miércoles, 7 de noviembre de 2012

El pasado es un arma cargada de futuro – Eduardo Cruz Acillona


ELLA
No era un fantasma quien surgió entre la niebla, pero arrastraba con dificultad una sábana manchada de sangre. En ella estaba escrito su pasado más inmediato…

EL
No era un fantasma quien adiviné entre la niebla, por lo que, seguramente, se asustaría al verme arrastrar una sábana manchada de sangre…

ELLA
Me miró fijamente a los ojos sin dejar de asir con fuerza la sábana…

EL
Apenas me sostuvo la mirada, que cayó a plomo sobre mi sábana…

ELLA
“¿Qué horas son estas?”, le pregunté…

EL
No supe qué contestar…

ELLA
“¿Y esa sábana?”, continué…

EL
“Creo que he matado a un hombre… Lo arrollé con el camión, tras una curva unos kilómetros más arriba. Tuve miedo. Lo envolví en la sábana, lo arrastré hasta el barranco y arrojé su cuerpo al vacío”…

ELLA
A su espalda, tampoco esta vez era un fantasma quien surgió entre la niebla, pero arrastraba con dificultad su cuerpo manchado de sangre. En él estaba escrito su pasado más inmediato…

Tomado del blog: http://masclaroagua.blogspot.com/

Sobre el autor: Eduardo Cruz Acillona

Anomalías – Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Llegué a tiempo para ver la esfera antes de que saliera disparada hacia lo alto y el impulso me arrojara al suelo como un trapo. Pero alcancé a advertir que la superficie reflejaba a la perfección los sueños de otros tiempos y conjeturé que el campo de fuerzas que formaba, perturbando la luz a su alrededor, podía tener un significado distinto al que habíamos imaginado. Luego la esfera de energía, de cien metros por cien descendió con fuerza y se clavó en el piso. La vi con fijeza, sí, eran, como dije, sueños, pero no ensoñaciones de la gente, sino de varias épocas que iban desde el Holoceno, pasando por la Edad Media, hasta el presente. Era fabuloso, este planeta soñaba, las imágenes reflejadas mostraban un mundo alternativo donde todo era armonía y sosiego. Ilusión muy distinta a la Historia real. Mis compañeros decidieron apagar la máquina que había creado tal fenómeno. No tardarían mucho en cortar la energía, por ello me apresuré, corrí y salté sobre la superficie de la esfera. Sabía lo que sucedería, me trasladaría a mi propio tiempo —el año 2015—, aunque en una línea temporal distinta, donde reinaría la paz.
Un mundo sin hombres.
Y ahora estoy solo, rodeado por la naturaleza. Pienso que esta podría ser la verdadera realidad, que la humanidad tal vez fue el verdadero sueño (o pesadilla) de la Tierra. Creo que nosotros solo fuimos anomalías accidentales, que no fuimos planeados, por eso se nos relegó a un espacio alternativo donde el caos y la destrucción han quebrado casi todo.
Voy a recorrer este mundo, voy a fascinarme con su naturaleza, con su aire puro, con sus suelos y paisajes hermosos. Este bello globo me colmará con su abrazo.
Seré feliz por lo que me resta de vida.


Acerca de los autores: 
Carlos Enrique Saldivar

lunes, 5 de noviembre de 2012

Genio y figura - Fernando Andrés Puga


Nadie la espera en el andén. Nadie la abraza y la besa con emoción cuando baja. Nadie la ayuda con el equipaje. Nadie la acompaña hasta la parada del colectivo que la acercará a la casa de ese tío que sólo conoce por los relatos de mamá. Nadie en la gran ciudad sabe que se vino.
-¿La ayudo, señorita? Con la valija, digo.
Tamara está absorta, confundida entre el gentío que inunda la estación a esta hora del día y antes de que responda ya el muchachito arrebató lo poco que traía de casa: algo de ropa, una caja que le guardó mamá a último momento en la que no sabe que hay y... ¡la carta para el tío con la dirección y el teléfono! Al darse cuenta empieza a revisarse los bolsillos, pero no. Tiene la cédula, el poco dinero que logró juntar antes de partir, la foto de Arnaldo, pero la carta no. Quedó en un rincón de la valija.
Parada en medio del gran salón central. Aturdida y sola. Tamara se larga a llorar en silencio, deseando que la tierra la trague. Nadie nota la presencia de esta joven apenas salida de la infancia que no atina más que a acurrucarse en un rincón y esconder la cara entre sus manos.
Yo soy nadie. Desde un pequeño nicho que hay en la pared, cerca del alto techo, donde suelo entretenerme contemplando el bullicio interminable de los hombres que van y vienen como hormigas laboriosas, me detuve en ella desde el momento en que la vi bajar del tren. Sentí enseguida su angustiante soledad y al verla así, decidí intervenir. No será la primera vez, ni la última. Sé que debo pasar inadvertido, pero hay veces en que no estoy dispuesto a contenerme. Si no puede darle una mano a una inocente en dificultades ¿para qué corno sirve un genio como yo, extraviado en el tiempo y el espacio desde que a aquel infeliz se le cayó la lámpara en la boca del volcán?

Acerca del autor: Fernando Puga

Curvado linealismo - Federico Laurenzana


Dentro de la curva de mi blanco pasillo nada ignora balancearse. Veces que invaden con la ilusión de verme lineal se trastruecan en veces imposibles. Cada roce convierte la blancura de la senda en homogénea realidad que nunca convence por indeseable.
Avanzo. Las redondeces de la pared se vierten como colas de unicornios caminantes. Se dilatan. Sus vueltas insosegables jamás perecen por pertenecer al rumbo de la verdadera rumia que contrae hasta desplazar cualquier intento de olvido. Es que somos uno, somos uno mientras piense lo contrario, mientras ufane el lineamiento del cuerno de los unicornios, o tal vez sus alas para atravesar los techos. Pero siempre manteniéndome en una recta dirección curvada.
No avanzaba realmente. Desde que había iniciado el caminar, ese pasillo angosto y blanquecino conducía hacia el primer pisar de los pisares a todas las andanzas. Y lo había notado. Lo supe desde que la historia de cuantos pasos di, doy o daré, se habían citado entre ellos para desprenderse de cuanto estuviera a mi alcance, lejos, alejado de cuanto pudiese dominar.
He estado en un pasillo curvo persiguiendo una linealidad, un lineamiento en el que la propia elección y su hecho se mancomunaran. Pero nunca lo he conseguido.
No lo alcanzaré por mayor pretensión jamás lograda, porque la división entre una línea y una curva –como emblemas de capacidad de gobierno y de imposibilidad frente a éste- continuarán presentándome como un débil potrillo. Como a un animal de carga quizás esta situación me haya dominado, hecho esclavo de todo antojo deseado.
Avanzo sin avanzar y sintiendo que los relatos idos y por venir de toda historia se desprenden desde cada protagonista como si el vuelo de un corcel alado usurpe desvinculando cada opción hecha.
Avanzo, aún cuando creo no perderme detrás de lo sabido, cuando persisto en hallar ese lineamiento dócil y dado para serme empleado. Y no avanzo cuando reconozco que la curva conduce hacia otra curva hasta los límites de mis ejecuciones optativas.
La linealidad curvada no será mi vida, entonces, será otra historia. Y éste es el real lamento del caballo cabalgado, pero no del unicornio.
Él vuela, hace y deshace a su antojo sin prescripciones ni réplicas. Ronda curvas libres pero siempre detrás de la línea de su cuerno director.

 Sobre el Autor: Federico Laurenzana

jueves, 1 de noviembre de 2012

El vuelo número trece - Luis Alberto Guiñazú


Estaba completamente entregado a la desesperación: ya iban trece currículum vitae y trece meses y no había recibido ninguna respuesta. El profesor nunca le había advertido sobre estos inconvenientes, sólo el del frío nocturno. Nunca supuso que conseguir trabajo en la astronomía pudiera significar tanta angustia.
De chico le gustaba observar el espacio, la esfera celeste le atraía como si fuera una amante, al estudiarla sentía un goce sensual. Si por él fuera hubiera trabajado gratis.
Se sorprendió cuando su compañero de cuarto le dijo que alguien había preguntado por él, ¡y que era para ofrecerle un trabajo! Lo conocía, amigo de hacer bromas pesadas, y lo trató de embustero. Palabras que tuvo que tragar cuando le mostró el papel que le habían dejado.
Al concurrir se encontró con un tropel de trece candidatos frente al gótico edificio de estudios avanzados en radiaciones solares.
Los recibió una secretaria, quien los hizo pasar a una recepción, en cuyo centro, sobre una mesita con tapa de vidrio había una escultura en bronce, y de las paredes colgaban óleos, fotos; y un gráfico en grafito, todo relacionado con el sol y las radiaciones.
Le dieron unas planillas para que las completaran; de ellas, le llamó la atención que se mencionara, “por el peligro que entraña estudiar el espectro”, debía completar un ológrafo a favor de algún familiar.
Recién entonces cayó en la cuenta, de que la tarea de manejar el espectroheliógrafo debía realizarse con unos pectorales protectores.
Por supuesto, que nada de eso el importó.
Tanto era su afán por conseguir ese trabajo, que cinco horas después, cuando terminó de llenar las fórmulas y superar los exámenes, comenzó a sentir ese dolor en la espalda, que últimamente le molestaba.
Su felicidad fue tan grande que su compañero de cuarto lo miró con desconfianza al abrazarlo con tanta efusividad y energía luego de haberlo tratado antes tan descortés.
Mandó inmediatamente un telegrama a sus padres para comunicarles la grata novedad. Sin embargo, a las pocas horas le telefonearon para preguntarle a dónde era destinado a hacer sus tareas. Pregunta a la que no supo contestar.
Concurrió al imponente edificio, lo primero que quiso saber, para tranquilidad de sus padres, fue el destino donde debía realizar su práctica.
¡No lo podía creer!, había sido elegido y contratado -provisoriamente- para la eventualidad de manejar un nuevo equipo portátil. Con el que sería lanzado al espacio exterior en trece meses como máximo.
Su madre casi se desmaya con la noticia, pero no hubo poder que lo hiciera desistir de semejante empresa. Estaba tan entusiasmado con el proyecto que no quería hablar de renunciar.
Partió un trece de enero en el Viajero Estelar XIII, siendo las trece horas en el cabo Buena Ventura, que realizaba con ése, su vuelo número trece.
El augurio de mala fortuna, por la concatenación del dígito trece, no se produzco para el desplazamiento, sólo que, atravesando una aurora boreal, se descompuso el espectroheliógrafo, haciendo que su viaje fuera un fracaso.

Sobre el autor: Luis Alberto Guiñazú
Tomado de: http://pasequelecuento.blogspot.com/

Nobleza obliga - Claudia Sánchez


No tenía que afeitarse la cara. Todos decían que en aquel pueblo el poder de los hombres se notaba por el largo de su barba. Había quienes lucían barba de un mes, otros, largas hasta el pecho y algunos tan larga, que formaban túnicas que cubrían su cuerpo. Le gustaba la idea de no rasurarse más. Hasta que, pasada una semana, se topó con un hombre de rostro lampiño y como sintió pena por él, le preguntó: “¿No te preocupa lo que piensen de ti, por qué no te dejas crecer la barba?” a lo que el hombre contestó “Bienvenido forastero. Entre tantos míseros barbados, solo unos pocos han tenido la nobleza de preguntar. Quien se preocupa por sus semejantes posee sabiduría y eso le hace merecedor de conocer la verdad: el verdadero poder no se nota en el rostro sino en el corazón.” Mas tarde supo que había conocido a uno de los poderosos sabios del pueblo, a quienes la mayoría llamaba pobres.

Tomado del blog: Cortitos

Sobre la autora: Claudia Sánchez

Vacaciones - Claudia Sánchez


Comenzó el receso escolar de invierno. Afuera, la temperatura apenas sube un par de grados sobre el cero, por lo que recomiendan salir solo para lo estrictamente necesario, hasta tanto la ola polar pase.
"Máaaaa... estoy aburrido..." mientras desde la biblioteca, la cajonera y el baúl, algunos libros, juegos y juguetes llevan una vida de ociosidad, interrumpida semanalmente por el paso intempestivo del plumero.
"No quiero jugar solo..." esgrime con el hábil manejo de ese llanto culpabilizador que me conozco de memoria. Entonces ensayo algunas de esas frases que siempre odié y que, cuando las escuchaba, me hacían pensar en un "y a mí que me importa", prudentemente callado:
—Cuando yo tenía tu edad...
—Bueno, está bien, negociemos, —como si yo se lo hubiera propuesto.
—¿Qué negociamos? —Pregunto, arrepintiéndome de algunas de mis expresiones fielmente copiadas por esta esponja ultra absorbente.
—Nos turnamos con la compu y con la tele, yo practico las tareas a la mañana, y a la tarde, si no salimos, jugamos los dos a algo...—Con esa cara de haber concebido el plan perfecto.
A mí no se me ocurrió pensar en una rutina para los 20 días de receso.
Su plan, si bien necesita de algunos ajustes, parece muy viable. Comenzó a regir desde ayer.
¡Buenas vacaciones! Nos vemos en la vuelta a la normalidad.


Tomado del blog: Cortitos

Sobre la autora: Claudia Sánchez

Jorge el Extranjero - José Enrique Serrano Expósito


La aurora encontró despiertos a los habitantes de AlcaJuán. Los lugareños escucharon un zumbido desacostumbrado. Alzaron sus cabezas y posaron su mirada en un ingenio volador que surcaba el cielo azul. Pero nadie acudió a interesarse por la nave ni sus tripulantes, salvo tres niños que jugaban en las afueras del pueblo: —¡Mira, Juan, se acerca un avión! —¡No es un avión, Jaime! ¡Es un helicóptero! —zanjó Héctor, y añadió—: Mirad, va a aterrizar en el llano. ¡Vamos corriendo!
Los tres niños llegaron justo a tiempo para ver tomar tierra al helicóptero, lo cual observaron muy quietos, hombro con hombro. Un hombre melenudo y risueño los saludó con una mano, mientras con la otra desactivaba el helicóptero, del cual era el único tripulante. Las hélices terminaban de girar cuando el piloto descendía del aparato —una alucinante nave que nunca habían visto los niños, salvo Héctor, pero sólo en un libro— con una guitarra por único equipaje. Héctor dio un paso adelante y preguntó al extraño: —¿Quién eres? El visitante habló en perfecto español, no obstante su innegable acento francés: —Me llamo Georges Lamourici. Me gustó este pueblo cuando lo divisé de lejos. He interrumpido mi viaje a Francia para visitaros. Cantaré aquí mi canción. Juan comentó, por lo bajo: —Qué francés más raro. Georges le oyó, sonrió y les preguntó: —¿Me enseñáis vuestro pueblo? Los tres amigos enseñaron a Georges lo que ellos consideraban más interesante de su pueblo: La fuente junto al llano, el manantial anejo, el bosque de abedules de más al sur, las ardillas de ese bosque, la cueva rocosa y sus murciélagos… Por último le enseñaron la escuela y el ayuntamiento. Georges escuchaba atentamente a los niños, contento pero serio, como si asistiera a una importante charla monográfica sobre AlcaJuán y sus alrededores. Dos horas después del aterrizaje... —¡Ay, Facundo!, ¡qué cosas se ven por el mundo! ¿Quién es ese hombre? Lleva su guitarra al hombro, su melena al viento; el vestido desaliñado. —No sé, Mari Pili. ¿Quién es ese individuo, señor alcalde? —No lo sé, Facundo. Cada vez vemos más gente rara curioseando por el pueblo. Pero mirad, habla con el maestro. ¿Qué le estará diciendo a José? —Le habrá visto cara de listo, y por eso habla con él. Ser el maestro del pueblo durante tantos años acaba notándose hasta en la cara, supongo. —También yo soy listo –replicó Pablo–, y culto. ¡Además soy el alcalde! —Sin duda, señor Pablo, pero el extranjero no nos conoce, por eso no habrá notado su inteligencia… El alcalde calló, ceñudo, pues no sabía si Mari Pili hablaba en serio o le tomaba el pelo. Cuando el extranjero desapareció al doblar una calle, el alcalde se acercó al maestro de la escuela para recabar información:< —José, ¿quién es ese? ¿Qué te ha dicho? —Se llama Georges Lamourici. Quiere cantar y tocar su guitarra en algún local. Yo le he ofrecido nuestra escuela. Cantará y tocará para mis alumnos esta tarde. La clase comenzó a las cinco. El extranjero se presentó a los niños simplemente como Georges, y se ofreció a cantarles una canción en francés, su lengua materna. Los niños aceptaron, encantados.
Tras su primera interpretación, Jorge les contó solamente cosas de su patria, pues La Canción ya hablaba de su vida; pero los niños no parecían interesados en esas cosas. El niño Anselmo le pidió:
—¡Jorge, cántanos otra vez La Canción!
El extranjero no quiso traducirla, a pesar de hablar perfectamente el idioma de los lugareños. Tuvo que hacerlo el maestro. Los niños escribieron la traducción de José en su cuaderno, tras el original en francés. Después ensayaron muchas veces.
Jorge el Extranjero se despidió de los niños y de José, en cuanto comprobó que habían aprendido su canción.

Al día siguiente, José narró al alcalde lo sucedido la tarde anterior:
—Y eso es todo, Pablo. Jorge se marchó poco después de las ocho y media.
—Pues a eso de las nueve vimos que el helicóptero se marchaba hacia el norte.
José comentó:
—Vino con la aurora y se marchó con el crepúsculo.
—Sí, José.
—¿Querréis cantarme esa canción?
—Por supuesto, Pablo.
José entró en el aula con el alcalde de AlcaJuán:
—Como veis, niños, hoy tenemos con nosotros al señor Pablo. Está interesado en escuchar la canción de Jorge. Señor Alcalde, se titula “El extranjero”. Sé algo de francés y la he traducido. ¿¡Algún voluntario para leer la traducción de La Canción de Jorge!?... Gracias, Héctor...
El niño Héctor abrió su cuaderno y leyó la letra en español…
Terminada la lectura, José se animó y les dijo:
—¡Niños!, la hemos ensayado muchas veces. ¡Cantad La Canción de Jorge!…
Los niños la cantaron en francés, y su profesor los acompañó a la guitarra…

Sobre el autor: José Enrique Serrano Expósito

martes, 30 de octubre de 2012

Arroz con leche – María Pía Danielsen


“Arroz con leche”…
Mmmm me gusta. Mejor si lleva canela y vainilla. Tiene que ser cremoso y dulce.
“Me quiero casar”…
Eso no. Ni aun cuando las leyes lo permitan. No uso corsé. Me ahoga. ¿Porqué ceñir el amor desde el pecho hasta las caderas?
“Con una señorita”…
Ay si, si, si. Mil veces si. Tiemblo cuando labios femeninos me besan, manos de seda exploran mis convexidades y concavidades, susurros agudos se instalan en mis oídos y desaparezco disuelta en el éter cuando me roza esa piel sutil, lisa y almibarada.
“De San Nicolás. Que sepa tejer, que sepa bordar”…
Si llega de la luna, del Barrio La Católica o de Villa Atamisqui es igual. La discriminación de cualquier tipo me saca de mí. ¿Bordar, Tejer? Si lo hace con mis sentidos y el alma, dudo que la deje ir alguna vez.
“Que sepa abrir la puerta para ir a jugar”…
Definitivamente imprescindible. Mucho aire, viento, caricias, risas, sexo, amor, lealtad, libertad. Para jugar el inveterado juego prohibido de las copas sin falo.

Tomado de: http://elhuecodetrasdelaspalabras.blogspot.com/

Sobre la autora: María Pía Danielsen

Asco – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


La verdad es que no me agrado, no tengo problema en admitirlo. Soy el primero en despreciarme cuando es necesario. Si alguien me insulta le doy la razón e incluso me indigno si no es lo suficientemente cruel con los adjetivos hacia mi deplorable persona. Nada me molesta más que la gente no haga evidente el asco que da verme. Así nací, horripilante, y eso me hace sentir miserable. A diario, maldigo mi cruel destino e intento sobrevivir en un mundo que se somete a las apariencias. Soy lampiño, mi piel tiene escamas, mis ojos están desorbitados, mi nariz parece una zanahoria y mi boca exhibe caninos grandes y deformes. Sin embargo, lo que en verdad me da asco de mí mismo es lo que hago. Cada semana devoro un niño; eso me brinda un placer sublime. Está mal, lo sé, pero es mi venganza contra esta sociedad hipócrita y abusiva.

Los autores: Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar

Nuevos tiempos - Laura Ramírez Vides


Siglo XX, cambalache; siglo XXI, frenesí.
Me siento rara, mal. Me estoy mareando. Empiezo a temblar. Un cosquilleo extraño se apodera de mis manos; se me duerme el brazo izquierdo. El corazón se desboca, respiro agitada. Definitivamente estoy mareada. ¿Me bajó la presión como de costumbre? Soy de presión baja. No, por primera vez en mi vida me subió. Al menos eso me dice la enfermera que tiembla tanto como yo mientras insiste en estrangular mi brazo; no sé si lo hace para reconfirmar los valores o para ver si reacciono ante el dolor. Trato de levantarme de la silla, quiero escapar pero no puedo a la vez que me aferro a los apoya brazos buscando seguridad y, al hacerlo, las manos adormecidas empiezan a doler. Al menos volví a sentirlas, hace instantes estaban totalmente entumecidas. Me ahogo. Quiero llorar o gritar pero ni siquiera puedo hablar. Sólo temblar. Los que están a mi alrededor me miran, fijo. Sus caras reflejan miedo. Siento que todo mi cuerpo está acelerado; sin embargo el tiempo pasa… ele-e-ene-te-o. ¿O será que todos corren? Traen agua, gaseosa, sal, azúcar. No se deciden, y a mí que me ofrezcan todo junto me está revolviendo el estómago. Llaman a la ambulancia, no logro escuchar; o tal vez sería acertado decir que no logro entender qué le dicen al servicio de emergencias.
Y bueno, hasta acá llegué; pienso. Me infarté.
Ataque… pero no de corazón; de pánico.

Tomado de: http://elpatiodelamorocha.blogspot.com/

Sobre la autora: Laura Ramírez Vides

domingo, 28 de octubre de 2012

El largo minuto y medio – Héctor Ranea


Es un pasillo iluminado adelante. ¡Qué lindo verlo lleno de bibliotecas llenas de libros! ¡Veo títulos que me gustan, que me gustaron siempre! Y adelante esa hermosa rubia de pelos largos hasta la cintura, con los atributos moviéndose al compás de una música. ¿Qué música es? Peterson, Oscar Peterson. Tal vez. Suena Bach. Pero eso fue en el tramo de las bibliotecas. Ahora es The Beatles, ¿escucho one after nine o nine o I´m the walrus? Pero recuerdo que eso fue en el pasillo cuando miraba la piscina desde abajo, con el vidrio me permitía mirar las piernas a las chicas desnudas. Entonces tocaban en las máquinas esas canciones, aunque no. Tal vez no. Quizás fuera la Séptima de Beethoven. Tal vez. Ya no recuerdo. Fue hace tanto tiempo. Y ella siempre ahí, moviéndose toda delante de mí, sin darse vuelta y recortándose en silueta, su silueta, contra la luz. Ahora paso por un bar. ¿Están ellos? Quién sabe. Es ya tarde.
Y libros. Libros. ¡Cuántos!
¿Cuánto hacía que no veía tantos libros? Toda una vida. Pensar que pasé tanto con ellos y después tanta carencia. Ella dobla en un recodo del pasillo, pero si llego ahí casi seguro que no hay camino a seguir, ya lo sé. He caminado estos pasillos mucho como para no darme cuenta qué sucederá. Y lo que sucederá es sencillo. En algún momento ella volverá, siempre de espaldas. Todo es retorno, porque en el pasillo ahora aparecieron los discos que también me acompañaban cuando leía, cuando amaba. ¡Cuánto dedique a hacer el amor! ¿Será ella, que ha vuelto? No recuerdo bien qué pasó entre nosotros para separarnos. Pero no debe haber sido tan grave. Tal vez me espere en una de las bifurcaciones. Espero que sí.
Mientras, veo que el jardín esta bellísimo y la música de Mahler la están tocando al borde del pasillo, el sueño de mis años maduros, me detengo para escucharlos pero, esto ya me ha pasado, se detiene la música conmigo. Debo seguir.
Y de repente en la luz que casi me ciega, aparece ella, desnuda, bella. La luz.
—Anote eso. El criminal dejó de soñar a las 5:21 AM.
—¡Qué curioso! Es primo hecho de primos…
—Cuídese, a éste lo mandaron a decapitar por mucho menos que mencionar los números primos. Que quede entre nosotros.

¿Me quieres? - Débora Tamara Schvartz


Aburridos, cansados de dar vueltas por ese pueblo en el que viven con rótulo de ciudad, se recostaron en el pasto verde de la única plaza del lugar. Ella apoyó su cabeza en el vientre de él y mirando el cielo preguntó: ¿a quién quieres? El joven, con una sonrisa repreguntó: ¿acaso quieres que te responda “a ti”? La muchacha sonrió. Sólo quiero que me respondas —le dijo y siguió— no hay tanta ciencia detrás de la pregunta.
¿Qué es querer? – preguntó el muchacho. Tras un largo silencio continuó: Sabes… querer implica cierto grado de posesión, si te quiero es porque pienso en tenerte; o tal vez comprarte, o alquilarte, esperar a que alguien me de cómo obsequio tu persona. Si digo que te quiero, estoy diciendo que aún no te tengo y te conviertes en deseo, en algo que pretendo conseguir, en un objeto.
Yo te quiero —lo interrumpe ella.
Él se corrió del lugar para mirarla: ¿entonces no me tienes?
Yo no te compré, no te alquilé y nadie me regaló tu persona —dijo y lo abrazó— además, aún te deseo y deseo tenerte, aún eres mi anhelo. Mi idea no es que ya te tengo, mi idea es tratar de conseguirte siempre; si te adquiero como objeto, te conviertes en eso y pierdo el interés al tiempo o te colecciono junto a otros, como quien colecciona estampillas. O, peor aún, te vendo o te permuto y me desligo del asunto.
Cuando consideras que ya tienes lo que deseaste, pierdes esa magia que tuviste al usar todo tipo de estrategia para conseguirlo, sea cual fuere la misma. Para resumírtelo de una vez, te quiero porque si dejara de quererte algún día todo mi interés desaparecería y serías algo en desuso o gastado o roto, algo que deba tirar o guardar en un cajón para que, a lo sumo, no te pierdas. Te quiero entonces porque si asumo que ya te tengo completamente, dejarás de interesarme para buscar otro interés.
Y él la besó, como quien calla cuando se da cuenta de que ha sido superado.


Acerca de la autora:
Débora Tamara Schvartz

jueves, 25 de octubre de 2012

La otra fundación - María Pía Danielsen



Cuando el tiempo no existía, o más bien cuando el tiempo era tierra de suelo y naturaleza, conjunción concentrada en manantiales y esteros, la Pachamama la fundó en sus sueños. No una vez. Tres veces. Guiada por Amaru, serpiente alada que atrapa la vitalidad del agua en ríos o vertientes y lleva los componentes de la vida escrito en sus escamas, la ubicó a la derecha del río que atraviesa la llanura. La hizo a su imagen, sencilla y proveedora, pero por sobre todo fecunda. Le donó su esencia femenina que engendra y proteje.
Con la sapiencia de lo inevitable y los dolores del inicio, amalgamó formas, tradiciones, razas y creencias. Fusionó deidades, santos, vírgenes, pueblos originarios, conquistadores, aventureros, música, bailes, rezos y alimentos.
La soñó eje del sincretismo cultural del norte y centro de Argentina: Ciudad Madre de Ciudades y cuna del folclore.
La Pachamama aun duerme y sueña. La Muy Noble Ciudad de Santiago del Estero la cobija en su regazo.

Tomado de: http://elhuecodetrasdelaspalabras.blogspot.com/

Sobre la autora: María Pía Danielsen

miércoles, 24 de octubre de 2012

La primera - Paloma Hidalgo Díez


Por la posición del sol yo diría que apenas son las ocho de la mañana, nos han obligado a dejar el corral en el que hemos pernoctado tras un sonido seco que ha roto el aire, pero a pesar de la confusión inicial, ya me he orientado y sé lo que tengo que hacer. Los otros miembros de la manada corren siguiendo a los cabestros, yo no pienso hacerlo, de prisas nada, no voy a llegar con la lengua fuera para demostrar que poseo una rapidez envidiable, ni un estado de forma óptimo. No me importa que se lleven los aplausos, la gloria de atravesar la marea humana contenida tras las barreras, a mi me gusta fijarme en el ambiente, en los colores, y eso lleva su tiempo. Además tengo las patas más cortas, y al parecer algo más de cerebro que esos locos a los que ya he perdido de vista. El espectáculo es fantástico, me gusta el bullicio y estoy disfrutando de la fiesta, y aunque luego dirán que nosotras no valemos para esto, que es cosa de toros, que las vacas mejor a dar leche y a criar terneros, me llevo el orgullo de ser la primera y seguramente, la única.

La autora: Paloma Hidalgo

Libre de plagas - Alejandro Domínguez


Habían quedado de verse afuera del Instituto de Trabajadores del Seguro de Accidentes. Eran cuarenta y cinco minutos pasadas las dos de la tarde; quince de retraso; quince de incómoda espera. Faltando diez minutos para las tres de la tarde, decidió entrar a la recepción para preguntar por su amigo. No había ido a trabajar y no se podían comunicar con él. Pensó en ir a buscar a su amigo al departamento en donde vivía, a unas cuadras de ahí, y fue eso lo que hizo. Arribó a su departamento en Calle de Oro. Observó que del viejo edificio salía un grupo de hombres con máscaras y tanques; exterminadores aparentemente. Pregunto por su amigo al portero. Éste le respondió que no lo había visto salir, a pesar de haberlo visto entrar la noche anterior. Le ofreció abrirle el departamento a cambio de unas cuantas coronas. Subieron en el lento ascensor al quinto piso y el portero abrió la puerta del departamento. Un fuerte olor a veneno cubría todo el lugar. Su amigo no apareció por ninguna parte.

El autor: Alejandro Domínguez

Cita a tuertas - Ana Caliyuri & Ada Inés Lerner


Hizo una cita a ciegas. Bah, algo así como a “tuertas”; estaban sus fotos en la red social y las creyó a pie juntillas. Ella se aproximó al espejo y se sintió reconfortada al ver la imagen que éste le devolvía.
—Margaret, estuve mirando las fotos de Richard. Es un tipo común, de lo más común.
—Madre, es eso lo que busco.
—¿Y vos que foto publicaste?
—Eh…
—Me imagino, no es la primera vez que levantás el avatar de tu prima…
—Y bueno, madre.
—No entiendo porqué lo hacés, sos muy bonita.
—Lo miro a cierta distancia, si no me gusta me vuelvo sin presentarme.
Margaret salió de la nave espacial cruzó la ruta y tomó el ómnibus a la ciudad. En la ventanilla miró de reojo su peluca rubia y sus lentes oscuros, las manos en los guantes.
—Quizá sea corto de vista y yo pueda simular —musitó.
Sus compañeros de asiento no dieron señales de sorpresa ni rechazo. Lo reconoció por la flor roja en el ojal, un sombrero de paja y anteojos negros espejados.
—¡Venusino! —se le escapó en voz alta. Él giró la cabeza y la descubrió con sorpresa y agrado. —¡Igual que vos! ¡Y qué bonita te ves!

Conozca a las autoras: Ana Caliyuri , Ada Inés Lerner

Ilustración: Jock Cooper

lunes, 22 de octubre de 2012

Sospecha — Cristian Cano


—Salió a las doce de la noche en punto ¿Para qué? —dijo.
—Con eso no me convences. Qué más.
—Bajé al baño y dejé todo como estaba, para qué iba a desarmar todo. Menos mal que dejé todo ahí. Es difícil volver a enfocar. Para la próxima voy a ver si lo puedo grabar.
—¿Pero qué hizo al final? —cambió el auricular de lado.
—¡Esperá, que te estoy contando! ¿Querés saber, o no? —dijo Héctor mientras volvía a entreabrir la cortina del primer piso.
—Seguí. Te escucho.
—Ni bien termino de subir, lo veo que entra y deja la puerta abierta. Me quedo mirando y veo que no pasa nada. No sale. A esa hora y con la puerta abierta de par en par. A veces me pregunto si no quiere que lo roben. En fin, enfoco para ver con menos zoom y me doy cuenta que sale otra vez. Camina hasta la vereda y saca un cigarrillo que no prende. Sólo lo mira.
—Héctor, qué querés que te diga. Está esperando a alguien. Dejáte de joder con andar espiando a esa gente, porque te van a meter una denuncia. Hacéme caso. ¿Cuántas veces me llamaste ya? ¿Diez, quince veces? —le dijo ella.
—No me estás escuchando.
—Sí que te estoy escuchando, Héctor. Hace quince días que te vengo diciendo lo mismo —dijo ella.
—No lo viene a buscar nadie, Norma. Nadie —soltó las cortinas y se sentó en la cama—. Todas las veces que me recordaste que lo único que mi vecino estaba haciendo era tomar un poco de aire fresco, terminaron por contradecirse. Ahora hay una llovizna. Hace frío, Norma. Bajo cero.
—Bueno, Héctor. Atornilláte al lado de la ventana y mirá la casa de tu vecino toda la noche. Yo voy a colgar porque no doy más.
—Bien. Gracias por escucharme ¿Mañana te puedo llamar? Hoy lo tengo que enganchar. Sospecho que algo va a hacer. ¿Te llamo? —el tono monocorde ocupaba la línea. Héctor Cralos observó el engrasado plástico en la cubierta del teléfono y alejándoselo de la cara, dejó ver en sus mejillas un tinte enojo. Tiró el aparato en la cama y se arrimó a la ventana. Introdujo dos dedos en la división de la cortina e hizo a un lado la parte derecha. Sólo un centímetro bastaba para que el rayo de su mirada escudriñase el frente de la casa de ese extraño personaje. Héctor sintió frío en sus piernas. Estuvo horas espiando y hablando telefónicamente con algunos amigos. No podía olvidar a Norma, ella había sido la más ácida de las comunicaciones de la noche. Cerró la puerta de su pieza y arrimó una silla. Estaba seguro. Apostaría su brazo derecho que al pasar la media noche, iba a terminar de atar los cabos sueltos que el vecino le dejaba. Cuando miró el almohadón de la cama, una luz surgió por entre las telas. Corrió la sección de cortina con la misma técnica. Dos dedos. Lento hacia la derecha. Había salido con un cigarrillo anclado por detrás de la oreja. Sin duda esperaba algo importante. Sin saber por qué, Héctor bajó las escaleras de su casa, con un motivo desconocido en la punta de sus dedos presionó la tecla para encender la luz de la cocina. Daba la gran casualidad que también él había colocado cortinas, estas más oscuras y rígidas. Abrió la heladera, también sin saber por qué y observó, nervioso, un pequeño paquete de fiambre y queso. Pensó y sin dudarlo salió disparado hasta la ventana <<Dejaste la heladera abierta>> Sabía que si había un momento importante, era ese. Tenía una desventaja: La cortina se movía mucho si la tocaba con dos dedos. Habría que implementar una nueva técnica. La novedosa labor sin dedos, sólo con los ojos a través de las rendijas y las uniones. Acercó la cara al cuadriculado bordó y marrón, con esos cinco milímetros bastaba para crear el mejor puesto de observación y punto de vista. Una fría sensación le cubrió el cristalino ocular. Ahí estaba, como lo había sospechado tantas veces. Cigarrillo en mano, bajó a la calle. Los pequeños fogonazos del encendedor debelaban una posición cada vez más cercana. Luz. Más cerca. Luz. Luz. Más y más cercanía. Hasta ver sus ojos. Flameados ojos danzantes al compás de un brillo punzado. Penetrantes. Una pitada y, unos ojos. Un vapor de aliento por el frío del exterior. Otra pitada que dejaba ver esa otra mirada, y más pasos. Hasta descubrirlo subiendo este lado de la acera. Hasta verle los gestos en una aletargada cercanía que no culminaba como imaginaba, más que en un escalofriante rictus incomprensivo, de locura y maldad. Héctor corrió hasta el primer piso, dándole un manotazo a la tecla de la luz y cerrando la puerta a la pasada. Pensaba que dejar a oscuras la cocina, podía detener el paso firme de su vecino. Deslizó los tres pasadores de su pieza y echó una vuelta de llave. Marcó el número de Norma sin mirar el teclado y esperó.
—¿Sí? —dijo Norma.
—Norma, está afuera. Lo vi afuera. Me quiere hace algo.
—¿Héctor? —gritó enojada—. Estoy tratando de descansar. Ahora no puedo escuchar tus cosas.
—Está afuera, llamá a la policía —los golpes en la puerta de chapa despertaron al perro—. ¡Te digo que está afuera!
—Mirá, tengo que dormir. Seguimos mañana —le dijo. Estaba cansada. Siempre intentaba calmar a su amigo. Esa noche estaba algo cansada de que no le hiciese caso a lo que siempre le decía.

Acerca del autor: Cristian Cano

sábado, 20 de octubre de 2012

Como cuando - Fernando Andrés Puga


Como cuando llegaste de aquel largo viaje tuyo y apenas se te distinguía de tan flaca detrás del vidrio esfumado de la puerta de calle, con el polvo entre esos pelos revueltos y tan negros y tus mejillas apenas salidas de la adolescencia y tan chupadas, como cansadas de haberse quedado sin aire en la larga peregrinación que habías empezado aquel día de marzo, subida a ese camión entre papas, cebollas, zapallos..., en busca de ti misma.
O como cuando no te decidías a tocar el timbre en el quinto B de la calle Amenábar y te arreglás el pelo, el cuello de la blusa, buscás una pastilla de menta en el bolsillo, tan seca la boca que no vas a poder, frente al espejo de ese amplio hall al que llegaste diez minutos antes de la cita, esa impuntualidad al revés, por no hacer esperar, los nervios de que pueda pasar algo en el camino y me demore y por las dudas... pero nada, no sucede más que tu impaciencia por sacarte de encima la cita, tu apuro. Sin embargo son más de diez los minutos que transcurren desde el primer intento de apoyar el dedo en el timbre y aún das vueltas y cuentas las baldosas y vuelan tus pensamientos vaya a saberse dónde, te distraes y entonces tu dedo índice decide por vos y toca.
Como que perder ese impulso te sacó de nuevo del camino y entre los matorrales te escondiste por creer que alguien te seguía de cerca con el objeto de sorprenderte y con una soga apretar fuerte tu garganta hasta quitarte la respiración, hacerte sentir la muerte ahí, al alcance de la mano como queso en ratonera y la trampera que se cierra y quedás atrapada entre barrotes que no se pueden doblar por más que te esfuerces..
Como donde dormías de niña, entre la basura que amontonaba el viejo y los bichos que la disfrutaban como elixir que da vida y juventud, ahí, con los otros apretándote, lloriqueando, ay, de hambre o calentura en la frente que no deja dormir del ruido que hace crujir las tripas y entonces una mamá, o quien sea, que trae algún abrazo que todavía le quedaba por ahí y a todos como si fuéramos uno nos estruja susurrando algo que vaya a saber si alcanza para ser canción de cuna.
Como quien fue el que se hundió entre esas piernas blanquitas todavía y en el callejón te acomodó entre dos chapas y de prepo y sin más arrancó la pollera con bombacha incluida que fregás y fregás en la palangana ahora y queriéndole borrar esa angustia pastosa que no termina, no podés de tan sucia y tan rota y tanto que dolió y no se olvida.
Como porque nadie entendía lo que hablabas dando señas desde adentro del agua y entonces te perdés entre burbujas de aire que escapan de tu boca y te vas reblandeciendo hasta llegar a no ser más que barro en el barro del fondo y pasa una vieja que succiona lo inservible y allá vos, con tu vida y tu carita que se destiñó de tanto llanto.
Como cuando rompiste bolsa y goteaste hacia la luz sin saber lo que vendría y a pesar del espinoso sendero, contra molinos o contra toros o contra bolas de nieve que bajan desde la cima y es un único alud que arrastra tanto tiempo perdido en insignificantes cavilaciones, y terminás revuelta, una más en el último guiso, bien condimentado y espero que a Su Señoría le guste, ¡Oh, gran Zeus! Padre y verdugo de todo lo que en este mundo es.

Acerca del autor: Fernando Andrés Puga

Sin paradojas – Héctor Ranea


—Me olvidé lo que iba a escribir —se dijo el escritor, sentado frente a su computadora—. ¿Y ahora? ¡Ahora lo perdí, perdí un buen comienzo de cuento! ¡Y todo por mirar esa canción en Internet y no esperar! —se lamentó.
Pasó un minuto frente a un cuento viejo que brillaba en la pantalla como un estúpido. Comenzó a leerlo en voz alta, pues no lo recordaba:
—El joven tomó a la mujer por la cintura con ambas manos, aunque al ponerla en movimiento levantó la izquierda como para revolear un pañuelo que se le antojaba rojo. (¿Eso escribí? ¿Cuándo lo escribí? ¿Era una mujer o un maniquí?). La mujer marcó el ritmo, aunque debía ser él quien lo hiciera. Los jurados lo notarían, seguramente, descontarían los puntos y, dado que ya las parejas contendientes los habían derrotado, por poco pero lo habían hecho, perderían todas las chances. Él notó que su pareja lo miraba con cara de: “¿nos lanzamos? Total, perdidos por perdidos”. Y él accedió, para lo cual volvió a tomarla con las dos manos y la alzó un palmo del piso, en un movimiento heterodoxo, y le dio como si fueran muñecos a cuerda. (¿Cómo hice para escribir esto? ¿Estoy leyendo lo que pienso o estoy viendo que lo que pensaba el personaje era lo que yo leía en el cuento que había escrito hace unos meses? ¿Estoy leyendo lo que debí escribir recién, antes de olvidarme?). La pareja, mientras volaba, hizo dos o tres piruetas con sus piernas, como si nadara la canción, que era lo que originalmente hacían sus ancestros el día de la celebración. Los dos notaron, con el rabillo del ojo, cierto movimiento de incomodidad en los jurados. (¿Esto es un cuento de bailarines o de pueblos que bailan? No recuerdo haber escrito esto, juro que no lo recuerdo. Nada, nada). Entonces se produjo la paradoja —leía el escritor—: el escritor tenía ante sí el cuento escrito mientras estaba seguro de haberlo perdido en la memoria. (¡Esto no puede ser! Yo no escribo así). Ella y él enseñaron a sus alas a volar en ralentí y el jurado, airado, les hizo llegar la descalificación sin hesitar, por medio de un halcón peregrino que no tenía otra identificación que una concha de peregrino tatuada en la córnea. (¿Estoy volviéndome loco o me describo a mí mismo como un halcón? ¿Yo viví esto de niño? ¿Los descalificaron a mis padres, que sabían volar cuando bailaban?). Su concha de peregrino colgaba de un adorno en la chimenea.
Ínterin se hizo la noche. La máquina entró en modo de hibernación, estaba tibia. Por los parlantes todavía podía escucharse un ritmo pegadizo y contagioso. El escritor, casi con vergüenza, guardó el cuento en una carpeta especial para mandarlo al concurso de baile donde lo leerían para que un músico le ponga música. Era una oportunidad única y no la perdería.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

jueves, 18 de octubre de 2012

El alma en pelotas - Daniel Frini


Apagó la luz de afuera de la casa, cerró la puerta, miró la calle, con temor. Hacia el río y en el horizonte, una línea apenas más clara que la noche marcaba el amanecer próximo. Hacía frío. Apretó a su bebé contra el pecho y tapó su cabecita con la vieja manta. Tomó del piso el bolso con la ropita de su hijo y se lo colgó del hombro. Caminó las ocho cuadras hasta la avenida, esquivando barro y charcos. Algún perro ladró, no muy lejos, en el barrio quieto.
Subió al colectivo, repleto a esa hora temprana. Un obrero le dejó el primer asiento. Musitó un gracias vergonzoso y se sento pidiendo disculpas, mientras acomodaba a su bebé y sostenía, fuerte, las manijas del bolso. La noche había sido mala. El miedo y esa sensación de «están a la vuelta de la esquina» no la dejaron dormir y ahora, el ronrroneo del motor la acunaba invitándola a cerrar los ojos. Un reflector la despertó del todo y el miedo volvió ¿Policía o ejército? Milicos. Peor. Hicieron bajar a todos y los revisaron, uno por uno. Antes de llegar a ella, habían separado a cuatro hombres. El que la revisó, sin hablar, la miraba con desconsideración. Allí no habría piedad. La palpó a ella, al bebé y le hizo abrir el bolso. Sacó pañales, maicena, hipoglós. Ella cerró los ojos y se mordió el labio. El hombre siguió con otros.
Llegó al centro y entró al pequeño bar. El hombre la esperaba en una mesa del fondo. Tomó el bolso, volvió a sacar la ropa (Es igual al otro, pensó ella). Sacó los panfletos que estaban bajo la ropa y se fue. Tampoco habló. Ella, sopesando las dos monedas que le quedaban, pidió una leche caliente para su hijo.

Acerca del autor: Daniel Frini

Casi fue gol – Alejandro Bentivoglio & Carlos Enrique Saldivar


El pelotazo le pegó en la nuca, haciendo que el cerebro se le estrellara contra la frente y los ojos le bailaran en sus cuencas. Cayó contra el césped, arrancando pasto y tierra en medio de un alarido desaforado que se confundió con los gritos de sus compañeros de equipo que lo culpaban de haberse interpuesto en el camino de un gol seguro. Él apenas si escuchó algunas de las vulgaridades mientras su cara reconstruía el suelo de la cancha en su hundimiento. Quedó tendido durante largo rato, tratando de asimilar lo que había pasado. De pronto sintió una patada en las costillas. Otra patada en la pierna derecha. Otra en la cabeza. Y muchas más. El dolor lo destruía; sus propios compañeros lo estaban haciendo trizas, a vista y paciencia de todos. Sintió, entonces, que se encogía, que su cuerpo se convertía en una bola, que le daban un poderoso puntapié por detrás y lo enviaban volando a gran velocidad hacia el arco contrario. Percibió que alguien gritaba: «Go…». Pero no, pegó en el palo y se reventó. Esto provocó que muriese, debido a una fuerte contusión en el cráneo.
Ese día su equipo perdió por goleada.


Acerca de los autores:
Alejandro Bentivoglio
Carlos Enrique Saldivar

Una de piratas – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Un turco (sirio, da lo mismo), Abziz Kemal Agak, navegaba por el Mediterráneo (o por el Egeo, da lo mismo), perdido en la neblina procurando pescar de algas fumígeras (flamígeras, da lo mismo), de las que sirven para embarazar ballenas blancas (u orcas, da lo mismo), pero lo hacía con un colador (o cedazo, da lo mismo) roto (o sano, da lo mismo) en la mano. De pronto, de la nada (o del fondo del mar, da lo mismo) emergió Gancho Lafirma, enviado por el comisariato de conjeturas de necesidad y urgencia (o de turgencia, da lo mismo), quién tomándose los testículos como en un acto de fuerza mayor, salió en defensa de los cetáceos.
—A decir verdad —dijo Gancho Lafirma—, desde acá, desde el carajo, tengo tantas dificultades para navegar como para mantenerme en pie. Desde que el recordado capitán (u olvidado, da lo mismo), Ahab el Tuerto, se le ocurrió navegar los procelosos mares del Sur (o del Norte, da lo mismo), los vendavales no nos dejan muchas cosas en la barriga (o la panza, da lo mismo). Sobre todo desde el carajo. Sobre todo desde el carajo, repito. Navego solo, se podría decir, ya que acá no caben muchos y a veces peleo con los albatros (o los petreles, da lo mismo) el mendrugo que me alcanzan dentro de la vejiga de potro o el buche de ñandú. ¡Qué carajo este puesto de vigía (o de guardía, da lo mismo)! Encima, las ballenas blancas (o color tiza, da lo mismo) escasean y quiero encontrar la más bonita para pintarla de azul (o de fucsia, da lo mismo) y volver a engañar a Ahab. Es que la lucha entre piratas se está llevando lo mejor de la juventud acuática al fondo del mar. Literalmente. Un día, sin ir más lejos, vi cómo tiraban a Mariano Marcapasos, el grumete favorito de Ahab, para servir de carnada a las famosas pirañas de mar. Lamentablemente, la leyenda, puedo afirmarlo, es cierta. Nombraron grumeta a Mariana, en medio de sus gritos de dolor y desolación por lo desolado de su entrepierna. Esa es la misma Mariana que luego terminaría siendo la mujer de Sandokán, esa que lo dejó por bruto (o porque se murió, da lo mismo). En fin. Navegar, no sé si navego, pero al menos zafo de la ira de los novelistas —concluyó Gancho Lafirma ante un atónito turco que se había puesto el colador en la cabeza y veía chorrear algas por sus mejillas.
—¿Habla en serio? —atinó a decir Agak.
—Claro. Y no es poco —replicó Gancho.

martes, 16 de octubre de 2012

Amigos – Ada Inés Lerner


Esta mañana caminaba por la plaza, recorría sus veredas centrales cuando me crucé con un ser poco convencional. No me asusté. A mi edad he aprendido que son más peligrosos los “normales”.
Aquellos que detrás de un escritorio conspiran por una oficina más grande, por un cartelito en la puerta con su nombre en letras doradas. Temo a los que ambicionan una casa tan grande que no les alcanzaría el día para recorrerla.
Un automóvil tan poderoso que difícilmente pueden controlarlo.
El caminante de la plaza era un joven con una mochila de tela en un hombro y una guitarra en el estuche; sonreía a las mariposas, saludaba a los pájaros con su mismo canto y caminaba al compás del sol que ascendía en el cielo.
Me saludó con cordialidad, como corresponde a los pares, y siguió caminando hasta que desapareció entre las flores.
Estoy segura que podría ser mi amigo, uno más de mis amigos, de los que se abrazan con los álamos plateados o los aromos en flor, los que recorren el cielo en globo o los que juegan con los delfines.
Yo podría regalarles mis mejores palabras y ellos sus melodiosas notas, sus sentimientos más caros o mis lágrimas azules. Todo eso que nadie podría comprar y nos sumaríamos a nuestros sueños para poder volar.


Acerca de la autora: Ada Inés Lerner

Inaugural – Héctor Ranea


—Estese alerta, don. En cualquier momento le anuncian que vuela y tiene que volar.
—¡Pero cómo! ¿Cómo que tengo que volar? Esto es para hacerme pasar vergüenza, ¿cierto? Acá alguien se quiere vengar y me dan este hueso duro de roer.
—Si quiere hueso, le sirvo después. También tengo. Pero por ahora concéntrese en volar y después hablamos de qué comer ¿entendió? Si no vuela estamos jodidos. Usted no come y yo no sigo.
—¿Qué es esto? ¿De qué carajo me habla? ¿Cómo pretende que vuele, diga?
—Haga lo que le enseñé, por favor. ¡No me falle!
—¿Qué me enseñó? ¿Cuándo? No recuerdo nada.
—¡Vamos, no me haga eso, che! Es el pánico escénico. Verá que una vez ahí, despliega las alas y vuela. Es fácil, míreme —y el canario sin plumas revolotea sus alas imaginarias, es difícil captar la escena con el escalofrío que me viene.
—Si no vuelo, ¿me matan?
—Algo así. Lo olvidan en la estacada, que es más o menos lo mismo.
—Discúlpeme pero no lo veo así. Una cosa es que me olviden, otra es que me maten. De verdad que lo veo diferente.
—¡La puta! Con lo que está en juego y me viene con figuras semánticas. Si ellos lo olvidan, sonó, ¿está claro? No come, no duerme, nada. Deja de existir, que es lo mismo que estar muerto, sólo que peor, porque no lo está.
—¡Rápido, dígame cómo volar!
—Ya lo llaman. Vaya y muéstreles lo que sabe hacer, ¡vamos!
—¡Carajo! ¿Para qué sirve el libre albedrío?
—¡Para volar! ¡Vamos!
—¿Por qué tengo que volar?
—¡Basta de filosofía! ¡Vuele o le cosen las manos al culo!
Volé, hay que decirlo. Medio como una gallina sin cabeza al principio. Ahora vuelo como un águila, pero sigo sin entender qué sentido tiene todo esto.

El autor: Héctor Ranea

La isla – Miguel Aguilera


Hace frío. Ya se nota en los amaneceres, en el retraso del sol al asomarse, en la piel cuando es sorprendida por las primeras luces del alba. Y pienso que todo sigue igual. Abro los ojos y veo la tenue luz del nuevo día atravesar la persiana de la habitación. Tras levantarme observo a los almendros aún dormidos, los rosales llenos de rocío, y al perro durmiendo a la par de ellos. La soledad también despierta. Se ha vuelto casi un mimo perfecto. Donde voy, donde permanezca, haga lo que haga, allí está, sentada a mi lado, susurrándome al oído, a milímetros de mi espalda.
Las primeras bombeadas de agua arrojan un líquido frío y cargado de vida. Me lavo a consciencia mojando mi rostro, el pelo, la barba, inclusive mis axilas. Siento frío, pero a la vez siento a la vida recorrerme las venas. Tras secarme observo las sierras que recortan el horizonte. Ya es otoño, me digo. Y sí, el otoño comienza a hacerse presente pintando de a poco las hojas, recargando de humedad al viento, tiñendo los cielos de grises, apaciguando el ir y venir de los animales. Es la bandera de aviso que indica la próxima llegada de un invierno que aparentemente será cruel, y silencioso.
Sentado a la mesa, tomo mate. Miro al perro a los ojos y el animal mueve su cola. De algún modo, en ese diálogo primitivo entre humanos y perros, hay una camaradería de grandes amigos. Él lo sabe, yo lo sé. Nos sorprende el sol posándose sobre las sierras e inundando la cocina de luz anaranjada. Ambos nos quedamos mirándolo. En ese momento pienso en cuánta cuerda me hubiera gustado darle a tú corazón ajetreado, cansado, disminuido. Juro que haría eso cada día de mi vida si me fuera posible, pero no, no pude. Por más que ahora estire las manos y con ellas quiera atrapar imágenes en mi memoria siento que el intento es en vano. La muerte te ha llevado y me ha dejado la soledad en tú reemplazo.
La tristeza no es por tú ausencia, es por lo insignificante que siento mi vida al no compartirla contigo. Creeme, si me estás escuchando hazle caso a mis pensamientos, después de todo ellos son los que dicen la verdad de cómo me siento, ellos son los que filtran todo lo que mi corazón se permite sentir y lo que el dolor le transmite. El perro coloca su hocico sobre mis pies. Acaricio su cabeza, le hablo. Al mover su cola pienso fugazmente que sabe de mi dolor, que escucha mis pensamientos ¿Por qué no? Tal vez el animal tenga esa percepción que otros humanos no tienen. Tal vez te perciba a ti, y en eso sí que lo envidiaría y odiaría. Continúo acariciando su cabeza y ambos nos miramos a los ojos. Ojos de perro azul, así, como lo describiría García Márquez.
Salgo a la galería y riego tus plantas. Parecen no echarte de menos, es que hago bien el trabajo que me enseñaste: les remuevo la tierra, las abono con el regalo de las vacas, las riego respetando sus tiempos, las roto al sol para que la dosis sea justa y no dañe sus hojas. Se han acostumbrado a mí. Puedo percibirlo. Pero hay momentos, cuando estiro la mano y tomo una maceta, que me parece ver tú mano blanca, con motas propias de la edad, con tus uñas cortas y arregladas, tomándola con cariño y acercándola a tú pecho. Es ahí, justo en ese momento, que me quiebro. Una punzada me recorre de cabeza a pies pasando por todo el eje de mi cuerpo, y como si de una lágrima de sirena se tratase, mis mejillas se inundan de bronca y dolor, pero no de compasión. La impotencia de no poder traerte de nuevo, de no poder tocar tus pequeñas manos, de jamás volverte a mirar a los ojos.
El otoño ya se instaló. Con él llegan los días cargados de humedad, los vientos que juegan con la hojarasca, la desaparición del trino de muchos pájaros, y amarillareá mi corazón. Te prometo cuidar de tus plantas. Envolveré a las que lo necesiten, cortaré las hojas caducas de las que lo requieran. Si algo me olvido la soledad me lo hará recordar en las tantas horas que compartiremos. Quiero que te quedes tranquila, habrá muchos otros otoños sin ti y aún así, siempre estarás aquí, en el mar muerto que has dejado, en esta isla que estoy habitando, en éste micromundo que se ha construido.

Tomado del blog Las colecciones de Literato

Acerca del autor:
Miguel Aguilera

sábado, 13 de octubre de 2012

Los ojos de buda - Mónica Ortelli


Falta poco para que amanezca y no durmió; ha estado leyendo lo que siempre lee en la víspera. Como agua de pozo en medio del follaje, la lectura lo sosiega. Valgan el temblor y la fiebre de días anteriores, el privilegio de este día.
Se prepara: lucirá un atavío principesco; por elección, irá descalzo. Escucha música afuera; oye también voces silenciadas que más tarde, cuando él termine, se llenarán de júbilo.
La claridad sin sol lo llama y sale. Contempla el caserío, más abajo el hilo de agua serpenteando el bosque, los cultivos y las montañas todavía oscuras. Los ve desvaídos por la bruma gris del alba y apresta sus ojos tan despiertos. Necesita embeberse del lugar para que sus manos se impregnen con la magia. Mira hasta embriagarse de paisaje como se ha embriagado tantas veces en desdicha. Mira para que al pintar los ojos, éstos deseen mirar porque ya conocen.
Cuando el sol asoma vibran címbalos y él camina con majestad hacia la estatua: feliz, casi como si la llevase a ella de la mano. Sube espejo, pigmentos y pinceles al andamio. Abajo, sólo los mantras acompañan: nadie osará mirar mientras se crea lo sagrado.
A la hora de la Iluminación, el pintor descansa su mano unos segundos en el pecho, donde guarda las cartas que relee, y luego, de espaldas con pinceles al hombro y enfrentando el espejo, despliega su arte. Pinta los ojos a la estatua. Pinta lo que ha conocido tanto, lo más bello: el valle natal, las montañas azules, la sonrisa en los ojos que un día dijeron hasta luego, sin saber que era adiós.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

Acerca de la autora:
Mónica Ortelli

Cotidianidades - Pablo Moreiras


Hacer la cama es como ordenar el mundo, cada mañana, con la nueva luz y la presión de la sangre estrellándose contra las paredes del corazón, descubrir el lecho de los sueños y limpiarlo de pelos y señales, rastros de realidad desprendidos por lo vivo antes de cruzar los portales de lo eterno, es ordenar la vida, preparar el cielo y las pupilas, estirar las sábanas en un gesto de supervivencia, alisar la colcha sugiere algo así como el amor, o la ternura de esponjar las almohadas hundidas por el peso de los sueños, restaurar el mundo, rehacerlo al capricho de nuestras manos, hacer la cama es casi un ritual, casi un exorcismo para la piel que anuncia su regreso si el crepúsculo la salva una vez más, y sin embargo, las sábanas deshechas, la colcha arropando el suelo, los rastros descubiertos por la luz, naturaleza muerta que conmemora lo ya pasado aún humeante entre las brumas y los fantasmas en disolución de la mañana, desordenar el mundo es también un acto humano, orden y desorden de la razón, porque el mundo nada, el mundo discurriendo, el mundo ajeno a lógicas, filosofías, psicoanálisis y morales, el mundo y su secreto matemático, y la vida y el olvido medidos en años-luz y en cómo brillan las estrellas. Y Dios, un sarcasmo de lo absurdo, recogiendo miedo como peces con sus redes de silencio -quien calla otorga- y los hombres que gritan, hechos y deshechos, y la vida sigue, impertérrita, y atrás quedan, tras puertas y llaves, las realidades más anónimas, más íntimas, más secretas: los lechos de la vida, los mapas de la historia que cuenta, como piezas de un puzzle, todas las historias.

Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


Acerca del autor:
Pablo Moreiras

El olvido - Nicolás Ferraiolo


Los fantasmas son a las casas lo que los lúgubres misterios a los bosques. Son una sensación doméstica. Pero, debemos decirlo, hay también una minoría poco conocida, que vaga en las fronteras de los desiertos, y desconocida porque no destacan: el desierto fue hecho por alguien que pensaba en la muerte; y también desconocida porque sabemos que se imponen al caminante, y su paso y voz ahí termina.
Esto, a causa de la miopía de los escritores, no lo pudo saber el vecino don Homero, que por una lectura casual del Quijote lo enloqueció saber que toda la literatura es imitable: un tiempo persiguió viejas a hachazos, se hizo calavéricas preguntas de gente sin trabajo, y así sobrevivió –porque los personajes también comen– hasta que otra lectura no menos casual lo hizo atrevérsele al desierto y abrir aguas y hallar la fatalidad de todos: una tierra y una casa. No pudo saber que no hay que detenerse, tenue y comedido, ante estos fantasmas, menos razonarles que él debe pasar, que lo dejen ir, que tiene un pueblo detrás: no sabía que los fantasmas cuando son tratados como hombres se hacen piedras. El primero que se le puso enfrente, al entender la ignorancia de don Homero, antes de devenir en piedra, llamó a los otros, llamó a todos los otros que se le acercaron y se le atiborraron en torno y se fueron volviendo piedra vista. Uno arriba del otro. Él no dejaba de ver la acumulación con gritos de terror pisoteado; era Dios imponiendo algún castigo.
Finalmente, en esa frontera donde comenzaba o terminaba, don Homero apretó los ojos aterrados. Ya no gritaba. Sintiendo el cese de la acumulación, al abrirlos, se halló ante lo previsible. Pero no una sino cuatro paredes tenía en torno; giró adonde pudo y ellos ahí, siempre duros, piedras, ordenados; quiso clamar al cielo, tampoco había. Pero sí hubo lo que conjeturó era una breve pira, una tabla para una tortura, cuchillos –le parecieron muchísimos– sobre ella. Y hubo el terror de no salir, pero también una puerta y una llave. Relajado por esta última revelación, se fue sorprendiendo menos, casi no sintió la respiración de algo durmiendo en una pieza. Ya instintivamente acercó las manos a la hoguera: hacía frío.

Acerca del autor:
Nicolás Ferraiolo

viernes, 12 de octubre de 2012

Hora cero - Fernando Andrés Puga


Y no se levanta el hombre. Apenas hasta el baño. Apenas un rato sentado en el borde de la cama, mientras come. ¿Ella? Al lado. ¿Adónde si no? Aunque él no deja que lo ayuden, ella hace la cama, la ropa, la comida, intenta higienizarlo. Ella espera. Hace tanto que ni sabe.
Parecen solos, pero no. Ahí están el televisor que no se apaga, La Nación con sus letras de molde relatando un caos que no se recompone, algunas voces de otros tiempos y rostros que se licúan contra el ventanal por donde entran Buenos Aires y un pedazo de cielo que en vano intenta llevar esos ojos hacia otros cielos más calmos. ¿Qué más? El tiempo de morir puede ser largo. A menos que se atrevan.
Acaso hoy.
El hombre se levanta. Algo escribe o dibuja sobre el vidrio empañado con el pulso tan firme como cuando aún daba órdenes. Después hace girar el picaporte y al salir, los pies en el balcón sienten el frío.
Ahora alza los brazos y sin bajar la mirada, arroja al vacío los restos de vida que aún latían en su pecho.
Ella, bien aferrada a la baranda, lo ve caer.

Acerca del autor: Fernando Puga

miércoles, 10 de octubre de 2012

La duda – Ana Caliyuri


—La duda siempre es un camino. Dudar es algo así como aseverar que la apariencia tiene un rasgo invisible profundamente o que lo profundo goza de frágil sustento cuando lo que se necesita es derribar argumentos. Nadie hubiese imaginado que teniendo todo me faltase lo principal. Siempre he creído que lo primordial es el alma,pero en este caso no lo fue.
El jurado no cree en las almas, cree en las pruebas. Las pruebas dicen que es él quien ocupará un asiento en la eternidad. ¿Yo? Hice todo lo que estaba a mi alcance. El se llevará los aplausos y la cima, yo me llevaré esta amargura a la eternidad. Allá tal vez otro jurado pueda desagraviarme, éste jurado que me tocó en juego es realmente inepto.. He sido yo quien inventó la máquina de la verdad:sólo que morí después de ello. Me metí en el cuerpo de este tipo que desarrolló muy bien la teoría y ahora todos dicen que él fue quien la inventó. La duda siempre es un camino, repitió una y otra vez el muy desgraciado.


Acerca del autor: Ana Caliyuri

La cadencia de la sangre vs el teclado — Cristian Cano


La inmediatez crea las peores falencias que, como en esta vida, pagan los próximos herederos. Presionando teclas va tomando forma un atrevido, un insolente, un inminente desastre, como también se potencian los amores que nadie olvida. El atrevimiento de las ideas no se tamiza. No se puede desconectar el mundo creado, de su creador. Siempre queda algo entre los renglones, bajo de las palabras, detrás de las comas. También aprecio la lógica rapidez en el mundo de lo imperioso, hay el brillo de una gema prometedora, hay la sentencia de lo efectivo que nos acompaña, hasta nuestro inseguro sin final. Más me gusta la aireada textura de un lento peinado, de un respiro con bases.

El resultado es siempre una completa realidad que intenta completarnos, una dimensión que decide querer corregir nuestros viejos errores. ¿O, acaso, esa no es la finalidad de la escritura? La indomable franja de naturalidad entre lo escrito y la vida. Su objetivo, restituir errores y sortear la soledad.

Acerca del autor: Cristian Cano

Ona Framke - Daniel Frini


El equipo de filmación subió la cuesta con mucho trabajo. El cámara, bufando mientras intentaba encontrar algo de qué tomarse bajo el manto de hojas húmedas que cubría el piso, mantenía los aparatos en equilibrio sobre su cabeza, para evitar que los golpes lo dañaran; el productor, un hombre pequeño y amanerado, gemía ante el esfuerzo y se apoyaba en cada uno de los árboles que bordeaban el sendero angosto. La mujer, periodista en el noticiero de la tarde, llevaba sus zapatos en la mano e insultaba con cuánta palabrota se le venía a la mente. Vestida con una blusa blanca de dracón, y con falda y chaqueta, ambas de tafetán color turquesa, estaba más preparada para trabajar en el piso del canal, que en la oscura y pegajosa humedad del bosque.
La anciana respondió con una sonrisa cuando los tres extraños la saludaron desde el borde del claro, en la cima, donde  estaba la casita construída con pan de jengibre, pastel y azúcar morena.
Se acercaron más cansados que cautelosos y la viejita los invitó a pasar. Se sentaron en unos sillones viejos pero pulcros y tomaron, ávidos, el agua con la que los invitó la anfitriona.
Por dentro, la casa se veía espaciosa, cómoda y bien luminada. Los muebles eran humildes, pero parecían recién pintados con colores vivos y hermosas escenas campestres. Sobre la cocina a leña, una olla de fundición dejaba escapar un delicioso aroma a comida casera.
La anciana era diminuta de años, con su pelo blanco atado en un rodete, gestos suaves y cuidados; y una risita de abuela buena que parecía grabada en su cara. Estaba vestida con una camisa blanca, con los puños delicadamente abrochados; una falda de color gris claro, y sobre ella un delantal blanco y rojo, de esos con motivos de cocina, tan de moda hace más de medio siglo.
Luego, la periodista se presentó y dijo cuál era el motivo de la visita. Los dos hombres prepararon los equipos, y el productor acomodó el cabello de la entrevistadora, que lo rechazó con un gesto brusco y sin querer cambiar su expresión fastidiosa. Sin embargo, cuando el cámara comienzó a filmar y le hizo una seña, el rostro de la mujer se transformó, se iluminó, mostró sus dientes blancos y perfectos en una sonrisa plástica. Y ella comenzó a hablar, mirando a cámara:
—Hola estudios. Estamos en lo más profundo y oscuro del Schwarzwald, el Bosque Negro, a unos cuarenta kilómetros al sudeste de Baiersbronn; donde hemos encontrado a la Abuela Framke, quien gentilmente nos recibe en su casa del claro —giró la cabeza hacia la anciana, sentada en una vieja silla de madera, la espalda recta, ambas piernas juntas y las manos en las rodillas—. Señora Framke ¿es usted la bruja mala del bosque?
Por una fracción de segundo, la viejita pareció sorprendida, luego inclinó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una risa cristalina. Hizo un gesto con su mano derecha, como espantando la idea. Divertida, comentó:
—¡No, m’hijita! ¿Le parezco yo una bruja mala? No…El Señor me ha dado una larga y tranquila vida; y soy muy feliz aquí, con mi casa y mis animalitos.
—De seguro, estará enterada de las desapariciones de jóvenes en esta zona, que han arreciado en los últimos años, pero que, según dicen, vienen produciéndose desde tiempos inmemoriales…
—No m’hija. No sé nada de eso.
—Pero ¿ha visto jóvenes en la zona?
—¡Constantemente! No pasa semana sin que vea a un grupo. Dicen que practican…—la anciana piensa —¿trekking? Creo que es eso. Usted debe saber m’hija. Yo no sé nada de estas cosas nuevas.
—¿Y no ha visto nada raro, abuela?
—Claro que sí. Hace unos días, nomás, pasó por aquí un joven de cabello largo y rojo que estaba conociendo el bosque. Dijo que era de Escocia e iba vestido con una falda. Un hombre con pollera. Qué cosa más rara.
—Sin embargo, dicen que desaparecen jóvenes…
—Mire, m’hija. El bosque es bueno. Hay que conocerlo, claro. Hay animales peligrosos, pero son los menos. Algunas noches hace mucho frío, y si usted no es de aquí y se pierde la puede pasar muy mal. Sin embargo, creo que muere, de manera trágica, mucha más gente en la ciudad todos los días. No m’hija. El bosque es bueno. No hay que tenerle miedo.
Cuando la periodista iba a hacer una nueva pregunta, algo se movió, que llamó su atención. Sin levantarse del sillón, miró por la ventana, y se horrorizó: En la parte trasera de la casa y dentro de un corral, más parecido a un chiquero, había dos jóvenes de unos dieciséis años, desnudos. Un varón y una mujercita, atados a un poste con sendas largas cadenas, cada uno con un cuenco lleno de maíz, en bandolera, alimentando unas veinte gallinas. Al él le faltaban un brazo y una pierna y a ella, el antebrazo izquierdo, una pierna y media nalga.
—¡¿Qué…qué es eso?!
—¿Qué cosa? —dijo la abuela, mientras giraba la vista hacia donde estaba mirando le entrevistadora —¡Ah, eso! No es nada. Usted sabe. Desde hace mucho tiempo, por orden del Rey, no se puede matar más niños. Pero la proclama de Su Majestad nada decía acerca de que no se pudiera ir comiéndolos de a poco —y mirando a los tres integrantes del equipo de filmación, dijo—. ¡Oh! Pobrecitos; había olvidado decirles que el agua que tomaron estaba envenenada. ¡No! No me interesa comerlos a ustedes tres. Están muy viejos. Si no se mueven, el veneno demorará más en actuar, y quizá lleguen a probar el guiso de carne humana que estoy preparando en aquella olla. Les aseguro, es exquisito.


Acerca del autor: Daniel Frini

lunes, 8 de octubre de 2012

Serendipia - Daniel Frini


Hay cosas que pasan, tarde o temprano. Digamos, por ejemplo, que si los reyes de España no hubiesen gestionado la financiación del viaje a Colón, el descubrimiento del nuevo continente no se hubiese demorado demasiado. Claro que América no se llamaría así, Colombia sería Maccormickland, o Vandervaartland y hablaríamos inglés, holandés o chino; pero hubiera sido colonizada de cualquier manera. Pero otras cosas no. Cuando el doctor Menseguez ―doctor en física― estudiaba los gravitones, experimentó con una nueva rama de las matemáticas y desarrolló una serie de ecuaciones de cierta complejidad. Cometió cuatro errores fortuitos que encaminaron sus razonamientos hacia una deducción que, de haberla formulado, le hubiera ―nos hubiera― permitido conocer La Verdad. Sin embargo, antes de dar este paso, decidió revisar una vez más sus fórmulas y encontró el primer error, luego el otro, luego el otro y el cuarto. Las ecuaciones, ahora bien escritas, no conducían a nada. Dejó las fórmulas, la nueva rama de las matemáticas y los gravitones, quemó sus notas; y se dedicó a conquistar a la señorita que atendía la caja en el comedor de la Universidad. Eventualmente, se casó con ella, tuvo tres hijos y murió, en un geriátrico, a la edad de noventa y un años. Nadie, nunca, jamás supo lo cerca que estuvimos.


Acerca del autor: Daniel Frini