahora ya era mayor de edad y los argumentos de locura de parte de la defensa no estuvieron a la altura del asco y repugnancia popular que los medios habían fomentado.
Cuando alguien le preguntó en su celda porque lo hizo, Benjamín Ramírez con una sonrisa se limitó a responder: “para no estar solo”

Sobre el autor: Alberto Sánchez Arguello

viernes, 9 de agosto de 2013

¿Quién es el del espejo? - Fernando Puga


Hay un hombre en los espejos. ¿Quién es? Aparece cada mañana cuando me acerco a la pileta del baño dispuesto a lavarme la cara y despertar. No se va de allí hasta que termino con la diaria rutina de dientes y barba. Se ve que mientras yo me ducho, él también lo hace, porque apenas abro la puerta del placard ya está en el gran espejo frente al que me visto. Sus pelos mojados y un toallón como el mío atado a la cintura. Conmigo elige la ropa y conmigo se viste; en el mismo orden y con la misma velocidad. Lo sé porque cuando levanto la vista para terminar de anudarme la corbata, él se encuentra en el mismo punto y al parecer con los mismos inconvenientes; nunca pude con corbatas y cordones.
No logro observarlo sin que él lo note. Parece estar pendiente y apenas apunto mis ojos hacia él, ya me está mirando. Lo que no sé es qué hace o qué mira cuando no lo veo, pero se las arregla para estar siempre ahí y a tiempo; nunca ni el más mínimo instante de atraso o de adelanto. Una inverosímil sincronía.
A lo largo del día me lo cruzo a cada rato. Está en cada uno de los espejos con los que me encuentro: el del living de casa, el de la pieza de los chicos, el de la entrada. En los espejos retrovisores del auto, en el del ascensor, en los de la oficina. Incluso en muchas vidrieras y charcos.
El hombre que habita en los espejos no me pierde pisada. Aunque vaya al más recóndito punto del planeta, no tengo la menor duda de que allí estará en cuanto me tope con una superficie espejada.
No sé quién es, no sé qué es lo que quiere. No sé adónde va cuando no lo estoy mirando y no sé qué será de él cuando me muera.
Me acompaña. ¿Me acompaña o me controla? El hombre que habita en los espejos me recuerda cada día que no estoy solo, que hay alguien que me espera en los espejos.
Cuando te invito al hotel de la otra cuadra, alquilamos la suite más hermosa y nos disponemos al amor, ¿Qué hace ese hombre en el techo abrazando a una mujer tan parecida a vos?

Sobre el autor: Fernando Puga

El auditor y el hombre en mono blanco - Mónica Ortelli


El hombre en mono blanco barre la pinocha que le cae encima como si fueran goterones.
—Dígame, ¿usted sabe por qué le llueve esto, verdad? —pregunta el auditor.
—Por supuesto, señor. Y ha sido una condena justa.
— ¿Y sabe de dónde viene? —el auditor señala la llovizna.
—Me han dicho que de la Luna.
— ¿Le han dicho…? ¿Quién? Si usted no habla con nadie.
— Eso es lo que usted piensa.
— A ver dígame con quién, si está solo aquí. Debe estar solo… ¿Entiende que tengo que anotar todo lo suyo, no?
— Sí, sí, cuando me leyeron el acta se incluía su visita, es su trabajo. Le explico: hablo con gente que viene a mi cabeza, y lo hago en todo momento. O cuando lo necesito.
—Ah, entonces habla con usted mismo. O lo que es igual: habla solo.
—No, no. De ninguna manera. Hablaría solo si yo me preguntara y me respondiera. Pero no es el caso. Ya le he dicho que hay gente, otras personas en mi cabeza.
—Claro, gente imaginaria.
—Mire, si quiere verlo de ese modo, yo no puedo impedírselo. Pero sepa que fui una persona muy limitada, casi no estudié. Apenas si leía el misal. Usted comprenderá que me faltan muchas respuestas y, sin embargo,  cuando tengo que resolver algunas cosas, alguien de los que anda por allí, adentro mío, digo, sabe darme lo que busco; cosas que yo ignoraba completamente.
—Ajá. Como el asunto del origen de la pinocha, ¿no?
—Exactamente.
— ¿Y quién fue el que le dijo eso?
—¿Usted quiere saber el nombre?
—Cualquier cosa: el nombre, qué hace, de donde sacó que la lluvia suya viene de la luna.
—Bueno, el nombre no se lo pregunté nunca -no soy curioso-. Además, como no los llamo, no necesito conocer ningún nombre. Pero, los reconozco por la voz. Eso sí. El que me contó lo de la lluvia es un tipo joven, más o menos de su edad, pero con canas. Cómo supo él lo de la Luna -con mayúsculas-, le puedo decir.
—Le escucho.
—Estaba en la cabeza de otro justo cuando al tipo le leyeron el acta. Allí informaba la procedencia del regalo. Claro que a ése le llovía otra cosa.
— ¿Regalo?
—Así le dicen ellos, sí.
— ¿Regalo por qué? ¿Qué había hecho?
—Había matado a un angelito.
— ¿A un niño?
—No, no, a un ángel de verdad.
—Entiendo, pero, entonces, me parece poco regalo una lluvia.
—No vaya a creer. Hay lluvias y lluvias. Sobre todo si vienen de la Luna.
—Tiene razón, lo que llega de la luna, perdón, Luna, es bravo siempre. Es que allí son especialistas, no hay nada que hacer…¿Y cuál era lluvia del que mató al angelito?
—Le caía azúcar encima.
—No me parece tan terrible el azúcar...
—Usted no se imagina lo que es barrer azúcar. Además tener permanentemente una cortina blanca adelante es muy molesto. Porque la lluvia del tipo era torrencial, no como esta garuita que tengo yo. El azúcar se mete en todos lados, se disuelve en las secreciones, se pegotea; además, se acumula rápido y hay que barrer y juntar, barrer y juntar. En cambio, la pinocha no es tan complicada. Fíjese usted que hace un ratito que no barro y no se ha amontonado tanto… Lo único que tengo que evitar es mirar hacia arriba, por las dudas, y me pierdo los cielos ¿me comprende?
—Claro que sí. Yo estoy asombrado por lo que sabe. Se ve que le han informado bien –sea quien sea- porque me ha dado ciertas respuestas que no tendría que conocer.
—¿No le dije?
— ¿Le puedo hacer una última pregunta ? Y esto no va a constar en mi informe porque es pura curiosidad personal. Por eso no tiene obligación de contestarla.
—Pregunte, nomás.
— ¿Por qué le llueve pinocha a usted? Ese dato no figura en mi planilla. ¿Qué fue lo que hizo?
—Yo fui el primero en matar a un auditor en infiltrados. Pero, venga, no sienta temor: ya me vacunaron para que no vuelva a ocurrir.

Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
Sobre la autora: Mónica Ortelli

Él, ella y el oso de peluche - Francisco Garzón Céspedes


Ella aparece al anochecer con un oso. El oso tiene cara de buen animal. Es un oso rosa y gris. Un regalo para él, que se queda perplejo. Un oso de peluche. Un oso para niños muy pequeños, y él es un hombre, casi un adolescente todavía, pero un hombre. Ella es mayor que él unos cuantos años, y está llegando a esa habitación del hotel, una de las dos que ha alquilado en aquella ciudad de provincias. Ella es profesora. No profesora de él. El hotel, donde no hacen preguntas, es mezquino. Y los dueños se aprovechan de lo que intuyen. En las habitaciones que les alquilan ni siquiera hay sábanas, fundas, toallas. La que le ha tocado a él da hacia la calle y, por no tener, tampoco tiene bombillas. Él deposita el oso sobre la mesilla de noche mirando hacia la cama. “Para que aprenda algo.”, dice.


De Los cuadernos de las gaviotas 17: 50 formas literarias


martes, 6 de agosto de 2013

El falso testigo - Raquel Sequeiro



Lo mató antes, pero pensó que lo había matado después. Por lo visto el jurado no estaba de acuerdo.
—¿Dónde lo dejó? —preguntó el magistrado.
—¿Lo qué?
—El cuchillo.
—En la ducha.
—¿En la ducha de quién?
—Del asesinado, ¿de quién va a ser? —contestó el asesino—. Ustedes son de lo más raro, oigan. No lo digo por lo de ser verdes y fofos, que me da igual, lo digo por el destripamiento, el despanzurramiento y las vísceras.
Un abogado se sonó los mocos, alguien estornudó en el fondo de la sala.
—Esto es un mundo de ranas, asesino, aquí nosotros dictaminamos las leyes y su rana no me caía bien.
—Pero si era su rana —protestó el asesino viviseccionador—, ¿no pensarán dejarme en la calle, verdad?
—Oiga usted –dijo el juez con la voz ronca por la emoción—; en este lugar suceden cosas muy raras, ¿no ha visto que las ranas hablan? Yo mismo —obsérveme bien— soy una rana. —De un salto se acercó hasta el interpelado.
—Dimito. No son ustedes normales.
—Que suba al estrado el testigo, yo me voy a tomar un café. Alguacil.
Subió el alguacil e interrogó al testigo.
—¿Vio usted algo, señor Rana? ¿Pudo comprobar el ADN? ¿Se metió usted en su bañera?
—Nada de eso, yo estaba jugando al golf cuando este señor me cortó la tripa.
—Protesto —dijo el científico.
—No puede usted protestar —dijo el alguacil.
La rana croó.
—¡Esa es mi rana, maldita sea!

Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

Yo con Augusto no voy más a pasear - Isabel María González


Augusto es un revolucionario convencido: mitin andante, despertador de conciencias, libertador de ilusos y sumisos. Ni grillos, ni moscas, ni perros se salvan de sus discursos libertarios, para todos tiene unas palabritas. Con las ovejas es muy distinto, con ellas se exalta, grita, se sale de sus casillas; tengo yo que sujetar su rabia ante las caras incrédulas y aborregadas de incredulidad de las merinas que no aceptan el genocidio de su raza, que no ven la sangre negra de sus cinceles homicidas.
Luego están las sirenas, tarea difícil, porque sus dulces cantos le confunden. Su mitin invitándolas a abandonar su sumisión y sus serviles cantos, se entrecorta por la somnolencia dulce y placentera que le induce a seguirlas. Ahí estoy yo, para salvarle de ser arrastrado a las profundidades por esas esclavas bellezas incapacitadas para la vida terrenal. Entonces un sopor dulce le mantiene en brazos de Morfeo unas cuantas horas. Cuando despierta, yo, su amigo, el dinosaurio más libre y paciente de la tierra,... todavía estoy allí.


La Autora: Isabel María González

Silencio – Héctor Ranea


Sí. Me tenté y me los traje de Europa: un par de cuervos de Siberia. Compré los huevos en una ciudad cerca de Londres, no me pregunten nada más. Podría ser Saint Albans, pero no estoy seguro, me llevaron tabicado. Elegí dos huevos: uno de macho y otro de hembra. Los traje disimulados en, claro, no me van a creer. Sí. Ahí. Cuando nacieron se hicieron amigos y al llegar a la adultez, claro, tuvieron sus encuentros.
Para la gente son horribles. Yo los amo, por eso no dejo que los vean, aunque a veces se me escapan y los ven. Ellos aman a la gente, esperan que les den algo de comida y ejecutan sus piruetas. Son realmente buenos en eso: malabarismo.
¿Que cómo hacen malabarismos los cuervos? Fácil. Vuelan a la altura de una tapia con una pelota de ping pong en las garras, la dejan caer zambulléndose en el acto, la alcanzan, la cabecean hacia arriba y vuelta a empezar. Y si se equivoca uno, ahí está la otra corrigiendo. Son asombrosos. Pero eso a la gente la asusta.
Y ahí están, con sus ojos como preguntando eternamente.
Claro, a los jotes y caranchos del barrio no les caen simpáticos porque, aunque comen sólo partes muertas o vegetales y pan, ellos los ven como competidores. De hecho, Carbunclo es del tamaño de un carancho ya y Azabache parece más una gallina negra que un cuervo. Para los jotes el color negro es señal de venganza y estos se salvan porque tienen algunas plumas canas a pesar de su juventud.
Es llamativa la pluma sobre la nariz de Azabache: roja. Nunca supe que pudieran tener plumas rojas y, aparentemente, en ninguna parte del mundo se reportan cuervos así. Puede ser que el método para determinar el sexo en el huevo haya tenido alguna consecuencia.
Yo espero que antes de tener alguna experiencia traumática con los otros animales, puedan tener su cría. Anhelo verlos criar cuervos.
Son brillantes, de color y de inteligencia. Pero la gran contra es que no saben cómo tratar a las rapaces de esta zona. Son como niños en medio de un circo, solos y sin padres. Pasará el tiempo.
Han tenido sus huevos. Los puso Azabache en casa. Con la misma cara de pregunta que siempre tiene. Por suerte, no se enfermó, pero el instinto de alimentarlos lo ha llevado a Carbunclo al límite de lo imposible, a pesar de que le he dejado comida en los lugares habituales. Azabache usó ese alimento para las crías, pero él sintió que cazar era necesario y se fue una mañana. Regresó con señales de haberse trabado en combate. Por suerte, nada grave. Pero le sirvió de lección y no ha vuelto a salir tan lejos. Ahora sabe que en el lugar donde hay alimento para él, también está el alimento para sus pichones. Increíble cómo aprendieron los dos y cómo le enseñan a los pichones. Pero, evidentemente, tienen miedo de salir con ellos.
Uno de los pichones, el primer macho en cascar el huevo, Grafito, tiene plumas rojas en el cuello. Pocas. Se notan sólo mirándolas de cerca, cosa que no podría hacer nadie más que su madre o yo. Todo el resto del mundo está fuera del alcance pues, aunque ya ha tratado de sacarme los ojos, soy la única persona que puede acercársele sin daño.
Les cuento que los pichones son cuatro. Bueno, eran cuatro. Dos murieron a los pocos días. Eran muy débiles. Azabache los quiso revivir, pero al ver que no podía, los dió, como primera comida no regurgitada, a los otros dos. Carbonilla y Grafito. Vuelan poco, dentro de casa. Me voltearon dos cuadros y un par de copas. Las copas de la tía. Se cuelgan de la lámpara y me robaron varias fotos. No sé dónde las han dejado.
Ahora no sé qué hacer con ellos dos. Porque cuando maduren ¿qué futuro tienen? De quedar preñada Carbonilla sería de su padre o de su hermano. Eso es malo. Un cuervo de incesto es un objeto de brujería, casi. Pero llegué tarde. Carbonilla, antes de que pudiera yo hacer nada, tuvo su primer huevo, único, raro, negro. Nació Flaxen, un cuervo dorado zarco. Hembra.
Yo sabía que esto podía pasar. Ahora tengo cinco cuervos, uno que parece un faisán, dos con toques bermellón. Todos croan como si fueran campanas.
La miro a Flaxen, y sé que sus ojos me recuerdan a alguien. Un ojo marrón castaña, el otro azul claro. Es la única que me mira sin preguntar. Afirma, exige.
Mientras, a Carbunclo ya no lo joden los otros pájaros. Sólo se atreven a venir al jardín algunas cotorras a comerse los higos y las ciruelas amarillas. Pero los caranchos no aparecieron más, a pesar de que con los pichones hubieran podido hacerse un festín. Ahora son todos cuervos maduros, que siguen teniendo cuervos en casa. Ya no me quedan copas de la tía. Pero estoy contento porque el croar de los cuervos me hace recordar cosas que ni siquiera sabía que recordaba.
Miro las fotos del viaje a Inglaterra. ¿Qué será de las fotos cuando me muera? ¿Qué será de mis cuervos cuando muera? Tengo que dejarlos salir y pronto deberé empezar a abrir las ventanas. Son longevos los cuervos negros, pero los multicolores no lo sé aún. Han muerto algunos rojos, demasiado pronto. El cuervo dorado parece esperar siempre algo, me mira y me desespera cuando me mira porque sé que me pide algo, pero no sé qué darle.
Un día comprendí lo que quería. Sé que puedo dejarlos ir tranquilos. Es una verdadera jefa. Me mostró una foto, la eligió de unas que habían tirado los cuervos de la tercer o cuarta camada. Era un olivo solitario en un campo de amapolas con el cielo terso y el aire transparente. Flaxen quería silencio.
Los dejé volar tranquilo. Flaxen vuelve, cada tanto. Con su ojo marrón me agradece, con el celeste, como siempre, me demuestra su tristeza. Ambos exigen, no sé qué, todavía.

El autor: Héctor Ranea

domingo, 4 de agosto de 2013

La Muerte camina al sol - Ada Inés Lerner


Habrá quien me crea, y quien no. Aclarado este punto les relataré mi encuentro con La Muerte. La encontré en una plaza de Ituzaingó frente a un damero dibujado en la pequeña mesa de piedra. Algunos juegan ajedrez otros damas, yo quiero jugar con Mi Muerte. La reconozco porque es parecida a mi. Nos une un destino de mujer. Me conmueve cierta mística, cierta creencia: ella muere un poco con cada una de nosotras.
Me siento frente a ella para conversar, si ella quiere, claro. Ella está allí atendiendo cartas y correos electrónicos: pedidos por enfermos y desahuciados. También hay algunos que quieren saber cuándo, cómo, dónde. Lee a todos con la misma dedicación, se nota que es un trabajo que la apasiona. Me repito: yo estoy despierta y viva y soy la única en este lugar que la reconoce. Se ve muy delgada y tiene esa presencia mágica que todos le otorgamos. Siempre se negó a envejecer. Desde que tengo memoria he visto que la han retratado vestida de negro, el mismo rostro enjuto y una profunda determinación Divina en el gesto.
Se dice que se la llevó un amor no correspondido en el principio de los Tiempos. Pero el Tiempo es una convención humana o ¿no? Se fue y volvió: su Superior le ha encomendado una tarea y ella parece necesitar más tiempo que la eternidad.
Hay una cierta pausa sin prisa en este encuentro fortuito. Me siento sin pedir permiso ¿qué hago yo aquí? y me doy cuenta que estoy emocionada y que mis pensamientos están desordenados y confusos. Yo también quiero sabe. Tengo derecho, tuve hijos, planté árboles y escribí libros. Quiero aprovechar esta última oportunidad que me da la vida, para conocer mejor a esta mujer. Aunque a veces creo que es un mito.
Ahora debería lograr interesarla en mis preguntas y escribir un buen cuento, aunque sea el último, que me perpetue aunque sea póstumo ¿y entonces? ¿A quién le va a interesar el reportaje a La Muerte? Por muy célebre que sea. Todo el aplomo del primer impulso se desarma en mi interior. ¿Cómo abordar a esta Muerte célebre?.
Busco apoyo en el respaldo de la silla y me enderezo un poco; me la quedo mirando seria, sin poder articular palabra. Ella sigue concentrada en lo que hace. Repite la lectura buscando vaya a saber una qué secretos. Todos los movimientos los hace con calmada precisión. ¿Es esta una intromisión de la vida en la eternidad? ¿Yo desapareceré de pronto?
Pierdo de a poco la timidez y sigo observándola casi con descaro. ¿Cómo serán los pensamientos de La Muerte? Ella me mira, sorprendida, por encima de sus papeles:
—¿Compañera? —me dice
Estoy confundida. Yo no estoy muerta. ¿Deberé decírselo? Creo que ella lo sabe. Sonríe. Me mira inquisitiva.
Ante mi silencio ella toma la delantera:
—Estoy perpleja.—dice.
Comienzo a sentir algo parecido al miedo
—Viniste por mí o por vos?
—Yo… señora … creo haber cumplido mi misión —estoy parapetada en un rincón de mí misma— y estoy enferma, ya no puedo ser útil como antes, más bien soy una carga.
—¿Me equivoco o preferís morir a bajarte del caballo? —la ironía me hace sonreír—
—Algo así…
—¿Crees ser dueña de tomar esa decisión ¿te corresponde?
—Soy dueña de mis decisiones, no me ata ninguna fe que me contradiga, doné mis órganos, dejé los papeles en orden, no le debo nada a nadie.
—¿No tenés miedo? ¿A lo desconocido? ¿Al más allá?
—No, no creo en un dios que castigue, no creo en los castigos divinos, tampoco creo merecerlos, no he sido una santa pero tampoco he hecho daño intencional a nadie. Mas bien tengo curiosidad. Quiero ver el universo desde esa visión. Lo que he visto acá... se repite desde que se escribe la historia
—Como suelen decir ¿“no hay nada nuevo bajo el sol”?
—Yo creo que sí, que hay mucho por ver, por aprender. Debe ser como un viaje espacial entre las galaxias.
En eso caigo en la cuenta sin saber por qué, mi tiempo se termina. ¿Sabe ella quién soy? ¿Será que a pesar de los muchos años que representa el personaje de La Muerte, se niega a abandonar sus ideales? No conozco su pensamiento, sólo por sus actos. Murmuro:
—¡Pero usted... está hablando conmigo!
—No le digas a nadie que me viste. No te creerían o lo que es peor sí, y quizá como yo debas afrontar la calumnia, la injuria, la infamia.
Ella mira su reloj. Mi tiempo se terminó.
—Señora, ¿qué pasará conmigo? ¿puedo verla otra vez?
—Sí, claro, voy a llegar en el momento preciso. Lo único que te diré es que hay muchas vidas y muchas muertes, habrás muerto con cada pérdida y luego renaciste y fuiste otra mujer, una y otra vez. Cada una muere como vive, no tienes nada que temer.

La Autora: Ada Inés Lerner

La dispersa mariposa de Neruda - Jesús Ademir Morales Rojas


Vuela la mariposa de Muzo en la tormenta:
todos los hilos equinocciales,
la pasta helada de las esmeraldas,
...todo vuela en el rayo…

Pablo Neruda

Muzo viajó en pos de Lecia hasta los Cús de Sapatria. Tormentas de esmeraldas aletargaban su marcha, pero el Yandos Vidara las evadía polenfragando su aliento en su refugio de estambre.
En cierta etapa de su peregrinación se encontró con Leva, quien volaba duros bajo la pasta de nube, agitada por bancos de bacterias. Leda hizo vibrar su larga vaina y los duros escaparon a las alturas. Pronto fosforecían en la densa nata, transmutados en el arrullo radiante de los microbios.
El Yandos Vidara acompañó a Leva entre las espirales de mariribeporosas, estremecidas por la llovizna ácida. Se separaron ante las murallas de Sapatria, tapizadas de gusanos y enredaderas de tobaldo.
Muzo se adentró en los Cús, recorriendo túneles de granos cristalinos. Poco después arribó al recinto del Gran Equino. Lecia yacía en sus fauces trémulas, mientras la tos azul de los clones asperjaba el ambiente penumbroso.
El momento había llegado: Muzo ofrendó esmerambres humeantes, al tiempo que entonaba las sacras stanzas: tercios de polos con voz grave que retumbaron en las húmedas membranas. Los clones temblaron tosiendo azul, en su danza inverosímil. De pronto, el Gran Equino agitó su mole grotesca y mueregreró a Lecia.
Con humilde reverencia, el Yandos Vidara tomó la preciosa vaina y abandonó el recinto, dejando tras de sí los gruñidos de los clones venerantes. Muzo desando la ruta de su peregrinación hasta que llegó de nuevo al sitio sagrado de Leva. Allí, el Yandos Vidara agitó la vaina. Cristalinos duros ascendieron con ligereza hasta el cielo infecto.
En breve, las notas que brotaron de las alturas viajaron hasta Sapatria y derrumbaron hasta el último Cú. El Gran Equino expiró con alivio y los clones tornaron a su eterna espera entre azules expectoraciones.
En su refugio de estambre, Muzo sintió la llegada de Leva, cuando polenfragraba su aliento. Al alba, Leva se hizo Lecia y siguió la ruta del Yandos Vidara por el camino del misterio. Juntos desaparecieron en la insomne sonrisa de las últimas terrestres.

Sobre el autor: Jesús Ademir Morales Rojas

Bestiario las vegas - Luis Benjamín Román Abram


Ahora, que ya estaban pasados de moda los dragones, centauros, una princesa durmiente y otras criaturas que en su momento de gloria habían ayudado a repletar las arcas de los inversionistas, los dueños del jardín zoológico acicatearon con mucho dinero a su equipo de ingenieros genéticos y así agregaron esta vez a una sirena, a la que por comercialismo le dieron una finísima piel blanca que relucía como un espejo ante la luz. También una frente abovedada, barbilla pequeña, cabellos rojizos y ensortijados y una gran resistencia a los elementos naturales para preservar su salud. Cada vez que salía a la superficie, unos niños cantores le hacían los coros para así satisfacer a la concupiscente demanda turística. El que hubiese protestas de un sector de la sociedad al considerar a la hermosa de cola de pez como un ser humano eran desoídas por la justicia. Simplemente resolvieron que era una creación artificial y además, ni siquiera tenía la forma de una mujer. Ella, un día cambio su forma de cantar. Dejó embelesados y paralizados a todos, lo que aprovecho para dar saltos repetidos en el agua, midiendo a la perfección la fricción con esta, hasta saltar de su lagunilla al de las amables ballenas, y luego, al área de los delfines para quedar a un paso del recinto del gran reptil alado. Este hechizado por las ondas sonoras quiso extender sus alas, pero las cadenas con las que estaban sujetas lo impidieron, pero logró lanzar de su gigantesca boca, su abrazo incandescente que envolvió a la sirena, unos segundos antes de que le sonriera por su próxima libertad.

Sobre el autor: Luis Benjamín Román Abram

viernes, 2 de agosto de 2013

Una cajita - Paula Duncan



Después de demasiados entreveros con la vida, ella fue cerrando puertas, bajando cortinas y aprendió a subsistir en silencio, dejó de mirar el espejo, se fue quedando sin personajes… guardo en una caja de color violeta, con margaritas en la tapa , toda su identidad de mujer, nunca mas leyó una poesía; no volvió a usar ese encantador perfume que hacía dar vuelta a quien pasara a su lado, su mirada se opacó, y solo fue buena madre, buena ama de casa; se convirtió en alguien que siempre hacía lo correcto; no importaba cuanto de ella quedara en el camino. Dejo de ser la dueña natural de una seducción muy especial, pero aún estaba ahí; amordazada y atada; de vez en cuando pugnaba por salir, entonces corría; desde donde estaba, volvía a su casa buscaba desesperadamente la caja, volvía a esconderla, la tapaba con fuerza y ponía libros encima para que no se le ocurriera salir.
Pero nunca se puede controlar absolutamente todo y se cruzó en su vida un hombre, algo mas joven que ella muy seguro de si con un arma letal: la hacia reír.
Y ese hombre que hasta hace poco tiempo no conocía y no tenía ninguna injerencia en su cotidianidad… o si, se transformo en un ser peligroso para su vida donde primaba el deber ser; ese hombre la veía y sabía que ella no era lo que mostraba, el descubrió casi sin proponérselo a la mujer que yacía debajo de esa estructura patética de formalidad y le gustaba lo que estaba brotando ante sus ojos.
Se comenzó a sentir cada vez mas incomoda en su presencia; le parecía que el podía ver mas allá de la ropa anticuada con la que se vestía, y era cierto el sabia que debajo de ese disfraz de matrona aburrida había una mujer con la piel aun anhelante de pasión y comenzó a acercársele muy, muy despacio.
Una tarde en que se cruzaron por casualidad en la plaza e intercambiaron algunas palabras ella se descubrió en sus ojos como en un remanso donde vivía la mujer en libertad y con ansias, la cajita se había quedado vacía.
Los encuentros fueron cada vez mas frecuentes, hasta el punto en que no sabían vivir el uno sin el otro; eran dos personas que con solo mirarse podían hacer el amor sin quitarse una prenda;
Estaba decidido esa noche marcharían juntos a vivir una vida deliciosa, deberían dejar atrás todo lo que pertenecía a su vida anterior y olvidar; era la última oportunidad de ser felices.
La cita era a las diez en el bar de la estación; el llegó unos minutos antes presa de una gran ansiedad, espero; el tiempo se había convertido en un monstro enorme y pegajoso que no lo dejaba respirar. A punto ya de perder la razón, llegó un coche bajó un caballero con un paquete y se lo entrego después de preguntar su nombre; ahí quedo solo en la soledad mas absoluta; el mundo había dejado de existir
Lentamente abrió el paquete, en el había un pequeña caja violeta y una esquela, en la que ella le decía, perdón, la mujer que vos conociste no existe mas; vivía en esta cajita… adiós.


Acerca de la autora:  Paula Duncan

La fitesgomina — Carla Dulfano


Escuché en un noticiero que se inventó la fitesgomina, una sustancia que borra los recuerdos de lo acontecido en los últimos diez minutos. Yo estaba tentada de probarla en mi propio organismo. Un día tomé coraje: Compré una caja e ingerí un comprimido efervescente antes de salir de mi trabajo. Cuando recobré la memoria, diez minutos después, estaba en una comisaría, sin mi billetera. No recordaba absolutamente nada.
Un oficial me explicó que me asaltaron y que no pudo evitar que el rufián huyera. Me sirvió un café en su despacho, y comenzó a besarme. A los dos segundos recordé que era casada y a los veinte minutos me separé de su boca.
—Tengo que decirte algo —murmuré—. Soy casada.
—Y yo también tengo que decirte algo —dijo muy serio—: no soy celoso.
Nos reímos a carcajadas.
Llegué a mi casa. Mi marido tenía la cabeza detrás del diario.
—La cena no está lista —dijo.
—Sí, está lista— repliqué.
Saqué de mi bolsillo un comprimido de fitesgomina. Lo disolví en un aperitivo y se lo di. Después guardé en el botiquín el resto de la tableta. A los diez minutos, cuando recobró la memoria le serví unas salchichas con puré.
—¡Es cierto! —gritó— ¡La cena está lista! ¿Como hiciste, si acabás de llegar?
Y ocurrió un milagro: Después de veinte años, me sonrió. La última vez que le vi los dientes fue en nuestra luna de miel carioca, cuando abrió la boca para morder un choclo. Estaba tan sorprendido con las salchichas exquisitas, que al fin se despegó del diario, después de muchos años. Le quedaron unas letras marcadas en la frente.
Me sentía culpable por haber besado a Lalo. Así que fui al botiquín, agarré la tableta de fitesgominas y saqué una. La disolví en el café de mi marido. Después le conté todo lo que pasó con el oficial, y lo del beso.
—Igual en diez minutos no vas a recordar nada —le dije—. Pero me moría de culpa si no te lo decía.
Al día siguiente tomé una decisión: Ingeriría un comprimido y seguiría el romance con Lalo. Total después yo no recordaría nada, y entonces no sentiría culpa. Además no tendría que mentirle a mi marido, ya que para mi mente todo eso no habría ocurrido.
Tomé la fitesgomina, y a los diez minutos aparecí en la comisaría. Lalo estaba esposado. Mi marido prestaba declaración a una inspectora.
—¿Por qué estoy aca? —pregunté.
—Perdiste la memoria —contestó mi marido—. Un oficial aprovechó para usar tus tarjetas de crédito. Y parece que no fue la única vez.
—¿Lalo?
—Sí, creo que se llama así —dije con un leve sollozo ahogante.
—Esta bien, está bien —dijo mi esposo—, ya pasó; tomá este vaso de agua.
Yo estaba decepcionada. Al final Lalo había resultado un rufián, y seguramente fue él quien me robó la billetera la primera vez que tomé fitesgomina. Qué lástima.
Cuando llegamos a casa, mi marido dijo:
—¿Recordás algo de lo que pasó en la comisaría recién?
—No.
—¿Nada que me hubiera dicho o hecho la inspectora, o yo a ella...? —me preguntó limpiándose una mancha de lápiz labial en su cuello.
—No —contesté—. ¿Y vos recordás algo que yo te hubiera dicho la noche que te di las salchichas con puré?
—No, en absoluto.
Después de la cena nos fuimos a dormir. Me dolía mucho la cabeza y busqué una aspirina en el botiquín. Encontré la tira de fitesgominas, estaba dispuesta a tirarlas a la basura.
—Qué raro —pensé—. Hubiera jurado que había una más…

La Autora: Carla Dulfano

Elegía de las islas – Mónica Ortelli


Días de ocio en una eternidad de no hacer demasiado. A cadencia de remos, velas arriadas, surcas mi archipiélago de penas. No me ves y te observo: rondas cauteloso, te arriesgas dentro de mis aguas; tal vez te atrajo mi olor, pero no has oído mi canto. Patrón absoluto de tu barco, rezumas talento natural para el ritual que a mí me pierde; presiento de sólo mirarte poder amar para siempre.
En la orilla donde habita la razón, allá lejos, el humo azul me advierte, sin embargo: éste es sólo tiempo de festejos y vas a lastimarme. Pero estoy en otra orilla, aún hay rescoldos mi corazón, y la adivinación puede estar equivocada. Por eso cometo el desatino, reniego de mis promesas y, egoísta, oculto lo que te alejaría. Cuando el viento cálido levanta, desenredo las algas de mi pelo, del agua emerjo transformada. Con muslos vertiginosos, soy toda mujer ofrendada a tus ganas y estás tan obnubilado que no ves el rastro de escamas en la playa, el juego del cortejo como trampa.
Así, sucumbimos interés y deseo, la pasión recorriendo geografía de islas y de cuerpos. Frenesí contra frenesí dices quererme y como en las tempestades navegamos a la capa durante el largo tiempo en el que crece mi esperanza. Para ser la mujer del resto de tus días debes pedirme, sincero, partir contigo y se cumplirá mi anhelo: ser amada para permanecer dichosamente humana.
Hablas de irte, -ha llegado otra vez la hora de blandir espadas y tus hombres te reclaman-, pero no pronuncias las palabras, sólo prometes algún día regresar a buscarme.
Profunda herida con lamento silencioso restañada. El mar diluye mi llanto más salado, el presagio del humo fue certero; yo la equivocada. No eres quien me alejará de las islas, sino otro condenado.
Te despido y partes. La culpa quema mis entrañas mientras miro la niebla segadora que te alcanza. Pronto vuelvo a ser quien era y mi cauda me sumerge en lo profundo, donde duele el gesto azorado de tu cara, la certidumbre de saber qué hice. Triste paisaje te acompaña, barcos naufragados, túmulos de mis amantes. Y retorno a mi ocio de ninfa, mientras otro cuerpo en el abismo se deshila.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
Sobre la autora:  Mónica Ortelli

miércoles, 31 de julio de 2013

Control de la luz – Héctor Ranea


De todos los trabajos asombrosos que consiguió José Ramón del Corazón en la Cruz Lombroso, el que más le aportó personalmente a su desarrollo fue el de probador de bombitas de iluminación inalámbricas. Lombroso fue tomado por el Gerente Subsidiario de la Empresa Nacional de Control de la Luz en el Reino de Gaetania precisamente por su apellido, derivado de las sombras, ya que una profecía había dictado que las sombras controlarían la luz. 
Tal como había hecho en la localidad de Gervasio Real Audiencia, Lombroso comenzó por exigir guantes para su tarea, cosa que no existía antes de él. Por lo que se denominaron guantes Lombroso o lombrosianos en honor al exigidor. Pero tenían dedos de gusano, porque él tenía los dedos finos. De todas formas, así los desarrollaron y luego se fueron modificando.
Tomaba las lámparas y las llevaba al centro de la habitación donde funcionaba un inductor menos espectacular que los de Tesla, aunque más espectacular que los del encendido de los viejos tubos fluorescentes que explotaban a menudo dejando un olor a leche de iguana quemada mezclado con pelo de zarigüeya preñada por el chotacabras. Por fortuna éstos no explotaban, por suerte para los probadores.
La tarea consistía en colocar las bombillas y verificar en qué orientación del culote con el diagrama cartesiano del pavimento, si éste se encendía, dejar constancia de ello en una tabla de base de datos.
Esto servía a la compañía de control para distribuir las lamparitas a diferentes localidades indicando el ángulo, así el usuario no perdía tiempo haciéndolo. De todas maneras, los usuarios eran los famosos extraterrestres estilo platelmintos que habían llegado guiados por las ondas hertzianas de la televisión para aprender a bailar y a tomar la teta, pero se habían encontrado con que la mayoría de las tetas (que ellos querían) eran de plástico y aplicaron políticas correctivas en el uso de la electricidad. No sirvió para las tetas.
Lombroso consiguió esa ocupación, como dije, por su apellido ilustre, si se permite la paradoja. Y como su sombra no era demasiado electromagnética sino más bien de origen cuántico, no interfirió demasiado, lo que desilusionó un poco al platelminto Jefe de Sección y al Gerente mencionado supra.
No era la intención de Lombroso quedarse en tal postura, pero la pasó bien ya que conoció varias de las señoritas atractivas de la televisión pues estaban contratadas en la misma empresa para hacer tareas de mantenimiento en las computadoras cuánticas y en los cerebros electrónicos de los platelmintos para adecuarlos a la realidad terráquea.
Nunca supo de dónde vinieron los extraterrestres. Y aunque esa podría ser una nueva ocupación para nuestro héroe, es motivo de otra historia, si usted permite.´

Sobre el autor: Héctor Ranea

Indiferencia - Jesús Ademir Morales Rojas


Tras una noche agitada, K despertó convencido de haberse transformado en un grotesco insecto. Todo era diferente para él, todo distinto. Esta nueva relación con su entorno, le ofrecía nuevas posibilidades de ser. Hasta algunas, que jamás había soñado. Salió de su habitación para ver cómo reaccionaba su familia, ante su singular metamorfosis. Ellos le aguardaban en la mesa, durante el desayuno. Pero al verlo llegar, no manifestaron ninguna reacción en lo absoluto. Lo saludaron con el tono de siempre. Sus alimentos habituales lo aguardaban. El, trató de hacerles saber lo mucho que había cambiado. Lo prodigioso de ese acontecimiento. Ellos lo escucharon con una sonrisa y le hablaron conciliatoriamente. Le explicaron que había tenido pesadillas, y que seguro aún no se recuperaba de ellas. Que se calmara y que comiera. K se alejó de ellos, airado. Se encerró en su habitación. No, no era posible. Le mentían, podían ver su nuevo yo, pero no querían aceptarlo. Era un insecto ahora, sentía sus antenas, su miríada de patitas a los costados, su caparazón rígido a la espalda. Le estaban engañando al no atestiguar su transformación evidente. Corrió a mirarse al espejo. También era falaz. Por algún mecanismo atroz, le impedía reconocer en ese reflejo alterado, sus nuevas facciones. K miró detrás del espejo, buscando algún truco. Angustiado de dudas arrojó el cristal al suelo, en donde se hizo trizas. K se inclinó y vio allí, en cada fragmento, su alterado rostro. Imposible contemplarse allí. Se arrojó al lecho a llorar su pena. Escuchaba a sus zumbidos tristes, logrando estremecer la casa entera. Súbitamente tuvo una esperanza. Su más querido ser, su hermana menor. Ella no podría mentirle. Estaban tan cercanos. Se agazapó en un rincón y esperó hasta la vuelta de su hermanita, ausente en ese momento. Pero pasó el día y la noche y ella no regresó. A la mañana siguiente, K desesperado, salió de la casa lleno de premura, ante la indiferencia de todos. Se aproximó al puente que cruzaba el río caudaloso. Y lleno de aflicción, se arrojó a las aguas. 
Cuando caía, en su último instante, K pudo ver el rostro angustiado de su hermana menor, llamándole asomada, en el barandal del puente. Y hasta en ese postrero instante guardó la esperanza, de que sus alas plegadas despertarían ya, y lo salvarían para llevarlo hasta ella… y más allá, detrás, hasta el mudo cielo azul.

Sobre el autor: Jesús Ademir Morales Rojas

sábado, 27 de julio de 2013

La siesta – Héctor Ranea


—¡Sh, no joda, por favor! Estamos siesteando.
—¿Cómo quiere que no joda? ¿Qué hacen tantas cigüeñas por acá?
—Ahorita mismo, durmiendo la siesta. Por lo demás, lo que todos los años. Pasa que usted debería prestar más atención un poco más cuando viaja.
—¡No me va a decir que vienen acá todos los años y yo no las veía!
—Usted no mira, menos va a ver. Eso de que lo esencial es invisible a los ojos, tampoco me lo compro, créame.
—No quiero discutir nada. Estoy maravillado. Soy naturalista; estoy emocionado. ¡Y tantas que hay!
—Es una estrategia.
—Y… en tantos kilómetros para recorrer, siempre alguna se pierde.
—¿Kilómetros? Señor mío, me parece que nuestro atavío lo confunde.
—Son cigüeñas de África, no pueden ser más que unos miles de kilómetros de travesía. Es cierto que es enorme la distancia, pero la Naturaleza nos tiene acostumbrados a estas maravillas. Máxime con las tareas que ustedes cumplen.
—Si se refiere a repartir recién nacidos, mire que es una deformación de la realidad, me temo.
—¿En qué sentido?
—Nosotros nos encargamos de repartir nuestros recién nacidos. Recién sacados de la clonadora. ¿Me entiende?
—Me temo que no.
—Tenga en cuenta que nuestro viaje es de varios miles de pársecs. Por eso la siesta.
—¿Pársecs? ¿Tres años luz y un tercio, casi? ¿Qué le pasa, cigüeña, usted está loca?
—No. Ni le tomo el pelo, le adelanto. Pensé que nos había reconocido, porque hay entre ustedes varios de nosotros metamorfoseados como humanos.
El bípedo plumado hizo una pausa. Se aclaró la garganta y continuó:
—Muy a mi pesar, le comunico que vamos a tener que eliminarlo. Digamos que no fue su día de suerte. Le ofrezco clonarlo sin memoria de este evento, está entre las ofertas de colocación un puesto de profesor universitario con estadía en Ámsterdam, un cargo de músico andariego con base en Bucarest o vendedor de prendas femeninas por algunas localidades de Moravia.
—¡No, no quiero morir!
—Lo siento. No hay opción. De pronto, de naturalista usted pasa a ser un riesgo planetario.
—¡No tenía idea, discúlpenme ante sus superiores! ¡Díganles no tengo idea de esas lenguas!
—Lo siento, no es nada personal, chabón. Chau, pibe.
La cigüeña mató al humano pero conservó sus gónadas para la clonación prometida, aunque no entendía para qué tanta puntillosidad con esas copias si, al final, los humanos son todos iguales.

El autor: Héctor Ranea

Una superstición para un embarazo - Samanta Ortega Ramos


Pasaron los primeros tres meses y cuando respondí “sin novedades”, comenzaron a lloverme consejos, esos que vienen siempre del corazón y la experiencia, y a los que he decidido llamar supersticiones.
Lola, una amiga apasionada por la lectura de best sellers, vino de visita con tres libros que le ayudaron a cambiar su vida en este sentido. Ahora tiene tres hijos y todo, según ella, gracias los títulos No te hagas la cabeza, El estrés, el anticonceptivo natural y, por último, No te olvides de que también puede ser él. No supe cómo agradecérselo, por eso no lo hice, simplemente.
Isa, una chica muy actualizada, me reveló que la Maca Andina es un gran potenciador de la fertilidad y me pidió que no fuera tonta y que la empezara a tomar ya. “No se te ocurra comprar ni Jalea Real ni té de caléndula porque ya pasaron de moda”, me dijo con la última Vogue en mano. ¿Cómo desilusionarla?
Josefina, la más hiperactiva y sexy de todas mis amigas, me insistió, mientras corría en la cinta del gimnasio y yo andaba, en que no perdiera más el tiempo ni el dinero: “La posición del misionero/plegaria da resultados y no tenés que gastar ni un solo centavo. Si sos creyente, podés combinar el rezo con el llamado a la naturaleza”, me dijo riéndose. “Y no te olvides de poner una almohada debajo de la pelvis durante media hora si es que no te vas a ir a dormir después. Eso es más fácil que la postura Salamba Sarvangasana de yoga... la que te parás sobre los hombros (que no te recomiendo si no estás entrenada)”. “La verdad que como no tengo un mango…”, le dije para zanjar el asunto, en un intento de confundirla, e irme a la bicicleta.
La tía Choli aportó lo suyo también y en una hora al teléfono intentó evangelizarme y convencerme de que hiciera el ritual a la Virgen de la Esperanza. Sólo necesitaría tres velas de color: rojo, verde y amarillo (la parte fácil), y rezar lo que dice la estampita cada luna llena durante 9 meses, quede embarazada o no. Ese mismo día puse el identificador de llamadas, no por nada.
La vecina, a la que he etiquetado de rarita, no se quedó atrás y me pasó una carta por debajo de la puerta (supuestamente anónima) con un hechizo infalible: sostener un huevo blanco con las dos manos y, mirándolo, rezar tres padres nuestros, luego escribir bebé en la cáscara con un rotulador indeleble y dejarlo debajo de la cama 9 días. Después tendría que bautizarlo y enterrarlo, poniéndome de rodillas para pedirle a la Madre Tierra que me quede embarazada. Nunca más volví a saludarla.

Todo aquello lo consideré un poco prematuro porque hasta el año uno no debería de preocuparse, pero como no quise mostrarme descortés ni herir los buenos sentimientos de los que me quieren bien, guardé los libros junto con la carta ‘anónima’ en la mesilla de noche, empecé yoga y compré la Maca Andina para que Isa no me persiguiera más con el asunto. La estampita y las velas las recibí por correo un día antes de luna llena.


Tomado del blog: Una embarazada

Sobre la autora:  Samanta Ortega Ramos

El arcoiris desciende para mezclarse con nosotros - José Luis Velarde



El maestro habla de soluciones, peso específico, densidad y compuestos que me parecen mezcolanzas sin maldita gracia. Sólo me ha gustado la combinación de tres colores surgida cuando preparó una sangría con vino tinto que no quiso compartir. El gotero que sostiene en la mano derecha deja caer una gota de miel sobre el agua contenida en un vaso. Los alumnos la vemos descender hasta el fondo. Sube apenas mezclada. El maestro ni siquiera la mira mientras explica los cambios paso a paso. Pregunta monótono si la temperatura del agua o la altura desde la que se deja caer la miel introducen cambios en el producto final. El laboratorio parece un cementerio. Llueve en el exterior. Pienso en un poema. Escribo lo que pienso y se lo muestro a Laura.
“El arcoíris despliega velos de seda.
Van de la librería al cementerio.
Tú y yo estamos en cada extremo.
Muero mientras lees un poema.”
Siempre he dicho que tengo mala suerte y que la poesía es un buen instrumento para conservar un noviazgo.
Laura sonríe y tras ella otras dos compañeras se agitan cuando el maestro interrumpe la exposición de menjunjes para dirigirse a mí.
—Compañero Godínez, por favor lea el texto que tanta gracia causa a la clase.
El maldito. Me incorporo y leo como si fuera un trabalenguas de tan enojado que estoy.
—Espero que así como consiguió unas líneas bastante bien estructuradas pueda explicar los conceptos que me empeño en exponer.
Me disculpo. Permanezco en silencio. Recibo tarea extra que anoto sin reclamaciones.
Dos minutos después intento enhebrar un cabello de Laura en el ojo de una aguja que encontré sobre la mesa del laboratorio. Es imposible.
El timbre llega al rescate como todas las horas como todos los días. Es la hora de retirarnos. Laura sube a mi auto. Luce contenta. Arranco como si tuviera prisa por recorrer los cuatro kilómetros que separan el campus de nuestra ciudad. El arcoíris se ubica en los dos extremos señalados en mi poema. Laura lo advierte y me da un beso en la mejilla y me dice que me quiere. No respondo. A ella no parece importarle y habla sin parar sobre una fiesta próxima a la que no podemos dejar de asistir. Pienso en la olla de oro que aguarda en el final del arcoíris. Tomo el libramiento para ir hasta el cementerio. Frunzo los hombros cuando Laura pregunta por qué cambió la ruta que siempre seguimos. No respondo. Quisiera reconocer el final de un arcoíris. Laura pregunta si ya no la quiero. No respondo. ¿Y si termina en la librería y sigo una mala elección? Ella insiste con el interrogatorio absurdo y cada dos o tres frases dice que hará lo imposible por entender mi silencio, pero que de todos modos me quiere.
No respondo.
Laura grita y yo también grito al descubrirnos dentro de una nube roja. El aire se colorea conforme nos adentramos en el arcoíris. Me pregunta qué ocurre, pero nuestro velo ya es naranja. La neblina se espesa y es más difícil avanzar. Aún así nos movemos a unos diez kilómetros por hora. Al adentrarnos en el amarillo nuestro recorrido se interrumpe.
Afuera la combinación de colores muestra un dorado espléndido.
Me extraña el silencio de Laura.
La descubro brillante, muda y estatuaria.
Una mujer de oro sentada a mi lado sin proferir palabra.
Mi corazón late frenético cuando al dar marcha atrás Laura permanece sin cambios, en cambio el auto comienza a ganar velocidad.
Maniobro hasta reorientarlo. Me distancio del cementerio lo más rápido que puedo. Mientras me digo que la leyenda del arcoíris es cierta a medias. En ninguna parte te dicen que debes ir acompañado por alguien que te ame para recibir tu recompensa.
Debe tratarse de una mezcla efectuada en las condiciones correctas tal y como dice mi profesor de química.
Algo relacionado con la densidad, el amor o las soluciones que tampoco entiendo.
Por primera vez en muchos días me enorgullece no saber nada.


Acerca del autor:  José Luis Velarde

jueves, 25 de julio de 2013

Heridas en las manos - Raquel Sequeiro


Había ocho sillas. 4 estaban pegadas a la pared, cinco atornilladas al piso y 8 flotando en el aire. Había ocho sillas, como en el juego de las sillas, siempre faltan sillas, de modo tal, me invento algunas, aunque, en realidad, el total del total de las 8 sillas sean ocho sillas. Las atornilladas no sirven y las flotantes tampoco. En total tenemos ocho sillas para jugar al asesino y ocho manos con guante para robarle al ladrón.
Ha quedado una y me veo amordazado como un cabrón. La sangre me chorrea de un corte en la mandíbula. Tengo rotos los huesos de las manos y un par de balazos en las rodillas. Lo veo pasearse por la habitación. El muy hijo de puta coge una de las sillas que flotan.
—Se acabó la fiesta —dice. Pero la fiesta se acabó hace rato, cuando terminó de cantar la soprano y quedó el último jugador sentado en la última silla. Observo el ir y venir del taladro. Me perforará un pie. Me está quitando el zapato. Me está gustando esto, piensa. El silencio. El miedo. El sudor que se escurre entre la sangre. El olor a mierda. Arranca una de las sillas atornilladas. ¿Dónde dejaron las sillas que sobraban?, pregunta una niña. Sé que en la otra habitación hay siete sillas. Sé cuantos eran los comensales y cuantos los comidos. No quiero que me agujeree el pie. ¡Mía!, grita. Oigo risas. La soprano rubia podría romper los vasos, los cristales. Le conozco. Desde hace tanto.. Me sirve un vaso con whisky, me seca la boca con una servilleta de paño blanco, con curiosidad, con efervescencia, diría que con deleite.
—Sí, señor, encontraron todos los trozos en el ático, cuidadosamente atados; sí, señor, yo lo vi, señor policía. Yo sabía que no era bueno, señor policía. Me quedé como un sarmiento podrido.
Mi mente mentía todo el tiempo. Escribí un rotulador y cogió otra silla, arrancó otro asiento, mordisqueó con los dientes un trozo de mi dedo. ¿El escalpelo? : ¡Lo lanzó contra la pared! ¡Yo lo vi, su señoría, yo lo vi!
Por el contrario, me encontraba todavía en aquella habitación luminosa y vacía. Tenía 28 años, apenas entendía nada sobre las alteraciones de la conciencia. Creí encontrar respuestas en los libros de psicología. Creí saber lo que era un psicópata, un sociópata, un desquiciado, un histérico, un neurótico y un narcisista. Enarbolé mi carta como un loco delante de sus narices. Había ganado el juego de las sillas, y 5 estaban flotando y 4 ancladas al suelo, tal y como había pronosticado. En mis días de universidad, cuando me encerraba durante días para estudiar y ver la televisión, mientras me tragaba todos aquellos programas sobre muertes estúpidas, sobre casos horrendos, canibalismo y cosas así, meditaba ampliamente en el sentido de la existencia del ser humano, me perdía en todas las ramas del conocimiento, cavilaba en extremo y no dejaba descansar la mente. Tanto es así que dormía de pie y vestido. (He de decir que esto último es mentira). Hacer levitar las sillas era uno de mis trucos predilectos, para lo otro no necesité más que un martillo y unos clavos. Por supuesto, las patas de las sillas terminaban en un hermoso disco -como el disco solar de Hathor o el escudo de la infernales valquirias-. Atrajo mi atención un movimiento. Me había dormido y frente a mí aparecieron las 8 sillas. Todas las 8 —contando la mía, eran 9—. Se me infectaron. Daba igual lo que dijeran, que mis manos se recuperarían, que me coserían el dedo que no se había comido. Alguien me dio un osito. Abracé el osito muy fuerte. Me puse nervioso, verdaderamente nervioso. Cuando suceden estas cosas no te imaginas en una silla ni en ninguna otra parte. Me hice amigo de un criminólogo en seguida. Puede que suene extraño, pero yo utilizo una katana, no los encierro, no me dedico a hablar con ellos. Sólo, recuerdo que, en esa habitación, las heridas en las manos, los agujeros en mis piernas y toda esa sangre; que tuvieron que transfundir de otra bolsa a mis venas; todos esos golpes: el cráneo hundido, el pómulo derecho casi destrozado, la mandíbula.

Sobre la autora: Raquel Sequeiro

miércoles, 24 de julio de 2013

Encuentro cercano - Luis Benjamín Román Abram


Alberto Jaramillo se había alejado unas decenas de metros de su puesto de investigación. Los granos de arena eran poco compactos en esa zona, por lo que tenía que exigirse para mover los pies que se hundían con facilidad. Le llegaban la resonancias de las corrientes eólicas que formaban las dunas de Sechura cuando escuchó otro sonido, uno estruendoso, y el científico pudo divisar como se alzaban partículas de polvo a unos cinco kilómetros al sudeste de su ubicación. Deshizo sus pasos, subió a su vehículo y, poniendo el aire acondicionado a máxima potencia, se dirigió al lugar. En apenas minutos llegó. Se veía una depresión en un montículo, despedía calor, mucho mayor a los cuarenta y tres grados que había estado soportando hasta ese momento. Encontró algo que le pareció un avión monoplaza destruido. Pronto cambió de opinión. Notó que no guardaba semejanza con otros, empezando por el color, que era púrpura, mostraba altorrelieves de símbolos no occidentales, pero además, pensó, atentaba contra la aerodinámica, ya que el ingenio no tenía rastro de alas. Una nave demasiado futurista comparada con los modelos peruanos o del vecino Ecuador.
      Transcurrieron diez minutos, la temperatura fue disminuyendo y una compuerta se abrió rápidamente, pero en silencio. Alguien salió, no cabía duda de lo que veía.
      — ¿Está bien? — Fue lo primero que le dijo al alienígena rojo, mientras pensaba en lo grande y extremadamente delgado de ese cuerpo. Como de tres metros de altura, cabeza similar a la de un bacalao, con una indumentaria de tela de todas las tonalidades del arcoíris, pero con una conformación humanoide. Aunque decididamente aun fuera más pequeño no podría pasar por un terrestre.
      Alberto sudaba copiosamente y se sentía invadido por el miedo y la emoción. «¡Fama mundial!, ¡honores! y quien sabía que más».
Y pensar que por un momento supuso que era un avión militar.
— ¿Está bien? –repitió Alberto, al tiempo que escuchaba latir sus sienes.
—Está bien—contesto el ser, quien con sus ojos membranosos y amarillos lo miraba inexpresivo.
— ¿Habla mi idioma? —respondió Alberto.
      Se aproximó y tras un tras pies en la arena, no pudo evitar tocar una de las manos de cuatro dedos del visitante.
—Casi al instante el alienígena se desplomó.
Lo alzó a su vehículo y sintió un sonido seco, la nave había implosionado.
— ¿Qué hago ?—se preguntó el científico.
      Una vez que llegaron a la base lo recostó en el suelo y comenzó a enviar mensajes y llamar a sus superiores del Instituto de Investigaciones para el Cultivo en el Desierto. Entretanto, el alienígena temblaba y respiraba con dificultad, a los pocos segundos su movimiento se detuvo por completo y para siempre.
El evento se volvió noticia mundial. Jaramillo fue llamado «científico extraterrestre». Fue entrevistado y premiado por muchas organizaciones privadas y estatales de todo el mundo. Incluso fue visitado por funcionarios de la ONU, le comunicaron el aprecio que le tenían por el hallazgo. Todo estuvo bien hasta que se inició el acoso por los fanáticos de los extraterrestres y hasta por los escritores de ciencia ficción. Y el colmo fue cuando un fiscal penal de la provincia de Piura lo denunció por el delito de homicidio culposo, lo que podría privarlo de su libertad en una sórdida cárcel. Una ONG de Miami — por los derechos de todo extranjero, aún fuera de los confines de la galaxia— interpuso una demanda ante un juez civil peruano por responsabilidad, al poner al mundo en peligro. Con lo que, de ser declarara fundada, él sería obligado a pagar una cantidad abultadísima de dinero que lo llevaría a la quiebra financiera.
      En los medios legales, los doctrinarios del derecho hablaban que la legislación entraría en un nuevo rumbo. Ya no solo se enseñaría diplomacia o derecho internacional, en adelante, a todo se le agregaría, interestelar. Los juristas civiles advertían un nuevo camino para la Reparación por Daños y Perjuicios.
      El juicio fue difundido en toda la Tierra.
— ¿Qué hacía en el desierto?
—Realizaba investigaciones conducentes a volver parte del área en un valle.
— ¿Qué sucedió?
—Encontré una cápsula procedente del espacio exterior con vida a bordo.
— ¿Qué hizo?
—Me acerqué
— ¿Y luego?
—Salió la especie alienígena y quise verlo, tropecé y toqué involuntariamente su mano derecha. Meses después los biólogos me dijeron que no debí tener contacto físico, que eso causó su deceso.
      Oficialmente se afirmaba que tenía que castigarse severamente la negligencia de contaminarlo. Extraoficialmente se sabía que la razón de encontrar un culpable, que no había, era para dar señales de buena fe, en caso vinieran más extraterrestres, para que observasen que se había dado una sanción ejemplar a causante y evitar represalias.
      Perdió cuatro años de su libertad y todos los bienes que había acumulado a la fecha, con lo que se construyó el Parque Homenaje a la Vida Interestelar. Han pasado cien años y no se sabe de alguna nueva visita espacial o que alguno de su especie haya reclamado el extraño cuerpo. Ahora se especula que no quieren saber de nosotros por ser injustos, y se está pensando en rehabilitar el honor de quien en vida fue, Alberto Jaramillo.


Sobre el autor: Luis Benjamín Román Abram

La casa de mi padre - Raquel Sequeiro




Tengo poco tiempo para contar la historia de mi vida, como la casa se transformó en un nido de serpientes y quedé a merced de los recuerdos. En realidad la historia acaba bien. Mi padre tenía una casa.Siempre cerrada. Una casa que escondía un secreto que, por mucho que quiera contar, nadie puede creer. No había nada especial en aquella casa excepto una vieja mecedora. Cuentan que la mecedora se movía sola y que la casa estaba llena de fantasmas; lo cierto es que sigue cerrada y yo no tengo la llave aún. Queda poco tiempo para descubrir el secreto. Meto la mano en bolsillo de su pantalón mientras está dormido, bajo ladinamente las escaleras, casi escurriéndome como un vegetal mustio, abro la puerta trasera que da a la cocina y al garaje, me subo en la bicicleta… Hace años, la casa de Sir Mathew Rowins estaba infestada de no sé que seres infernales, llegó un deshollinador, un tipo que desincrusta los cadáveres de otras dimensiones. La ciudad de los García se infectó de lagartos, poco sé yo de la casa, la casa de mis vecinos. Sé que el niño murió hace diez años. Pese a todo, al abrir las ventanas, no puedo evitar que una oleada de repugnancia se apodere de mi cuerpo. Atracamos el banco en el 46; no somos asesinos, aunque la mayoría terminó siendo culpable de demasiados pecados. Los de arriba nos controlan bastante; y está ese niño, ese que se acerca en bicicleta. No creo que le guste que le corten las venas con el trozo de vaso de whisky, intentaré distraer a estos bichos y meterme en otro tinglado yo solo. No puedo materializarme. Abro la puerta, es demasiado fuerte el olor a rancio.Tengo poco tiempo, sin duda, y los de la ciudad esperan que lo deje limpio y puedan dejar la casa abierta. Aquel niño, en 1946, es una leyenda. Dicen que entró por la puerta principal y que lo cosieron a hachazos, con el hermoso juego de colección del bisabuelo: hachas austrohungaras de hierro fundido con unas preciosas empuñaduras. Me despierto. Enciendo la luz de la mesilla, el reloj analógico marca las diez. Es ilógico que no me dejen ver la casa y la mantengan cerrada y que mi padre y yo vivamos en un apartamento diminuto. Cosas que pasan, dicen. Esta noche me ha visitado un tipo raro y me ha dicho que no coja las llaves de papá por la mañana.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

La muñeca de mamá y papá - Virginia Cortés




El lunes Susana había decidido dejar de hacerse la tonta. Todas las señales iban apareciendo una a una, en los mismos tiempos que la vez anterior. La primera vez que notó el cabello de Sabrina más fino y quebradizo se dijo que era idea suya. Muchas veces pretendió que era torpeza natural de niño cuando a Sabri se le caía la cuchara, el pincel o el marcador rosa, su preferido. Incluso miraba para otro lado cuando detectaba el comienzo del rictus de una convulsión, de esas que habían sido breves y pasajeras al principio y que finalmente habían partido una columna vertebral. Recordaba el sonido de la fractura, como de huesitos de pollo masticados por un perro grande; un sonido fuerte de ruptura ósea primero, seguido del crujir de las vértebras astillándose. Los médicos desconocían cómo curar esa peste horrible. No había precedentes de casos anteriores. Más parecía una maldición que una enfermedad. Susana no siempre había estado loca pero hay que decirlo, lo estaba ahora.
La locura se había instalado definitivamente en esa casa con los primeros síntomas de la enfermedad de su primera hija, a los 5 años de edad. Marcos se había refugiado en su profesión con la cual se evadía de su dolor y del de su esposa también. Trabajaba día y noche y más de una vez se quedaba a dormir en su estudio. Con su profesión trataba de burlarse un poco de la muerte, pero en realidad le parecía una victoria artificial. Le dejaba un sabor metálico en la boca, como de edulcorante barato.
Cuando Susana quedó embarazada por segunda vez, les pareció un milagro. Pero también los miedos volvían junto con las ilusiones. Susana y Marcos ya no eran los mismos. La casa todavía olía a tristeza y abandono, a depresión y oscuridad. El jardín del frente no tenía flores y el del fondo tenía un pastizal desatendido y salvaje de años. Las paredes se descascaraban. La pintura se había aglobado en varios sectores y se desprendía en tiras, como cortezas viejas de un árbol añoso. Había manchas en los pisos que eran huella del agua que se filtraba por más de una gotera todos los inviernos. La casa entera hedía a humedad. La ropa en los cajones, entre las naftalinas, se llenaba de una pelusa gris oscura si no la sacaban seguido de sus nichos.
El martes a las siete de la tarde Susana prendió la estufa del baño. Dudó un instante y sacudió la cabeza como para librarse de un mal pensamiento. Abrió las canillas de agua fría y caliente para lograr la temperatura justa, de modo que al llenarse la bañera el agua no quemara la delicada piel de su niña. El agua estaba deliciosa cuando Sabrina se zambulló en ella como un delfín. La enfermedad aún no le había apagado el brillo en los ojos, no le había nublado el cerebro tampoco, reconocía todos sus juguetes, los colores, los aromas de su jabón y de su shampoo. Recordaba los nombres de sus amigas del jardín y los de sus tres novios. El nombre de su maestra, de su conejo de felpa lila y de todas sus muñecas. Pero las muñecas no le gustaban tanto, tenían esa mirada vacía y ese aspecto inmaculado, impecable, que sólo aquello que no está vivo puede tener. Le recordaban el trabajo de su papá.
La mamá salió del cuarto de baño por un momento. Era raro, jamás dejaba sola a Sabri cuando se estaba bañando por temor a que le pasara algo. Algo malo. Sabrina sabía por experiencia propia que sus padres vivían con el temor de que algo malo le pasara a ella. No sabía por qué, pero sabía que era así. A ella no le molestaba en absoluto. Sus padres estaban pendientes de ella en todo momento. Rara vez le decían que no a algo que ella pidiera y la hacían sentir una princesa. La vestían con ropas hermosas con volados y bordados y apliques y flores y todo lo que ella quisiera. Si Sabri quería ir con su mamá al super disfrazada de reina de las hadas, podía hacerlo. Si deseaba cenar sólo helado de crema con galletitas, podía hacerlo. Si deseaba quedarse toda la noche en la cama con sus padres mirando la tele, podía hacerlo, y sin tener que ir al jardín al día siguiente. Sus padres se quedaban toda la noche felices jugando con ella.
Susana volvió al baño con los ojos hinchados de llorar. La tensión muscular le ladeaba un poco la cabeza hacia la izquierda. Con movimientos rígidos y rápidos saltó dentro de la bañera, con su hija y tomándola por los hombros la sumergió hasta que la chiquita estuvo completamente acostada bajo el agua. Se clavaron los ojos de una en los de la otra por un momento, luego las manitos crispadas forcejearon cuanto pudieron, pero las manos mayores eran más fuertes y no cedían. Arañó en su intento ciego por defenderse, los brazos de su madre, el agua, los bordes de la bañera, el aire por sobre el nivel del agua y también su propia carita. “Marcos no podrá arreglar esto” se dijo Susana. Alzó, sin pensar, el cuerpo sin vida de su hija y lo secó con esmero. Le desenredó mecánicamente los finos cabellos, como siempre, la vistió hermosamente y la recostó en su cama como siempre. Como siempre. O casi.
El miércoles Marcos llegó más temprano de lo habitual a su estudio. No había pegado un ojo en toda la noche y lo aguardaba un día abrumador. Era un taxidermista de renombre. Un profesional reconocido por sus trabajos excepcionales hasta el detalle. Pero nunca había hecho algo como esto. Sin embargo se lo había prometido a su esposa. Le daría una hija que no pudiera enfermar. Una niña que estuviera siempre impecable, siempre peinada, siempre sonriente, con las mejillas siempre rosadas. Tal vez estaría sentada… o parada en actitud de desplegar su falda, luciendo su vestido de princesa.


Acerca de la autora:  Virginia Cortés