jueves, 13 de junio de 2013

Derroteros - Rolando Revagliatti


La fresca y pimpante criatura uniose en matrimonio a Feliciatti tres largos años antes de prendarse de Valentina. Con él tuvo gemelos robustos. Dejose destinar para Feliciatti por su padre, a quien también su esposa había sido destinada por el suegro. De blanco frente al altar, con todos los permisos y plácemes familiares recibidos, sociales y religiosos otorgados, regodeose por vez primera imaginándose a solas con Feliciatti. Feliciatti, de exactamente el doble de su edad.
Espléndida ella por simple existencia, sin artificios, casi sin poses. Feliciatti, barnizado comerciante en comestibles, en cambio, ampuloso y plagado de latiguillos. Amante ponderable después de todo, lograba estremecerla. Los gemelos, como dije, robustos, nacieron sin dificultad.
El flechazo entre Valentina y la fresca y pimpante criatura prodújose en la fiesta donde descubrieron que la progenitora de Valentina, en su condición de obstétrica, había asistido a la progenitora de la progenitora de los gemelos en el parto en el que vio la luz.
Cuando la obstétrica enviudó, Feliciatti, por despecho, enterado de la incidencia de Valentina en su cónyuge, decide seducir a la obstétrica. Empieza la noche misma del velatorio del marido, y redondea la entusiasmante tarea, semanas después. Valentina y la destinada a Feliciatti festejaron el salpimentado romance.
Cristalizadas perduran más o menos así las cosas. Socios y barnizados comerciantes, habiendo adoptado con naturalidad los latiguillos alocutivos de su padre, los gemelos, hombres de bien, se mantienen indeclinablemente robustos y ampulosos.

Sobre el autor: Rolando Revagliatti

martes, 11 de junio de 2013

El espejo - Ambrose Bierce


El espejo es un plano vítreo sobre el que aparece un efímero espectáculo dado para desilusión del hombre. El rey de Manchuria tenía un espejo mágico, donde el que miraba, veía, no su imagen, sino la del rey. Cierto cortesano que durante mucho tiempo había gozado del favor real y en consecuencia se había enriquecido más que cualquier otro súbdito, dijo al monarca: "Dame, te lo ruego, tu maravilloso espejo, para que cuando me encuentre apartado de tu augusta presencia pueda, a pesar de todo, rendir homenaje ante tu sombra visible, postrándome día y noche ante la gloria de tu benigno semblante, cuyo divino esplendor nada supera, ¡oh Sol Meridiano del Universo!".Halagado por el discurso, el rey ordenó que el espejo fuese llevado al palacio del cortesano. Pero un día en que fue a visitarlo sin anuncio previo, encontró al espejo en un cuarto lleno de basura, nublado por el polvo y cubierto de telarañas. Esto lo encolerizó tanto, que golpeó el espejo con el puño, rompiendo el cristal y lastimándose cruelmente. Más enfurecido aún con esta desgracia, ordenó que el ingrato cortesano fuera arrojado a la cárcel, y que el espejo fuese reparado y conducido a su propio palacio. Y así se hizo. Pero cuando el rey volvió a mirarse en el espejo, no vio su imagen, como antes, sino la figura de un asno coronado, con una venda sangrienta en una de las patas: que era lo mismo que siempre habían visto los autores del artificio, y los meros espectadores, sin atreverse a comentarlo. Tras recibir esa lección de sabiduría y caridad, el rey puso en libertad al cortesano, hizo instalar el espejo en el respaldo del trono y reinó largos años con justicia y humildad. Y al morir mientras dormía sentado en el trono, toda la corte vio en el espejo la luminosa figura de un ángel, que sigue allí hasta hoy.

Acerca del autor:
Ambrose Bierce

El aleteo de una mariposa en Pekín – Walter Iannelli


Te hubiera dicho que las cosas son raras. No la vida, sino el ordenamiento de las cosas en el universo. La forma en que éstas suceden, se encadenan como si quisiesen decirnos algo. Pero no te dije nada, por supuesto. No te dije nada porque sí, porque subiste al colectivo con esa expresión de vampiresa ausente, entallada en una pollera amarillo patito que te juntaba la piernas en un tubo hasta la rodilla, la boca semiabierta como si, debajo de los anteojos negros, estuvieses suspirando con los ojos. No te dije nada porque habíamos hablado muy pocas veces, casi nunca, un saludo apenas, y sobre todo porque caminaste por el pasillo del ómnibus mirando a todos y a nadie y te sentaste tres asientos por delante, también al lado de la ventanilla, con la misma languidez con que te había imaginado en la mañana, cuando había descargado mi mal humor soñándote despierto, y vos habías aparecido en mis sueños hecha una casualidad, una fatalidad cotidiana, y te habías entregado sin una palabra y yo lo había aceptado como se acepta lo deseado, una mano de plano sosteniendo el cuerpo contra la pared de azulejos del baño, la otra agitando las urgencias entre mis pantalones, donde te soñaba.
Una señora se sentó a tu lado y no pude dejar de pensar que desde la mañana, quizás desde el comienzo de los tiempos las cosas habían estado sucediendo para que nos encontráramos. Gente, calle, trámites, autos y señoras que fueron sentándose a tu lado en el colectivo, un mare magnum que se entrecruzaba como cables para que nos encontrásemos después del sueño. Claro que no como te había imaginado en mi cabeza, en la humedad, en la sordidez, sino en la tarde clara que brillaba y limpiaba el sabor a culpa y traía, como una ola, sólo la rémora suave y salada del amor  imaginado entre tus piernas. La pollera arriba, hasta la cintura, y mi boca hurgando entre tu blusa con una premura lenta que te hacía oler  igual que el viento antes de la lluvia. Ahora, no. Ahora estabas levemente inclinada hacia la ventanilla y podía ver el reflejo de tu perfil en el vidrio sucio. Ahora mirabas a través de ese vidrio sucio la calle. “El aleteo de una mariposa en Pekín puede producir un terremoto en Los Angeles”, pensé. Ibamos a viajar a tres asientos de distancia. A viajar a la misma velocidad en ese colectivo, siempre separados por esos tres asientos, unívocos e indestructibles, porque éramos dos tipos justificando el universo sin conocer sus leyes. Íbamos a mirar las mismas cosas, y nuestras miradas se unirían en algún punto. La vidriera de los negocios, los puestos de flores, el vigilante, el diente pintado de negro en la cara del político del afiche. La impertinencia de los que de una u otra forma querían hacer seguir andando el mundo, como si no supieran que ya no dependía de ellos.
Son raras las cosas, te hubiera dicho. La caída de un tenedor, la premonición fugaz de cruzarte de pronto con aquel que creímos descubrir en el lento agacharse a recogerlo. La sensación de que el tiempo es apenas una línea que nos resta recorrer como si fuese un pasillo sin salida, construido hace miles de millones de años, en el que sólo nos está permitido dar vuelta la cabeza de vez en cuando o atisbar poco más adelante, donde una última lamparita amarillenta y apocada por la mugre cuelga del techo. Pero no te dije nada porque era natural que yo me levantara primero del asiento al llegar a destino. Era natural que vos te levantaras después, y caminaras como un felino, aún con el bamboleo del colectivo, como si el roce de tu entrepierna pudiese producir polvo de estrellas. Natural que te quitases los anteojos para saludar con una breve sonrisa, y que yo, en vez de decirte que estabas verdaderamente linda, tan linda que metías miedo, te tocara una teta, tímidamente pero con toda la mano abierta. Natural que te bajaras puteándome del colectivo y yo me quedara callado, aguantando el ensañamiento de dos o tres tipos que me trompearon hasta tirarme por la puerta dos paradas más allá, no sin antes pisarme un ojo. Natural que sentado en la vereda siguiera pensando en vos. En los tres asientos que nos habían separado durante cuarenta minutos, y en tu mirada y la mía, que se habían tocado una y otra vez sobre los objetos, como la de dos viejos amantes que se hacían compañía  para soportar la derrota, lo indefectible.

Acerca del autor:
Walter Iannelli

Una confusión cotidiana - Franz Kafka


Un incidente cotidiano, del que resulta una confusión cotidiana. A tiene que cerrar un negocio con B en H. Se traslada a H para una entrevista preliminar, pone diez minutos en ir y diez en volver, y se jacta en su casa de esa velocidad. Al otro día vuelve a H, esta vez para cerrar el negocio. Como probablemente eso le exigirá muchas horas, A sale muy temprano. Aunque las circunstancias (al menos en opinión de A) son precisamente las de la víspera, tarda diez horas esta vez en llegar a H. Llega al atardecer, rendido. Le comunican que B, inquieto por su demora, ha partido hace poco para el pueblo de A y que deben haberse cruzado en el camino. Le aconsejan que espere. A, sin embargo, impaciente por el negocio, se va inmediatamente y vuelve a su casa.
Esta vez, sin poner mayor atención, hace el viaje en un momento. En su casa le dicen que B llegó muy temprano, inmediatamente después de la salida de A, y que hasta se cruzó con A en el umbral y quiso recordarle el negocio, pero que A le respondió que no tenía tiempo y que debía salir en seguida.

A pesar de esa incomprensible conducta, B entró en la casa a esperar su vuelta. Y ya había preguntado muchas veces si no había regresado aún, pero seguía esperándolo siempre en el cuarto de A. Feliz de hablar con B y de explicarle todo lo sucedido, A corre escaleras arriba. Casi al llegar tropieza, se tuerce un tendón y a punto de perder el sentido, incapaz de gritar, gimiendo en la oscuridad, oye a B -tal vez muy lejos ya, tal vez a su lado- que baja la escalera furioso y que se pierde para siempre.

Acerca del autor:
Franz Kafka

Animal naranja - Mempo Giardinelli



Sueño con un enorme animal prehistórico de color naranja que me persigue por los salones del Palacio de Obras Sanitarias. Escucho que una mujer pide auxilio y corro a rescatarla, pero entonces advierto que, si en efecto voy, ella también me ha de estar soñando. Es fascinante descubrir que ambos soñamos lo mismo, claro, pero cuando yo me meto en su sueño el dragón o dinosaurio o lo que fuese ya nos persigue a los dos, y en una esquina hace la posta con un gato montés de color azul. Yo le grito que es ridículo soñar así a los gatos monteses, que todo el mundo sabe que no son azules, pero ella replica con lógica implacable que los gatos monteses no son azules pero este gato sí es azul y es montés y lo que es peor nos persigue haciéndole el relevo al Noséquesaurio naranja y gigantesco que es obvio que quiere matar a la mujer, que no sé cómo logra huir y se despierta primero, justo cuando yo le lanzo al gato montés azul una pila de revistas de modo que lo aplasto y el gato queda impreso en la página doble central de esa revista que se abre en el final del sueño, cuando yo apenas logro sofocar mis gemidos y amaina mi desesperación.

Acerca del autor:
Mempo Giardinelli

Robert Houdin - Ana María Shua



Si su discípulo Houdini fue sobre todo un atleta, la clave de los trucos de Robert Houdin fue su profesión de relojero. Sin embargo, lo más importante para los dos, como para todos los ilusionistas, fue la comprensión psicológica de la ilusión, su aguda percepción de los huecos por donde atravesar el engaño.

Uno de los trucos de Houdin consistía en mostrar una liviana caja de acero, que hasta un niño podía levantar, y pedirle después a los hombres más fuertes del público que intentaran moverla, mientras la mantenía adosada al suelo con un enorme imán. El truco fue muy exitoso mientras Houdin afirmó que su poder mágico consistía en aumentar el peso de la caja. Pero pronto descubrió que la gente se impresionaba mucho más si afirmaba ser capaz de extraer la fuerza de un hombre, debilitándolo de tal modo que ya no pudiera mover el artilugio. Como ciertos autores que, en lugar de reconocer el peso específico de su novela, culpan a la debilidad del lector. Este truco se puede realizar sin utilizar imanes, pero es necesario contar con el férreo sostén de la crítica.

Acerca de la autora:

La novela del capitán – Héctor Ranea



Al cabo de un rato el manuscrito de mi novela, el cual había dejado perfectamente acomodado en la mesa de la cocina, estaba desordenado. Como no había nadie más en la casa, comencé a preocuparme.
El capitán Hoverland había sido asesinado antes casi de comenzar a narrar por qué habría de ser eliminado. Ya en la segunda página el silencio de Melody se anticipaba a cómo sería su vida después de que la violara su novio de la juventud, aunque esta tragedia debería ocurrir en la tercera parte de la novela, anteponiéndose al descubrimiento de Galileo, el nuevo satélite de Mercurio, por el profesor Gunner, bisnieto del explorador de las posesiones de Hoverland. Mientras leía esa versión desordenada, me daba cuenta de ciertos artilugios que nunca hubiera escrito, que hacían de la misma un engendro completamente transido de espasmos y golpes bajos vomitivos. En eso, la hija de Hoverland le saca un cigarrillo a Petaca Roberts, mi personaje favorito, una mujer de carácter bravo, poco propensa a las bromas y ésta le tira un beso.
—¡Yo no escribí eso —me enojé—. Petaca siempre fue el paradigma de alguien sin inclinaciones sexuales. ¡No veo por qué ahora las tiene! —pensé.
Me pongo a reescribir la novela en un ataque de furia loca.
En la primera parte el pasado de Hoverland lo condena. Pongo al personaje que lo matará casi sin decirlo. La escena me surge espontáneamente. Esa parte es una de las mejores pero, cuando la saco de la máquina me ataca la desolación. Ahí estoy escribiendo casi con carteles luminosos para señalar de forma evangélica quién será el homicida, que es Petaca, claro.
Y ahora que lo dije, ¿qué? ¿Cómo piensan que se venderá una novela en la que de arranque se sabe quién será el que matará a Hoverland y a Petaca? ¿Petaca, muerta?
—¿Quién fue el asesino? —grito, fuera de mí.
No tengo idea de lo que está pasando. No tengo tiempo de tomar ningún reaseguro. Miro en la memoria de la máquina y la novela sigue intacta pero con todo cambiado. Comienzo a dudar de mí. Seguramente pienso una cosa con un hemisferio y sale otra por el otro. Pienso con el izquierdo un argumento y el derecho se desacopla y comunica otro. Eso es terrible para ser novelista. Tan parecido a la muerte es esta lucha de personalidades que prefiero no pensar más en la novela.
Me voy a preparar un café. Mientras aguardo que el agua se caliente en la pequeña caldera del aparato, miro por la ventana y veo el suelo del patio lleno de escamas blancas. Me acerco a ellas, las toco: son como granos de sal, pero grasosas al tacto y el olor es inconfundible. Es caspa de murciélago.
—¡Mal paridos! —grito de nuevo—. ¡Ustedes me están arruinando la novela!
No se escucha nada más que el agua negra del café manchando la cocina al salir a borbotones. Corro a apagar el fuego. Escucho una voz detrás de mí:
—Te equivocas.
Me doy la vuelta
—¿Quién... —me detengo en seco.
Ahí, sentado, orondo está un vampiro. Fulero de ver, más de oler.
—Soy yo solo, no hay otros. Quiero escribir una novela y la tuya me pareció interesante, pero poco atractivo el desarrollo. Si quieres hablamos ¿me sirves un café, por favor?
Un café no se le niega a nadie, así que se lo acerqué. En efecto, la caspa era de él. Hablamos bastante: no tenía malas ideas, sino mala técnica. Después de unas cuantas duchas logré sacarle ese olor de encima y, con ropas de mi ex, quedó hasta atractivo.
La novela quedó bien, después de los arreglos. Me hice famosa y empezamos una sociedad que lleva más de... bueno, eso mejor no lo digo.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

domingo, 9 de junio de 2013

Guiso de habas – Sergio Gaut vel Hartman & Maria Ester Correa Dutari


—¿Usted está seguro de que lo que escribe es también interesante para los demás? —Agnos removió el guiso con un tenedor y se concentró en las habas; eran enormes.
—No lo sé —respondió Loretta—. Nunca se sabe. Los que se acercan a comentar algo que escribiste te adulan, los que no se acercan tal vez piensen que es una bazofia.
—Como este guiso, sin ir más lejos. —Ahora Agnos sonreía. Le costaba creer que solo era un personaje, que su vida entera estaba en mis manos. De pronto se dio cuenta con quien estaba hablando, de que a pesar del tratamiento y la medicación, lo seguiría haciendo, y que ese conocimiento lo iba a volver loco. La sonrisa se borró de sus labios.
—Los cuentos, como los guisos, si no acaban cuando corresponde se terminan convirtiendo en un pastiche frío e incomible. —Loretta, en cambio, disfrutaba jugando el rol del escritor. Sabía que no lo era, que solo se limitaba a representarme.
—Ya mismo lo termino; ¿no vas a comer? —Loretta movió la cabeza. Había urdido un plan para hacer desaparecer a Agnos. Y no era la primera vez que hacía algo como eso. En su haber se contaban pistoleros, asesinos, prostitutas y proxenetas. Pero habitualmente nadie reclama, aunque no estén conformes con su estilo que, está de más que lo diga, es el mío.
—No, no voy a comer. —Loretta se levantó de la mesa para dirigirse al escritorio donde estaban los borradores; había decidido borrar a Agnos del cuento.
—Lo cierto — dijo Agnos, que ignoraba por completo los propósitos de Loretta (y los míos)— es que tus cuentos son malísimos, nada es creíble, aunque debe quedar en claro que yo soy un escéptico, de allí mi nombre. En realidad, no sé por qué me preocupo: yo no soy el que no vende un miserable libro.
—Tu opinión es irrelevante —dijo Loretta levantando la vista de los papeles—; sabés perfectamente que el que decide la continuidad de la historia soy yo, para eso soy el escritor. —Tomó una de las lapiceras, pero descubrió que en ella apenas quedaba tinta—. Y el final está cercano —concluyó abrumado por las crecientes dificultades.
—¿Ah sí, cómo es eso? —El tono de Agnos era desafiante—. Los mediocres tienen una única forma de terminar un cuento: matando al personaje, ¿no es cierto? Pero sabe que no lo va a hacer, aunque de no seguir escribiendo la obra esta quedará inconclusa, ¿no es así?
Loretta miró a Agnos, incrédula. A medida que avanzaba la conversación se había ido dado cuenta que se desdibujaba, que ya no proyectaba sombra, que apenas era un garabato en la hoja, un línea torcida que se perdía en los vericuetos de la historia, y finalmente apenas unos puntos suspensivos.
—¡Esto es imposible! —exclamó Loretta antes de desaparecer por completo.
—¡Pobre tipa! —dijo socarronamente Agnos—. Cada vez que come estos guisos termina con indigestión, delira, se cree la protagonista del cuento, aunque debo admitir que es duro ser solo un personaje secundario. Ahora solo me queda tomar las riendas del cuento y continuar con su escritura hasta terminar la historia.
Le permití que lo creyera durante algunos minutos. El guiso estaba delicioso y hasta pasé el pan por el fondo de la olla.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

Fábula con aire marino (cuento pascual) – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—¿En serio que está en huelga? ¿Qué pasó?
—Mi tarea no es suficientemente remunerada, pero está bien porque la considero vocacional, en cierto modo y, por qué no admitirlo, me alimento bastante. Pero esto se está yendo fuera de control. Es todo muy desprolijo.
—A ver; usted admite que come en su horario de trabajo. Pero que hay caos que le dificulta el mismo. ¿Correcto?
—Correcto.
—Usted estaba contratado para eliminar a Joaquina (La Foca) Flotandis pero un trío de facinerosos se le adelantó. ¿Es así?
—Precisamente; por medio de un ardid me la arrebataron y la atacaron ellos. El tema es que el comitente ahora no quiere garpar. Digo yo: ¿Qué culpa tengo? Yo planeé todo, puse a la foca en posición, pero no me va a pedir que me enfrente a esos tres toros gigantones. Eso no estaba en el contrato. La idea es matar, no dejar que me maten. ¡Vamos! No pueden jugar con Juro “Tiburón” Meneses y sacarla gratis.
—¿Y quién o quiénes son esos comitentes, si se puede saber? ¿Se puede saber?
—¡Claro! La lealtad llega hasta un punto. No se juega con esto. Son los jefes del Clan Las ballenas de Cortés. Un grupo de viles ballenatos de poca monta, pero eso lo descubrí un poco tarde. De todos modos, no pensé que llegarían a esto.
—¿Para qué lo contrataron?
—Debía eliminar al Jefe de la Mega Banda de los enemigos de las ballenas ésas. Uno que llamaban Delfín cabezón.
—Pero usted quiere cobrarles una foca.
—Estaba en mi camino. Ellos sabían que debía distraer a sus asesinos.
—¿Cómo! ¡Ellos tienen sus propios asesinos y lo contrataron a usted?
—Tercerizan para que nada falle. Es habitual. Mandan al Cuarteto de piratas que se hacen llamar Orcas, perdón por este error de ortografía. No me lo banco, pero se hacen llamar así.
—Descuide. Acá en la televisión estamos acostumbrados a hablar con faltas de ortografía.
—Muy mal… muy mal. Pero bueno. Ésa es mi denuncia. ¡Ballenas, mamíferos desubicados! Y me rajo.
—Claro… claro. Disculparán ustedes, televidentes, pero el tiburón no aguanta mucho fuera del agua. Han presenciado ustedes un testimonio directo de este caos marítimo que el gobierno no hace nada por resolver. Estos asesinatos demuestran el nivel de inseguridad al que nos están acostumbrando. ¡Oh! Retornó el tiburón. ¿Qué desea ahora?
—Sólo anunciar que las ballenas están cabreadas mal. Quieren provocar un recontra mega giga tsunami para ahogar a los seres humanos. Lo siento. A propósito ¿No tiene algo para darme de comer? ¿Estoy desde esta mañana hambreando, vio?
—Como no. Llévese mi pierna. Mañana me la clonan. Gracias por el dato. Y el gobierno: ¿qué está esperando?

Acerca de los autores:
Héctor Ranea
Sergio Gaut vel Hartman

Impulso - Sergio Gaut Vel Hartman & Raquel Sequeiro


Huyo sin saber por qué. Sólo sé que si me capturan seré devorado por los señores del castillo en el que el festín nunca termina. Y digo que no sé por qué trato de poner distancia con mis perseguidores, habida cuenta que nada existe fuera del festín que los señores del castillo celebran donde existe el universo. Debía huir y lo hice, no porque tenga una razón, o porque la fuga posea un sentido. Aunque supiera que me asiste un motivo para evitar la captura o que poniendo distancia con el posible castigo lograré alguna forma de alivio, el resultado sería apenas un poco más tétrico que la realidad que me aguarda si penetro en el territorio controlado por los señores del castillo vecino. El mundo entero es una sucesión de territorios dominado por los señores desde sus castillos almenados y cada uno de nosotros es la presa que cazarán para llevar a la mesa. Ni siquiera el irresistible impulso de la fuga sirve para explicar mi vergüenza, mi definitiva desazón y mi patética existencia. Persigo una quimera. No puedo salir de este laberinto y pienso, sin embargo, con la carne maltrecha por las caídas sobre este páramo rocoso, que hay una salida que desconozco y recuerdo, lo suficiente terrible para que mis piernas se nieguen a ir, y prosigo de este modo de reino en reino, esclavo sin cadenas de mis miedos, de mis fantasmas. ¿Quién me persigue? ¿Los arqueros, desde arriba, los soldados con sus perros...? Oigo sus aullidos. ¿Crees que importa, cuando han caído todos y los imagino en sus vitrales expuestos como trofeos, en sus tableros de mármol pedazo a pedazo, acuchillados y enclavados por los señores feudales de este nuevo cosmos, tan ingente y hambriento era el otro como lo es este y este como lo es aquel y así sucesivamente en una secuencia sin fin? Este mundo se ha convertido en un caótico precipicio, pero ¿no merecemos salvarnos? Intento huir pese a todos sus esfuerzos por cazarnos miserablemente entre esta desolación de llanuras secas. Me impresiona la fuerza de cada sonido, el palpitar del corazón, los alaridos en mi cabeza. ¿Estoy solo? ¿Sólo oigo mi voz en el silencio? No aguantaré corriendo mucho tiempo y se acercan. Repito como un loco que siempre hay una salida y en eso se ha convertido mi mente, en un conjunto de sintagmas, de matemáticos pensamientos, de axiomas absurdos y me dirijo sin descanso, de este modo, ya, al único escondite que puede salvarme. Los surcos en el terreno se hacen profundos. El territorio de los faunos no es menos horrendo al adentrarme apartando las raíces, escupiendo la tierra que se desprende intentando tragarme, pero ya no los entiendo. No sé, lo reconozco, si estos otros dioses, que los primeros llaman indígenas, serán benévolos y hallaré descanso para mi quebrantado cuerpo, mi alma desfallecida, alimento para mi espíritu y el estómago vacío desde hace días innumerables. Me desgasto en una carrera sin fin, huyo de mi mismo, me traiciono. ¿Cuándo el mundo comenzó a ser este desierto inhóspito y terrible? Deseo encontrar sosiego para mi mente y entonces despierto empapado en un sudor frío. Estoy en mi alcoba. La sirvienta atenúa las heridas con una pócima diluida en aceite. Es esperanza, es el canto de un pájaro, es el poniente. Anhelo no despertar de este sueño en el que me he dormido, con su mano a poyada en el vientre del que sobresalen las tripas. Siento un dolor inmenso. Nos hemos perdido. Hemos perdido el valor y las fuerzas y se repiten las traiciones y corro y huyo y presiento la oscuridad de este sinsentido abúlico y demencial, trotando a lo largo de este nido de voluptuosas y carnívoras serpientes. Me vaticino este mismo futuro en el pasado, porque, pese a que no puedo, no debo o no quiero cambiar las leyes de este sistema asesino, no dejo de correr y adentrarme en el fondo, hasta el fondo de la tierra misma, enajenado y vacío: este es el nuevo universo y sus amos no nos darán tregua.

Acerca de los autores:  
Raquel Sequeiro
Sergio Gaut vel Hartman

Textos para matar – Sergio Gaut Vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar



Nargon había llegado a la madurez y creía poseer méritos suficientes como para formar parte del Consejo Asesor de Proveedores de Asuntos Relacionados con la Creación de Obras Literarias de Umela. Pero los anquilosados ancianos del CAPARCOLU no tenían la menor intención de promover a Nargón, por lo que este decidió que escribiría un libro con fuerza destructiva y que en él aparecerían tachados algunos de los nombres de los viejos fracasados y resentidos. Tachar, entre los umelitas, equivale a matar. Tituló su obra «Tipear un Mundo Nuevo» y la terminó en un mes. Ningún anciano falleció. Nargon no entendió qué había pasado; le hizo leer el volumen a un editor y este, riendo, le indicó cuál era la falla: había una errata en el título (cuando hay errores o erratas, el efecto de aniquilación no funciona). Según el Cuaderno Sagrado de la Real Escuela se dice «tipiar», no «tipear», explicó el editor. «Qué horrible», dijo Nargon. «No debería existir la palabra “tipiar”, es espantosa». De pronto el autor sintió un gran dolor en el pecho, trastabilló y, con los ojos desorbitados, cayó al suelo. Su corazón había estallado en pedazos.
—Qué sujeto tan parvo —dijo el Presidente del CAPARCOLU al enterarse del hecho—. No tomó en serio nuestra segunda y más delicada regla: Aquel que escriba un texto con fuerza destructiva y consigne allí un error o errata no solo perderá la facultad de aniquilar a otros, sino que morirá al día siguiente de finalizar el libro.
—Debió solicitar un corrector de estilo, de haberlo hecho su plan habría funcionado. Los revisores pueden detectar fallos en doce horas —dijo alguien.
—Por desgracia para él, y para fortuna nuestra, tenía el ego del tamaño de una estrella. La soberbia conduce a la obcecación y esta, al fracaso.

Acerca de los autores: 
Carlos Enrique Saldivar

viernes, 7 de junio de 2013

Las aletas no son para volar - Héctor Ranea


—¡Buenas tardes, Fesor! ¿Qué tal anda, tanto tiempo?
—¿En términos generales o particulares, Feta?
—Empecemos por lo general y vayamos a lo particular.
—En general ando bien. En particular, también.
—¿Vio que era sencillo? Ahora, sáqueme de mi ignorancia: ¿por qué tiene una aleta?
—Mi aleta. ¿Cree que saldría sin ella?
—¿Pero cómo es que la tiene? ¿Un implante?
—Me extraña Feta. Siempre salgo con mi aleta. ¿Hace cuánto que no me ve desnudo?
—¡Uf! Desde aquel episodio del médico que le pidió un documento de identidad. ¿Recuerda?
—¡Cómo voy a tener un documento así!
—Precisamente por eso, Fesor. Lo metieron preso y desde entonces no nos vemos.
—¡Preso! Me quejaré, por supuesto.
—¿Pero dónde estuvo, hombre?
—¡Qué corto de entendederas, amigo! ¿De dónde saca que soy humano? ¿Acaso esta aleta es de humano?
—¡Pero usted es humano! Yo lo conozco y lo sé. No quiero contrariarlo.
—Vea amigo, no sé por quién me toma, pero yo de Fesor tengo algunos rasgos. Otros son de su mascota.
El nuevo Fesor, de hecho, tiene los últimos adelantos del siglo XXIX. No oye más con las simples dos entradas al cerebro del que gozaron los anteriores hasta el XXIII, ahora tiene cada célula administrando parte de la energía para esos menesteres, igual que para ver, sus dos ojos ancestrales tienen en cada célula un émulo. Notable, Fesor apenas hace alarde de tamaña muestra de tecnología. Por eso calla, para estar más bien ausente o, al menos, si habla es sólo para no mantener en silencio al interlocutor; en este caso, Feta.
—¡Qué lección de anatomía, Fesor! —exclamó Feta poseído de ardor liderático—. Me gustaría que sus dotes telepáticas las usara para enseñarnos a todos tales innovaciones de su cuerpo.
—Es que este formato de discurso no me alcanzaría, Feta. Necesito un libro, una colección. Un Testut, un Pijoan.
—No está en la nube, Fesor.
—¡Por supuesto que no! Sé que estoy en la Tierra, tercer planeta, habitable en condiciones de severa angustia.
—¡Pero cómo? ¿Nadie le contó, Fesor? ¡No estamos en la Tierra! Esto es Serena 4, una playa en las Líridos.
—¿Líridos? ¿Estamos en las Pléyades o qué?
—Algo así, aunque no tan esdrújulos. ¿Por qué lo pregunta?
—Tenía que estar en la Tierra. El autor se equivocó pero mal. Voy a quejarme a la editorial.
—Es que ahora, con esto de la nube, los autores son unos irresponsables —acotó severo, Feta—. Ahora, eso sí, yo no hubiera estado en la Tierra, Fesor.
—Desde luego, Feta. Pero la coincidencia no quita lo incómodo de la situación. ¿Cómo funciona su teleportador, Feta? ¿Se imagina una presentación de un libro sin autor ni contenido?
—Claro. Cosa incómoda. Me parece que el teleportador anda bastante mal. No consigo repuestos pues los usan también en las máquinas que expenden comida.
—¡Ah, el ser humano! Sólo piensa en comer.
Entonces Feta, queriendo bajar el tono a la ira de Fesor, le preguntó:
—Fesor; al fin no me contó sobre su aleta.
—¡Pero, Feta! ¡Qué insistencia, hombre! Es la aleta que siempre tuve. A lo sumo, lo desconcierta el tatuaje con cromóforos de femtotecnología. Una pavada.
—¿Con eso puede volar?
—¡Ay, Feta, Feta! ¿Cuántas veces le voy a tener que decir que si el Señor hubiera querido que volásemos, nos hubiera puesto alas? Las aletas son direccionales, Feta. Direccionales. Para orientarme. Volar, no vuelo.

Acerca del autor: Héctor Ranea

Viajes interconectados - Raquel Sequeiro


El ladrón escuchó ruido detrás de la puerta. Mathiew estaba escondido al fondo del parque. El corredor estaba vacío. Ella nunca supo que no era su hijo. Voy a contarles tres historias, una no completa la otra. Nada sucede que no tenga que ver entre ellas, a mí me sucedió, cobren lo que puedan:
Jacinta se limitó a sonreír, curioseando entre las camisas de su marido. Otra marca de carmín, y otra, y otra, puede que fuera venganza, Matilde ya estaba harta de las infidelidades de su marido y lo daba por fenecido en ciertos aspecto pueriles. Lo curioso de este caso, estriba para mí, en que son los machos los que pueden procrear. Jacinto Raimundo tiene tres hijos, su vecina Jacinta que pasea al perro a menudo está enterada de todos los detalles del affair con Margarita, La dama de las Camelias. Terminará por morir de tuberculosis, en el final, si este planeta no fuera de seres tan inestables y extraños: Jacinto murió plácidamente en su cama a los 80 años. El corredor de la casa estaba vacío. Planeta dos: Curioseo a través de una ventana. No soy dios, podría serlo, mirando a través de mi claraboya, o un cíclope. Podría ser Superman o Catwoman. Género no tengo ninguno y no traten de buscarlo porque es infructuoso, el único género que detento es el de voyeur, y, como decía, galápagos hay muchos, el tipo del parque era una tremenda mierda cetrina en su comunidad, un apestado, un paria, consumía todo lo que quedaba en la basura. Tenía siete tentáculos, dejaba un rastro de baba entre las hojas y se escondía al fondo. Puede que se trate de un marsupial-caracol- cefalópodo. No hay muchos y se ha empeñado en contaminar ese astro en particular en el que viven en armonía y concordia. Se llama Mathiew. (He indagado). Con mi bote de remos plegable a cuestas, subí a una ciudad no menos increíble que las otras. Subí cien mil escalones para llegar a la cúspide del celestial monumento que la coronaba. El ladrón escuchó ruido al otro lado de la puerta. No sabe que puedo leer la mente. Ahora estoy acomodado en mi sillón.
En las postrimerías de mis años dorados, me dediqué a escribir mis memorias, ella nunca supo que lo había hecho, mi hija murió mucho antes, víctima de una leucemia. Yo estoy muerto desde 1942. Nada era fácil por aquel entonces, y menos para un niño pobre, que además tenía arena en los bolsillos y polvo en lugar de sesera. Terminé atracando un banco, uno de los grandes. Me atraparon en el quinto atraco, y eso que burlar las medidas de seguridad de por aquí es una labor de titanes. Escribo, y Violeta se empeña en mirar la claraboya, fija en el techo. Deduzco que a mí me sucedió lo mismo cuando esto empezó, que terminé, o empecé, embobado a mirar las luciérnagas de luz y luego los gusanos, y las doradas mariposas. Los mundos se abrieron y no dejé de viajar. He visto galaxias, planetas, satélites con nombres raros, mundos alternativos que viven en una única dimensión, agujeros de gusano que te llevan a lugares sorprendentes, historias de leyenda, personajes de cuento y villanos. A esta hora mi adorada hija se habrá despertado, abriendo sus ojos de azucena, tan pálidos como la nieve. Es una perra de ojos blancos de dudosa procedencia. Mi nave va a la deriva. Mi compañero parlotea.
-Oye, amigo, la nave se quedó encallada entre dos tormentas siderales. Es espectacular la cantidad de protones con esa carga que hay por la galaxia.
No le escuché o no me importó escucharle. Cereza duerme en su cuna, la futura hija que mirará la claraboya cuando yo no esté e imaginará verme escribir.
-¿Y, cuando murió el abuelo, le entregaron la medalla?
-Sí –contestó.
La medalla no es ajena a nuestra raza, no es habitual usarla ahora. Visten de blanco, livianos, etéreos… Espero que me cobren lo que puedan a mi paso por el puente, que no me las cobren todas a placer, porque, entiendo, los guardianes del templo tienen que hacer su trabajo -me cobran un trocito de alma pequeño-. Ahí está la pequeña niña que se llamará Cherry (Cereza), que vivirá en Nueva York y será diseñadora, de las célebres, algo así como Coco Chanel, pero sin mentiras, con muchos viajes que se le aparecen desde que miré a la claraboya. Es inconsecuente explicar que me escurrí hacia ese lugar entre el sueño y la nada, la realidad y la fantasía. Observa, lector, que no puedo contarte mi historia mejor de lo que la he contado. Yo y mi padre vimos lo mismo, fuimos abuelo y nieta, puede que fuéramos amantes (incestuoso y obsoleto). [Año 1343 de la dinastía egipcia XVIII. He dejado muchas épocas y pienso quedarme aquí, bañada en leche de burra, comiendo dátiles en el triclinio, con el cabello afeitado. Se mezclan tanto las épocas que…]
Violeta mira la claraboya, nadie sabrá nunca si es superior su imaginación o la mía.
-¿En un mundo de qué, hija? –Tiene el pelo alborotado y salta de la cama hasta el sillón.
-En otra vida fui un gato-. Con veinte años ya se permite decirme lo que quiere. Soy tan inusitadamente viejo que la dejo hacer. Reclinada la cabeza en mis rodillas, ella nunca supo que lloraba.
Y el tipo en la nave sigue parloteando. A mí me sucedió que recuperé a mi hija después de diez años de vagar por mundos y ciudades desconocidas. Cobren lo que puedan de ella, el resto de la historia es absolutamente ilusorio.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

Fiebre de sábado a la vermú y noche - Diana Sánchez


(Historias de amor y muerte o cuatro historias con el mismo fragor)

Homenaje a Roberto Arlt

-1-

La Malú llego desjarretada como una res al “Círculo La Margarita”: La revé erizada. Trasijada, como una prostituta. Se sentó, atisbó el salón, y peló un faso. El visitante se le acercó enseguida, y enviserándose la frente con los dedos, la cabeceó. Salieron a la pista. El quía, esguizándole el rostro, la engarfió con fuerza acercándole el trasero al capote con que se calafateaba. Cuando la pollera se le atorbellinó entre las pantorrillas, el Torvo Farías hizo parar la música. El humo hacía difícil verse las caras. Las comadres, chismorreando, se sololiqueaban en un esbozo de carcajada. La Malú se hizo a un costado, el Torvo Farías, de entrada, le engarfió el facón al quía. Al visitante le costó desprenderse del triple correaje, pero, empestillando la espalda, sacó el puñal. Tarde, el Torvo lo había afaenado.
La noche fría, enfoscada de estrellas, se derramaba silenciosa sobre el “Círulo La Margarita”.

-2-

Me batieron que el mafioso se apresentaría en la milonga del “Círculo La Margarita”. El turro sabía cafishear a las pelanduscas de cualquier cabaré. Por orden de la Malu, el malandrinaje lo esperaba en la esquina. No había gomazo en el Departamento que se perdiera la aspaventosa. El rufián llegó discreto a la giranta y cauteloso, se acercó a la Malú. Salieron a la pista. Después de apretarla fiero contra el pecho, el turro le pidió que cantara cuáles eran las cocotes que le habían rajado de la ladronera. Ella le dijo que se dejara de joder, que no hacía más la vida desde que conoció a Paco Mocho, quien la mantenía como una mishé. Como el quía no aflojaba, ella se le zafó, gritándole “¡canaya”, hijo de puta”! y lo dejó solo en la pista a su suerte de paica. El malandrinaje pidió que se parara la música. El humo hacía difícil verse las caras. “¡Ramera, fioca, yegua, rea”! le gritó el mafioso cuando vio que la merza se le venía encima. “La vita e denaro, strunso”, se le oyó decir al malandrinaje antes de que el mafioso cayera desplomado. Un ojo burlón le quedó abierto en su rostro romboidal.
La noche estaba enfoscada de estrellas cuando se apagó la última luz en el “Círcula La Margarita”.

-3-

“Ye mén fiché” dijo la Malú mientras las solapas del de macferlán le rozaban las poilus de las trincheras. La yazzbán tocaba el claxón al máximo. “Un espress, silvuplé”, gritó el policeman acodándose en el mostrador. “Penzar que este puerco sabe de cálculo infinitesimal”, se decían entre sí admirados, los superdreadnaught. “Mon dié, vá tan fer enculer” girió indignada la Malú.
“¡Que paren la miusíc”!, pidió el policeman. Silencio total. “Se benden buebos y gayinas de raza” se oyó desde afuera del salón. El humo hacía difícil verse las caras. El policeman terminó de afaenar al de macferlán en cuyo rostro romboidal quedó abierto un ojo burlón.
El muerto quedó solo y perpendicular en la superficie de un infierno redondo, mientras iba amaneciendo a través de la ventanuca del “Círculo La Margarita”

-4-

En el “Círculo La Margarita” el lacayo albercó a la mocita Malú. Con un esbozo de belfo, le menostroló la horchata. A ella pareció gustarle. No así, a su señora madre que se acerco indignada y tirándole de la bata con furia, le espetó al gil. ¡”Oiga, pelafustán, cartujo, balumba, mequetrefe”! ¡No se abuse de la niña! El lacayo pareció no inmutarse, lo que produjo más indignación en la señora, cuya fachada se había incendiado de rojos. ¿”Es que no me oye usté, desgraciado?”, le platicó fuertemente creándole espantosas pejigueras en sus orejas de jamelgo. “No se precipite en su apreciación señora, que me está perforando los oídos como un berbiquí. Y sepa que la fámula sentíase enjalbegada como una mozuela en un muladar”. ¡”Pues vete a menestrar tu horchata a algún mozalbete con cara de bellaco, o te haré afaenar por un truhán”. El lacayo siguió haciéndose el sota, albercando embobado a la mocita. La señora salió. Cuando volvió con el truhán, la Malú se hizo a un costado. El humo hacía difícil verse las caras. Todo fue muy rápido. El lacayo quebróse en el suelo con los ojos abiertos, sorpendidos.
La noche estaba enfoscada de estrella cuando las dos mujeres se retiraban del “Círculo La Margarita”.

Acerca de la autora: Diana Sánchez


miércoles, 5 de junio de 2013

Amarillo sostenido en Fa perdido - Sergio Astorga


Opulento, como un alarido encima de las palabras, el Amarillo sostenido en Fa Perdido, representa el sonido criollo, con reminiscencias del folklore propio de las Américas. Las inscripciones, mas que partituras, fueron halladas en un viejo baúl que perteneció a los primeros habitantes de de origen andaluz llegados a finales del siglo XVI a las costas de Veracruz. Durante doscientos años estuvo extraviada, pero se tenían noticias sólidas de su existencia gracias al programa de mano, si podemos llamarle así, datado en el año de 1786. En este programa aparece el Amarillo sostenido en Fa Perdido interpretado por alumnos de las Escuela Real de Música utilizando instrumentos de cuerda y viento. Se presume en este programa que esta inscripción o partitura, fue elaborado por un criollo llamado Esteban Rodríguez, músico de oído con un talento, cuentan, sobresaliente. La partitura logró el reconocimiento del Virrey, no obstante el éxito, Esteban se mantuvo firme a sus deseos de independencia, buscando en el llamado folklore su ascendiente musical, despreciando la servidumbre de las cortes. Por desgracia, no se tienen noticias confiables del destino del compositor.
Es de suma importancia, según los entendidos, estar plenamente relajado y consciente —binomio extravagante— para la observación de la partitura, ya que al lograr un estado vigilante se podrá percibir como, de manera aleatoria, los sonidos irán desenvolviéndose vertiginosos y criollos. Para un oído contemporáneo podrá tener una experiencia similar a lo que actualmente es la música caribeña con cadencias europeizantes.
Les dejo, para que disfruten, si así es su deseo, la contemplación sonora de la inscripción o partitura: el Amarillo sostenido en Fa Perdido.


Tomado del blog Antojos
Acerca del autor: Sergio Astorga

Un libro de aventuras - Xavier Blanco


Seguía apoyado en el alfeizar de la ventana, afantasmado, con la mirada perdida en el horizonte. Desde la ventana se veía el patio, y en el patio sus compañeros. La pelota corría de un lado a otro, y un sonido ensordecedor, parecido al redoble de un gran tambor, se escuchaba cada vez que la misma chocaba, violentamente, contra la puerta metálica. Los que no jugaban, se repartían en corrillos. El patio era un hervidero, y el murmullo colectivo, amplificado por la altura del edificio, simulaba el graznido de una bandada de pájaros.
Se percibía en el ambiente que llegaba la Navidad. Siempre era igual: abundaban las sonrisas, los gestos cómplices, las bravatas, las chiquilladas…, algunos tendrían la suerte de marchar unos días con su familia y volver con el saco de las ilusiones lleno, y eso se notaba.
Dio media vuelta y se sentó en una silla. Miró el reloj y el calendario que colgaba de la pared: las doce y miércoles. Cuánto le gustaban los miércoles. Hoy podría coger un nuevo libro en la biblioteca, de esos de aventuras que tan buenos ratos le hacían pasar y, después de comer, tenían taller con esa profesora nueva que tanto afecto les daba. Para él, los miércoles eran como los domingos, pero sin misa.
Y así una semana y otra. Hacía poco que estaba allí: ni una llamada, ninguna visita, nada. Melancólico, cabizbajo, fijó su mirada en el suelo. La vida no había ido muy bien: demasiados sueños rotos, demasiados errores. Se levantó, se abotonó la camisa, cogió el libro que tenía que devolver y dirigió sus pasos hacia la biblioteca. Aceleró su caminar: a las dos tocaba recuento y debía de estar solícito en su celda.

Tomado del blog Caleidoscopio
Sobre el autor: Xavier Blanco

sábado, 1 de junio de 2013

Sequías – Mónica Ortelli


Durante años y años sobre la mesada del laboratorio escolar hubo sólo dos frascos traídos por alumnos: uno con un feto de ternero, otro con una araña rara. Desde hace dos semanas hay cinco frascos nuevos: todos con arañas grandes y peludas. Pollitos es su nombre vulgar, pero no porque sean blandas ni tibias: debajo de esos pelos hay una coraza rígida, dura, fría. Dicen que están invadiendo la ciudad; se las ve caminar a lo largo de autopistas, rutas y caminos vecinales, con diferente suerte. Muchas viajan entre los ejes de los autos y camiones o en sus cajas; otras se escurren subrepticiamente desde el equipaje de los migrantes que llegan en colectivos. Es que hombres y arácnidos corren la misma suerte: los campos son arenales, ahora.
Comentan, también, que algunas se encuentran instaladas ya en jardines y patios urbanos. Por eso, no creo que los alumnos traigan muchos más frascos con arañas. La gente se acostumbra a todo.

Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
Sobre la autora: Mónica Ortelli

Ese goteo a medianoche – Jorge Valentín Miño


El alienígena dio lectura al telegrama:
“Listo, Ente. Ha sido entregada toda el agua; puede ya ocupar el mar. Saludos”. Fin de mensaje.
El alienígena saltó de felicidad, ahora podía estrenar un velero, ensamblado con antelación, para surcar el nuevo y primer océano de su planeta.
Un gran cañón, antes desolado, ahora rebosaba de agua que, por efecto de la rotación y succión de las lunas, levantaba incluso olas.
El Ente se dejó lamer los pies por el agua marina, la degustó con sus bivalvos y se percató, sin asombro, de que guardaba un toque herrumbroso. Luego verificó que ciertas cosas floten sobre ella; desató los amarres de su barca y la guió hacia el océano. El rojizo viento inflaba las velas hacia altamar y se maravilló de que, aunque se esforzaba, nunca llegaba a ese lugar más azul del horizonte.
Parte del trato estaba cumplido, le habían entregado toda el agua, él estaba conforme y era momento de contestar el telegrama:
“Gracias, el agua funciona bien, doy curso a la parte recíproca del acuerdo”.
En la Tierra, la respuesta aumentó la felicidad de los científicos. El extraterrestre tenía su agua, ahora les transferiría tecnología. Esperaban con impaciencia las primeras revelaciones. Pensaban que fue un magnífico negocio entregarle, desde las llaves mal ajustadas, o con problemas en los empaques, esa constate e insoportable gota de agua que se pierde, usualmente en las noches y que no deja dormir. El extraterrestre, en su primera visita a la Tierra, propuso la idea de llevarse esas gotas que incomodan el sueño. Claro que pasaron siglos hasta que la cantidad se volvió razonable y pudo formar un mar; ¡pero!, el gran día había llegado.
Apareció una réplica con un nuevo telegrama, asegurando la transferencia tecnológica:
“CF2CF2CF2CF2CF2CF2CF2...” fin de mensaje.
Los químicos del centro de mando la descifraron con un aireado grito:
—Ya conocíamos ¡Es la fórmula del teflón! Solo falta que nos enseñe a fabricar polietileno: ¡CH2CH2...! Llamen a ese marciano zoquete y díganle que nos mande algo más original. ¡Dios santo!, con tanta agua que le dimos, ¡nos hubiese alcanzado para lavar la ropa de la ciudad de Nueva York por seis millones de años! Yo presentí algo semejante cuando nos propuso que le enviemos los mensajes vía telegrama, todos dijeron que quizá el marciano era excéntrico, romántico, chapado a la antigua. Dije que algo se tramaba...
Le enviaron la reprimenda:
“Favor, amigo alienígena, enviar algo de más valía. Ya conocemos la fórmula del tetrafloruro de carbono”.
—Vaya. Que adelantados están los terrícolas, no me imaginaba que ya conocerían la manera de enchapar los sartenes para que no se peguen los huevos. En fin, pensó el Ente y tras cavilar la solución, contestó de inmediato:
“Ok, lo siento. Estoy cerrando negocios con otros seres que me proporcionarán cierta fauna para liberar en el mar, pronto me comunico, hasta tanto prueben con: Si-O-Si-O-Si-O-Si-O...” Fin de mensaje.
—Marciano gran flauta, por último nos ha enviado la fórmula del vidrio. ¡Ya! ¡Que no nos joda, carajo! Ordenen que nadie, absolutamente nadie deje, las llaves de los grifos abiertos ¡Ni una gota más al farsante!

Sobre el autor:  Jorge Valentín Miño

Mosquita muerta - Alejandro Hugo González


Con esa cara de mosquita muerta lo empezó a seducir en mis narices (ella era amiga mía) desde el momento mismo en que los presenté. Con esa cara de mosquita muerta, viendo que él no tenía ojos más que para mí, comenzó a recurrir a esas argucias que tan bien conocía ella: velas rojas, brebajes, invocaciones. Con esa cara de mosquita muerta, al ver que ni con su magia lo tendría, se las ingenió para venir un día a visitarnos, cerrar por dentro todas las puertas y ventanas y disparar finalmente sobre él ante mis ojos aterrorizados. Con esa cara de mosquita muerta con la que ahora me hace burla desde el piso, en esta habitación hermética, sellada, donde los investigadores, pese a mis llantos y a mis juramentos, no encuentran más que el cuerpo, aún tibio, tendido sobre el sofá, mi mano en la pistola y una casi invisible mosca muerta a la que nadie, salvo yo, presta atención.

Sobre el autor: Alejandro Hugo González

Se tarda mucho en morir de hambre - Fernando Puga



La vida es algo más
que un simple plato de comida
Eladia Blázquez
...
Dejaré de comer. Al despertar lo supe. Nunca volveré a comer.
Ya no más esos suculentos platos que Ana prepara con tanto entusiasmo. Unas paellas que ni te cuento. Comida valenciana de lo mejor: arroz al horno, mariscos en incontables preparaciones, conejos y pescados exquisitamente adobados. Le viene de los padres y es su manera de sentirlos presentes; reproducir esos sabores de la infancia. Indudablemente resultó una buena alumna y el toque personal agrega una pizca indescriptible como el aroma de su piel de leche.
También tendrán que terminar los habituales asados de Daniel con sus chorizos, morcillas, achuras varias, tira de asado, vacío, entraña… O bondiola de cerdo, cordero. Él, tan meticuloso, tan dueño de esa parrilla donde despliega su arte. Un fuego preciso, un tiempo de cocción para cada cosa, una puntualidad admirable. ¿Y en el horno de barro? Esas empanadas salteñas o tucumanas, esas pizzas. Para chuparse los dedos. Chivitos, lechones, pollos horneados a paso lento, sabrosos como el amor al sol y el olor de la tierra.
Y a no olvidarse de las pastas, especialidad dominical de las amas de casa porteñas. Esa tradición italiana tan arraigada que logra reunir a la familia a pesar de entredichos, malas caras, reproches o desprecios. Ravioles, tallarines, ñoquis y sus variaciones más sofisticadas de los últimos tiempos: sorrentinos, fucciles y lasagnas. Con esas salsas abundantes: tuco, bolognese, scarparo, pesto o cuatro quesos. ¡Mamma mia! ¡Cuántos atracones a lo largo de los años!
¿Y qué otra cosa habríamos de beber para acompañar semejantes bacanales? Vino, por supuesto. Un campo del saber donde florece la competencia masculina. Que si el cabernet es muy fuerte para acompañar un pollo, que si el malbec va mejor con el asado o el rosado con la carne de cerdo. Los bodegueros han desarrollado tantos varietales, tantas específicas combinaciones para cada gusto, para cada tipo de comida, que día a día se nos abre un nuevo mundo y brinda el paladar con cada descubrimiento, goza alucinado y se nos pierde la razón en el laberinto del placer vinícola.
¿Me olvidaré acaso de las picadas introductorias? Salamines, quesitos y berenjenas, maní, papitas y aceitunas. Al escabeche, al ajillo, con pimienta, salados, tostados… Deberían bastar para llenarnos, pero son sólo la entrada de pantagruélicos banquetes.
¡Y todas las clases de ensaladas para acompañar! Luminosas lechugas, rúculas y radichetas. Pipones tomates. Porotos a la provenzal. Ajíes en vinagre. Un juego cromático que alimenta los ojos para no dejarlos afuera de tamaña algarabía sensorial.
¿Y los postres? ¿Cómo pasarlos por alto? Esos merengues explosivos, crema, chocolate. Coloridas ensaladas de frutas. ¡El flan casero con dulce de leche! Una cumbre en el menú de nuestra libertad. Sencillamente tocar el cielo con las manos.
Termina la comida y los hinchados sapos nos desmoronamos en sendos sillones. Sólo falta el café y la copita de licor.
Ahora sí. Ponemos punto final y los ronquidos invaden la casa. Al despertar miro alrededor, los veo y me veo en ellos, mis compañeros de comilonas, y sonrío. ¡Se nos ve tan satisfechos! Podríamos morir en este instante, tanta es la felicidad que nos envuelve.
Pero hoy es la última vez que me sumo a este rito pagano. Ya es hora de pensar en el futuro y desandar el camino del derroche.
Abandono.
Yo quiero vivir cien años.

Sobre el autor: Fernando Puga

jueves, 30 de mayo de 2013

Ardilla - Jesús Ademir Morales Rojas


YO te observé atrayendo de nuevo a la ardilla, con una cáscara de naranja, para luego arrojarla con un brutal puntapié entre risas insidiosas. TÚ luego, durante la ronda nocturna por el parque, no te reías igual cuando me viste descender hacia ti, desde aquel álamo frondoso. EL agujero de mi nido seguramente te pareció aterrador: los llamados agudos de mis crías al verme llegar arrastrándote quizás no te fueron muy agradables, aunque tus propios alaridos tal vez te impidieron oír alguna otra cosa. NOSOTROS roímos dulcemente tu carne: la de tu rostro despacio, yo; mis crías tus entrañas con ansioso deleite. (Tus estertores no molestaban nada, más bien eran como un aliciente). USTEDES de seguro ya estaban en busca de su compañero desaparecido, inspeccionando el parque completo. ELLOS, al descender por la alcantarilla, dieron por fin con él y con nosotros. Cuando me arrastré hasta los boquiabiertos uniformados, tan dócilmente, entre jeringas inservibles y envases vacíos de solvente; cuando fui hacia ellos dando chillidos quedos, ya no me dieron puntapiés. (A mis espaldas encorvadas, las crías gemían frenéticas por más alimento).

Sobre el autor: Jesús Ademir Morales Rojas

Un mundo minimalista - Samanta Ortega


Cora detesta las cosas pequeñas. No siempre fue así.
Va a un restaurante y los platos que le sirven son enanos. Y siguen reduciéndose con los días. Demasiada floritura, se queja. Ni hablar del precio que paga, lo único que crece. Está harta de los ascensores minúsculos y las calles sin suficiente acera. La gente, con la crisis, se está quedando en los huesos.
Siempre piensa dos veces antes de subirse a un auto. No siempre fue así. Está convencida que la culpa la tiene el Mini Cooper.
Pero los objetos comienzan a reducirse en su propia casa: la cama, las toallas, la cubertería, las puertas, el frigorífico. El marido que siempre la escucha con atención y no la contradice en nada se afina también. Me las vas a pagar, amenaza apuntando con el dedo índice.
La mañana de un sábado, cuando Cora se levanta, busca con dificultad a su marido por toda la casa. Los pasillos se han vuelto ridículamente estrechos y tiene que pasar de lado. ¿Jaime, dónde estás metido?
Un papel diminuto, doblado al medio, dice: Querida, me reduje tanto que ya no puedes verme. Para que no cargues con la culpa de matarme con un pisotón, en un descuido, mejor me marcho. Lo mismo le pasó a tu vecina, la de al lado. No la busques tampoco. Por su bien, tuve que contarle que odias las cosas pequeñas.

Sobre la autora: Samanta Ortega

Multitrack 4 (Laberinto) - Myriam Belfer


Trk.01: Caminata.

Qué busco en la calle qué desesperación desesperanza ser intestina en la vida de los otros llevar otro rumbo para escapar del obediente obediente otros rumbos.

Etapa de autobomba y qué más desgarbado escalar en lo que busco despegarme de mi espejo móvil inmóvil.

Será así espantada y aguerrida esta vida desprenderse taparse la cara con las manos dejar de ser un animal revoleado expuesto a las patadas.


Trk. 02: Geografía 2

Quizá todo se concentre en Rivadavia. Un lazo con sus dos puntas, y a saltar la barrera del lugar fijo. Y no temer que el hilo de mi voz me ate para siempre a esta metáfora del mundo: caminar y caminar por las mismas veredas cargando por suerte mi mochila es decir mis canciones, mis sueños, mi corazón, mi angustia.


Trk. 03: Geografía 1

Qué me pasa que no puedo ni escribir.

Sacarle la tapa rosada a la cajita no cuesta mucho lo principal es despejar el panorama. Disturbio disturbio se me cae encima lo que siento cae en un abismo hacia adentro.

Se rompe el bloque de hielo y caigo en el agua con un gran ruido PLAC está helada. Hay alguien que se está vengando. El proceso se entuba como el caño de un revólver o el túnel del subte/ granja. Ruido de granja pavos patos pollos gallos. La fundadora del club de las chicas fritas (y la cabeza se me va por la línea del Oeste).

Sobre la autora: Myriam Belfer

martes, 28 de mayo de 2013

Gemela Arizona duerme not - Lisandro Varela


La Gemela Arizona empuja la cara contra la almohada y bucea con las piernas y le parece bien haberle metido seis cuotas a estas sábanas de chica rica que no es.
La Gemela Arizona se sienta al borde de la cama y dice la puta madre, porque sola sí putea. Como es tarde no llama a Jennifer Gómez.
La Gemela Arizona hace pis sin pensar en el trámite. La Gemela Arizona no piensa en trámites. A veces se toca dos minutos muy rápido y pone la mente en blanco.
La Gemela Arizona camina por el departamento oscuro con la blackberry en la mano y va a la agenda y busca el nombre del hijo de mil putas y lo borra y escribe No Atender.
La Gemela Arizona piensa en el charco asqueroso de los No Atender, hecho de pibes en el boliche con la cara transpirada, de ex novios volvedores, de pesadas del pasado en Arizona.
La Gemela Arizona se acuerda de la escena de Superman III en la que los malos se van al carajo del espacio presos en un vidrio y se imagina al hijo de mil putas rebotando mala onda en el led de la blackberry, ahora uno mas del charco.
La Gemela Arizona quisiera dormirse de un desmayo y que sea de día o poder taparse y pensar en cosas lindas.

Tomado del blog:http://vidadocampo.com/
Sobre el autor: Lisandro Varela

El impermeable y Paris - Ana Caliyuri


Y aún guardo el viejo impermeable, esa prenda gastada por el tiempo. Tan gastada está la pobre, que el color de la tela, entre gris y marrón, se ha tornado un matiz indefinible tornasolado. ¿Para qué guardas semejante antigüedad?, preguntan los que pasan por el guardarropa; yo no puedo decirles el secreto. Los secretos son algo que se guardan en las profundidades. De todas formas, es un nimio secreto relativísimo. También reservo entre mis pertenencias algo que no está visible. Como sea, algún día explicaré el camino de los sueños. En principio hay que soñar fuertemente; luego hay que remar el sueño, amarlo y acariciarlo. Siempre he pensado que hay prendas destinadas a sublimes momentos.
Reservar prendas de ensueño, es algo similar al sentido que tiene para algunas personas guardar la ropa que fue de la primera comunión o del cumpleaños de quince o casamiento.
Mi impermeable, es para mi sueño lejano, mi “déjà vu ” moderno. Con él danzaré en París bajo la lluvia. La faz más burda y más tierna de soñar un sueño despierta. Después de todo,un viejo amigo, el de una antigua vida, que tal vez conozco o no, dicen que danza bajo la lluvia, con un pilotin de ensueño como el que yo guardo aquí.

Sobre la autora: Ana Caliyuri

La señora ya no tose... - Norberto A. Cid


De muy vez en cuando encuentro motivos para ver a mis amigos.
¿Cómo explicarles que esa palidez se la debo al sueño que perfora mi cerebro desde hace ya tanto tiempo… noche tras noche?
Estoy acostado, no puedo dormir. Mis ojos revolotean en el centro del cuarto dentro de esa oscuridad viscosa y silenciosa donde todo duerme.
Las primeras luces del día acompañan el clásico ritmo del tránsito. Me incorporo: son las diez de la mañana.
Me estiro, mis pies salen de mi cuarto, mi cabeza penetra en las paredes.
El primer sol ingresa por mi amplia ventana en este quinto piso iluminando mi pequeño cuarto, en esta casa de familia.
Cruje mi cuerpo, se lamenta mi cama, mi esqueleto parece rechinar los goznes del mundo. Otro día más. ¿Estoy muerto? ¿Estoy vivo? Estoy aquí.
Como nunca mi cabeza tiene claridad, una claridad absoluta. Me estremezco.
Tambores en mi vientre y un rumor apagado de potrillos se hunden en la arena de mi pecho. ¿No sé cómo explicar, que día con día estoy despierto, que me despierto justamente cuando me duermo? Que en los sueños la veo a ella, su inconformidad como amores en lechos de agujas, penas que dejan cicatrices imborrables...
Comienzo desde la posición que estaba, a redescubrir mi cuarto, lugar que habito, aun sin querer tenerlo, pero lo amo. Es temporal, como todo lo que me rodea, como yo mismo.
Todo se destaca por único. Una cómoda, una silla, un roperito, una mesita de luz, una lámpara, una  cama, un juego de cobijas... todo como yo... solamente una cosa.
Paredes grises por el tiempo, gastadas, atesoran la historia, vaya  saber uno de cuantas palabras sin respuesta y sueños no cumplidos.
En la casa vive la “Señora”, una mujer grande, enferma, que pocas veces veo, pero si escucho toser y respirar con dificultad.
Su habitación está pegada a la mía. La muerte la ronda, vive en la oscuridad y sus ojos brillantes asemejan al del gato expectante. Hay otros habitantes, pero nunca los he visto, son fantasmas que deambulan por la casa, como si estuvieran en otra dimensión.
El mobiliario, muestran una época ya lejana de categoría, muebles antiguos mal cuidados, un piano apolillado por el tiempo, tiempo donde la vida tenía música, sonido que alegraba esa vida que no sabían que tenían. Ya nada denota buen gusto y estilo.
Cierro mis ojos, me veo dentro de ese desorden, como si fuera el lugar que me correspondía por haber muerto ya hace tres años y medio.
Tomo mi toallón y mi bolsita con los elementos del baño. Abro la antigua puerta de mi cuarto, me dirijo al baño, quejándose y gimiendo las maderas viejas del piso, bajo la alfombra deshilachada. Luego de una reparadora ducha, siento la limpieza de mi cuerpo y al mismo tiempo despierto.
Vuelvo envuelto en el toallón. Veo desde la ventana que da al otro lado de la calle una señora que me mira detrás de sus cortinas. Está apreciando mi desnudez. Hago que no la veo y sigo mi ritual del secado, haciéndolo más lento. Elijo prolijamente mi ropa. Me acerco a la ventana y le tiro un beso a mi acalorada vecina.
Es mi primera risa del día... Me siento tranquilo.
Escucho ruidos, puertas que se abren y cierran, murmullos, palabras quebradas y otras que no reconozco en la casa. ¡Pregunto!
Rita, la acompañante de la señora me dice llorando, murió... la señora murió. Trato de calmarla, sin decirle que hacía mucho que estaba muerta.
Me fijo en mis bolsillos, veo que tengo solo diez pesos, con lo que debo desayunar, comprar cigarrillos, comer, viajar, pero no me preocupo. Hoy ciento que mi vida está llena.
Aquellos miedos quedaron enterrados en esa cueva maravillosa de mi último viaje, allá en las montañas, entre los pinos y los despeñaderos, donde respire el aire puro y frío cuando descubrí que había muerto. Dentro de ella encontré la paz, y el sosiego de saber que a pesar de estar “vivo”, ya estaba muerto desde hacía mucho tiempo.
Haber descubierto esa dualidad me ha hecho encontrarme con el hombre vivo y saber vivir esta vida que me queda, ya sin angustias, ya sin miedos de esa otra vida. Todo quedo allá, en el pasado, donde luchaba por ser feliz.
Ahora sé que estoy muerto, aunque camine, hable, ría y llore. Ahora sé que aquella vida de reclamos, de traiciones, de inseguridad, de miedos adquiridos en una sociedad que se devora a sí misma, de un estar en compañía de la nada, de la soledad, de esa soledad de amor, familia y cariño, han pasado.
Ya no corro por ser primero. Me conforma solo caminar, poder ver la vida, las cosas buenas y sencillas de esta vida... ¿O de aquella?
La señora seguramente llego al cielo, ya no tose. La paz llegó a ella, y quizás mil manos la reclamen...
Salgo a la calle, a reunirme con los demás muertos.


Acerca del autor: Norberto A. Cid

domingo, 26 de mayo de 2013

Licantropía - Héctor Ranea


Gran parte de la muralla está completa, aunque falta lo esencial. Un general expuso su punto de vista pasándose de la raya. Al principio lo dejé para entender hasta dónde quería llegar, luego lo hice arrestar. Mi ayudante, mientras me servía café, notó muy bien que él no decía nada descabellado, solo hizo algo incorrecto, que fue insultar mi inteligencia. Lo miré con furia, pero me sonrió para quitarme ese gesto.
—La muralla estará lista antes de la Luna llena, Sire —me dijo—. El general quiso atribuirse el honor de colocar él el último ladrillo, pero ya está acomodado. No tiene de qué preocuparse.
—Te dije que no me llamaras Sire —mi furia estaba creciendo—. No tengo vanidad de noble. Sólo quiero evitar que la Luna nos llene el recinto de lobos.
—No quiero molestarlo, Mylord, pero es usted la manada de lobos que asola la región.
—Eso dijo el general y le costó la cárcel.
—Pero es verdad. Es inútil que encierre a la ciudad para evitar los lobos si su monarca es el lobo.
—No sé por qué aún no te encierro —dije, en medio de una creciente pena.
—Tal vez porque soy tu hijo —no bien lo dijo me sobresalté.
Siempre lo supe, pero el eco de sus palabras me hizo pegar un respingo. No pude contestar eso. Sentí dos lágrimas bajar por mi rostro.
—Afuera, la Luna está por surgir —dijo mi hijo y ayudante—. El muro no ha sido terminado, con todo este asunto del general díscolo —concluyó.
Mi silencio provocó un duro giro en la conversación. Las lágrimas mojaban mi hocico cabizbajo. Vi con el rabillo del ojo que él se me acercaba, acarició mis mandíbulas gigantes, me palmeó el lomo. Aullé una orden ininteligible. Él lloró conmigo mientras de entre las ropas sacó una daga de oro y plata. La sangre es apenas un poco más caliente que las lágrimas que mi hijo vierte y me mojan el cuello.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Exterior paralelo - Paula Duncan


Es una noche especial, el aire, una cortina dividiendo realidades; es tiempo ideal para que los personajes de la noche se hagan visibles, generalmente no los vemos; la luz de la luna o las estrellas demasiado brillantes, nos encandilan y el mundo mágico pasa desapercibido.
Al asomarme al patio veo que nada tiene limites se a conformado un cosmos de completitud, nada es todo y todo es nada, las luces de los faroles de la calle son apenas luciérnagas mortecinas, las plantas con flores del jardín vecino; parecen un extraño caleidoscopio de colores raros, desde aquí veo que un duende vestido de gato blanco con manchas negras o al revés; cruza distraídamente la calle, al llegar justo a la mitad se sienta a acicalarse los bigotes, el tiempo parece estancado y el lo disfruta
Demasiada humedad afuera, entro y el universo interior se descompone ante mi vista, la luz es demasiado real para mis retinas acostumbradas por un rato al exterior paralelo, mágico, extravagante e insólito; apago la luz y casi a oscuras me siento acompañada por primera vez en el día

Sobre la autora: Paula Duncan

II - Al diván - Samanta Ortega Ramos


Las Tablas es un barrio nuevo lleno de familias jóvenes. Lo único que se ven son mujeres embarazadas y cientos de niños de todos los colores. Por eso, no hay cafeterías con WiFi para que yo escriba fuera del taper, sino guarderías y jardines de infantes a la vuelta de cualquier esquina.
Cuando apenas me mudé al barrio sólo había sucursales de bancos, ni siquiera una bendita farmacia. Un día tuve que meterme en una sucursal del Santander para preguntar si alguien tenía una tirita (curita) para venderme. Una frustración. Pero el tiempo fue pasando y ahora, por suerte, hay muchas farmacias, muchas guarderías, un centro para politoxicómanos que todos tanto estábamos esperando, y dos cafeterías, una de ellas cerrada por reformas.
La cuestión es que después de hacer ‘la llamada’ me di cuenta de que todo el asunto me resultaba un poquito antinatural. Se supone que para una mujer, en la práctica, debe de ser lo contrario (las mujeres de Las Tablas me lo han demostrado, con esa capacidad de generar hijos como si se tratase de hacer palomitas de maíz), pero en la teoría sí puede serlo y la idea de que algo me estuviera creciendo en la panza (o por ahí) se convertía definitivamente en algo surrealista.
Ese pensamiento insistente me derivó a la psicóloga cuando transcendió de las paredes de mi cerebro para convertirse en sonoro y estar así presente en cualquier conversación. La psicóloga me reveló que para poder quedar embarazada era indispensable crear una imagen, visualizarme como futura madre:
—¿Te has visto alguna vez con panza?
—No.
—¿Nunca?
—Nunca.
—¿Soñaste alguna vez que estabas embarazada?
—No que recuerde.
—Y dime: ¿has deseado, alguna vez, ser muchachito?
Esa fue la última vez que la vi, no por la pregunta que me pareció arriesgada y provocativa, sino porque no hacía mas que mirar la hora del reloj de la pared que estaba detrás mío. No me gusta que me traten como idiota.
Si bien pasó ya un año y un mes y mi vientre sigue sin novedades, he construido imágenes de bienvenida, a pesar de que la situación me siga pareciendo rara y de que preferiría que sea mi marido al que le tenga que crecer el prototipo en el vientre.

Tomado del blog: http://unaembarazada.blogspot.com/

Sobre la autora: Samanta Ortega Ramos

viernes, 24 de mayo de 2013

La sala de espera - Ana Caliyuri


Fue una bella sorpresa reencontrarnos en la sala de espera del dentista. Hacía más de diez años que no nos veíamos. Haydeé, siempre estaba a la moda y eso no había cambiado en ella. Se notaba a las claras que seguía siendo muy cuidadosa con su aspecto personal; cada detalle combinaba a la perfección. Zapatos y cartera al tono, el cabello luminoso; anteojos oscuros, pantalón y casaca cazadora: en verdad nadie hubiese creído que ella venía de la playa. No la recordaba verborrágica, pero apenas pude poner dos o tres bocadillos en la conversación. De todas formas, la escuché. Llamó mi atención, la forma ampulosa de sus gestos, cuando se refería a él.
—Tiene poderes hipnóticos: lo mirás y te tranquiliza. Antes iba a esos grupos de autoconvencimiento, ahora desde que lo encontré, mis días han cambiado notablemente. Somos inseparables, no sé que voy a hacer cuando se muera; prefieriría morir yo antes. Sé que lo malcrío, pero si vieras su carita cuando llego a casa. Te morís de amor.
Ya llevaba más de quince minutos hablando sin interrupción, cuando recordó que me tenía enfrente y como al pasar deslizó la pregunta.
—Vos cómo estás Norma, no te veo muy bien…
Alcé la vista para mirarme en el espejo lateral de la sala de espera, no soy de maquillarme mucho; tal vez se me veía demacrada. Y cómo no estarlo, me había acostado tarde.
—No dormí mucho —respondí con desgano.
Haydeé, lejos de preguntarme que me sucedía, sacó su “recetario” de la vida, el libro de la felicidad y tacatacatacataca casi me incinera las neuronas. El caso es que casi me sentí desdichada; nada de lo que allí decía le servía a mi vida. Ensayé una respuesta afable.
—Haydeé, no hay recetas para vivir…
—No creas Norma, ayudan, yo lo digo por tu bien —me dijo, mientras de su billetera sacaba la foto de su perro Bichón Maltés, ataviado con un coqueto moño rojo alrededor del cuello—. Cuándo quieras te consigo uno…Tiene poder hipnótico, lo amo, lo amo. —Además, muy ufana, remató diciéndome—: Ya probé con tres matrimonios, te aseguro que lo mejor que me pudo pasar es tenerlo a él. ¿Me veo bien verdad?
—Si Haydée. Te ves muy bien…
—Ves mi querida Norma, se trata de ser feliz…tu carita, dice que no estás bien.
Ya un tanto rebasada por la densa situación, me alcé de la silla para responderle.
—Haydée, tengo esta cara porque anoche vinieron todos mis hijos a cenar, a nosotros nos encanta jugar a distintos juegos de mesa, y jugando al burako se nos hizo las cuatro de la madrugada. Dormí, sólo tres horas…
Plegó en cuatro la revista de moda y sólo atinó a decir:
—Este dentista siempre es el mismo informal; está tardando demasiado. Mejor vengo otro día, ya se me ha hecho tarde. Hasta la próxima Norma.
Giró sobre sus talones y me dejó demacrada y sola en la sala de espera.


Acerca de la autora:  Ana Caliyuri

2026 - Raquel Sequeiro


Dentro de la casa nadie pudo pegar ojo, la puerta se movía sola y los chirridos y arañazos eran sobrecogedores. Estaban asustados, el asesino quería atravesar la puerta y casi lo había conseguido. Caty Koper usó su magia; Aurora también la pudo usar, toda la magia que quiso. Acobardado como un niño, Bruno cogió el libro de hechizos, Aurelio se apropió del atizador, ya que los bichos eran muchos y las varitas escasas, soltó un par de conjuros que dejaron a los calamitosos esperpentos al otro lado de la madera.
—¿Y ahora qué? —Aurelio jadeaba por el esfuerzo.
Bruno contuvo la respiración. Caty estaba tranquila como una gata con tazón de leche, recostada en el sofá. Oyeron un par de resoplidos.
—Señor inspector —dijo educadamente Aurora, quitándose el sombrero.
El inspector de brujos, que había bajado por la chimenea, le advirtió con la cabeza, Aurelio soltó el atizador. La capa granate se movió por la estancia raspando el suelo junto con el inspector, que estaba dentro.
Los interrogó a todos, uno por uno, para saber quién o qué había invocado a los seres del inframundo.
El pequeño comenzó a lloriquear y soltó un ‘Yo lo hice’, el inspector agitó una mano, descomponiendo el aire en milenarias partículas de luz y eones, cesaron los ruidos y se apagó el fuego de la chimenea.
—Koper, tú vienes conmigo, no se toleran estos actos y debemos tener en cuenta que es tu pupilo. Estando bajo tu tutela lo mínimo es informar del estropicio.
Caty se levantó lánguida del sofá, se atusó el rabo y los bigotes, se enderezó un poco. Caty estaba en forma de gato absoluto. Stibondyl Crow maldijo tres veces y Caty se petrificó, simplemente.
—Escucha esto, Koper; y los demás —. La habitación quedó a oscuras.
Todos, exceptuando Bruno el Viejo, se pusieron nerviosos, buscaron a tientas las varitas en la habitación dentro de la casa.
—¿Qué son esos seres? —pregunto Bruno, y Bruno nunca recordaba dónde había dejado las cosas.
—Tus libros de magia, jovencito, están en el salón grande, junto con las advertencias, ¿no las leíste? Muy mal —corrigió el inspector de brujos—. Sígueme —. Le hizo una señal con el dedo; se quedaron justo en el pasillo y salieron al frío de la noche.
A sabiendas de que era un inspector de brujos, el estudiante intentó hacer acopio de lo que sabía y así La Guardiana dejó de tener la culpa, ni siquiera tuvo que seguirlos.
—Vamos a ver al Consejo Sideral, Bruno, y viajaremos muy rápido.
—¿Mucho? —preguntó con asombro.
—Mucho.
Bruno también la pudo usar por primera vez, la famosa cápsula transpondedora. Se deshicieron en cenizas dentro y viajaron. La cápsula no se movió ni un milímetro de su lugar en el jardín. Alguien había avisado a los profesores y nadie de la habitación 12 y la suite 13 quedó sin castigo.
Al otro lado de la galaxia, el Jefe Supremo del Consejo Sideral estaba acobardado como un niño, sosteniendo en sus manos una escolopendra extraña y grande. Los finos bigotes de época vibraban en su cara, sabía que Bruno era un caso especial.
—¿A cuántos mataste, Bruno?
El niño de diez años examinó detenidamente el espacio diáfano, la piedra blanca, la esfera pendular, la luz dorada y los libros que flotaban por doquier, y a uno de los bichos —que les habían caído encima junto con el conjuro en la Sala del Fuego de la escuela— sentado mansamente sobre el regazo del clon del inspector.
—Tengo algo que contar y no es baladí.
—Habla —dijo el viejo de la barba.
—Contuve a un asesino.
—¿Atrayendo demonios! —chilló la Bruja Principal del Consejo Superior Extraterrestre—. Los pelos se le pusieron de punta.
—Traigan a un médico —dijo el inspector.
El asesino arañó la puerta, chirriando como una bisagra, empujando con ferocidad la hoja de madera. Bruno cogió deprisa el libro de hechizos y no le dio tiempo a leer las instrucciones sobre lo que no debía hacer, y llevaba poco tiempo en la pequeña escuela, así que junto a los poderes de Caty Koper, Aurora Tremer (investigadora y bruja) y Aurelio Blint, su compañero de habitación, llegaron los seres de cientos de patas y picos venenosos. Los años pasaron y subió a buscar la varita para proteger a La Guardiana, Caty Koper. Dentro de la casa también la pudo usar acobardado como un niño, agazapado en un rincón, con el rostro ceniciento; usó la magia de nuevo, mil años después.
—¿Cómo era ese asesino? —pregunto Valquiria, la bruja de los mil ojos.
Bruno siempre recordó que El Consejo Sideral le había ordenado que exterminara al horrendo destripador en el 2026.

Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro